Pánico global y horizonte aleatorio

Hemos entrado en tiempos paradójicos propios de una sociedad global en transición. Tiempos de inestabilidad generalizada en la que los horizontes compartidos se diluyen y nadie sabe si lo que viene mañana es la repetición de lo de ahora, o un nuevo orden social más preocupado por el bienestar de las personas…. o el abismo. La angustiosa contingencia del porvenir es la única certidumbre.

Y es que ahora no estamos ante los azares regulares de la cotidianidad como, por ejemplo, cuando tomábamos un metro para dirigirnos al trabajo y no podíamos prever con quiénes nos encontraríamos en el vagón, o si llegaríamos a tiempo. La incertidumbre actual es más profunda, es de destino, porque uno no sabe en realidad cuándo volverá a tomar el metro, si tendrá trabajo al cual dirigirse o, llevado al extremo, si estaremos vivos para entonces. Lo de hoy es, pues, un derrumbe absoluto del horizonte de las sociedades en el que la aleatoriedad del porvenir es de tal naturaleza que todo lo imaginable, incluida la nada, pudiera suceder.

Un diminuto virus de entre los cientos de miles que existen está llevando a que más de 2.600 millones de personas suspendan sus actividades regulares, que una gran parte de los trabajos con los que las personas reproducen sus condiciones de existencia estén paralizadas, y que los gobiernos implementen estados de excepción sobre la posibilidad de desplazarse y agruparse. Un pánico global se ha apoderado de los medios de comunicación y una niebla de sospecha sobre el otro cercano, portador de la enfermedad, quiere encumbrarse en el espíritu de la época.

Las imposturas de la globalización

Y lo paradójico resulta del hecho que en momentos de exaltación de la globalización de los mercados financieros, de las cadenas de suministros, de la cultura de masas y de las redes, el principal cuidado que se despliegue ante una enfermedad globalizada sea el aislamiento individual. Es como una confesión de derrota de esos mercados globales y sus sacerdotes ante la necesaria persistencia de los estados, la sanidad pública y las familias como núcleos imprescindibles de socialidad y protección. De ahí que resulte hasta grotesco ver a los profetas del libre comercio y del “Estado mínimo”, que ayer exigían derribar las fronteras nacionales y deshacerse de los “costosos” sistemas de derechos sociales (salud, educación, jubilación..), salir ahora a aplaudir el cierre profiláctico de las fronteras y exigirle al Estado medidas más drásticas para atender a los ciudadanos y reactivar las economías nacionales.

Que la euforia globalizadora como destino final de la humanidad sólo se aferre al encierro individual, y que la única organización política prevaleciente ante la emergencia de una enfermedad global, resultante del propio curso de la globalización, sea el Estado, habla de una farsa sin atenuantes. Algo anda mal en esa paradoja: o bien la globalización como proyecto político-económico fue y es una estafa colectiva para el rédito de pocos, o bien las sociedades aun no comprenden las “virtudes” del mundo global, lo que equivale a decir que si la realidad no se acomoda a la retórica, la que está fallando es la realidad y no la retórica sobre esa realidad. La verdad es que no hay respuesta globalizada a un drama global, y ahí ya hay una sentencia histórica sobre una época aciaga.

Se trata, en definitiva, de un descomunal fracaso de la globalización tal como hasta ahora se la ha construido y, sobre todo, del discurso político que la acompañó, de las ideologías normativas que la secundaron.

Si se globalizan los mercados de acciones pero no la protección social, las cadenas de suministros pero no el libre desplazamiento de las personas, si se globalizan las redes sociales pero no los salarios ni las oportunidades, entonces la globalización es más una coartada de unos cuantos países, de unas cuantas personas para imponer su dominio, su poder y su cultura, que una verdadera integración universal de los logros humanos en beneficio de todos.

Se trata de una manera mutilada de globalizar la sociedad que, al tiempo de generar más desigualdades e injusticias, debilita los mecanismos de protección y cuidado creados a lo largo de décadas por los diferentes estados nacionales.

Hoy vemos que los mercados financieros no curan enfermedades globales, solo intensifican sus efectos en los más débiles; hoy vemos que el libre comercio ha llevado a un retroceso en las condiciones de igualdad similares a las de inicios del siglo XX. Según Thomas Piketty, el 1% de los más ricos de EE. UU., que el año 1975 llegaron a concentrar el 20% de la propiedad del total de los activos inmobiliarios, profesionales y financieros, al 2018 han aumentado su participación al 40%, como en 1920. Hoy sabemos que ninguna institución global tiene la más mínima posibilidad de cohesionar las voluntades sociales para enfrentar las adversidades globales, y en cambio el Estado sí lo viene logrando. Es como si la “mano invisible” de Adam Smith no sólo fuese inservible para a los cuidados de la humanidad, sino más peligrosa que la propia pandemia. Y es que la globalización hasta ahora funciona como modo de acrecentar ganancias privadas de las grandes empresas del mundo, y en contraparte es inútil para promover la protección de las personas.

La actual epidemia no es la primera de carácter global. Ya se han presentado desde el inicio del mercado mundial a comienzos del siglo XVI, durante la colonización de América, cuando la viruela redujo entre el 70% y el 80% de la población originaria; luego lo hicieron, en distintos lugares del planeta, las infecciones del cólera, de la gripe rusa, la gripe española, la gripe aviar, el VIH, y recientemente el SARS 1, H1N1, etc.

Las enfermedades globales emergen de los modos de subsunción formal y real de la naturaleza viva a la racionalidad de la producción mercantil que fracturan los procesos regulados en la transmisión de enfermedades entre distintas especies animales. Subsunción formal, cuando se presiona a la pequeña economía agraria a internarse cada vez más en bosques y áreas ecológicamente auto sostenibles para mercantilizar la flora y la fauna; subsunción real, cuando la producción plenamente capitalista impone ilimitadamente en bosques modos de trabajo agrícolas extensivos, articulados a los mercados de los commodities. En ambos casos, la interfase entre la vida silvestre y los seres humanos que se regulaban gradualmente durante décadas y siglos a través de la difusión en pequeñas comunidades, ahora se comprimen en días o semanas en gigantescos conglomerados humanos, estallando en contagios fulminantes, masivos y devastadores.

Detrás de cada pandemia hay una manera de definir la riqueza social como ilimitada acumulación privada de dinero y bienes materiales y que, por tanto, convierte a la naturaleza, con sus componentes de seres vivos e inanimados, en una simple masa de materia prima susceptible de ser procesada, depredada y financiarizada. Es un modo enceguecido de producir cada vez más dinero, pero impotente para producir un modo global para proteger a las personas y, mucho menos, a la naturaleza. El resultado es un orden dominante de sociedad que no comprende que su compulsiva manera de devorar la naturaleza en el altar de la ganancia es una manera de devorarse a sí misma.

Que los mercados y las instituciones globales ahora se escuden detrás de las legitimidades estatales para intentar contener los demonios destructivos que esta forma de globalización ha desatado es la constatación de un doble fracaso. De las instituciones globales para proponer factibles respuestas mundiales para proteger la salud de las personas de todos los países; y de los mercados globales para impedir el descalabro económico generalizado que se aceleró por la pandemia.

Al estancamiento económico de los últimos años ahora le sigue la recesión global, es decir, un decrecimiento de las economías locales que va a llevar a un cierre viral de empresas, al despido de millones de trabajadores, a la destrucción del ahorro familiar, al aumento de la pobreza y del sufrimiento social. Y, nuevamente, los sacerdotes de la globalización, insuflados en su mezquindad, se cruzan de brazos a la espera de que los estados nacionales gasten sus últimas reservas, hipotequen el futuro de al menos dos generaciones para contener el enojo popular y atemperar el desastre que los arquitectos de la globalización han ocasionado.

Cuando la pujanza mundial era evidente, la globalización tenía muchos padres, cada cual más enardecido respecto a la fingida superioridad histórica del libre mercado. Y ahora que la recesión generalizada asoma las orejas, ella se presenta como huérfana y sin responsables. Y tendrá que ser el vapuleado Estado el que intente salir al frente para atenuar los terribles costos sociales de una orgía económica de pocos.

El regreso del Estado

Ciertamente asistimos y asistiremos a una revalorización general del Estado, tanto en su función social-protectora, como económica-financiera. Ante las nuevas enfermedades globales, pánicos sociales y recesiones económicas, sólo el Estado tiene capacidad organizativa y la legitimidad social como para poder defender a los ciudadanos.

Estamos ante un momento de regresión colectiva a los miedos sociales que, a decir de Elias, son los fundamentos de las construcciones estatales. Pero, por ahora, sólo el Estado, bajo su forma integral gramsciana de aparato administrativo y sociedad civil politizada y organizada, puede orientar voluntades sociales hacia acciones comunes y sacrificios compartidos que van a requerir de las políticas públicas de cuidado ante la pandemia y la recesión económica.

Bajo estas circunstancias, el Estado aparece como una comunidad de protección ante los riesgos de muerte y crisis económica. Y si bien es cierto que el destino de muchos ha de depender de la decisión de los pocos que monopolizan las decisiones estatales -y por eso Marx hablaba de una “comunidad ilusoria”- estas decisiones habrán de ser efectivas para crear un cuerpo colectivo unificado en su determinación de sobreponerse a la adversidad, siempre y cuando logre dialogar con las esperanzas profundas de las clases subalternas.

Incluso la recesión global halla en el Estado nacional a la única realidad social capaz de reorganizar la flecha temporal del flujo de la riqueza de las naciones para adelantar hoy a todos lo que se producirá mañana, a fin de dar un empujón a los ingresos laborales, al consumo interno, a la generación estatal de empleo y al crédito productivo.

Cuánto durará este retorno al Estado, es difícil saberlo. Lo que sí está claro es que, por un largo tiempo, ni las plataformas globales ni los medios de comunicación ni los mercados financieros ni los dueños de las grandes corporaciones tendrán la capacidad de articular asociatividad y compromiso moral similar a los estados. Que esto signifique un regreso a idénticas formas del Estado de bienestar o desarrollista de décadas atrás no es posible, porque hay unas interdependencias técnico-económicas que ya no pueden retroceder para erigir sociedades autocentradas en el mercado interno y el asalariamiento regular. Pero sin un Estado social preocupado por el cuidado de las condiciones de vida de las poblaciones seguiremos condenados a repetir estos descalabros globales que agrietan brutalmente a las sociedades y las dejan al borde del precipicio histórico. Las formas emergentes de Estado tendrán que combinar una revalorización del mercado interno, la protección social ampliada a asalariados, no asalariados y formas híbridas de trabajo autónomo, profundas políticas de democratización de la propiedad y las decisiones sobre el futuro, con la articulación controlada de las distintas cadenas de suministros mundiales, la fiscalización radical de los flujos financieros e inmediatas acciones de protección del medioambiente planetario.

Ahora, otra de las paradojas del tiempo de bifurcación aleatoria, como el actual, es el riesgo de un regreso pervertido del Estado bajo la forma de keynesianismos invertido y de un totalitarismo del big data como novísima tecnología de contención de las “clases peligrosas”. Si el regreso del Estado es para utilizar dinero público, es decir, de todos, para sostener las tasas de rentabilidad de unos pocos propietarios de grandes corporaciones, no estamos ante un Estado social protector sino patrimonializado por una aristocracia de los negocios, como ya sucedió durante todo el periodo neoliberal que nos ha llevado a este momento de descalabro societal.

Y si el uso del big data es irradiado desde el cuidado médico de la sociedad a la contrainsurgencia social, estaremos ante una nueva fase de la biopolítica devenida ahora en data-política, que de la gestión disciplinaria de la vida en fábricas, centros de reclusión y sistemas de salud pública, pasa al control algorítmico de la totalidad de los actos de vida, comenzando por la historia de sus desplazamientos, relaciones, elecciones personales, gustos, pensamientos y hasta de sus probables acciones futuras, convertido ahora en datos de algún algoritmo  que “mide” la “peligrosidad” de las personas; hoy, peligrosidad médica; mañana, peligrosidad cultural; pasado, peligrosidad política.

La irreductibilidad del cuerpo

La realidad es que el cuerpo, los trazos del cuerpo en el espacio-tiempo social siempre han sido el obsesivo destino de todas las relaciones de poder, y hoy lo es de manera absoluta. Decía Valery, en uno de sus diálogos, que lo más profundo de las personas es la piel, y no se equivocaba. En la piel del cuerpo están grabados los códigos de la sociedad, y por eso lo que más se extraña en el encierro es el encuentro de cuerpos, la acción de los cuerpos cercanos, el lenguaje de los cuerpos que nos hablan y nos educan sin tomar conciencia de ello.

Así, pues, pareciera que también estamos enterrando en la angustia del encierro la cara tecnicista de la utopía liberal del individualismo autosuficiente que pretendía sustituir la realidad social por la realidad virtual. Es que los cuerpos, sus interacciones, son y seguirán siendo imprescindibles para la creación de sociedad y de humanidad. Ahora sabemos que los empleos virtuales, el “teletrabajo”, importantes y en aumento, no son el modo predominante de la generación de riqueza de las naciones; que la fuerza de trabajo es siempre es una composición de esfuerzo físico y mental; que las sociedades nacionales se paralizan si no hay actividad humana corporal interactuando con otras corporeidades. Es como si la piel y el cuerpo fueran fuerzas productivas de la sociedad en general y de las formas de comunidad en particular, comenzando por la familiar, nacional y mundial.

Un like en el Facebook es una convergencia cerrada de inclinaciones que no produce algo nuevo más que el incremento contable de adherencias anónimas. Una asamblea, en cambio, es una permanente construcción social-corporal de conocimientos prácticos y experiencias comunes.

El desasosiego y sensación de mutilación con las que la gente reacciona ante el necesario y temporal encierro revela que el cuerpo no es meramente un estorboso receptáculo de un cerebro capaz de dar el salto a la virtualidad absoluta. No; el cuerpo no es un cajón de neuronas organizadas. El cuerpo es la prolongación del cerebro en la misma medida que el cerebro es la prolongación del cuerpo y, por tanto, los mecanismos de conocimiento, de invención, de afectos y de acción social son actividades integrales de todo el cuerpo en su vinculación con otros cuerpos, con la humanidad entera y la naturaleza entera.

El cuerpo es, pues, un lugar privilegiado de conocimiento social y de producción de la sociedad.

Que los límites de la virtualidad global forzada saque a luz el valor de las experiencias del cuerpo es, también, otra de las paradojas del tiempo ambiguo. Y si bien es probable que de aquí a unos años esta experiencia angustiante sea olvidada, muchos saldrán a las calles con el cuello doblado hacia el celular, pero podrán hacerlo porque la gente está ahí, a la mano, interactuando con uno mismo, a través de las miradas y los gestos del cuerpo, aunque nuestra conciencia este en el diálogo del WhatsApp. Pero también es probable que la desesperación por el encuentro con los otros vuelva a manifestarse recurrentemente si es que no sabemos sacar ahora las lecciones de este tipo de globalización mezquina que no se preocupa ni por la gente común ni por la naturaleza en común. Y, quizá, el pavor se convierta en un estado permanente de la convivencia social. Los seres humanos somos seres globales por naturaleza y nos merecemos un tipo de globalización que vaya más allá de los mercados y los flujos financieros. Necesitamos una globalización de los conocimientos, del cuidado médico, del tránsito de las personas, de los salarios de los trabajadores, del cuidado de la naturaleza, de la igualdad entre mujeres y hombres, de los derechos de los pueblos indígenas, es decir, una globalización de la igualdad social en todos los terrenos de la vida, que es lo único que enriquece humanamente a todos. Mientras no acontezca eso, como tránsito a una globalización de los derechos sociales, es imprescindible un Estado social plebeyo que no sólo proteja a la población más débil, que amplíe la sanidad pública, los derechos laborales, y reconstruya metabolismos mutuamente vivificantes con la naturaleza; pero que además democratice crecientemente la riqueza material y el poder sobre ella; por tanto, también de la política, el modo de tomar decisiones que deberá ir cada vez mas de abajo hacia arriba y cada vez menos de arriba hacia abajo, en un tipo de Estado integral que permita ir irradiando la democrática asociatividad molecular de la sociedad sobre el propio Estado.

El mundo está atrapado en un vórtice de múltiples crisis ambientales, económicas, médicas y políticas que están licuando todas las previsiones sobre el porvenir; y lo peor es que ello viene con un inminente riesgo de que se impongan “soluciones” en las que las clases subalternas sean sometidas a mayores penurias que las que ya se tolera hoy. Pero la condición de subalternidad social o nacional tiene, en ese torbellino planetario, también un momento de suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El desasosiego planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales aferrarse es también de las creencias dominantes, con lo que el sentido común se vuelve poroso, apetente de nuevas certidumbres. Y si ahí el pensamiento crítico ayuda a formular las preguntas del quiebre moral entre dominantes y dominados, ayuda a visibilizar las herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en medio de la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso sostenido en las actividades de la comunidad, la solidaridad y la igualdad, que es el único lugar donde los subalternos pueden emanciparse de su condición subalterna.

Sólo así el horizonte que emerja, sea el que sea o tenga el nombre que quiera dársele, será propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí misma y por el que vale la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos. [*]


[*] Fragmento de la Conferencia Inaugural del ciclo académico de las carreras de Sociología y Antropología del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martin, Argentina. 30 de marzo de 2020.

Fuente. https://rebelion.org/panico-global-y-horizonte-aleatorio/

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Curva de elefante y clase media

Curva de elefante y clase media

Álvaro García Linera*

Thomas Piketyy en su más reciente libro, Capital e ideología, retoma una gráfica de Milanovic para representar las desigualdades en el mundo en las últimas décadas. Lo notable de esa curva que mide los ingresos de la población es que toma la forma de una curva de elefante. Los primeros deciles, que abarcan a las personas del planeta más pobres han experimentado un crecimiento porcentual notable de su capacidad adquisitiva. Los deciles intermedios, es decir los “sectores medios“ han tenido un aumento, pero moderado, en tanto que el decil superior, especialmente el uno por ciento más rico ha experimentado un crecimiento exponencial de sus ingresos, tomando la forma de una pronunciada trompa.

Salvando las diferencias numéricas es posible también representar la distribución de los ingresos en Bolivia desde el año 2006 al 2018 como una curva de elefante moderada.

Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 2006 y 2018, el 33 por ciento de los bolivianos anteriormente pobres alcanzaron ingresos medios (entre 5 y 50 dólares/día), pasando de 3.3 a 7 millones. El salario mínimo del país, que reciben la mayoría de los asalariados, subió de 440 bolivianos a 2 mil 122 (de 55 a 303 dólares, es decir, 550 por ciento). Como señala el Banco Mundial, Bolivia fue la nación que más favoreció en la pasada década –con distintas políticas redistributivas– los ingresos de 40 por ciento de la población vulnerable, en promedio 11 por ciento anual; por lo que está claro que la primera parte de la curva de Piketty está verificada.

Las clases altas por su parte, después de la nacionalización de los hidrocarburos, electricidad agua y telecomunicaciones, han tenido también un notable crecimiento de sus ingresos. La rentabilidad anual de la banca ha saltado de 21 a 208 millones anuales. Los productores mineros privados y la agroindustria han pasado de exportar 794 y 160 millones de dólares en 2006 a 4,001 y 434 en 2018. Por su parte, el monto global de la ganancia registrada del sector empresarial ha pasado de 6 mil 700 en 2005 a 29 mil 800 millones de bolivianos en 2018, 440 por ciento más. Lo que verifica la trompa de la curva; con una diferencia respecto a lo que sucedió escala mundial: una reducción drástica de la desigualdad entre el 10 por ciento más rico con respecto al 10 por ciento más pobre que se redujo de 128 veces a 36, fruto de las cargas impositivas a las empresas ( government take gasífero de 80 por ciento, bancario de 50 por ciento y minero de entre 35 y 40 por ciento); por lo que debemos hablar de una trompa de elefante recortada o moderada.

Lo que falta ahora es saber que pasó con el sector medio de la sociedad.

Las clases medias tradicionales

Se trata de un sector social muy diverso en oficios y propiedad formado después de la revolución de 1952 con los retazos de la vieja oligarquía derrotada, pero cohesionada en torno al reciclado sentido común de un mundo racializado en su orden y lógica de funcionamiento. Son profesionales de segunda generación, oficinistas, oficiales uniformados, intermediarios comerciales del Estado, pequeños empresarios ocasionales, ex latifundistas, propietarios de inmuebles alquilados, políticos de oficio, etcétera.

A primera vista han tenido un incremento de sus ingresos y del valor de sus bienes inmuebles. La tasa de crecimiento de la economía en 14 años, en promedio 5 por ciento anual, ha favorecido en general a toda la sociedad. Pero mientras las clases plebeyas tuvieron un incremento de sus ingresos de al menos 11 por ciento cada año y los asalariados más pobres 500 por ciento en 13 años. En el caso de los salarios altos, el presidente Evo Morales fijó como remuneración máxima el salario presidencial, que se redujo de 26 mil bolivianos a 15 mil; y en 13 años sólo subió a 22 mil, es decir, 46 por ciento, lo que llevó a que los ingresos de los profesionales con cargos más altos tengan que apretarse como acordeón por debajo del techo presidencial. Así, mientras la economía nominalmente pasaba de 9 mil 500 a 41 mil millones de dólares, un aumento de 430 por ciento, las clases medias profesionales sólo tuvieron un incremento menor a 95 por ciento por ciento de su salario promedio. Para las nuevas clases medias populares ascendentes era una gran conquista de igualdad, pero para las tradicionales, posiblemente un agravio.

Los propietarios de bienes inmuebles no sufrieron una depreciación de sus propiedades ni mucho menos una expropiación, pero el riguroso control de la inflación que ejerció el gobierno (alrededor de 5.4 por ciento en promedio en los pasados 13 años) y la gigantesca política de fomento a la construcción de viviendas, ya sea mediante cientos de miles viviendas estatales donadas y la obligatoriedad de crédito bancario a la construcción de vivienda a una tasa de interés de 6 por ciento, llevó a una amplia oferta que atempero el aumento de los precios de las viviendas en un tope no mayor a 80 por ciento en toda una década.

De esta manera las clases medias tradicionales tuvieron un incremento moderado de sus ingresos, porcentualmente mucho menor que el de las clases populares y las clases altas, lo que completa la parte baja de la curva de elefante de las desigualdades nacionales.

Si a ello sumamos que en este mismo tiempo a los 3 millones de personas de ingresos medios que ya existían en 2005 se sumaran otros 3.7 millones, resulta que para un puesto laboral donde habían tres ofertantes, ahora habrán seis; llevando a una devaluación de facto de 50 por ciento de las oportunidades de la clase media tradicional.

Esta devaluación de la condición social de la clase media se vuelve tanto más visible si ampliamos la forma de medir los bienes de las clases sociales a otros componentes más allá de los ingresos monetarios y el patrimonio, como el capital social, cultural y simbólico.

Toda sociedad moderna tiene mecanismos formales e informales de regulación de influencias sociales sobre las decisiones estatales. Ya sea para debatir leyes, defender intereses sectoriales, ampliación de derechos, acceso a información relevante, puestos laborales, contratación de obras, créditos, etcétera, los partidos, pero también los lobbys profesionales, los bufetes de abogados y las redes familiares funcionan como herramientas de incidencia sobre acciones estatales. En el caso de Bolivia hasta hace 14 años, los apellidos notables, los vínculos familiares, los círculos de promoción estudiantil, las fraternidades, las amistades de residencia gatillaban una economía de favores en el aparato estatal.

Un apellido siempre ha sido un certificado de honorabilidad y, a falta de ello, el paso por determinados colegios, universidades privadas, lugares de esparcimiento o pertenencia a una logia desempeñaban el resorte de parcial blanqueamiento social.

Ya sea en gobiernos militares o neoliberales siempre había una lógica implícita de los privilegios estatales y de los lugares preestablecidos, social y geográficamente, que las personas debían ocupar.

Por eso cuando el proceso de cambio introduce otros mecanismos de intermediación eficiente hacia el Estado, las certezas seculares del mundo de la clase media tradicional se conmocionan y escandalizan. La alcurnia, la blanquitud y la logia, incluidas su retórica y su estética, son expulsadas por el vínculo sindical y colectivo. Las grandes decisiones de inversión, las medidas públicas importantes, las leyes relevantes ya no se resuelven en el tenis club con gente de suéteres blancos, sino en atestadas sedes sindicales frente a manojos de hojas de coca. La liturgia colectiva sustituye la ilusión del mérito: 80 por ciento de los alcaldes han sido elegidos por los sindicatos; 55 por ciento de los asambleístas nacionales y 85 por ciento de los departamentales provienen de alguna organización social. Los puestos laborales en la administración pública, las contrataciones de obras pequeñas, la propia atención ministerial requiere el aval de algún sindicato urbano o rural. Hasta la servidumbre doméstica, vieja herencia colonial del sometimiento de las mujeres indígenas, ahora impone derechos laborales y de trato digno. Los indios están alzados, y la indianitud anteriormente arrojada como estigma o veto al reconocimiento, ahora es un plus que se exhibe para decir quien tiene el poder. En todo ello hay una inversión de la polaridad del capital étnico: del indio discriminado se pasa al indio empoderado.

La plebe, anteriormente arrinconada a las villas y anillos periféricos, invade los barrios de las “clases bien” comprando y alquilando domicilios vecinos rompiendo las tradicionales geografías de clase. Las universidades se llenan de hijos de obreros y campesinos. Los exclusivos shoppings se vulgarizan con familias populares que traen sus costumbres de cargar su comida en aguayo y meterse a los jardines de los prados. Y las oficinas antes llenas de traje, corbata y falda tubo, ahora están atravesados por ponchos, chamarras y polleras.

Para la clase media es el declive del individuo frene al colectivo, del buen gusto frente al cholaje que lo envuelve todo y en todas partes. Hasta las clases altas más hábiles en entender el nuevo relato social se agrupan también como gremio y se vuelven diestras en las puestas en escena corporativas.

Pero la clase media tradicional no. La simulación siempre ha sido un estilo de su clase, pero que ahora no le da réditos. Otras apariencias más cobrizas, otros hábitos e incluso otros lenguajes ahora desplazan lo que siempre consideró un derecho hereditario. Y antes que racionalizar el hecho histórico, prefiere ahogarse en las emociones de una decadencia social inconsulta. El resultado será un estado de resentimiento de clase contra la igualdad que lo irradiará hasta sus hijos y nietos. Por eso su consigna preferida es resistencia. Se trata de resistir la caída del viejo mundo estamental. Y para ello el fascismo es su modo de encostrarse.

Así, más que una querella por los bienes no adquiridos la rebelión de la clase media tradicional es un rencor encolerizado por lo que considera un desorden moral del mundo, de los lugares que la gente debiera ocupar y de la distribución de reconocimientos que por tradición les debiera llegar.

Por eso el odio es el lenguaje de una clase envilecida que no duda en calificar de salvajes al cholaje que la está desplazando. Y es que al final no se puede ganar impunemente la lucha contra la desigualdad. Siempre tendrá un costo social y moral para los menos, pero lo cobrarán.

Esta es también una de las preocupaciones de Piketty en su libro, pues está dando lugar a un surgimiento de un tipo de populismo de derechas y de fascismo alentado por la insatisfacción de estos sectores medios con nulo o bajo crecimiento de sus ingresos. Y en el caso de Bolivia a un tipo de neofascismo con envoltura religiosa.

* Ex vicepresidente de Bolivia en el exili0

Autor: Álvaro García Linera

Fuente de la Información: https://www.jornada.com.mx/2020/02/08/opinion/018a1mun

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El odio al indio

 

El fascismo, el odio racial, no sólo es la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.

Como una espesa niebla nocturna, el odio recorre vorazmente los barrios de las clases medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebalsan de ira. No gritan, escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son de esperanza ni de hermandad, son de desprecio y discriminación contra los indios. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se agrupan en sus fraternidades carnavaleras y universidades privadas y salen a la caza de indios alzados que se atrevieron a quitarles el poder.

En el caso de Santa Cruz organizan hordas motorizadas 4×4 con garrote en mano a escarmentar a los indios, a quienes llaman “collas”, que viven en los barrios marginales y en los mercados. Cantan consignas de que “hay que matar collas”, y si en el camino se les cruza alguna mujer de pollera la golpean, amenazan y conminan a irse de su territorio. En Cochabamba organizan convoyes para imponer su supremacía racial en la zona sur, donde viven las clases menesterosas, y cargan -como si fuera un destacamento de caballería- sobre miles de mujeres campesinas indefensas que marchan pidiendo paz. Llevan en la mano bates de béisbol, cadenas, granadas de gas; algunos exhiben armas de fuego. La mujer es su víctima preferida; agarran a una alcaldesa de una población campesina, la humillan, la arrastran por la calle, le pegan, la orinan cuando cae al suelo, le cortan el cabello, la amenazan con lincharla, y cuando se dan cuenta de que son filmadas deciden echarle pintura roja simbolizando lo que harán con su sangre.

En La Paz sospechan de sus empleadas y no hablan cuando ellas traen la comida a la mesa. En el fondo les temen, pero también las desprecian. Más tarde salen a las calles a gritar, insultan a Evo y, con él, a todos estos indios que osaron construir democracia intercultural con igualdad. Cuando son muchos, arrastran la Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan la cortan, la queman. Es una rabia visceral que se descarga sobre este símbolo de los indios al que quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en él.

El odio racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven sus títulos académicos, viajes y fe porque, al final, todo se diluye ante el abolengo. En el fondo, la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al lenguaje espontáneo de la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral corrompida.

Todo explotó el domingo 20, cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10 puntos de distancia sobre el segundo, pero ya no con la inmensa ventaja de antes ni el 51% de los votos. Fue la señal que estaban esperando las fuerzas regresivas agazapadas: desde el timorato candidato opositor liberal, las fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media tradicional. Evo había ganado nuevamente pero ya no tenía el 60% del electorado; estaba más débil y había que ir sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de “elecciones limpias” pero de una victoria menguada y pidió segunda vuelta, aconsejando ir en contra de la Constitución, que establece que si un candidato tiene más del 40% de los votos y más de 10% de votos sobre el segundo es el candidato electo. Y la clase media se lanzó a la cacería de los indios. En la noche del lunes 21 se quemaron 5 de los 9 órganos electorales, incluidas papeletas de sufragio. La ciudad de Santa Cruz decretó un paro cívico que articuló a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad, ramificándose el paro a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y entonces se desató el terror.

Bandas paramilitares comenzaron a asediar instituciones, quemar sedes sindicales, a incendiar los domicilios de candidatos y líderes políticos del partido de gobierno. Hasta el propio domicilio privado del presidente fue saqueado; en otros lugares las familias, incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser flagelados y quemados si su padre ministro o dirigente sindical no renunciaba a su cargo. Se había desatado una dilatada noche de cuchillos largos, y el fascismo asomaba las orejas.

Cuando las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a retomar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros, trabajadores mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos -y el balance de la correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas populares- vino el motín policial.

Los policías habían mostrado durante semanas una gran indolencia e ineptitud para proteger a la gente humilde cuando era golpeada y perseguida por bandas fascistoides. Pero a partir del viernes, con el desconocimiento del mando civil, muchos de ellos mostraron una extraordinaria habilidad para agredir, detener, torturar y matar a manifestantes populares. Claro, antes había que contener a los hijos de la clase media y, supuestamente, no tenían capacidad; sin embargo ahora, que se trataba de reprimir a indios revoltosos, el despliegue, la prepotencia y la saña represiva fueron monumentales. Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas. Durante toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que salieran a reprimir las manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer golpe de Estado cívico del 2008. Y ahora, en plena convulsión y sin que nosotros les preguntáramos nada, plantearon que no tenían elementos antidisturbios, que apenas tenían 8 balas por integrante y que para que se hagan presentes en la calle de manera disuasiva se requería un decreto presidencial. No obstante, no dudaron en pedir/imponer al presidente Evo su renuncia rompiendo el orden constitucional. Hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se dirigía y estaba en el Chapare; y cuando se consumó el golpe salieron a las calles a disparar miles de balas, a militarizar las ciudades, asesinar a campesinos. Y todo ello sin ningún decreto presidencial. Para proteger al indio se requería decreto. Para reprimir y matar indios sólo bastaba obedecer lo que el odio racial y clasista ordenaba. Y en sólo 5 días ya hay más de 18 muertos, 120 heridos de bala. Por supuesto, todos ellos indígenas.

La pregunta que todos debemos responder es ¿cómo es que esta clase media tradicional pudo incubar tanto odio y resentimiento hacia el pueblo, llevándola a abrazar un fascismo racializado y centrado en el indio como enemigo?¿Cómo hizo para irradiar sus frustraciones de clase a la policía y a las FF. AA. y ser la base social de esta fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?

Ha sido el rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los fundamentos mismos de una democracia sustancial.

Los últimos 14 años de gobierno de los movimientos sociales han tenido como principal característica el proceso de igualación social, la reducción abrupta de la extrema pobreza (de 38 al 15%), la ampliación de derechos para todos (acceso universal a la salud, a educación y a protección social), la indianización del Estado (más del 50% de los funcionarios de la administración pública tienen una identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena), la reducción de las desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia de ingresos entre los más ricos y los más pobres); es decir, la sistemática democratización de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las oportunidades y al poder estatal. La economía ha crecido de 9.000 millones de dólares a 42.000, ampliándose el mercado y el ahorro interno, lo que ha permitido a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral.

Pero esto dio lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada “clase media”, medida en ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad material pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública, obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado -reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes- sino que, además, los “arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena, tiene un conjunto de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos disponibles.

Se trata, por tanto, de un desplome de lo que era una característica de la sociedad colonial: la etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y se visibiliza bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase media hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Así, aunque enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se han sublevado contra la democracia entendida como igualación y distribución de riquezas. Por eso el desborde de odio, el derroche de violencia; porque la supremacía racial es algo que no se racionaliza, se vive como impulso primario del cuerpo, como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sólo sea la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.

Por ello no sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de alrededor de una veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad saben que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido.

El odio racial solo puede destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que, detrás de cada mediocre liberal, se agazapa un consumado golpista.

Fuente del artículo: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=262565

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Medioambiente e igualdad social

Por: Alvaro García Linera

¿Puede la naturaleza hablar? ¿Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan? Descontando el lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza no verbaliza; lo que sí tiene es una capacidad infinita de comunicar, mediante otros lenguajes no proposicionales, un conjunto de conmociones que la están perturbando. El calentamiento global es uno de estos cambios dramáticos que a diario la naturaleza nos informa. Cambios abruptos del clima, sequias en regiones anteriormente húmedas; deshielo de glaciales, cataclismos ambientales, huracanes con fuerza nunca antes vista, desbordes crecientes de ríos., etc., son solo unos de los cuantos efectos comunicacionales con los que la naturaleza informa de lo que le está sucediendo.

No obstante, la manera en que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene en su origen.

Clase y raza medioambiental

En la última década, se puede constatar que las catástrofes naturales más importantes están presentes por todo el globo terráqueo, sin diferenciar continentes o países; en ese sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio climático. Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en las sociedades, claramente están diferenciados por país, clase social e identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo 2014-2016, los años más calurosos desde 1880, lo que explica la disminución en el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun así, los medios materiales disponibles para soportar y remontar estas carencias y, por tanto, los efectos sociales resultantes de los trastornos ambientales, son abismalmente diferentes según el país y la condición social de las personas afectadas. Por ejemplo, ante la escasez de agua en California, la gente se vio obligada a pagar hasta un 100% más por el líquido elemento, aunque esto no afectó su régimen de vida. En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de altura del continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del acceso a los recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas cosechas, restricción en el consumo humano de agua y ‒especialmente en la Amazonía‒ parálisis de gran parte de la capacidad productiva extractiva con la que las familias garantizaban su sustento anual.

Asimismo, el paso del huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en 2005, dejó más de dos mil muertos, miles de desaparecidos y un millón de personas desplazadas. Pero los efectos del huracán no fueron los mismos para todas las clases e identidades étnicas. Según el sociólogo P. Sharkey [1] , el 68% de las personas fallecidas y el 84% de las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor, viven las personas de menos recursos; mientras que los que habitan en las zonas altas son los ricos y blancos.

En este y en todos los casos, la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más pobres (indígenas y negros), es decir, en las clases e identidades socialmente subalternas. De ahí que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de los efectos del cambio climático.

Entonces, los medios disponibles para una resiliencia ecológica ante los cambios medioambientales dependen de la condición socioeconómica del país y de los ingresos monetarios de las personas afectadas. Y, dado que estos recursos están concentrados en los países con las economías dominantes a escala planetaria y en las clases privilegiadas, resulta que ellas son las primeras y únicas capaces de soportar y disminuir en su vida esos impactos, comprando casas en zonas con condiciones ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas, disponiendo de un mayor gasto para el acceso a bienes de consumo imprescindibles, etc. En cambio, los países más pobres y las clases sociales más vulnerables, tienden a ocupar espacios con condiciones ambientales frágiles o degradadas, carecen de medios para acceder a tecnologías preventivas y son incapaces de soportar variaciones sustanciales en los precios de los bienes imprescindibles para sostener sus condiciones de vida. Por tanto, la democratización geográfica de los efectos del calentamiento global se traduce, instantáneamente, en una concentración nacional, clasista y racial del sufrimiento y el drama causados por los efectos climáticos.

Este enclasamiento racializado del impacto medioambiental se vuelve paradójico e incluso moralmente injusto cuando se comparan los datos de las poblaciones afectadas y de las poblaciones causantes o de mayor incidencia en su generación.

La nueva etapa geológica del antropoceno ‒un concepto propuesto por el Premio Nobel de Química, P. Crutzen‒, caracterizada por el impacto del ser humano en el ecosistema mundial, se viene desplegando desde la Revolución Industrial a inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces, primero Europa, luego Estados Unidos, y en general las economías capitalistas desarrolladas y colonizadoras del norte, son las principales emisoras de los gases de efecto invernadero que están causando las catástrofes climáticas. Sin embargo, los que sufren los efectos devastadores de este fenómeno son los países colonizados, subordinados y más pobres, como los de África y América Latina, cuya incidencia en la emisión de CO2 es muchísimo menor.

Según datos del Banco Mundial [2] , Kenia contribuye con el 0,1% de los gases de efecto invernadero, pero las sequías provocadas por el impacto del calentamiento global llevan a la hambruna a más del 10% de su población. En cambio, en EEUU, que contribuye con el 14,5%, la sequía solo provoca una mayor erogación de los gastos en el costo del agua, dejando intactas las condiciones básicas de vida de su ciudadanía. En promedio, un alemán emite 9,2 toneladas de CO2 al año; en tanto que un habitante de Kenia, 0,3 toneladas. No obstante, quien lleva en sus espaldas el peso del impacto ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán. Datos similares se puede obtener comparando el grado de participación de los países del norte en la emisión de gases de efecto invernadero, como Holanda (10 TM por persona/año), Japón (7 TM), Reino Unido (7,1 TM), España 5 TM), Francia 8% TM), pero con alta resilencia ecológica; frente a países del sur con baja participación en la emisión de gases de efecto invernadero, como Bolivia (1,8 TM), Paraguay (0,7 TM), India (1,5 TM), Zambia (0,2 TM), etc., pero atravesados de dramas sociales producidos por el cambio climático. Existe, entonces, una oligarquización territorial de la producción de los gases de efecto invernadero, una democratización planetaria de los efectos del calentamiento global, y una desigualdad clasista y racial de los sufrimientos y efectos de las conmociones medioambientales.

Medioambientalismos coloniales

Si la naturaleza comunica los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma jerarquizada, también existen ciertos conceptos referidos al medioambiente, parcializados de una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas focalizaciones regionales, clasistas y raciales.

Como señala McGurty [3] para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo que hizo posible que el debate público sobre las demandas sociales de las minorías étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado, fuera soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de presión frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista. Un nuevo lenguaje acerca del medio ambiente, cargado de una asepsia respecto a las demandas sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una temática más “universal”, pero con responsabilidades “adelgazadas” y diluidas en el planeta; a la vez que distantes política y económicamente respecto a las problemáticas de las identidades sociales (obreros, población negra). Aspecto que no deja de ser celebrado por las grandes corporaciones y el gobierno que ven encogerse así sus deudas sociales con la población.

Por otra parte, el sociólogo francés Keucheyan [4] subraya cómo en ciertos países como Estados Unidos, el “color de la ecología no es verde sino blanco”; no solo por la mayoritaria condición social de los activistas ‒por lo general, blancos, de clase media y alta‒, sino también por la negativa de sus grandes fundaciones a involucrarse en temáticas medioambientales urbanas que afectan directamente a los pobres y las minorías raciales.

Al parecer, la naturaleza que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la naturaleza ‒de la que las sociedades son una parte fundamental‒, sino solamente aquella naturaleza “salvaje” que se encuentra esterilizada de pobres, negros, campesinos, obreros, latinos e indios, con sus molestosas problemáticas sociales y laborales.

Todo ello refleja, pues, la construcción de una idea sesgada de naturaleza de clase, asociada a una pureza original contrapuesta a la ciudad, que simboliza la degradación. Así, para estos medioambientalistas, las ciudades son sucias, caóticas, oscuras, problemáticas y llena de pobres, obreros, latinos y negros, mientras que la naturaleza a proteger es prístina y apacible, el santuario imprescindible donde las clases pudientes, que disponen de tiempo y dinero para ello, pueden experimentar su autenticidad y superioridad.

En los países subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la naturaleza y el medioambiente comparten ese carácter elitista y disociado de la problemática social, aunque incorporan otros tres componentes de clase y de relaciones de poder.

En primer lugar se encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere decir que la responsabilidad frente al calentamiento global la distribuyen de manera homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol para sembrar alimentos tiene tanta incidencia en el cambio climático como instalar una usina atómica para generar electricidad. Y como en la mayoría de los países subalternos existe una apremiante necesidad de utilizar los recursos naturales para aumentar la producción alimenticia u obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y superar las precarias condiciones de vida heredadas tras siglos de colonialidad, entonces, para estas corrientes ambientalistas, los mayores responsables del calentamiento global son estos países pobres que depredan la naturaleza. No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto invernadero sea del 0,1% o que el impacto de los millones de coches y miles de fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al cambio climático. Surge así una especie de naturalización de la acción anti-ecológica de la economía de los países ricos, de sus consumos y de su forma de vida cotidiana, que en realidad son las causantes históricas de las actuales catástrofes naturales. Dicha esquizofrenia ambiental llega a tales extremos, que se dice que la reciente sequía en la Amazonía es responsabilidad de unos cientos de campesinos e indígenas que habilitan sus parcelas familiares para cultivar productos alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles fósiles que en un 95% proviene de una veintena de países del norte, altamente industrializados.

La financiarización de la plusvalía medioambiental

Un segundo componente de esta construcción discursiva de clase es una especie de “financiarización medioambiental”. En los países capitalistas desarrollados ha surgido una economía de seguros, expansiva y altamente lucrativa, que protege a empresas, multinacionales, gobiernos y personas de posibles catástrofes ambientales. Así, el desastre ambiental ha devenido en un lucrativo y ascendente negocio de aseguradoras y reaseguradoras que protegen las inversiones de grandes empresas, no solo de crisis políticas, sino de cataclismos naturales mediante un mercado de “bonos catástrofe” [5] , volviendo al capital “resilente” al calentamiento global. Paralelamente a ello, en los países subalternos emerge un amplio mercado de empresas de transferencia de lo que hemos venido a denominar plusvalía medioambiental.

A través de algunas fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte financian, en los países pobres, políticas de protección de bosques. Todo, a cambio de los Certificados de Emisión Reducida (CER) [6] que se cotizan en los mercados de carbono. De esta manera, por una tonelada de CO2 que se deja de emitir en un bosque de la Amazonía gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que impide su uso agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos o acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de efecto invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva sin necesidad de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de gases ni mucho menos parar la producción de sus mercancías medioambientalmente depredadoras. En otras palabras, a cambio de 100.000 dólares invertidos en un alejado bosque del sur, la empresa puede ganar y ahorrar cientos de millones de dólares, manteniendo la lógica de consumo destructiva inalterada.

Así, hoy el capitalismo depreda la naturaleza y eleva las tasas de ganancia empresarial. Convierte la contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores. Hace de las catástrofes ambientales provocadas por la producción capitalista, una contingencia sujeta a un mercado de seguros. Y finalmente transforma la defensa de la ecología en los países del sur, en un redituable mercado de bonos de carbono concentrado por las grandes empresas y países contaminantes. En definitiva, el capitalismo esta subsumiendo de manera formal y real la naturaleza, tanto en su capacidad creativa, como el mismísimo proceso de su propia destrucción.

Por último, el colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte el divorcio entre naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que el ambientalismo dominante del norte propugna una contemplación de la naturaleza purificada de seres humanos ‒su política de exterminio de indígenas le permite ese exceso‒, el ambientalismo colonizado, por la fuerza de los hechos, se ve obligado a incorporar en este tipo de naturaleza idealizada, a los indígenas que inevitablemente habitan en los bosques. Pero no a cualquier indígena porque, para ellos, el que cultiva la tierra para vender en los mercados, el que reclama un colegio, hospital, carretera o los mismos derechos que cualquier citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena a “medias”, en proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un indígena “impuro”. Para el ambientalismo colonial, el indígena “verdadero” es un ser carente de necesidades sociales, casi camuflado con la naturaleza; ese indígena fósil de la postal de los turistas que vienen en busca de una supuesta “autenticidad”, olvidando que ella no es más que un producto de siglos de colonización y despojo de los pueblos del bosque.

En síntesis, no hay nada más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los discursos que se tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan el surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar temáticas sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la naturaleza desde la perspectiva de las clases subalternas, en lo que alguna vez Marx denominó una acción metabólica mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza [7] .

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=226695

 

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¿Fin de ciclo progresista o proceso por oleadas revolucionarias?

Por: Álvaro Garcia Linera

El continente está viviendo un momento de inflexión histórica. Ciertamente, después de diez años continuos de expansivas victorias políticas de las fuerzas revolucionarias y progresistas en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Nicaragua y El Salvador, existe un estancamiento de esta irradiación e incluso un retroceso territorial. Es así que a la conspiración política conservadora en Honduras, Paraguay, Venezuela y Brasil, le ha seguido la derrota electoral en Argentina. En los últimos dos años, de un espíritu general de época caracterizado por la ofensiva hemos pasado a la defensiva política y electoral.

A través de vías electorales, en ocasiones acompañadas por acciones de movilización colectiva, sumadas a sistemáticas agresiones económicas y a una inocultable conspiración externa, las fuerzas conservadoras han asumido en el último año el control de varios gobiernos del continente. Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto “fin de ciclo” que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos progresistas en el continente.

Si hace 25 años se hablaba del “fin de la historia” [2] , como metarrelato conservador que predecía el fin de los grandes relatos heroicos anticolonialistas y anticapitalistas que habían caracterizado el siglo XX, hoy, el “fin de ciclo” constituye el aborto ideológico de esa teleolología histórica que pretende hacer creer que las sociedades se mueven impulsadas por leyes independientes y por encima de las propias sociedades, a modo de principios cuasireligiosos que pretenden explicar la dinámica del mundo. Se trata, ciertamente, de un intento por anular a la sociedad y al ser humano como fuentes explicativas de sí mismos y de su devenir.

Al colocar el “fin de ciclo” como algo ineluctable e irreversible se busca mutilar la praxis humana como motor del propio devenir humano y fuente explicativa de la historia, arrojando a la sociedad a la impotencia de una contemplación derrotista frente a unos acontecimientos que, supuestamente, se despliegan al margen de la propia acción humana. Esto implica no solo un retroceso, mediocre y tartamudo, a concepciones ideológicas prerrenacentistas sino un esfuerzo deliberado por extirpar cualquier atisbo de autodeterminación social como principio fundador del mundo social.

Sin embargo, el combate intelectual contra estas pseudoexplicaciones mistificadoras de la realidad no elude el análisis frío, el “análisis de plaza”, como decía Lenin en terminología militar, sobre el despliegue de acciones sociales (económicas, políticas, culturales, militares y simbólicas) que han permitido, en cada caso concreto, que las clases sociales menesterosas y los gobiernos progresistas y revolucionarios perdieran terreno, política y temporalmente, o cedieran la iniciativa.

Claramente, las fuerzas de derecha y las potencias imperiales han hecho, hacen y continuarán haciendo todo lo posible, a través de todos los medios legales e ilegales, por detener cualquier proceso emancipativo de los pueblos. Esa es su razón social y la energía de su existencia. Pase lo que pase en el mundo, nunca, en lo absoluto, cambiarán de actitud antagónica hacia los gobiernos de izquierda y los procesos de emancipación social. No obstante, esas acciones concretas y cambiantes de contrainsurgencia perpetua podrán volverse eficaces, dar sentido a la historia o arrebatar el protagonismo popular solamente en función de lo que las propias clases populares plebeyas hagan o dejen de hacer; en función de lo que las estructuras políticas revolucionarias, sindicales y académicas hagan y piensen en un momento dado. Como lo explicaba un gran sociólogo francés [3] , si alguien arroja una piedra a un vaso y éste se rompe, la “causa” de ello no es la piedra sino que el vaso era rompible (es por eso que la piedra puede quebrarlo); es decir, es la cualidad del vaso la que le otorga la cualidad eficiente a la acción de la piedra.

En política y, en general, en todas las lucha de las clases sociales, las acciones del adversario no son las únicas que explican los resultados finales, a saber, alguna victoria, sino que son nuestras propias acciones o inacciones, las acciones de las clases y los sectores laboriosos, las que convierten las agresivas acciones del adversario en condición eficiente, produciendo un tipo de resultado favorable a unos y contrario a otros. A la comprensión de esta dinámica fluida de las multiformes y multiespaciales luchas sociales, que se asemejan a un gran ajedrez cuyas fichas son a su vez nuevos juegos de ajedrez que están en espacios distintos pero también interconectados, se le denomina análisis de las correlaciones de fuerzas .  

Gramscialización de las estrategias de contrainsurgencia imperial

En este sentido, lo que ahora deseo plantear son las principales características de los procesos progresistas y revolucionarios, y las debilidades e insuficiencias temporales que tienen y que deben ser superadas de la manera más rápida posible, para impedir que los sistemáticos ataques de los poderes fácticos planetarios y de las fuerzas conservadoras locales adquieran la calidad de condición eficiente capaz de provocar un mayor repliegue territorial o un retroceso estratégico de las fuerzas revolucionarias y progresistas de Latinoamérica.

Existen excelentes estudios sobre las nuevas acciones imperiales desplegadas en el continente en estos últimos años [4] , y está claro que asistimos a una agresión concéntrica que combina boicots económicos, ataques políticos internacionales, financiación de partidos políticos de derecha locales, carteles mediáticos de difamación y mentiras, con movilización social.

Es importante comprender esto. La actual contraofensiva imperial en América Latina tiene una forma diferente a la que vivimos en los años 60, 70 u 80 del siglo pasado. Antes se privilegiaba el uso desnudo de la fuerza, que articulaba tras de sí a políticos y empresarios que sostenían por detrás el tutelaje dictatorial-militar sobre la sociedad. Ahora la punta de lanza es mediática, económica, social y cultural y, solo después –llegado el caso–, de confrontación social, con posibilidades de recurrir a la fuerza armada. Hoy, las principales herramientas de ataque brutal se concentran en el debilitamiento económico de los países (caída de los precios de materias primas), en el boicot económico (cierre de fuentes de financiamiento, ocultamiento de mercancías, fuga de capitales) y también en un asedio ideológico-cultural contra los gobiernos y fuerzas sociales revolucionarias.

Carteles mediáticos mafiosos, capaces de “asesinar” a diario la imparcialidad y la verdad en el altar de la infamia, la mentira noticiosa, han sido articulados. Asimismo, hay una campaña multimillonaria de ablandamiento cultural de contrainsurgencia a través de la promoción de infinidad de foros, clubes, redes sociales, seminarios, becas y “encuentros ciudadanos”, que irradian un discurso liberal, moralizante y de escarnio en contra de todo aquello que huela a popular (el “anti-populismo”), y que busca erosionar las bases de credibilidad y producción de sentido de los Estados progresistas y revolucionarios. Así como hace tres décadas las Fuerzas Armadas norteamericanas tuvieron que introducir, en su currículo, las lecturas de Sun Tzu (su famoso libro El arte de la guerra ) para enfrentar la oleada guerrillera mundial, hoy, el departamento de Estado introduce, como lectura obligatoria de sus estrategas de contrainsurgencia, los textos gramscianos, debido a la preponderancia de las batallas culturales en este nuevo escenario de disputa del poder continental. Todo esto para focalizar el ataque concéntrico hacia lo que podemos considerar como la década dorada o la década virtuosa de América Latina.

Por más de diez años, desde los inicios del nuevo siglo, el continente ha vivido, de manera plural y diversa, el período de mayor autonomía y de mayor construcción de soberanía que uno recuerda desde la fundación de nuestros Estados en el siglo XIX, en procesos unos más radicales que otros, algunos más urbanos y otros más rurales, con distintos lenguajes, pero de una manera muy convergente.  

La década virtuosa de la soberanía continental. Cuatro logros históricos

Cuatro son las conquistas históricas que definen la primera década del siglo XXI como una década virtuosa para el continente latinoamericano.

1. Ampliación de la democracia política

Desde la retirada de los militares como comando político armado de los intereses geopolíticos imperiales, la democracia representó para las clases subalternas la vigencia de garantías constitucionales, la libertad de opinión, la libre transitabilidad, la posibilidad de votar en elecciones, la vigencia de derechos humanos elementales y, en menor medida, la libertad de asociación sindical. Sin embargo, bajo ninguna circunstancia, la democracia posdictatorial significó la participación de las clases menesterosas en la toma de decisiones políticas y en el manejo del aparato de Estado. Fue, entonces, un tipo de democracia de derechos , mas no así de participación decisional en el Estado.

El siglo XXI se inicia en el continente con un poderoso ascenso político de las clases sociales y fuerzas populares de izquierda que, de manera directa, vía sindical, de movimientos sociales o partidarios, asumen el control del poder del Estado . Con esto, no solo se tiene la victoria electoral de las fuerzas populares y de izquierda, anteriormente excluidas de las estructuras de gobierno, sino que además se supera, de manera práctica, el debate iniciado en los momentos del repliegue popular mundial después de la caída del muro de Berlín y del debilitamiento del ideario socialista referido a la posibilidad de “cambiar el mundo sin tomar el poder” [5] , consigna que hacía eco del derrotismo popular generalizado y pedía abandonar las grandes batallas políticas por el poder en aras de una transformación “corpuscular”, casi individual, de las condiciones de vida.

Frente a esta mirada contemplativa de las estructuras de poder real del mundo y, en particular, del Estado como relación social desdoblada de la sociedad, precisamente por el abandono de la sociedad sobre sus propios asuntos políticos, los sectores populares, obreros, trabajadores, campesinos, indígenas, de mujeres y clases subalternas, han superado ese debate de una manera práctica: asumiendo las tareas de control del Estado se volvieron diputados, asambleístas y senadores; asumiendo la gestión pública se movilizaron, hicieron retroceder las políticas neoliberales, modificaron las políticas públicas y los presupuestos. Y así en diez años asistimos a lo que podría denominarse como una presencia de lo popular, de lo plebeyo, en sus diversas clases sociales, en la gestión del Estado y, con ello, a la resignificación de la democracia ejercida como poder plebeyo y como decisión popular de efecto estatal.

De manera paralela, en esta década asistimos a un fortalecimiento de la sociedad civil . Sindicatos obreros, sindicatos campesinos, comunidades indígenas, gremios, pobladores, vecinos, estudiantes y asociaciones juveniles comenzaron a fortalecerse, irradiarse, diversificarse y proliferar en distintos ámbitos, y, lo central, a politizarse, es decir, a involucrarse en la deliberación y gestión de los asuntos comunes, a asumirse como poder estatal. La noche neoliberal de apatía, de simulación democrática, se rompió para recrear una sociedad civil potente que asume un conjunto de tareas de orden político y económico que afectan el desempeño de la totalidad de los Estados latinoamericanos.  

2. Redistribución de la riqueza común y ampliación de la igualdad social

En segundo lugar, en lo social, en Brasil, Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Uruguay, Nicaragua y El Salvador, asistimos a una extraordinaria redistribución de la riqueza social que comenzó a cerrar las puntas de las tijeras de la generación de la riqueza y la desigualdad, que en las últimas décadas se habían abierto de tal manera que la distancia entre una respecto a la otra se acercaba a los 180 grados.

Frente a las políticas neoliberales de ultra-concentración de la riqueza que habían convertido a nuestro continente en uno de los más injustos del mundo, desde los años 2000 y a la cabeza de gobiernos progresistas y revolucionarios, asistimos a un poderoso proceso de redistribución de la riqueza común, que mejora notablemente las condiciones de vida de la clase trabajadora sacando a millones de latinoamericanos de la extrema pobreza, y crea para las clases medias opciones objetivas de ascenso social.

Pero esta redistribución de la riqueza lleva también a una ampliación de las clases medias, no en el sentido sociológico-político del término sino de su capacidad de consumo. Se amplía la capacidad de consumo de los trabajadores, de los campesinos, de los indígenas, de los distintos sectores sociales subalternos.

Igualmente, en poco más de una década, la reducción de las desigualdades sociales alcanza records históricos que no habían podido obtenerse en los últimos cien años . La diferencia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre que, en la década de los 90, arrojaba cifras de más de 100, 150 o 200 veces, al finalizar la primera década del siglo XXI se reduce a 80, 60 o 40, de una manera que amplía la participación e igualdad de los sectores sociales.  

3. Formas posneoliberales de gestión de la economía y de administración de la riqueza

En tercer lugar, en la gestión de lo económico, con mayor o menor intensidad, cada uno de los gobiernos de estos Estados va a ensayar propuestas posneoliberales. No estamos hablando todavía de propuestas postcapitalistas, pues estas solo podrán prosperar a escala universal; nos estamos refiriendo a propuestas posneoliberales que permiten que el Estado retome un fuerte protagonismo en la producción de la riqueza y en el ordenamiento de la gestión económica, priorizando los intereses nacionales y a las clases populares.

Algunos países llevaron adelante procesos de nacionalización de empresas privadas o de creación de empresas públicas, otros optaron por una ampliación de la participación del Estado en la economía, en la administración del excedente social, en la elevación de los salarios de los obreros o en la transferencia de recursos a los sectores más desfavorecidos, en el impulso de formas de intercambio no basadas exclusivamente en el valor de cambio, etcétera. Pero está claro que todos ellos han ensayado formas posneoliberales de la gestión de la economía recuperando la importancia del mercado interno, del Estado como distribuidor de la riqueza, de la participación del Estado en áreas estratégicas de la economía.

En este sentido, la experiencia latinoamericana marcará un punto de inflexión en la trayectoria mundial del neoliberalismo. A partir de estas experiencias en el continente, el neoliberalismo ya no será nunca más el “único mundo posible”. Hoy surgen otras posibilidades de gestión de la economía y de la administración de la riqueza, otros horizontes viables que muestran al neoliberalismo como un régimen anquilosado, desgastado, decadente, sin brillo y sin entusiasmo.

A pesar de las dificultades de la experiencia latinoamericana, los países del sur dejan una señal imborrable y definitiva: de manera práctica, le muestran a los pueblos del mundo que hay otros mundos posibles, que el neoliberalismo no es el fin de la historia –de hecho, su continuidad es la fosilización de la historia–, que se puede producir la riqueza de otra manera, que es viable distribuir la riqueza de otra manera, de tal forma que las clases populares sean sus más directas beneficiarias.  

4. Construcción de una Internacional latinoamericana progresista y soberana

En cuarto lugar, el despertar del siglo XXI latinoamericano también está caracterizado por la producción –por primera vez, desde la fundación de los Estados nacionales– de una política externa continental soberana y autodeterminativa.

Desde el siglo XIX, los grandes diseños de política externa en el continente están tutelados, primero por el imperio inglés, luego por el imperio norteamericano, de los que dependen los créditos, las tarifas arancelarias, las transferencias tecnológicas, las emisiones discursivas, la estabilidad gubernamental y, por tanto, la organización de la política continental. Toda la política exterior latinoamericana (absolutamente toda) se encuentra delineada en función de las estrategias geopolíticas conducidas por las potencias del norte: alineamiento durante la Guerra Fría, modelos económicos, apertura política, regímenes dictatoriales, votaciones en Naciones Unidas, entrega de recursos naturales.

Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI esto se derrumba. Tras la victoria de los gobiernos populares se constituye lo que podríamos denominar, de manera informal, una Internacional progresista y revolucionaria a nivel continental. Y si bien no existe un Comité (como en la Internacional comunista), de alguna forma los presidentes Lula, Kirchner, Correa, Evo, Chávez y Ortega, asumen lo que podríamos llamar una especie de Comité central de una Internacional latinoamericana, que permitirá pasos gigantescos en la constitución de decisiones continentales soberanas y en la planificación del futuro de nuestras naciones.

En esta década, la OEA, que anteriormente decidía los destinos de nuestro continente bajo la batuta de Estados Unidos y que llega a legitimar la invasión de países latinoamericanos, pasa a convertirse en una institución irrelevante. Al fin surgirá una institucionalidad continental, Unasur y la CELAC, sin la presencia norteamericana, cosa que centrará el debate y la construcción del destino de los latinoamericanos en sus propias manos, cuando 100 o 50 años atrás esto era impensable. Desde la sostenibilidad de las políticas crediticias, hasta el financiamiento del salario del portero de cualquier institución continental, todo dependía de los Estados Unidos y por eso teníamos instituciones que servían de coartada a los intereses norteamericanos en América Latina.

Está claro que no puede existir soberanía política sin soberanía económica, que representa la base material de cualquier soberanía posible. Y justamente eso es lo que ha logrado el continente en esta década virtuosa: emancipación de las dependencias crediticias y apertura a otros mercados, como el asiático y el europeo, que diversificaron las fuentes de obtención de recursos; todo esto clave a fin de construir una estructura política latinoamericana propia para comenzar a debatir el futuro compartido.

Pero esto también permite algo que parecía imposible tiempo atrás: la solidaridad entre países hermanos para resolver internamente conflictividades políticas extremas que anteriormente habrían requerido por lo menos la intervención militar del país del norte. Ese es el caso, en 2002, del golpe de Estado en contra del comandante Chávez en Venezuela o, en 2008, del golpe civil en contra del presidente Evo.

En los meses de agosto y septiembre de 2008, ni el presidente Evo ni yo, su vicepresidente, podíamos aterrizar en los departamentos controlados políticamente por las fuerzas de la derecha fascista. El gobierno democrático había perdido el control de la gestión estatal que había sido asumido, de facto, por bandas paramilitares que promovían una especie de “poder dual” regional, desconociendo la autoridad nacional, democráticamente elegida, e instigando el estallido de una guerra civil.

Sin embargo, fue la presencia de la Unasur, de los presidentes Kirchner, Chávez, Correa, Lula, lo que ayudó a restablecer el orden democrático, a desconocer cualquier tipo de legitimidad a esas bandas de fascistas y a retomar la iniciativa política por parte del gobierno nacional.

Entonces, en conjunto, en esta década virtuosa el continente lleva adelante cambios políticos (la participación del pueblo en la construcción de un Estado de nuevo tipo), cambios sociales (la redistribución de la riqueza y reducción de las desigualdades), cambios económicos (la participación activa del Estado en la economía, la ampliación del mercado interno y la creación de nuevas clases medias) y, en lo internacional, la articulación política latinoamericana sin la presencia norteamericana. Todo esto no es poca cosa. Desde el siglo XIX, estos últimos diez años se constituyen como los más importantes de nuestro continente en cuanto a integración regional, a soberanía latinoamericanista e independencia.

Las fragilidades de la década. Cinco tareas inmediatas

No obstante –y es necesario asumir con objetividad y frialdad antártica el debate al respecto–, en los últimos meses este proceso de irradiación territorial de los gobiernos progresistas y revolucionarios, se ha estancado .

En algunos países importantes y decisivos del continente, hay un regreso de los sectores arcaicos de la derecha y, en otros, existe la amenaza de que la derecha reciclada retome el control. Aquí debemos preguntarnos ¿por qué?, ¿qué es lo que ha sucedido para que hayamos llegado a esta situación? Está claro que las fuerzas conservadoras y del partido de los privilegios privados intentarán, una y mil veces, retomar el poder estatal y utilizar todos los medios, legales e ilegales a su alcance, a fin de buscar retomar el uso de lo público para el disfrute privado de un puñado de oligarquías y empresas extranjeras.

Evidentemente, el Departamento de Estado norteamericano y los bloques conservadores locales siempre buscarán sabotear los procesos progresistas. Es una cuestión de control del excedente económico existente en la región, de sobrevivencia de las oligarquías dependientes y de obstrucción a la propagación mundial de lo que consideran un “mal ejemplo” para los otros pueblos del mundo. Por ello, está claro que la derecha continental siempre atacará, boicoteará, devaluará, desvirtuará y buscará hacer fracasar cualquier proyecto popular y revolucionario. Este es un hecho incontrastable de la realidad. Pero –y aquí volvemos a la imagen del vaso rompible o de las condiciones de eficacia de la acción del adversario– los revolucionarios, los intelectuales, las organizaciones sociales y los gobernantes debemos saber reconocer, con meridiana claridad, qué cosas hemos hecho deficientemente, qué acciones no hemos emprendido y qué datos de la realidad hemos soslayado que, en conjunto, han favorecido para que la conspiración conservadora haya comenzado a tener resultados favorables hasta el punto que no solo se detuviera la expansión de la oleada revolucionaria, sino que las fuerzas conservadoras retomen, nuevamente, el control del poder estatal en la mayor parte de los países de América Latina.

Esta tarea de comprensión de la realidad, en sus dimensiones multicausales, es también una acción revolucionaria porque únicamente entendiendo dónde están nuestras debilidades y cuáles son nuestros errores podremos superarlos inmediatamente y reducir el campo de eficacia de las acciones de las fuerzas conservadoras.

Acá señalaría cinco límites o contradicciones que se han hecho presentes y han aflorado en esta década virtuosa continental y que están siendo utilizadas por las fuerzas contrarrevolucionarias para retomar la iniciativa política inmediata. No las mencionaré por orden de importancia sino por orden lógico.  

1. Crecimiento y estabilidad económica: base material de la justicia y la fortaleza política.

Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios [6] , y estaba en lo correcto porque, al final, las armas y las tropas en el fragor del campo de batalla solo cumplen designios políticos, defienden y logran o pierden intereses políticos. Lenin, el gran revolucionario ruso, argumentaba con mayor sabiduría que la política es economía concentrada [7] , es decir que detrás de toda decisión política, incluida la más extrema que es una guerra, lo que está en juego son proyectos, intereses y recursos económicos de tal o cual clase social, tal o cual país, tal o cual sector.

Esta incomprensión de la relación entre la política y la economía no solo constituye un error de las corrientes liberales que han creado un microcosmos conceptual para estudiar las prácticas políticas, que pareciera sostenerse únicamente sobre las argucias de la voluntad o el engaño; constituye también el error de cierto “post marxismo” [8] que le atribuye a los significados y a los relatos construidos una cualidad mágica, capaz de inventar el mundo y a los sujetos históricos con capacidad de transformar la política. Evidentemente, el discurso, la voluntad, el marketing y la narrativa tienen un carácter performativo, es decir, son creadoras de realidad social. Pero las palabras, ideas y narraciones adquieren ese carácter “creador” si y solo si existen condiciones materiales de disponibilidad social, de eficacia simbólica, de eficacia asociativa y condiciones sociales de acción colectiva. Todas estas condiciones de posibilidad se sostienen y emergen a partir de la manera en que las personas acceden o están impedidas de acceder a determinados bienes materiales socialmente disponibles o necesarios, comenzando por los económicos.

Los sujetos de la política no se arman a voluntad e ingenio, como si la gente representara las líneas de un plano elaborado por un creativo arquitecto de sujetos, porque si así fuera tendríamos tantos sujetos históricos con capacidad de movilización política en cada país como ingeniosos creadores de discursos en una sociedad. La performatividad [9] del discurso político no actúa en cualquier momento ni sobre cualquier agrupación o exigencia. El discurso político, la narrativa mediática o cívica solo son capaces de producir realidad colectiva allí donde existe una disposición social hacia nuevas narrativas (por el agotamiento de las antiguas), en caso de una ausencia social (material o simbólica) capaz de generar un estado de agregación, o en caso de un peligro que acecha a la vida o a una posesión común y frente a la cual la asociatividad movilizada se presenta como una defensa imprescindible.

En cualquier caso, la disposición de los bienes sociales (dinero, propiedades, educación, servicios básicos, medios de trabajo, lenguaje, etcétera), la forma de acceso y distancia a ellos, es lo que estructura bloques o franjas sociales objetivas que dan lugar a experiencias colectivas, a memorias sedimentadas, a sensibilidades y disposiciones capaces de ser gatilladas de una manera u otra, con una intensidad u otra, con unos aliados u otros, dependiendo del tipo de discurso emitido.

El discurso político tiene capacidad performativa solo cuando existe en proceso una cualidad formativa de la sociedad, cuando hay una potencialidad formativa de la sociedad. Y eso no siempre sucede; es más, constituye una excepcionalidad histórica que depende de los cauces fluidos de la disponibilidad o de la carencia de medios materiales. En cierta medida, el discurso político lo que hace es resaltar, trazar un espacio de subjetivación política a partir de las “líneas de nivel” de la geografía social, sobre la topología social resultante de las estructuras de propiedad, gestión y distribución de los recursos económicos de una sociedad.

Cuando se está en el Estado, cuando el bloque popular ha adquirido el poder de Estado, la importancia de la fuerza material de la economía es aun más decisiva y visible, porque el Estado, en tiempos revolucionarios, está llamado a desempeñar un papel propietario, productivo y organizador de la producción nacional. Si bien el Estado es, como dijimos en otra ocasión, una relación social en la que la mitad de sus acciones son idea (esquemas morales y lógicos de organización de la vida diaria [10] ) y la otra mitad, materia (instituciones, recursos, coerción); el lugar más idealista del mundo donde la “idea” (una iniciativa gubernamental) deviene inmediatamente en “materia” (decretos, leyes, procedimientos administrativos, recursos, ejecución, etcétera); todo ese papel performativo de la idea, de las decisiones gubernamentales, tiene eficacia, es creíble, reproducible y organizador si, a la vez, ayuda a generar las condiciones de bienestar social, de distribución sostenible de la riqueza y de crecimiento económico. Si un proceso revolucionario no logra esto, es altamente probable que se presente un incremento del malestar social, una pérdida de apoyo al gobierno progresista y revolucionario, y que las propuestas políticas conservadoras en el interior de las propias clases sociales plebeyas se fortalezcan.

Entonces, una primera debilidad que algunos de los gobiernos progresistas y revolucionarios están afrontando es precisamente el de la gestión económica. Es como si se le hubiera dado poca importancia al tema de la gestión económica, cuando en realidad no existe posibilidad de continuidad revolucionaria si no se resuelve, en primer lugar, la gestión y la mejora de condiciones económicas del pueblo trabajador. ¡Claro!, cuando el bloque nacional-popular es el opositor político no gestiona la economía del país, lo que hace es estudiar los problemas que tiene la nación, elaborar una propuesta económica basada en los intereses de los sectores populares, irradiar y buscar movilizar en torno a esa propuesta a la sociedad, sin gestionarla aún. Su convocatoria hacia el pueblo está en función de una propuesta, de iniciativas y proyectos, pero aún no en función de la gestión.

En esos momentos, cuando se está en la resistencia enfrentando la gestión neoliberal, lo más importante es la política, el discurso, la organización, las ideas, la movilización, acompañadas de propuestas de gestión económica creíbles, capaces de resolver los problemas de la sociedad laboriosa. En esos momentos, la política está en el puesto de mando y el discurso adquiere la capacidad de articular a un sujeto social movilizable.

Pero una vez que uno se encuentra en gestión de gobierno, cuando uno se vuelve Estado, la economía se convierte en decisiva y asume el mando. No obstante, los gobiernos progresistas y líderes revolucionarios no siempre asumen esa importancia decisiva de la economía estando en el Estado. Acostumbrados a la acción política y educados en la acción revolucionaria que, por definición, es esencialmente política, la confianza en el discurso, en su eficacia y su labor performativa, puede conducirnos, equivocadamente, a seguir actuando exclusivamente de esa manera cuando ya se está en la gestión estatal.

Evidentemente, los procesos revolucionarios tienen en la acción colectiva, el discurso y la narrativa movilizadora, el principal motor de producción de convocatoria, apoyo y credibilidad. Pero eso dura mientras la gente está movilizada, en estado de catarsis colectiva [11] o de universalidad de las nuevas clases dirigentes. Mas, a diferencia de lo que creen los trotskistas, la realidad nos muestra que la sociedad no se moviliza de manera permanente. Sí es capaz de los mayores heroísmos que registra la historia, de los más grandes sacrificios de tiempo, recursos e incluso de vida para luchar por lo que cree necesario para su familia, sus compañeros y el país pero, después de un tiempo, se necesita volver a la vida cotidiana: llevar a los niños al colegio, ahorrar para pagar las deudas bancarias, participar con los vecinos en una actividad cultural, etcétera.

De ahí que las revoluciones se presentan no como líneas ascendentes infinitas sino como oleadas (Marx) con flujos y reflujos, con momentos excepcionales de universalismo en la acción colectiva, y largos períodos de reflujo, de corporativismo, de cotidianidad desmovilizada. En esos momentos, el ideal, el discurso, la narrativa y la propuesta ya no son suficientes para mantener la adhesión social al proyecto enunciativo. Lo que ahora cuenta es la economía, la mejora de las condiciones de la vida cotidiana del pueblo. Por eso, si el gobierno progresista y revolucionario no logra crear una base material sostenible para esta mejora, la pérdida de apoyo social y la emergencia de propuestas contrarrevolucionarias que hagan creer en un avance a través del retorno de un gobierno de derecha, son inevitables.

La base material de cualquier proceso revolucionario es la economía. Cuidar la economía, ampliar los procesos de redistribución, aumentar el crecimiento, fueron también las preocupaciones de Lenin allá entre 1919 y 1922, cuando después del llamado “comunismo de guerra” tuvo que afrontar la realidad de un país destrozado. Resistió la invasión de siete países, derrotó a la derecha, pero tuvo siete millones de personas que murieron de hambre.

¿Qué hace un revolucionario? ¿Qué hizo Lenin? Priorizar la economía. Todos sus textos después del “comunismo de guerra” son resultado del esfuerzo teórico y práctico por restablecer la confianza de los sectores populares, obreros y campesinos, en su gobierno, a partir de la gestión económica, del desarrollo de la producción, de la distribución de la riqueza, del despliegue de iniciativas autónomas de campesinos, obreros y pequeños empresarios –incluso de empresarios– para garantizar una base económica que le diera estabilidad y bienestar a la población [12] .

Ante la imposibilidad de construir el comunismo desde un solo país y comprendiendo que el mercado mundial y la moneda que regulan las relaciones internacionales de intercambio, de tecnología y productos, no desaparecen por decreto, que la moneda y el mercado no desaparecen estatizando los medios de producción, que la economía social y comunitaria solamente podrá surgir, de forma gradual, por iniciativa y experiencia autónoma de la propia sociedad, cada revolución emergente y cada país, al tiempo de mantener el poder revolucionario, debe crear las condiciones materiales para la expansión de las iniciativas comunitarias de la propia sociedad y apuntalar las condiciones de una revolución mundial para resistir, en este largo período de lucha entre capitalismo decadente, pero dominante, y socialismo fragmentado, débil, pero ascendente. Eso requiere mejorar las condiciones de vida de la población y crear las condiciones básicas de su bienestar aunque, eso sí, manteniendo el poder político en manos de los trabajadores. En el fondo ese es el significado histórico de la NEP [13] . Se pueden hacer concesiones y dialogar con quien sea que permita apoyar el crecimiento económico, pero siempre garantizando el poder político en manos de los trabajadores, los revolucionarios y el bloque de poder popular.

En este largo período, la economía es decisiva . Los procesos progresistas y revolucionarios se juegan el destino en la economía. Sin los satisfactores básicos para la población el discurso no cuenta. El discurso es eficaz, crea expectativas y esperanzas colectivas a partir de una base material de satisfacción mínima de condiciones necesarias. Sin esas condiciones, cualquier discurso, por muy seductor o esperanzador que sea, se diluye ante el deterioro de la base económica de las familias trabajadoras.

Toda esta experiencia histórica y nuestra propia experiencia en esta década, nos enseñan que el proyecto posneoliberal, como alternativa real al neoliberalismo, tiene que ser sostenible en el tiempo, producir mejoras sustanciales en la vida de las personas, crear una plataforma de estabilidad y confiabilidad sobre la cual la sociedad puede animarse a nuevas audacias históricas, a nuevas experiencias, comunitarias y socialistas, de apropiación de bienes que vayan apuntalando con mayor profundidad lo común y lo comunitario. Ningún avance hacia el socialismo será posible sin una mayor democracia, pero tampoco sin las condiciones mínimas de bienestar, de mejoras económicas de la sociedad, que mantengan la confianza en su gobierno y la preparen para nuevos y más grandes “asaltos al cielo”.

Aquí es necesario hacer un desdoblamiento. Si bien estamos afirmando que debemos hacer todos los esfuerzos para garantizar el crecimiento económico, éste será revolucionario si, y solo, tiene por objetivo la mejora de las condiciones de existencia de todos los sectores populares, es decir, si genera mayor justicia e igualdad. Para un gobierno progresista y revolucionario, el crecimiento y la estabilidad económica no son un fin en sí mismo, sino solo un medio para mejorar las condiciones de vida de la sociedad, en particular y siempre, de las clases menesterosas. Por ello, el tomar medidas que, en nuestra búsqueda por el “crecimiento económico”, afecten al bloque popular beneficiando al bloque conservador, va en contrasentido al fortalecimiento de los procesos progresistas del continente.

Afectar los ingresos del pueblo para aumentar las ganancias de las élites empresariales no solo está en contra de los fundamentos de los procesos revolucionarios, que existen por y para favorecer al pueblo (a los trabajadores), sino que, además, peca de una ingenuidad política catastrófica. Las élites empresariales nunca sostendrán ni defenderán un proyecto popular. Efectivamente, pueden ser neutralizadas temporalmente, pueden adherirse, individualmente, a tal o cual decisión, pero su presencia subordinada dentro del proyecto revolucionario solo será posible en tanto el bloque popular tenga la fuerza política, electoral y de movilización. Porque apenas el bloque nacional-popular comience a mostrar síntomas de debilidad, lo más seguro es que esas clases sociales, inmediatamente, se pasen al bando contrario o definitivamente se pongan a conspirar en contra del gobierno revolucionario.

En la toma de decisiones, los gobiernos progresistas y revolucionarios deben orientar sus medidas, cualesquiera que sean estas, siempre en función de los beneficios colectivos y el potenciamiento de las condiciones de vida y de la asociatividad de las clases menesterosas; pues, al final, solo ellas serán las que defiendan en las calles el proceso revolucionario.

Ciertamente, un gobierno debe gobernar para todos, o mejor, la clase dirigente debe mostrar que sus intereses son los que mejor unifican y representan los intereses de todos. Esa es la clave de la dirección del Estado porque el Estado es el monopolio de lo universal. Ahí radica su fuerza y su poderío, en representar lo universal, sabiendo que ese universal es lo particular irradiado y articulante al resto de los sectores.

Pero gobernar para todos no significa entregar los recursos o tomar decisiones que, por satisfacer a todos, debiliten a la base social que le ha dado vida al gobierno, que le ha dado sustento y que será, al fin y al cabo, la única que saldrá a las calles cuando las cosas se pongan difíciles.

¿ Cómo moverse en esa dualidad? Gobernar para todos, teniendo en cuenta a todos, pero, en primer lugar y por siempre, como dice la iglesia católica de base, tomando una opción preferencial y prioritaria por los trabajadores, los pobladores, los campesinos y los humildes. Ningún tipo de política económica revolucionaria puede dejar de lado a lo popular pues cuando lo popular, la justicia y la redistribución, a corto y largo plazo, dejan de ser el norte orientador de la acciones gubernamentales y se busca priorizar solo el “crecimiento”, el proceso se desnaturaliza y, con seguridad, aquellos que se beneficien exclusivamente del crecimiento sin justicia ni redistribución, tarde o temprano, buscarán un gobierno propio que haga lo mismo, solo que de manera mucho más confiable y rápida.

Hay quienes sostienen, desde el lado de una supuesta izquierda más “radical”, que el problema es que los gobiernos progresistas no tomaron ni están tomando medidas más duras de socialización que acaben con el mercado mundial, la división internacional del trabajo e instauren inmediatamente medidas comunistas de propiedad y producción.

Ingenuos chapuceros e izquierdistas “deslactosados” que dilucidan los grandes problemas prácticos de una revolución removiendo una cucharilla de café, olvidando que no existe decreto que pueda sustituir el largo aprendizaje de masas y que ningún voluntarismo gubernamental reemplaza la fuerza de la realidad capitalista mundial.

Si fuera un tema de voluntad y de decreto, podría sacarse uno que diga que ya no hay mercado. Y, sin embargo, el mercado seguirá y la gente, aquí y allá, continuará intercambiando sus productos de acuerdo al esfuerzo social depositado en ellos.

Se pueden emitir todos los decretos necesarios para estatizar los medios de producción, pero eso no significa socialismo porque la sociedad no es la que asume la gestión directa de esos medios de producción. Se pueden emitir leyes que digan que ya no hay compañías extranjeras, no obstante, las herramientas para los celulares y las máquinas seguirán requiriendo de la técnica y el conocimiento planetario-universal que los envuelve a todos.

Un país no puede volverse autárquico. ¡Eso no es socialismo, sino el regreso a la edad de piedra! Ninguna revolución ha aguantado ni sobreviviría en la autarquía o en el aislamiento. La revolución es mundial y continental, o es una caricatura de revolución. Por tanto, la superación del mercado mundial será, de la misma forma, un hecho mundial. La construcción del comunismo como nuevo modo de producción que sustituya al capitalismo como modo de producción universal, no puede menos que ser también mundial, planetario. Lo que los gobiernos progresistas y revolucionarios pueden y deben hacer, es crear las mejores condiciones de democratización de la riqueza y ayudar al fortalecimiento de las organizaciones sociales, al aprendizaje práctico de las experiencias de socialización de la producción y de las formas de gestión colectiva, no estatal, de la riqueza. Pueden hacer todo ello, pero jamás sustituir a la sociedad laboriosa en la paulatina y ascendente creación de la nueva producción, de la nueva administración comunitaria de la riqueza. Esa es justamente la enseñanza que nos deja el fracaso de los denominados “socialismos realmente existentes”.

Cualquier poder político o bloque social de poder no podrá ser duradero si no viene acompañado, lo más pronto posible, de un poder económico que objetive, en el ámbito de la gestión económica, lo logrado inicialmente en el ámbito del Estado. ¿Cómo? No existe recetario ni libreto a seguir. Cada país y cada revolución deben resolver este tema en la práctica. Pero el nuevo poder político revolucionario tiene que ir acompañado del poder económico estatal, general, y del poder económico del bloque social que representa. De otro modo, se presentará la siguiente dualidad: por un lado, el poder político en manos de los trabajadores; por otro, el poder económico en manos de los empresarios.

Unificados los espacios clasistas del poder social, con la política y economía en manos de la nueva estructura estatal, se garantiza la estabilidad del proceso revolucionario y las mejoras reales en las condiciones de vida del pueblo, que es la forma en la que el mismo pueblo insurrecto mide y valora los resultados efectivos de su revolución en la vida cotidiana. Luego, con el tiempo, se podrá pasar a una segunda etapa histórica en que ese poder político, concentrado en el Estado, y ese poder económico, igualmente acumulado por el Estado, vayan gradualmente desprendiéndose del poder concentrado mediante una reasunción, por parte de la propia sociedad, de los mismos. Se trata de la emergencia de inéditas formas de democratización/disolución del Estado y de disolución de poder económico en los sectores subalternos, que son capaces de crear modos de trabajo, de gestión y distribución comunitarios/universales de la riqueza. En esta capacidad autodeterminativa de la propia sociedad, y ya no del Estado, se encuentra la clave que decidirá, a futuro, la posibilidad del paso del posneoliberalismo al poscapitalismo .

2. Una revolución cultural permanente

La experiencia revolucionaria boliviana, con sus extraordinarias acciones colectivas y tendencias preinsurreccionales, se ha convertido en un laboratorio excepcional de la intensidad de la lucha de las clases y de sus enseñanzas, en términos de teoría política. Un elemento decisivo en la conquista del poder político, por parte del bloque social revolucionario, fue la victoria previa a los grandes combates sociales, a las grandes marchas y sublevaciones que definieron el destino victorioso de la revolución, en el ámbito de las ideas-fuerzas, en la lucha por el sentido común de la época.

Al ideario y horizonte neoliberal triunfante de fines del siglo XX, no solo se lo debilitó, criticó o denunció como falso, sino que se supo levantar, frente a él, otro horizonte colectivo creíble, palpable y realizable, capaz de contener las expectativas y las ansias individuales y colectivas de las clases populares. Es decir, se supo sumar la acción de demostración de la falacia del ideario neoliberal, con la lucha por la instauración de un nuevo horizonte posible de sociedad. La sumatoria de estas dos tenazas discursivas dio, por un lado, la escenificación del agotamiento y de la decadencia del ideario neoliberal, y el posicionamiento de un principio de esperanza colectiva con capacidad de movilización de expectativas, de sueños y acciones colectivas.

Esto permitió transformar, sobre la marcha, la acción de protesta colectiva en contra del mal gobierno en una acción de conquista de la nueva sociedad, de la esperanza. Porque al fin y al cabo, el pueblo no lucha únicamente debido a que tiene carencias –estas siempre son parte de la condición popular de vida–, sino, ante todo, cuando entiende que su lucha puede tener un resultado efectivo, cuando sabe que es posible obtener lo que se propugna y se siente portador de una fuerza moral de justicia detrás de todo lo que hace. Es decir, cuando tiene una esperanza, un horizonte probable.

Esto significa que antes de las victorias políticas y militares de todo proceso revolucionario, existe, primero, una victoria cultural, una victoria de significados y esquemas interpretativos- orientadores del futuro inmediato, una victoria moral sobre el adversario, que convierte la carencia social, la frustración colectiva y la necesidad diaria, en una voluntad general que apunta a un horizonte que se apodera de las pasiones del pueblo. Entonces, las victorias políticas y militares solo cumplen, en el tiempo, lo que de inicio ya constituye una victoria moral sobre el viejo régimen.

En los momentos más intensos de la lucha de clases la política, incluso bajo formas de lucha militar, se pondrá en el puesto de mando y ella dirimirá en definitiva la victoria o la derrota de la revolución. A esto es lo que hemos denominado el punto de bifurcación de la acción colectiva. Y de triunfar la revolución, en democracia, el adversario derrotado deberá ser incorporado, de manera dispersa y desorganizada, en el conjunto de las iniciativas, decisiones y acuerdos que asuma el nuevo bloque de poder dirigente. La formula entonces será derrotar al adversario culturalmente (Gramsci); derrotar al adversario política y militarmente (Lenin); e incorporar al adversario derrotado de manera dominada en el conjunto de iniciativas y acuerdos del nuevo poder. Porque de no hacerlo, y al dejar al adversario sin camino, tarde o temprano él buscará antagonizar contra el nuevo poder, tratando de crear a la larga un proyecto de poder alternativo.

Sin embargo, en todo ello la lucha por las ideas nunca cesa después de la toma del poder por el bloque social revolucionario; de hecho, es el escenario primordial de todas las luchas, incluidas las económicas que, como dijimos antes, son las decisivas. Esto, porque la sociedad asume sus problemas políticos, organizativos y también económicos, a través de significantes, de esquemas mentales explicativos del mundo. Así como en la física las partículas elementales son los “ladrillos” con los que se constituye toda la materia que vemos a nuestro alrededor, los significantes y representaciones simbólicas son los “ladrillos” sociales con los que se constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la familiar, etc. Por ello, antes y durante los procesos revolucionarios, esta lucha por los significantes que explican y orientan en el mundo a las personas, representa una lucha permanente mediante la cual se define el destino de las revoluciones. Por eso un revolucionario es, en primer lugar y para siempre, un subversivo cultural que no puede bajar la guardia ni un solo instante en este escenario de lucha perpetuo y decisivo.

Ahí es donde se están presentando un segundo grupo de problemas para los procesos progresistas y revolucionarios del continente. Así como a veces tendemos a soslayar el fundamento económico de la continuidad de toda revolución, también tendemos a bajar los brazos en la batalla cultural una vez que hemos conquistado el poder político, cuando en realidad se trata del momento en que esta se va a intensificar más y, a la larga, de perdernos ahí, podremos perder en los otros escenarios, dando pie a una contrarrevolución victoriosa.

En gestión de gobierno a veces priorizamos la acción política contra las fuerzas opositoras, la mera gestión administrativa o incluso la búsqueda de éxitos económicos para los procesos. Pero si todo ello lo hacemos sin una batalla cultural, politización social o impulso de una significación lógica y moral del mundo que se está construyendo, la buena gestión política, administrativa e incluso económica se traducirá en un debilitamiento del gobierno, un alejamiento de los sectores populares y un crecimiento de la resignificación conservadora en las explicaciones del mundo, en la percepción popular.

Precisamente ese es uno de los problemas más importantes por los que están atravesando los gobiernos progresistas y revolucionarios: redistribución de la riqueza sin politización social. ¿Qué significa eso? Que la mayor parte de las medidas que se están implementando favorecen a las clases subalternas, pero el sentido común que se construye en torno a esta redistribución de la riqueza no necesariamente lleva la impronta de hechos políticos, de conquistas políticas revolucionarias, de derechos producto de la lucha.

En el caso de Bolivia, en menos de diez años, el 20 por ciento de los bolivianos ha pasado a la clase media, en términos de consumo. Hay un crecimiento de los sectores medios de la sociedad, una ampliación de la capacidad de consumo de los trabajadores, un desarrollo de derechos que materializan la democratización política en democratización económica. Cosas similares están sucediendo en otros países del continente. Pero si esta ampliación de la capacidad de consumo, de la capacidad de justicia social, no viene acompañada con la politización social revolucionaria, con la consolidación de una narrativa cultural, con la victoria de un orden lógico y moral del mundo, producidos por el propio proceso revolucionario, no se está ganando el sentido común dominante. Lo que se habrá logrado es crear una nueva clase media con capacidad de consumo, con capacidad de satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador.

El gran reto, que todo proceso revolucionario duradero tiene, es acompañar la redistribución de la riqueza, la ampliación de la capacidad de consumo, la ampliación de la satisfacción material de los trabajadores, con un nuevo sentido común y con una nueva manera cotidiana de representar, orientar y actuar en el mundo, que renueve los valores de la lucha colectiva, la solidaridad y lo común como patrimonio moral. Y ese sentido común no son más que los preceptos íntimos, morales y lógicos con los que la gente organiza su vida, la manera en que se asume subjetivamente lo bueno y lo malo, lo deseable y lo indeseable, lo positivo y lo negativo de la vida y de las acciones humanas No se trata de un tema de discursos susceptible de ser inculcado con grandes dosis de seminarios o lecturas. Es un tema de orden simbólico de la individualidad, que resulta de una larga sedimentación de acciones y narrativas prácticas que se inscriben en el cuerpo y en la memoria profunda de las personas y que, con el tiempo, se vuelven innatas, obvias, “naturales”.

En este sentido, lo cultural, lo ideológico, la arquitectura de los símbolos con los que las personas se orientan en el mundo cotidiano se vuelven decisivos para la solidez y la continuidad de un proceso revolucionario . No existe revolución verdadera ni consolidación de un proceso revolucionario, si no se tiene una profunda revolución cultural, ética y lógica con la que las personas organicen su ubicación el mundo.

Hay un tiempo de insurgencia colectiva, de “democracia espasmódica”, de catarsis colectiva como diría Gramsci [14] , o de “acontecimiento” como diría Badiou [15] , en el que las personas asociadas, comunitarizadas, construyen con sus manos el mundo, inventan y redefinen el curso de la sociedad. Se trata del momento de la comunidad en acción y de la universalidad de las clases plebeyas; sin embargo, luego cada cual regresa a la casa, al trabajo, a la actividad cotidiana, a la escuela, a la universidad y, de no darse una perpetua revolución cultural/simbólica, vuelve a reproducir los viejos esquemas morales y lógicos de cómo organizar el mundo.

Ahí es donde los procesos progresistas y revolucionarios están débiles y, hasta cierto punto, atrasados. En este terreno, el mundo cultural, el sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha, labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no solo tiene la ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona, sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales, redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas de constitución de sentido común contemporáneas.

¿Cómo retomar la iniciativa en este campo de lucha decisivo? Jerarquizando la lucha ideológico/simbólica como la más importante de las luchas políticas del proceso revolucionario que ya es Estado y gobierno.

Muchas veces, compañeros que son dirigentes sindicales, estudiantiles o profesores universitarios, se esfuerzan, en una especie de justa carrera de ascenso social, por llegar a ser parlamentarios o miembros de la administración pública en ministerios, gobiernos locales, etc. Se trata de un hecho de justicia que precisamente visibiliza la democratización del Estado y el cambio de la composición social estatal. Luego de haber sido marginados del poder político, el que las clases plebeyas se sientan ahora con el justo derecho a participar directamente en la administración del Estado, habla del espesor de la acción revolucionaria de la sociedad. Y está bien que se dé. Pero, en ocasiones, es más importante ser un dirigente de barrio, de la universidad, ser un dirigente de base, un comentarista de radio, tener un programa de televisión, escribir, hacer teatro o ser organizador social, que ser autoridad o funcionario público, porque en ese trabajo cotidiano con la base social, en los barrios, las fábricas, las radios y programas de televisión, en las representaciones culturales, es donde uno gesta la construcción del nuevo sentido común. Y cuando vemos oleadas enteras de compañeros de sectores sociales populares que abandonan la organización, el barrio, el campo mediático o académico para incursionar en la administración estatal, también vemos que dejan detrás de sí un gran vacío cultural, un vacío de construcción simbólica que puede ser inmediatamente llenado por la mediocridad y el sedimento del viejo sentido común conservador que comienza a revitalizarse creando las condiciones ideológicas y culturales para la restauración conservadora.

Entonces, es posible que tengamos un buen ministro o parlamentario, pero a costa de la ausencia de un gran sindicalista obrero revolucionario, de un buen catedrático universitario, de la ausencia de un comentarista televisivo visto por cientos de personas. Es decir, puede haber un buen gestor pero a costa de un retroceso cultural. Y este es un tema muy sensible en cuanto a la distribución de las tareas en un proceso revolucionario. La voluntad de poder de un bloque popular que construye Estado no puede depositar toda su energía, todos sus recursos y todos sus mejores cuadros políticos en la gestión de gobierno. Eso sería olvidar que se llegó a donde se llegó porque se construyó poder (cultural, político) desde la sociedad, y que la manera de garantizar el control del propio poder del Estado es garantizando la construcción de poder desde la sociedad, en la propia sociedad: en los medios de comunicación, en los sindicatos obreros y campesinos, en los barrios, en la cultura. Cuando uno está en gestión de gobierno es tan importante un buen ministro o parlamentario, como un buen dirigente revolucionario sindical, barrial, estudiantil, porque ahí radica, en definitiva, la vitalidad del proceso revolucionario.  

3. Reforma moral e incorruptibilidad

La tercera debilidad que están presentando los gobiernos progresistas y revolucionarios es una débil reforma moral. Claramente, la corrupción es un cáncer que corroe la sociedad, no ahora, sino desde hace 20, 50 o 100 años.

El neoliberalismo es un ejemplo de corrupción institucionalizada, pues monopolizó los recursos públicos acumulados por dos generaciones convirtiéndolos en recursos privados. La privatización fue el ejemplo más escandaloso, inmoral, indecente y obsceno de corrupción generalizada. Contra ello se rebeló la sociedad, siendo la primera labor de los gobiernos progresistas y revolucionarios, con mayor intensidad en unos casos frente a otros, la recuperación de los recursos privatizados para ampliar el patrimonio de los recursos comunes de la sociedad vía nacionalización. Pero aquello no bastó ni fue suficiente.

Así como se dio el ejemplo de restituir la res pública , los recursos o bienes públicos como recursos de todos, es también importante, en lo personal, en lo individual, que cada compañero que se encuentre en la función pública (presidente, vicepresidente, ministro, director, parlamentario, gerente) nunca abandone la humildad, sencillez, austeridad, transparencia e incorruptibilidad en su comportamiento diario, en su forma de ser. Una revolución es una voluntad general dirigida a construir una nueva sociedad que supere todos los males que atormentan a la actual, entre ellos la corrupción. Por eso, cada dirigente, cada autoridad representativa tiene que incorporar en su vida, en su cuerpo, no solo la realidad de la nueva sociedad que se está construyendo sino que, además, debe mostrar en su vida cotidiana la diferencia sustancial con los personajes del viejo régimen que en el pasado se enriquecieron a costa del erario público. Hoy, más que nunca, es necesario trabajar en la capacidad de demostrar con el cuerpo, el comportamiento y en la vida cotidiana, lo que propugnamos. No se puede separar el pensamiento de la acción, lo que somos de lo que decimos.

Frente al moralismo hipócrita de los medios de comunicación de la derecha, debemos luchar, una y otra vez, por una moral revolucionaria de dignificación de la gestión de lo público a través de un sacrificio transparente por lo común, de la entrega del ser y el desprendimiento de uno para servir a los demás.  

4. Continuidad de los liderazgos históricos

Un cuarto elemento que complejiza los procesos es la continuidad de los liderazgos en los regímenes revolucionarios hechos en democracia.

Cuando triunfa una revolución armada, la cosa es más fácil porque dicha revolución logra someter, mediante la coerción, a los sectores conservadores. Sin embargo, en las revoluciones democráticas, el nuevo poder revolucionario tiene que convivir con el adversario, que ha sido derrotado electoralmente, culturalmente y políticamente, pero aún sigue en el campo de lucha. Es parte de la democracia, y las constituciones imponen límites de cinco, diez, quince años para la elección de una autoridad.

¿Cómo dar continuidad al proceso revolucionario y al liderazgo cuando se tienen esos límites? Es un tema del que no se ocuparon otras revoluciones porque pudo resolverse al principio. En cambio, los nuevos procesos progresistas y revolucionarios tienen que afrontarlo de acuerdo a los límites constitucionales de mandato.

¿Cómo resolver el tema de la continuidad del liderazgo? No faltan las críticas que sostienen que los “populistas” y socialistas son caudillistas. Mas, ¿qué revolución verdadera no personifica el espíritu de la época en personas? Si todo dependiera de instituciones, es decir, de normas y procedimientos rutinarios, ya no sería una revolución. Las instituciones no hacen las revoluciones, las revoluciones las hacen las personas, las subjetividades, las clases sociales, los individuos, precisamente en contra de la asfixia de determinadas instituciones y colectividades privilegiadas.

No existe, en el mundo, una verdadera revolución sin líderes y sin caudillos, porque una revolución es justamente el desborde creativo y heroico de la subjetividad de las personas que desborda instituciones, suprime rutinas, anula destinos preestablecidos e inventa un mundo nuevo allí donde el mundo parecía estar acabado. Entonces, una revolución, que es un hecho colectivo, es producto de subjetividades de carne y hueso, de personas que se sobreponen a las normas y a las rutinas, y que hallan, en el encuentro personal, en el valor del sujeto de carne y hueso con nombre y apellido, en la comunidad libre de las acciones conjuntas, el espacio de su creatividad histórica.

En cambio, cuando las instituciones son las que regulan la vida de un país, nos encontramos frente al mando de la rutina, de la norma, de la repetición y ya no de la revolución. Y cuando esto se apodera de la participación en los temas comunes, estamos ante democracias fósiles, tan características de los países con instituciones liberales y en decadencia. Cuando la subjetividad de las personas y la fuerza de las personalidades es la que define el destino de un país, estamos frente a verdaderos procesos de revolución. Y, por lo general, ese poderoso hecho colectivo de la historia, que reconfigura el destino de los pueblos, se personifica en individuos, se simboliza en personas cuyo carácter y discurso emblematiza la gran obra colectiva.

El líder histórico no sustituye la acción colectiva como suprema creedora de vida social, pero es su emblema identificante y cohesionador. En este caso, la cuestión es ¿cómo dar continuidad al proceso teniendo en cuenta que existen límites constitucionales para el ejercicio en el gobierno de un líder, de una persona? Se trata del gran debate contemporáneo de los procesos progresistas en tiempos de democracia representativa, que no será fácil de resolver.

Alguien podría argumentar que no se deberían tener líderes tan fuertes cuya sustitución, en la gestión gubernamental y en las candidaturas electorales, provoque retrocesos políticos. Es posible. Pero eso no depende ni del líder ni de los académicos. En caso de darse, será un dato objetivo de la realidad colectiva que no es posible prever por adelantado, porque depende de cómo las clases subalternas internalicen su experiencia de lucha y representen los logros de su acción revolucionaria. Tal vez la importancia esté en promover y trabajar liderazgos colectivos que permitan mayores posibilidades de elección, en el ámbito democrático, para la continuidad de los procesos. Pero incluso a veces ni eso es suficiente. Es una de las preocupaciones que deberá ser resuelta en el debate político. ¿Cómo se brinda continuidad subjetiva a los liderazgos revolucionarios a fin de que los procesos no se trunquen ni se limiten y puedan tener continuidad en perspectiva histórica?  

5. Estado continental plurinacional

Por último, una quinta debilidad que es necesario mencionar de manera autocrítica pero propositiva, es la débil integración económica continental. En los últimos diez años, el continente ha avanzado de manera extraordinaria en la articulación política. L os bolivianos somos los primeros en agradecer la solidaridad de Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Cuba, cuando tuvimos que enfrentar problemas políticos para nuestra continuidad democrática; ha sido esta solidaridad continental la que ha ayudado a contener golpes de Estado y a preservar la continuidad democrática en nuestros Estados.

Sin embargo, en relación con la integración económica, no se ha podido avanzar de manera sustancial. Se han tenido grandes iniciativas como la del Sucre, la creación de empresas grannacionales y la articulación de empresas nacionales para asumir conjuntamente la presencia en otros mercados, pero se ha avanzado muy poco en esas iniciativas y, al final, están quedando en nada. La construcción de la integración económica se torna mucho más difícil pues cada gobierno enmarca su visión en su propio espacio geográfico, su economía, su mercado y aquí se trata de ver los otros mercados, espacios geográficos y economías. Ahí surgen las limitaciones de la propia mentalidad de las sociedades.

Existen propuestas, pero cuando se tienen que ver las compras, la balanza de pagos, las inversiones y la tecnología, las cosas se ralentizan y cada funcionario se apega a su norma, al interés y la rentabilidad nacional inmediata. Ese es el problema. Cada funcionario debe salir del esquema nacional y pensar en clave continental. Además, el mundo está cambiando, es un mundo en el que cada nación, por sí misma –a excepción de dos o tres naciones-continente– es irrelevante y no tiene la fuerza para cambiar el destino del curso actual de la interdependencia mundial. De hecho, en un contexto de globalización, cada nación por sí misma es diariamente triturada por esa globalización dirigida por bloques regionales o Estados continentales y mega corporaciones empresariales. En este siglo XXI, América Latina solo podrá convertirse en dueña de su destino si logra constituirse en una especie de Estado continental plurinacional, que respete las estructuras nacionales pero que, a la vez, a partir de ese respeto de las estructurales locales y culturales de cada país, tenga un segundo piso de instituciones continentales en lo financiero, legal, cultural, político y comercial, capaz de influir y redireccionar el curso de la mundialización económica.

América Latina tiene más de 450 millones de personas, cosa que en términos de demografía y de mercado es ya, en sí mismo, un hecho relevante y decisorio en el contexto mundial. A ello hay que sumar que el continente tiene una de las mayores reservas de minerales estratégicos, de agua dulce y biodiversidad (que son los mayores tesoros de este siglo), de litio, gas y petróleo; y además es una de las zonas de mayor producción agrícola del mundo. Es una región con una amplia población joven, con incremento de su formación profesional, que está incursionando en la fabricación de tecnología y generación de conocimiento. Es un continente que si actúa, no como la suma de países separados, sino como una unidad política y económica, podrá curvar el espacio/tiempo del mundo e influir y redireccionar a favor propio el curso de la economía mundializada.

Posneoliberalismo: horizonte insuperable de esta época

Son tiempos difíciles, interesantes y exigentes para los revolucionarios. Las fuerzas reaccionarias de la derecha quieren retomar la iniciativa política y, en algunos lugares, lo han logrado aprovechando nuestras debilidades. ¿Qué va a pasar? ¿En qué momento nos encontramos? ¿Qué se viene a futuro?

No debemos asustarnos ni ser pesimistas ante el futuro, ante las batallas que se vienen. Cuando Marx analizaba los procesos revolucionarios, en 1848 [16] , siempre hablaba de la revolución como un proceso por oleadas, nunca como un proceso ascendente o continuo, permanentemente en ofensiva. La realidad de entonces y la actual muestran que las clases subalternas organizan sus iniciativas históricas por temporalidades, por oleadas: ascendentes un tiempo, con repliegues temporales después, para luego asumir, nuevamente, grandes iniciativas históricas. Así, una y otra vez, hasta que el curso de la historia y las necesidades colectivas encuentran el cauce de satisfacción para ese descontento y creatividad social.

Es así que a la primera oleada de desborde social, como la que vivimos los diez años anteriores, le está sucediendo un repliegue temporal. Pero más temprano que tarde habrá de sucederle una segunda oleada, que avanzará más allá de lo que lo hizo la primera, y a esta le sucederá una tercera, que la superará.

Me atrevo a pensar que estamos ante el fin de la primera oleada y que estamos viviendo un repliegue cuya duración se extenderá por meses o años. No lo sabemos con precisión. Sin embargo, está claro que como se trata de un proceso, que aún no ha agotado su potencial ni resuelto las causas más profundas que lo llevaron a manifestarse, tendremos una segunda oleada que intentará ser el escenario de resolución de las demandas y necesidades históricas que permitieron el estallido de la primera y que todavía no han sido ni serán satisfechas en el escenario de este repliegue restaurador.

Por tanto, lo que tenemos que hacer es prepararnos para las batallas en este escenario de repliegue temporal de la oleada revolucionaria, debatir abiertamente qué cosas se hicieron mal en la primera oleada, en qué se falló, dónde se cometieron errores y qué faltó hacer a fin de enmendar inmediatamente estas debilidades y comprometerse, de manera práctica y también inmediata, para que cuando se dé la segunda oleada, los procesos revolucionarios continentales puedan llegar mucho más lejos y mucho más arriba de lo que lo hicieron en la primera oleada.

La crítica y la autocrítica deben ser revolucionarias, es decir, no buscar culpables y lavarse las manos de las responsabilidades que cada uno y todos tenemos con la producción del destino que construimos. Este es el proceder típico de la izquierda deslactosada que observó impotente y ajena, desde palco, el despliegue de los procesos revolucionarios y que, ahora, desde el mismo palco –financiado, claro está, por gratificantes remuneraciones externas– divaga impotentemente acerca de lo que otros debieran haber hecho. ¡Eso no sirve para nada! La autocrítica es práctica, sirve para la acción inmediata, porque el momento de repliegue requiere acciones prácticas de resistencia, de reorganización y de búsqueda de nuevas iniciativas por parte de los sectores populares.

Esta segunda oleada continental podrá ir más lejos porque tendrá unos soportes, unos puntos de partida que no se pueden ceder; tendrá a una Cuba, una Bolivia, una Venezuela y un Ecuador firmes, que permitirán avanzar hacia el resto del continente y más allá de su extensión territorial.

Nos tocan tiempos difíciles, pero para un revolucionario los tiempos difíciles son su aire y su alimento; de eso vivimos y nos alimentamos, de los tiempos difíciles. ¿Acaso no venimos de abajo? ¿Acaso no somos los perseguidos, los torturados y los marginados de los tiempos neoliberales?

La década de oro del continente no ha sido un regalo. Han sido las luchas desde abajo, desde los sindicatos, desde las universidades, desde los barrios y desde las comunidades indígenas y campesinas las que han hecho posible este ciclo revolucionario. Esta primera oleada no ha caído del cielo. En nuestros cuerpos están las huellas y heridas de las luchas de los años 70, 80, 90 y de los 2000. Y si hoy, provisionalmente y temporalmente, tenemos que volver a replegarnos a esas luchas, que así sea. Para eso está un revolucionario, para asumir las experiencias, retomar lo que antes se hizo y mejorar lo que se construirá a futuro.

Luchar, vencer, caerse, perder, levantarse; volver a luchar, vencer, caerse y volver a levantarse. Ese es nuestro destino, hasta que terminen nuestras vidas.

Algo que cuenta en nuestro favor es que el tiempo histórico está de nuestro lado. Ellos, las fuerzas reaccionarias –lo decía el profesor Emir Sader–, no tienen alternativa, no son portadoras de un proyecto de superación opuesto al que los procesos progresistas y revolucionarios enarbolaron e hicieron. La derecha simplemente se anida en los errores, los rencores y las envidias del pasado. Son los restauradores del decadente y fallido neoliberalismo. Ya sabemos lo que hicieron con el continente cuando gobernaron (en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador): destruyeron nuestros países convirtiéndolos en miserables, dependientes y asfixiados de vergüenza colectiva.

Esa derecha reciclada, ese neoliberalismo tardío no representa el futuro. Son como zombis o muertos vivientes que, temporalmente, se mueven y caminan dando manotazos ante la historia.

El posneoliberalismo es el futuro y es la esperanza. Lo que los gobiernos progresistas y revolucionarios han hecho, en diez años, por ampliar derechos sociales y construir la soberanía de los países es más de lo que se ha hecho en los cien años anteriores. La derecha restauradora tiene eso en contra: es el pasado, es el retroceso. En cambio, el tiempo histórico está a favor de la revolución.

Pero ahí hay que ser muy cuidadosos y aprender de lo que se vivió en los 80 y 90, cuando todo complotaba contra las fuerzas revolucionarias: acumular y saber acumular fuerzas; entender que cuando uno se lanza a una batalla y la pierde su fuerza se va hacia el enemigo potenciándolo y debilitándonos; darse cuenta que cuando hay que dar una batalla se la tiene que calcular bien; saber obtener legitimidad y explicar a la gente; saber conquistar nuevamente la esperanza, el apoyo, la sensibilidad y el espíritu emotivo de las personas en cada nueva pelea que iniciamos; entender que hay que entrar, nuevamente, en las batallas minúsculas y gigantescas de las ideas, en los grandes medios de comunicación, en los periódicos, en los pequeños panfletos, en la universidad, en los colegios, en lo sindicatos; que hay que volver a reconstruir el nuevo sentido común de la esperanza, del posneoliberalismo. Ideas, organización y movilización.

No sabemos cuánto durará esta batalla, pero hay que prepararse por si dura uno, dos, tres, cuatro o más años. Cuando nos tocó soportar, desde la trinchera, los tiempos neoliberales, soportamos más de veinte años; y aquellos que vienen desde la dictadura, soportaron cuarenta años. Sin embargo, en esos tiempos, la derecha se presentaba como portadora del cambio, mientras que hoy es el pasado que apesta a naftalina. Hoy, la izquierda es la abanderada del cambio.

Es un buen tiempo, cuando hay lucha siempre es un buen tiempo, ya sea en gestión de gobierno o en oposición. El continente está en movimiento y más temprano que tarde dejarán de ser simplemente ocho o diez países, seremos quince, veinte o treinta los que celebraremos esta gran Internacional continental de los pueblos revolucionarios, progresistas, de la democracia, la justicia y la igualdad.

El autor es Vice-presidente del Estado plurinacional de Bolivia


[1] . Documento elaborado en base a la ponencia presentada por el autor en el evento “Restauración conservadora y nuevas resistencias en Latinoamérica”, organizado por la Fundación Germán Abdala y desarrollado en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016.

[2] . Con referencia al libro de Francis Fukuyama El fin de la historia, cuya tesis central argumenta que la historia “en su sentido hegeliano y marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas (…) es direccional, progresiva y culmina en el moderno Estado liberal”. Para Fukuyama, al contrario de los marxistas, como él mismo sostiene, “este proceso de evolución histórica no culmina en el socialismo, sino en la democracia y en la economía de mercado”. Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre , Barcelona, Planeta, 1992.

[3] . Pierre Bourdieu, Cosas Dichas , Barcelona, Gedisa, 1996.

[4] . Se pueden revisar los artículos recientes de Atilio Borón (“Asalto al poder en Brasil” o “Venezuela, la tentación de una dictadura parlamentaria”, además de su libro América Latina en la geopolítica del imperialismo, ya en su segunda edición); de Ana Esther Ceceña (“El proceso de ocupación de América Latina en el siglo XXI”), y de Stella Calloni (“Ofensiva imperial”, “La injerencia extranjera es un fraude”, “Los golpes blandos”).

[5] . John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy , Buenos Aires, coedición Ediciones Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla, 2002.

[6] . “Vemos, pues, que la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios”. Karl Clausewitz, De la Guerra , capítulo 1 del libro primero Sobre la naturaleza de la guerra , México DF, Ed. Diógenes, 1972.  

[7] . “La política es la expresión concentrada de la economía… La política no puede menos de tener supremacía sobre la economía. Pensar de otro modo significa olvidar el abecé del marxismo”. Lenin, V. I., “Insistiendo sobre los sindicatos, el momento actual y los errores de Trotski y Bujarin”, en Obras Completas, Tomo 34, México DF,   Ediciones Salvador Allende.

[8] . Véase Laclau, E. y Ch. Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Ha cia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987.

[9] . Véase Austin, John, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Buenos Aires, Paidós, 2008.

[10] . “Pues si, en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esenciales, si no tuvieran una concepción homogénea del tiempo, del espacio, de la causalidad, de la cantidad, etc., todo acuerdo entre las inteli­gencias se haría imposible y, con ello toda vida común. Además, la sociedad no puede abandonar al arbitrio de los particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder vivir, no sólo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias”. Emile Durkheim, Las formas ele­mentales de la vida religiosa , Madrid, Akal Editor, 1982, p. 15.

[11] . “Se puede emplear el término ‘catarsis’ para indicar el paso del momento meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, o sea la elaboración superior de la estructura en superestructura en la conciencia de los hombres. Esto significa también el paso de lo ‘objetivo a lo subjetivo’ y de la ‘necesidad a la libertad’. La estructura, de fuerza exterior que aplasta al hombre, lo asimila a sí, lo hace pasivo, se transforma en medio de libertad, en instrumento para crear una nueva forma ético-política, en origen de nuevas iniciativas. La fijación del momento ‘catártico’ se convierte así, me parece, en el punto de partida de toda la filosofía de la praxis”. Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Tomo 4, México DF, Ediciones Era, 1986, p. 142.

[12] . Véase E. H. Carr, La revolución rusa: de Lenin a Stalin, 1917-1929 , Madrid, Alianza Editorial, 2014.

[13] . “… es necesario saber que la tarea de la NEP [nueva política económica], la tarea principal y decisiva, la que subordina a sí todo lo demás, consiste en establecer una conexión entre la nueva economía, que hemos comenzado a construir (muy mal, muy torpemente, pero que, no obstante, hemos comenzado a construir sobre la base de una economía socialista enteramente nueva, de una producción nueva, de un nueva distribución), y la economía campesina, de la que viven millones y millones de campesinos (…) el desarrollo del capitalismo controlado y regulado por el Estado proletario (es decir, del capitalismo ‘de Estado’ en este sentido de la palabra) es ventajoso y necesario (claro que sólo hasta cierto punto) en un país de pequeños campesinos, extraordinariamente arruinado y atrasado, porque puede acelerar un desarrollo inmediato de la agricultura por los campesinos. Con mayor razón puede decirse lo mismo de las concesiones: sin desnacionalizar, el Estado obrero da en arriendo determinadas minas, bosques, explotaciones petrolíferas, etcétera, a capitalistas extranjeros, para obtener de ellos instrumental y máquinas suplementarias que nos permitan apresurar la restauración de la gran industria soviética”. V.I. Lenin, “Intervención de Lenin en el XI Congreso del PC(b) de Rusia celebrado en Moscú, del 27 de marzo al 2 de abril de 1922”, y “III Congreso de la Internacional Comunista”, en México DF, Obras Completas, Akal Editor/Ediciones de Cultura Popular, Tomo 36, s/año.  

[14] . Ver nota a pie 10.

[15] . Véase Badiou, A., El ser y el acontecimiento , Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1999.

[16] . Véase Carlos Marx y Federico Engels, “Las revoluciones de 1848”. Selección de artículos de la Nueva Gaceta Renana , Obras fundamentales , Tomo 5, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1989.

Fuente:http://www.rebelion.org/noticia.php?id=228311

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