Por: Blanca Heredia
En mi artículo de la semana pasada me preguntaba sobre si sería importante blindar la reforma educativa y, tras señalar que la idea de defenderla y buscar mecanismos para sostenerla sólo interesa si pensamos que esa reforma tiene elementos que vale la pena sostener, me concentré en las (muy importantes) amenazas externas que dicha reforma enfrenta de cara a las elecciones y el cambio de gobierno del 2018.
Para discutir en serio este asunto, conviene, sin embargo, reparar en el hecho de que la perdurabilidad de la reforma no sólo depende de amenazas externas, sino también de qué tan fuerte o débil es la reforma internamente para enfrentarlas. Dicho de otra manera, el grado de amenaza al que se ve sometida la sustentabilidad la reforma educativa depende tanto de factores externos (presencia y fuerza de factores o actores interesados en echarla abajo o de no prestarle la atención suficiente para que persista) como de factores internos (diseño e implementación) a la propia reforma.
Me explico:
Frente a una tormenta, por ejemplo, no da igual para la capacidad de respuesta y del nivel de daño, la calidad de la construcción del inmueble afectado. Tampoco da lo mismo si existen o no sistemas de alerta temprana, o la naturaleza y operatividad efectiva de los arreglos (formales o informales) que definen responsabilidades y formas de coordinación de los agentes a cargo de la gestión del inmueble o de la respuesta colectiva en caso de emergencias. En suma, un inmueble mal construido y una comunidad poco organizada serán más vulnerables frente a una disrupción exógena (no controlable) que una edificación más sólida y un grupo de personas mejor organizadas para lidiar con la ocurrencia de un desastre.
En el caso de la reforma educativa, detecto dos debilidades críticas de carácter interno que pudieran dificultar su perdurabilidad en el tiempo.
Ello, básicamente, pues exacerban su vulnerabilidad frente a posibles amenazas externas. Primero, el asunto relativo a la gobernanza y conducción tanto del propio proceso de reforma como del nuevo sistema educativo que busca producir esta. Segundo, los problemas y fallas en la implementación de las transformaciones concretas que, en conjunto, integran la reforma.
En materia de gobernanza, tanto sobre la transformación mandatada por la reforma como sobre el nuevo sistema que aspira a construir esta, identifico dos áreas de vulnerabilidad principales: la tensión y falta de claridad suficiente en lo tocante a la distribución de responsabilidades entre la SEP y el INEE, por un lado, y, por otro: confusión, falta de precisión, déficits en exigibilidad (enforcement) y jaloneos en lo que se refiere a los ámbitos de responsabilidad y capacidades concretas, respectivamente, del gobierno federal y los gobiernos subnacionales.
El gran demonio de cualquier cambio o iniciativa de política pública es la instrumentación. En el caso mexicano, ese demonio ha sido, una y otra vez, el enterrador más frecuente de muchos intentos –más o menos certeros– de impulsar transformaciones en muy diversos ámbitos de la vida nacional a través de nuevas acciones de gobierno y/o de modificaciones a normas o instituciones.
Los retos planteados para la instrumentación de una reforma educativa como la iniciada en 2013 son de sí enormes. Ello, por la multitud y diversidad de actores involucrados en hacerla realidad, por los importantes márgenes de discrecionalidad de los que disponen y requieren para ello dichos actores, así como por el tiempo (considerable) y el esfuerzo sostenido requeridos para hacer realidad los cambios propuestos.
A esa complejidad mayúscula de base, sin embargo, hay que sumarle ingredientes adicionales sobre cuya presencia o magnitud han tenido mayor control sus arquitectos. Entre otros: las fallas o lagunas en algunos aspectos de su diseño, mismas que dificultan su aplicación en términos técnicos; la sobrecarga burocrática producida por el alud acumulativo de iniciativas y programas en un muy breve espacio de tiempo; las tensiones e inconsistencias en el tiempo entre su aplicación strictu sensu y la necesidad de hacer pausas o excepciones para administrar presiones políticas; y la incapacidad de la reforma para generar ganadores claros y suficientes como para contrapesar a sus muchos perdedores.
De todo ello, lo que resulta es una reforma educativa que se asemeja a un edificio frágil. Frágil, no sólo por el largo trecho por recorrer para terminar su construcción, sino frágil, también, por los diversos huecos y vulnerabilidades (evitables y, quizá, todavía, remediables) frente a los posibles vendavales del 2018.
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