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La patología del odio

Por: Adela Cortina

Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.

Ese relato resulta familiar a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.

Se entiende por discurso del odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.

Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.

Desde un punto de vista jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.

En principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.

Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.

Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.

Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.

En su libro El discurso del odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y provoca un retroceso de siglos.

Cultivar un êthos democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los socialmente más poderosos.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2017/03/16/opinion/1489679112_916493.html

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La patología del odio

Adela Cortina

Las fobias sociales son enfermedades que se deben superar. Convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre el discurso de la intolerancia y el respeto a la libertad de expresión.

Hacia 1944 vio la luz el libro autobiográfico de Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo.En él recordaba el comienzo del siglo XX desde el peculiar observatorio en el que había vivido como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista. Y consideraba un deber moral contar ese relato para aviso de navegantes, porque nada podía llevar a pensar en los umbrales del nuevo siglo que ya en su primera mitad se iban a producir dos guerras salvajes en suelo europeo. Los jóvenes educados en la Austria imperial, en un ambiente seguro y estable, creían periclitado cualquier episodio de barbarie y no veían en el futuro sino signos de progreso. No podían sospechar que ya se estaba incubando el huevo de la serpiente.

Ese relato resulta familiar a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.

Se entiende por discurso del odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar, promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.

Hay que tomar conciencia de que las semillas del retroceso pueden estar puestas

Tal vez el rótulo “odio” no sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.

Desde un punto de vista jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.

n principio, por decirlo con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o Venezuela no puede ser más negativa.

Se trata de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables

Pero igualmente el derecho al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación, en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez, consideran inferiores.

Naturalmente, el derecho está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento desde el marco de las instituciones.

Sin embargo, el derecho, con ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.

En su libro El discurso del odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo humano y provoca un retroceso de siglos.

Cultivar un êthos democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se encuentran a merced de los socialmente más poderosos.

Fuente del Artículo:

http://elpais.com/elpais/2017/03/16/opinion/1489679112_916493.html

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Filosofía imprescindible

Europa/España/26 de Agosto de 2016/Autora: Adela Cortina/Fuente: El País

Nuestras sociedades son sumamente contradictorias en lo que hace a la enseñanza de la filosofía y de esa parte esencial suya que es la ética.

En la ESO la ética se ha reducido a una materia de escuálidos “Valores Éticos”, alternativa a la religión por más señas, con lo que se abona la falsa convicción de que hay una moral para ateos y otra para creyentes. Cuando lo cierto es que todos deberían compartir la misma ética cívica. En el Bachillerato la Historia de la Filosofía, que en un tiempo fue obligatoria, se pierde entre una maraña de optativas. Y en las universidades, las Humanidades, entre ellas la Filosofía, se devalúan con la coartada de que no parecen engrosar el PIB de los países.

Y, sin embargo, responder con altura humana a los desafíos de nuestro tiempo sigue exigiendo contar con un bagaje como el que proporciona muy especialmente la filosofía. Para muestra, algunos botones.

Se repite hasta la saciedad que la falta de ética es una de las causas de las crisis económica y política, se insiste en la perversidad de la corrupción, en la falta de responsabilidad de los líderes, que ponen su ego frente al bien común, se habla de la importancia de las emociones en la vida pública y de que no pueden llevarnos, sin embargo, a olvidar los argumentos. Catástrofes como la victoria del Brexit en el referéndum británico nos instan a construir una mejor Europa, fiel a su compromiso con los derechos económicos y sociales de las personas, leal a las exigencias de la hospitalidad con quienes no tienen más alternativa que la desesperación y la muerte. Seguimos creyendo que el camino para construir democracias auténticas es una ciudadanía lúcida y madura, capaz de reflexión, crítica y argumentación, convencida del valor de la autonomía y de que sólo puede conquistarse desde la solidaridad. Nombramos comités de bioética en distintos niveles y, salvo honrosas excepciones, ninguno de sus miembros se ha formado en ética. Criticamos las consecuencias nefastas del capitalismo financiero y abjuramos verbalmente de la pobreza y la desigualdad.

Y si nuestras convicciones son éstas, ¿no es una contradicción flagrante abandonar en las aulas aquellos saberes que, codo a codo con los demás, cobran su sentido de potenciar la reflexión y la crítica, la argumentación frente al fundamentalismo y los dogmatismos, la deliberación y la apuesta por los mejores valores?

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/07/08/opinion/1467975405_816873.html

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Filosofía imprescindible

España/ Julio de 2016/La Estrella de Panamá

Por: Adela Cortina

Nuestras sociedades son sumamente contradictorias en lo que hace a la enseñanza de la filosofía y de esa parte esencial suya que es la ética.

En la ESO la ética se ha reducido a una materia de escuálidos ‘Valores éticos ‘, alternativa a la religión por más señas, con lo que se abona la falsa convicción de que hay una moral para ateos y otra para creyentes. Cuando lo cierto es que todos deberían compartir la misma ética cívica. En el Bachillerato la Historia de la Filosofía, que en un tiempo fue obligatoria, se pierde entre una maraña de optativas. Y en las universidades, las Humanidades, entre ellas la Filosofía, se devalúan con la coartada de que no parecen engrosar el PIB de los países.

Y, sin embargo, responder con altura humana a los desafíos de nuestro tiempo sigue exigiendo contar con un bagaje como el que proporciona muy especialmente la filosofía. Para muestra, algunos botones.

Se repite hasta la saciedad que la falta de ética es una de las causas de las crisis económica y política, se insiste en la perversidad de la corrupción, en la falta de responsabilidad de los líderes, que ponen su ego frente al bien común, se habla de la importancia de las emociones en la vida pública y de que no pueden llevarnos, sin embargo, a olvidar los argumentos. Catástrofes como la victoria del Brexit en el referéndum británico nos instan a construir una mejor Europa, fiel a su compromiso con los derechos económicos y sociales de las personas, leal a las exigencias de la hospitalidad con quienes no tienen más alternativa que la desesperación y la muerte. Seguimos creyendo que el camino para construir democracias auténticas es una ciudadanía lúcida y madura, capaz de reflexión, crítica y argumentación, convencida del valor de la autonomía y de que solo puede conquistarse desde la solidaridad. Nombramos comités de bioética en distintos niveles y, salvo honrosas excepciones, ninguno de sus miembros se ha formado en ética. Criticamos las consecuencias nefastas del capitalismo financiero y abjuramos verbalmente de la pobreza y la desigualdad.

Y si nuestras convicciones son estas, ¿no es una contradicción flagrante abandonar en las aulas aquellos saberes que, codo a codo con los demás, cobran su sentido de potenciar la reflexión y la crítica, la argumentación frente al fundamentalismo y los dogmatismos, la deliberación y la apuesta por los mejores valores?

Fuente: http://laestrella.com.pa/opinion/columnistas/filosofia-imprescindible/23952500

Fuente de la Imagen: https://www.google.co.ve/search?q=filosof%C3%ADa&biw=1024&bih=529&tbm=isch&source=lnms&sa=X&ved=0ahUKEwi77viw_IrOAhVTBx4KHdxgBJcQ_AUIBigB&dpr=1#imgrc=fuJqkyHFCbQ9AM%3A

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