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Argumentos antidependentistas

Por: Claudio Katz

Las teorías de la dependencia afrontaron numerosas críticas de teóricos marxistas, que contrapusieron esa concepción con el pensamiento socialista.

El autor inglés que inauguró esas objeciones en los años 70 señaló que el capitalismo tendía a eliminar el subdesarrollo, mediante la industrialización de la periferia. Destacó que el dependentismo ignoraba ese proceso motorizado por el capital extranjero (Warren, 1980: 111-116, 139-143, 247-249).

En la década del 80 otro pensador británico estimó que el despegue del Sudeste Asiático refutaba la principal caracterización de la teoría de la dependencia (Harris, 1987: 31-69). Posteriormente varios intelectuales latinoamericanos expusieron ideas semejantes.

Algunos revisaron sus escritos anteriores, para realzar la expansión de la periferia bajo el timón de las empresas transnacionales (Cardoso, 2012: 31). Otros sustituyeron viejos cuestionamientos a la insuficiencia marxista de la teoría de la dependencia, por nuevas críticas a la ceguera frente el ímpetu del capitalismo (Castañeda, Morales: 33; Sebreli, 1992: 320-321).

Todos adscribieron al neoliberalismo y se distanciaron de la izquierda. Pero sus ideas influyeron en la nueva generación antidependentista.

REPLANTEO DEL MISMO ENFOQUE

Algunos críticos más recientes estiman que la dependencia es un término apropiado para designar situaciones de predominio tecnológico, comercial o financiero de los países más desarrollados. Pero consideran que la concepción en debate omitió el carácter contradictorio de la acumulación, pasó por alto la industrialización parcial del Tercer Mundo y expuso erróneas caracterizaciones estancacionistas (Astarita, 2010a: 37-41, 65-93).

De esas objeciones deducen la inconveniencia de indagar las leyes de la dependencia, con supuestos de capitalismo diferenciado para el centro y la periferia. Consideran más apropiado profundizar el estudio de la ley del valor, que elaborar una teoría específica de las economías atrasadas (Astarita, 2010a: 11, 74-75; 2010b).

Otros autores objetan el abandono de Marx por parte de Marini. Entienden que asignó una arbitraria capacidad al capital monopolista para manejar variables económicas y obstruir el desenvolvimiento latinoamericano (Kornblihtt, 2012). Algunos consideran, además, que el dependentismo desconoció la primacía del capitalismo mundial sobre los procesos nacionales (Iñigo Carrera, 2008: 1-4).

Estos cuestionamientos han aparecido en un marco político muy distinto al prevaleciente en los años 70 y 80. Los dardos ya no apuntan contra los defensores de la revolución cubana, sino contra los simpatizantes del curso radical liderado por el chavismo.

En este contexto reaparece el debate sobre el status internacional de los países latinoamericanos. Especialmente Argentina es vista por varios antidependentistas como una economía desarrollada.

Los críticos también retoman viejos rechazos al reemplazo de los antagonismos de clases por registros de explotación entre países. Acusan al dependentismo de promover modalidades de capitalismo benigno para la periferia (Dore; Weeks, 1979), impulsar procesos locales de acumulación (Harman, 2003) y favorecer alianzas con la burguesía nacional (Iñigo Carrera, 2008: 34-36).

Algunos subrayan que esa orientación conduce a un nacionalismo radicalizado que recrea falsas expectativas en la liberación nacional. Proponen adoptar planteos internacionalistas focalizados en la contradicción entre el capital y el trabajo (Astarita, 2010a: 99-100).

Estas visiones estiman que el dependentismo abandonó el rol prominente del proletariado a favor de otros agentes populares (Harris, 1987: 183-184, 200-202). Objetan la negación o desconsideración de la función histórica de la clase obrera (Iñigo Carrera, 2009: 19-20). Consideran que se diluye el carácter internacional del proyecto anticapitalista, retomando planteos autárquicos de construcción del socialismo en un sólo país (Astarita, 2010b).

Estos balances negativos de la teoría de la dependencia contrastan con las miradas convergentes que expusieron varios autores endogenistas y sistémicos. Los argumentos antidependentistas son contundentes: ¿pero tienen consistencia, validez y coherencia?

¿INTERDEPENDENCIA?

Las críticas iniciales apuntaron a minimizar los efectos del subdesarrollo que denunciaban los dependentistas. Señalaban que el capital foráneo remitía utilidades luego de generar una gran expansión y estimaban que el drenaje de recursos padecido por la periferia no era tan severo (Warren, 1980:111-116, 3-143).

Pero evitaban indagar por qué razón ese beneficio era considerablemente superior al vigente en las economías centrales. La teoría de la dependencia nunca negó la existencia de cursos de acumulación. Sólo resaltó las obstrucciones que introducían las inversiones extranjeras a los procesos integrados de industrialización.

Los objetores señalaron que las desigualdades sociales eran el costo requerido para movilizar la iniciativa empresarial en el debut del desarrollo. Consideraban que esa inequidad tendía a corregirse con la expansión de las clases medias (Warren, 1980:199, 211).

Pero esa presentación de capitales desembarcando en la periferia para favorecer a toda la población contrastaba con los hechos. El esperado derrame nunca traspasó el imaginario de los manuales neoclásicos.

El criticó inglés realzó, además, el incentivo aportado por la diferenciación social al despegue del sector primario, omitiendo la dramática expoliación campesina que impuso el agro-negocio. Justificó incluso la informalidad laboral repitiendo absurdos elogios a las “potencialidades empresarias” de los desamparados (Warren, 1980: 236-238, 211-224).

Esas afirmaciones sintonizaron con las teorías liberales, que ensalzaban un futuro de bienestar como resultado de la convergencia entre economías atrasadas y avanzadas. Con esa idealización del capitalismo repitieron todos los argumentos del mainstream contra el dependentismo.

Destacaron especialmente que esa corriente desconocía la influencia mutua generada por las nuevas relaciones de interdependencia, entre el centro y la periferia. (Warren, 1980: 156-170). Pero no aportaron ningún dato de mayor equidad en esas conexiones. Era evidente que la influencia ejercida por Haití sobre Estados Unidos, no tenía ningún reverso equivalente.

Una presentación reciente del mismo argumento afirma que la teoría de la dependencia sólo registra el status subordinado de los exportadores de insumos básicos, sin considerar las ataduras simétricas que padecen los productores de mercancías elaboradas (Iñigo Carrera, 2008: 29).

¿Pero un exportador de bananas juega en la misma división que su contraparte especializada en computadoras? La obsesión por realzar sólo las desigualdades que imperan entre el capital y el trabajo, conduce a imaginar que en cualquier otro ámbito rigen relaciones de reciprocidad.

COMPARACIONES SIMPLIFICADAS

Los críticos de la teoría de la dependencia afirmaron que la fuerte expansión de las economías subdesarrolladas del Sudeste Asiático, desmentía los pilares de esa concepción.

Pero Marini, Dos Santos o Bambirra nunca afirmaron que era imposible el acelerado crecimiento de ciertos países retrasados. Sólo destacaron que ese proceso introducía mayores desequilibrios que los afrontados por las economías avanzadas.

Con ese enfoque analizaron el debut manufacturero de Argentina, el despunte posterior de Brasil y la implantación ulterior de maquilas en México.

En esos tres casos remarcaron las contradicciones del desenvolvimiento fabril en la periferia. Lejos de descartar cualquier expansión, indagaron los anticipos latinoamericanos de lo ocurrido posteriormente en Oriente. El desenvolvimiento asiático no refutó los diagnósticos del dependentismo.

En abordajes más detallados, los críticos estimaron que Corea, Taiwán y Singapur demostraron la inviabilidad de modelos proteccionistas que generan despilfarro y encarecimiento de costos (Harris, 1987: 28, 190-192).

Pero tampoco este último resultado afectó a la teoría marxista de la dependencia. Al contrario, confirmó sus objeciones al desarrollismo de posguerra y al modelo de la CEPAL.

Esos cuestionamientos fueron expuestos subrayando impugnaciones de mayor envergadura al liberalismo, que varios antidependentistas omiten. Los partidarios de esta última vertiente ponderan las oleadas de liberalización, elogiando su impacto en Asia y cuestionando su desaprovechamiento por parte de las economías más cerradas (Harris, 1987: 192-194).

Olvidan que las posibilidades de mayor industrialización nunca estuvieron abiertas a todos los países, ni siguieron patrones de apertura comercial. El dependentismo intuyó ese escenario, al observar cómo la mundialización afectaba a las naciones periféricas con los mercados internos de cierta envergadura (América Latina) y apuntalaba a las localidades con mayor abundancia y baratura de la fuerza de trabajo (Asia).

Mientras que la visión dependentista explicó los cambios de las corrientes de inversión por la lógica objetiva de la acumulación, los críticos realzaron la apertura comercial, con mensajes muy afines al neoliberalismo.

El mismo razonamiento fue utilizado para ensalzar la prosperidad de ciertas economías tradicionalmente asentadas en la agro-minería. Afirmaron que Australia y Canadá demostraban cómo los exportadores de productos primarios podían ubicarse en espacios más próximos al centro que a la periferia (Warren, 1980: 143-152).

Pero nunca aclararon si esos países constituían la norma o la excepción de las economías especializadas en insumos básicos. La teoría marxista de la dependencia no intentó encajar la gran variedad de situaciones internacionales, en un simplificado envase de centro-periferia. Ofreció un esquema para explicar la perdurabilidad del subdesarrollo en el grueso de la superficie mundial, frente a enfoques pro-liberales que negaban esa fractura.

Si se reconoce esa brecha resulta posible avanzar en el análisis más específico de las estructuras semiperiféricas y los procesos políticos subimperiales, que explican el lugar de Canadá o Australia en el orden global.

Una visión dependentista actualizada permitiría clarificar esos posicionamientos, precisando los distintos planos de análisis del capitalismo global. Este sistema incluye desniveles económicos (desarrollo-subdesarrollo), jerarquías mundiales (centro-periferia) y polaridades políticas (dominación-dependencia). Con esa mirada se puede comprender el lugar ocupado por los países localizados en cinturones complementarios del centro.

A diferencia de críticos muy emparentados con el pensamiento neoclásico, los teóricos marxistas de la dependencia subrayaron que el capitalismo mundial recrea las desigualdades. No postularon el carácter invariable de esas asimetrías, ni concibieron un esquema de puros actores polares. Sugirieron la existencia de un complejo espectro de situaciones intermedias. Con esa mirada evitaron presentar cualquier ejemplo de desarrollo como un curso imitable con recetas de libre mercado.

¿ESTANCACIONISMO?

Algunos críticos más recientes coinciden con sus antecesores en estimar que la expansión del Sudeste Asiático propinó un severo golpe al dependentismo (Astarita, 2010a: 93-98). Pero olvidan que ese desenvolvimiento no afectó más a esa corriente, que a cualquier otra teoría de la época. El crecimiento de Corea y Taiwán generó la misma sorpresa que la posterior implosión de la URSS o la reciente irrupción de China.

Los objetores tampoco evalúan si la industrialización de las economías orientales inauguró un proceso que podría copiar el resto de la periferia. Sólo reafirman que el despunte oriental demostró el incumplimiento de los pronósticos dependentistas de estancamiento (Astarita, 2010b). Retoman una afirmación que ha sido frecuentemente expuesta como explicación del declive de ese enfoque (Blomstrom; Hettne, 1990: 204-205).

Pero la falla en cierta previsión no descalifica un razonamiento. A lo sumo indica insuficiencias en la evaluación de un contexto. Marx, Engels, Lenin, Trotsky o Luxemburg formularon muchos pronósticos fallidos.

El marxismo ofrece métodos de análisis y no recetas para develar el futuro. Permite diagnosticar escenarios con mayor consistencia que otras concepciones, pero no ilumina los sucesos del porvenir.

Los pronósticos permiten corregir observaciones a la luz de lo ocurrido y deben ser valorados en función de la consistencia general de un enfoque. Constituyen tan sólo un elemento de evaluación de cierta teoría.

El estancacionismo atribuido al dependentismo es un defecto de otro tipo. Implica caracterizaciones que desconocen la dinámica competitiva de un sistema gobernado por ciclos de expansión y contracción. Un congelamiento estructural de las fuerzas productivas es incompatible con las reglas del capitalismo.

Esa lógica fue desconocida por varios teóricos de la heterodoxia (Furtado) y por algunos pensadores influidos por las tesis del capital monopolista (el primer Gunder Frank). Ambas vertientes sostuvieron la existencia de un bloqueo permanente al crecimiento.

En cambio el marxismo dependentista estudió los límites y las contradicciones de la periferia en comparación al centro, sin identificar el subdesarrollo con la parálisis de la economía. Resaltó que Brasil o Argentina padecían desajustes diferentes y superiores a los vigentes en Francia o Estados Unidos.

La falsa acusación de estancacionismo contra Marini fue inicialmente difundida por Cardoso. Destacó la familiaridad de su contrincante con los economistas que Lenin criticaba por negar la posibilidad de un desenvolvimiento capitalista de Rusia (narodnikis).

Pero el propio objeto de estudio de Marini desmentía esa acusación, puesto que indagaba desequilibrios generados por la industrialización de Brasil. No evaluaba recesiones permanentes, sino tensiones derivadas de un significativo proceso de crecimiento.

La desacertada crítica al estancacionismo es a veces atemperada, con objeciones a la omisión del carácter contradictorio de la acumulación. En este caso se cuestiona el desconocimiento de mercados ampliados o productividades ascendentes ( Astarita, 2010a: 296).

Pero si Marini hubiera ignorado esa dinámica no habría podido estudiar los desajustes peculiares de las economías subdesarrolladas. Su aporte justamente radicó en sustituir genéricas evaluaciones del capitalismo por investigaciones específicas de los desequilibrios en esas regiones. Analizó en detalle el universo que sus críticos descalifican.

MONOPOLIOS Y LEY DEL VALOR

La caracterización de los monopolios es vista por los críticos como otro desacierto del dependentismo. Estiman que exageró la capacidad de las grandes firmas para afectar a las economías periféricas, manipulando la formación de los precios (Kornblihtt, 2012).

Pero Marini se mantuvo muy alejado de las influyentes teorías del capital monopolista de los años 60 y 70. Al igual que Dos Santos, indagó con mayor atención desequilibrios de la esfera productiva que desajustes en el ámbito financiero. Sus investigaciones estuvieron más centradas en las contradicciones de la acumulación, que en el manejo de los precios por parte de las grandes empresas.

Ciertamente tomó en cuenta cómo esas firmas acaparan plus-ganancias a escala global. Pero adoptó un enfoque emparentado con autores marxistas distanciados de las tesis monopolistas (como Mandel). A diferencia de muchos keynesianos de su época, no le asignó a las grandes compañías un poder discrecional para fijar los precios.

Marini mantuvo gran distancia con las visiones rudimentarias del monopolio y rechazó también la m istificación opuesta de la competencia. Esa fascinación salta a la vista en Warren o Harris, que ponderaron los méritos de la concurrencia con caracterizaciones muy próximas al abordaje neoclásico . Por esa idealización del capitalismo competitivo desconocieron la relevancia de la estratificación centro-periferia.

Otros críticos consideran que Marini se alejó de Marx al perder de vista la centralidad de la ley del valor. Proponen retomar ese concepto para clarificar las relaciones de dependencia (Astarita, 2010b).

Pero la problemática del subdesarrollo no se esclarece con ese tipo de investigaciones. Varios autores han destacado que los estudios a ese nivel de abstracción no facilitan la comprensión de la fractura global (Johnson, 1981).

Se necesitan mediaciones adicionales a las utilizadas en El Capital. En ese texto se analiza la explotación (tomo 1), la reproducción (tomo 2) o la crisis (tomo 3) del sistema. Marx esperaba abordar la estructura internacional (y probablemente las brechas en el desarrollo), en un trabajo que no llegó a elaborar (Chinchilla; Dietz, 1981).

Seguramente esa investigación habría ampliado el conocimiento de los desniveles mundiales en el periodo de formación del capitalismo. Pero conviene igualmente recordar que la dinámica centro-periferia presentaba en el siglo XIX características muy diferentes a las predominantes a fines de siglo XX.

Más que el “retorno a Marx” postulado por algunos analistas (Radice, 2009), la clarificación de ese problema exige retomar las reflexiones de los teóricos marxistas de la centuria pasada (Katz, 2016b, 2016c).

La ley del valor aporta un principio general de explicación de los precios y una teoría genérica del funcionamiento y la crisis del capitalismo. Ninguna de esas dimensiones alcanza para esclarecer la dinámica del subdesarrollo. Esa comprensión exige razonar en niveles más concretos (y a la vez consistentes), con los utilizados para capturar la lógica del valor.

EL SUBDESARROLLO COMO UN SIMPLE DATO

Algunos autores cuestionan las explicaciones del atraso centradas en la subordinación de la periferia. Sostienen que rige una causalidad inversa de situaciones de dependencia derivadas del subdesarrollo de esas economías (Figueroa, 1986:11-19, 55-56).

Esta interpretación presenta semejanzas con el razonamiento endogenista, que atribuía las desigualdades internacionales a contradicciones internas de cada país. Ese enfoque objetaba la primacía de causas externas en la explicación del retraso económico, resaltando el mayor impacto de los resabios oligárquicos o semifeudales. Entendía que las exacciones generadas por la dominación imperial eran menos determinantes que la persistencia de rémoras precapitalistas.

El planteo antidependentista es diferente. Rechaza la subsistencia de esos rasgos y subraya la vigencia de escenarios totalmente capitalistas. Por eso objeta tanto a los teóricos de la dependencia como del endogenismo tradicional.

Con esa mirada un exponente de esas críticas resalta los determinantes capitalistas internos del perfil que presenta cada país. También afirma que la inserción internacional de cualquier nación es un resultado de la forma en que accedió al mercado mundial (Astarita, 2010a: 296).

¿Pero cómo explica ese enfoque la fractura entre economías avanzadas y retrasadas? ¿Por qué razón esa brecha ha persistido en los últimos dos siglos?

Una respuesta destaca que en la división internacional del trabajo, las modalidades más productivas se concentran en las economías centrales y las más rudimentarias en la periferia (Figueroa, 1986:11-19, 55-56, 61).

Otra manera de exponer el mismo diagnóstico es la conocida descripción de especializaciones diferenciadas, en la provisión de alimentos o manufacturas por ambos tipos de países (Iñigo Carrera, 2008: 1-2,6-9).

Pero la constatación de ese contrapunto no clarifica el problema. Mientras que la interpretación dependentista atribuye el subdesarrollo a la transferencia de recursos y el endogenismo a la subsistencia de estructuras precapitalistas, la interpretación de los críticos brilla por su ausencia.

Esa visión parece aceptar que la fractura inicial fue causada por diversas peculiaridades históricas (feudalismo europeo, singularidades del agro inglés, transformaciones manufactureras europeas, atributos del estado absolutista, precocidad de ciertas revoluciones burguesas), pero no explica la persistencia contemporánea del atraso. Lo ocurrido en los siglos XVI-XIX no alcanza para esclarecer la realidad actual.

El antidependentismo carece incluso de las respuestas básicas que proponen los enfoques neoclásicos (obstrucción a los emprendedores) o heterodoxos (impericia de los estados). Sólo se limita a registrar que las economías avanzadas y relegadas difieren por su grado de desarrollo.

Esa obviedad no aclara las brechas cualitativas que rigen en el orden mundial. El contraste entre Estados Unidos y Japón no se equipara con el abismo que separa a ambos países de Honduras. El subdesarrollo distingue ambas situaciones.

Los críticos rechazan el papel jugado por los drenajes de valor de la periferia hacia el centro en la reproducción de ese atraso. Pero sin reconocer las variadas modalidades e intensidades de esas transferencias, no hay forma de explicar la estabilidad de las polarizaciones, bifurcaciones y jerarquías mundiales. La negación de esos flujos imposibilita cualquier interpretación.

CLASIFICACIONES Y EJEMPLOS

La mayoría de los críticos presenta al dependentismo como un bloque indistinto, omitiendo las enormes diferencias que separan a las vertientes marxistas y convencionales de ese enfoque.

Mientras que Cardoso observaba el subdesarrollo como una anomalía del capitalismo, Marini, Dos Santos y Bambirra caracterizaron el mismo rasgo como una característica de ese sistema.

Algunos objetores reconocen esas divergencias y registran la inexistencia de una escuela común. Pero luego de señalar esas diferencias unifican a los autores distinguidos, cómo si conformaran un grupo de exponentes más o menos radicales de la misma tesis (Astarita, 2010a: 37-41, 17-63).

La mayor confusión es introducida en la evaluación de Cardoso y Marini. El ex presidente es presentado como un teórico más abierto que el autor de Dialéctica de la dependencia. Se pondera su metodología, cuestionando sólo los pilares weberianos de ese abordaje o la jerarquización de las relaciones políticas, en desmedro del análisis económico (Astarita, 2010a: 65-82).

Pero no se aclara cuál fue el aporte de Cardoso antes de su viraje neoliberal. Tampoco se reconoce la contribución de Marini al entendimiento de la relación centro periferia. Especialmente se olvida que la hostilidad y afinidad de ambos pensadores hacia el socialismo revolucionario no fue ajena a esos contrapuestos resultados. El desconocimiento de ese contraste por parte de los críticos obstruye su balance de ambos teóricos.

Marini aportó conceptos (como el ciclo dependiente) para comprender la continuada reproducción de las brechas mundiales. Ese logro fue acertadamente percibido en los años 80 por un importante analista (Edelstein, 1981). Resaltó el mérito de captar las razones que impidieron a América Latina repetir el desenvolvimiento de Europa o Estados Unidos. Subrayó también que la lógica de la dependencia ofrece una respuesta coherente de esa limitación.

Ese enfoque brindó, además, un gran soporte a numerosos estudios nacionales y regionales de subdesarrollo. La desvalorización de esa contribución conduce a muchas caracterizaciones fallidas de los críticos.

Al indagar, por ejemplo, el recurrente fracaso de los intentos de industrialización de las economías petroleras (Arabia Saudita, Irán, Argelia, Venezuela) un autor antidependentista remarca la gravitación nociva del rentismo. Señala también el afianzamiento de burocracias ineficientes, la incapacidad para utilizar productivamente las divisas y la repetición de un patrón histórico de dilapidación (Astarita, 2013:1-11).

Pero ninguna de estas explicaciones endógenas alcanza para comprender la continuidad del subdesarrollo. La tesis dependentista destaca otro aspecto clave: la fragilidad estructural de las economías retrasadas por su inserción subordinada en la división internacional del trabajo. Ese sometimiento genera salidas de capitales superiores a los ingresos obtenidos con la exportación de crudo.

Las economías petroleras han padecido intercambios comerciales deficitarios, descapitalizaciones financieras y transferencias de fondos por remisión de utilidades o pagos de patentes. La fuga de capital y el endeudamiento agravaron esos desequilibrios propios de la dependencia. Lo que salta a la vista en cualquier estudio de esos países, no es registrado por los objetores de Marini.

¿ARGENTINA PAIS DESARROLLADO?

Un importante corolario del antidependentismo es la presentación de varios países latinoamericanos como naciones desarrolladas. Esa interpretación rige particularmente para el caso de Argentina.

Un exponente de esa visión cuestiona duramente a quiénes “se aferran dogmáticamente a la ideología de un país atrasado”, para no reconocer que ese país alcanzó el nivel de acumulación requerido por el capitalismo mundial (Iñigo Carrera, 2008: 32).

Pero el problema a resolver es el significado de esa expansión y esa ubicación internacional. Es una obviedad recordar que Argentina es un gran exportador de alimentos. Lo que se debe aclarar son las implicancias de ese rol.

Los críticos afirman que la elevada dimensión de la renta ganadera, cerealera o sojera determinó la incorporación del país al capitalismo mundial con un status de economía avanzada.

Pero la magnitud de una renta no es sinónimo de desenvolvimiento. Puede indicar situaciones opuestas de obstrucción al crecimiento sostenido. El desarrollo no se mide por la cuantía de un excedente exportable, sino por el grado de industrialización o los parámetros de desarrollo humano. Ninguno de estos guarismos ubica a la Argentina en el primer estamento de la jerarquía global.

La renta no define esa clasificación. Es un ingrediente económico clave de Canadá, Argentina y Bolivia, que convalida el nivel desarrollado del primero, intermedio del segundo y retrasado del tercero.

En toda la historia argentina se verificaron intensas pujas por la distribución de la renta, entre sus receptores del agronegocio y sus captores de la industria. Ese recurso operó como sostén indirecto de actividades industriales, que nunca lograron niveles de competitividad internacional o productividad auto-sustentable.

Ese resultado ilustra el funcionamiento de una economía retrasada, dependiente y afectada por crisis periódicas de gran alcance. Por eso los capitalistas eluden la inversión, resguardan sus fondos en el exterior y facilitan la apropiación financiera de la renta, en desmedro de su canalización productiva. Ese mecanismo retrata el carácter subdesarrollado de Argentina.

Los críticos observan este problema en forma invertida. Priorizan el análisis del sector más rentable y registran que la competitividad del agro es comparable al promedio vigente en Europa o Estados Unidos. Con esa evaluación concluyen situando a la Argentina en el pelotón de economías desarrolladas.

Pero el grado de desenvolvimiento de un país no se define por su rama más rentable. Utilizando ese criterio, Arabia Saudita y Chile quedarían ubicados en el top del ranking mundial por sus acervos de petróleo y cobre. El elevado lucro de un sector primario es habitualmente un indicador de atraso productivo. 

El status relegado de Argentina se verifica en el propio segmento agrario. Más allá de la controversia sobre la continuidad o reversión de los modelos extensivos con limitada utilización de capital por hectárea, es evidente la total dependencia de ese esquema de los insumos importados.

Esos componentes son provistos por empresas extranjeras, que refuerzan el predominio de un cultivo potenciado con siembra directa, transgénicos y agro-tóxicos. Esa atadura es un claro indicio de subdesarrollo (Anino; Mercatante: 2010: 1-7).

Algunos autores estiman que la economía argentina absorbe el grueso de su renta y genera afluencias de fondos del centro hacia la periferia, que desmienten la teoría de la dependencia (Kornblihtt, 2012).

Esta caracterización recrea las miradas que aparecieron en los años 70 con la irrupción de la OPEP. La captura de la renta petrolera por parte de las economías generadoras de ese excedente indujo a diagnosticar la extinción de la vieja subordinación de los exportadores primarios al centro.

Pero la experiencia demostró el carácter pasajero de esa coyuntura. A través de acreencias financieras y superávits comerciales, las economías avanzadas recuperaron esos ingresos.

Argentina también atravesó por transitorios periodos de gran absorción de su renta agroganadera, pero el status político dependiente acentuó la disipación de esa captura. Un país con mayores períodos de sometimiento que de autonomía en su acción internacional, tiene escasa capacidad para manejar sus excedentes.

Argentina se ubica muy lejos del retrato antidependentista. No es una economía desarrollada, no ocupa un lugar central en la división del trabajo y no desenvuelve estrategias de potencia dominante.

CUESTIONAMIENTOS POLÍTICOS

Los críticos cuestionan el alineamiento antiimperialista de los teóricos de la dependencia, identificando ese posicionamiento con el abandono de posturas anticapitalistas (Kornblihtt, 2012).

Pero no indican cuándo y cómo se produjo esa deserción. Ningún exponente marxista de esa tradición divorció la resistencia a los avasallamientos imperiales de sus cimientos capitalistas. Siempre aunaron ambos pilares.

Se acusa al dependentismo de sustituir el análisis de clase por enfoques centrados en la nación (Dore; Weeks, 1979). Esta actitud es asociada con erróneos postulados de explotación entre países (Iñigo Carrera, 2009: 27).

Pero ningún debate puede desenvolverse en esos términos. La explotación es ejercida por las clases dominantes sobre los asalariados de cualquier nación. Esa relación, no se extiende a los beneficios obtenidos por un país a costa de otro, en el mercado mundial. Cómo los teóricos marxistas de la dependencia nunca confundieron ambas dimensiones la objeción carece de sentido.

Es cierto que en la propaganda política antiimperialista, los adherentes de esa corriente utilizaron (a veces) términos confusos para denunciar saqueos de recursos naturales o hemorragias financieras. En estos casos recurrieron a denominaciones incorrectas para formular denuncias pertinentes. Pero el antidependentismo padece un inconveniente mayor. Sus desaciertos se ubican en el plano de los conceptos y no en la terminología.

Marini, Dos Santos y Bambirra siempre señalaron a los capitalistas como responsables de todas las modalidades de dominación. Nunca sostuvieron que las clases oprimidas de la periferia eran explotadas por sus pares del centro.

Esta caracterización sólo fue sugerida por autores próximos al tercermundismo (como Emmanuel), que retomaron viejas interpretaciones sobre el comportamiento complaciente de la aristocracia obrera frente a las acciones imperiales.

Los críticos también señalan que el dependentismo promovió el capitalismo nacional en la periferia, para apuntalar al capital privado nacional frente a las empresas extranjeras (Harris, 1987: 170-182). Consideran que observó a la burguesía nacional como un aliado natural en la batalla por el desarrollo (Iñigo Carrera, 2008: 34-36).

Pero esas metas eran auspiciadas por el nacionalismo conservador o los promotores del desarrollismo y no por el dependentismo. Bajo el impacto de la revolución cubana, esa corriente adoptó una nítida actitud de compromiso con el proyecto socialista.

Lo único cierto es que los teóricos marxistas de la dependencia reconocían la diferencia entre las clases dominantes de la periferia y sus equivalentes del centro. Rechazaban la identidad entre ambos segmentos que postuló un crítico de esa concepción (Figueroa, 1986: 80, 91, 203).

Marini, Dos Santos y Bambirra recordaban el lugar subordinado que ocupa la burguesía local en la división internacional del trabajo, señalando la consiguiente existencia de contradicciones y desequilibrios más acentuados. De esa caracterización deducían la vigencia de problemas nacionales irresueltos en América Latina y la consiguiente presencia de conflictos significativos con el imperialismo.

El dependentismo formuló críticas a la burguesía nacional desde posturas de izquierda contrapuestas al planteo de Cardoso o Warren. En esos exponentes liberales del antidependentismo, la verborragia contra el capitalismo nacional siempre tuvo una connotación reaccionaria.

Los críticos despotrican contra cualquier demanda de liberación nacional ignorando lo ocurrido en los últimos 100 años. Todas las revoluciones socialistas estuvieron conectadas en la periferia con reivindicaciones de soberanía. A partir de esa exigencia se procesó una dialéctica de radicalización, que desembocó en los cursos anticapitalistas que adoptaron las revoluciones de Yugoslavia, China o Vietnam. La victoria socialista en Cuba emergió también de la resistencia contra un dictador títere de Estados Unidos.

Los objetores olvidan que esas experiencias siguieron una ruta muy diferente a la prevista por el marxismo clásico. En lugar de asimilar las enseñanzas de esa mutación, proclaman su enojo con lo ocurrido y borran esas epopeyas de su diagnóstico del mundo.

Se podría pensar que la restauración del capitalismo en la URSS (o la mayor internacionalización de la economía) han alterado la estrecha conexión entre lucha nacional y social, que predominó en el siglo XX. Los antidependentistas no aclaran ese eventual basamento de sus opiniones.

Pero incluso en ese caso sería evidente que el Pentágono y la OTAN persisten como custodios del orden opresivo mundial. Basta observar la demolición de varios estados del Medio Oriente o la desintegración de África, para notar la centralidad de la acción imperial. Ningún proceso socialista puede concebirse desconociendo la prioridad de ese enemigo.

En lugar de reconocer esa amenaza, los críticos acusan al dependentismo de sustituir el análisis económico materialista por razonamientos superficiales, inspirados en conceptos imperiales de dominación (Iñigo Carrera, 2008: 29).

Desmerecen el registro de la realidad para enaltecer la reflexión abstracta, olvidando que la reproducción del capitalismo se sostiene en el uso de la fuerza. La simple acumulación de capital no alcanza para asegurar la continuada recreación del sistema. Se necesitan el soporte adicional de una estructura imperial.

El rechazo a reconocer la dimensión nacional de la lucha por transformaciones socialistas en la periferia, conduce al desconocimiento de las demandas populares. El ejemplo más reciente de esa ceguera es la impugnación de las movilizaciones contra la deuda externa.

Un objetor del dependentismo rechaza esa bandera denunciando la participación de las clases dominantes locales en la conformación de esa hipoteca. Señala que las campañas contra el endeudamiento diluyen la centralidad del antagonismo entre el capital y el trabajo (Astarita, 2010a: 110-111).

Pero no explican cuál es la contraposición entre ambos planos. El pago de la deuda afecta a trabajadores, que soportan recortes de sus salarios para saldar esos pasivos. Como se demostró en Argentina Venezuela Bolivia y Ecuador en los años 2000-2005, la resistencia a ese atropello desafía al propio sistema capitalista

Es cierto que las burguesías locales han sido cómplices del endeudamiento, pero las crisis desencadenadas por esa carga financiera corroen el funcionamiento del estado y socavan el ejercicio de su dominación. En ese contexto la deuda irrumpe como un eje de la resistencia antiimperialista.

Lo ocurrido en Grecia en 2015 ejemplifica ese conflicto. Los acreedores forzaron brutales sacrificios para cumplir con el pago de un pasivo, que ilustró las relaciones de dependencia con la Unión Europea. Los críticos ignoran los efectos explosivos de esa subordinación.

MARX, LENIN, LUXEMBURG

Para las vertientes liberales del antidependentismo, el retorno a Marx presupone reivindicar a un cultor del individualismo y de la disolución forzada de las sociedades no occidentales. El autor de El Capital es presentado como un defensor del imperio, que ensalzó la contribución inglesa a la superación del atraso de África y la India (Warren, 1980: 39-44, 27-30).

Pero Marx siempre se ubicó en un campo opuesto de denuncias del despojo colonial. Intuía el enorme contraste entre lo sustraído y lo aportado por los ocupantes de los países subdesarrollados. La sangría generada por la esclavitud en África o la masacre demográfica sufrida por los pueblos originarios de América, aportaban contundentes pruebas de ese balance.

En su análisis maduro sobre Irlanda, el teórico germano retrató la obstrucción británica a la industrialización de la periferia y reivindicó la resistencia popular a la corona (Katz, 2006a).

Esa postura es desconocida por quienes afirman que Marx ponderó el desarrollo introducido por los ferrocarriles ingleses en la India (Astarita 2010a: 83-90). Olvidan que esas inversiones afianzaron la subordinación primarizada del país y suscitaron un movimiento anticolonial, que fue apoyado por el revolucionario alemán.

La crítica antidependentista a cualquier modalidad de lucha contra esa opresión incluye severos cuestionamientos al empalme de las batallas por la emancipación nacional y social, que auspiciaba Lenin (Warren, 1980: 83-84, 98-109).

El líder bolchevique propiciaba ese ensamble en polémica con Luxemburg, que rechazaba toda forma de separatismo nacional, argumentando que afectaba el internacionalismo proletario y la primacía de los reclamos de clase (Luxemburg, 1977; 27-187) .

Lenin respondía ilustrando cómo el derecho a la autodeterminación reducía las tensiones entre los grupos oprimidos de distintas nacionalidades. Tomaba en cuenta la fraternidad lograda entre los trabajadores de Suecia y Noruega, luego de la separación pacífica de este último país.

El impulsor de los soviets defendía ese derecho sin aprobar necesariamente la secesión de los distintos países. El aval a cada propuesta dependía del carácter genuino, mayoritario o progresivo de esa reivindicación (Lenin 1974b: 26-90).

Es la misma distinción que en la actualidad puede establecerse entre los reclamos ficticios (kelpers de Malvinas), las balcanizaciones pro-imperiales (ex Yugoslavia) o los divorcios territoriales elitistas (norte de Italia, Flandes), con las exigencias nacionales legítimas (kurdos, palestinos, vascos).

El antidependentismo repite los errores de Luxemburg, al contraponer demandas nacionales y sociales como si fueran anhelos antagónicos. Sólo registra la centralidad de la explotación de los asalariados, sin notar que existen innumerables formas de opresión racial, religiosa, sexual o étnica. Todas inducen a resistencias que Lenin buscaba empalmar con la lucha proletaria.

Algunos autores afirman que el dirigente ruso promovió sólo la autodeterminación en el plano político, sin extenderla a la esfera económica. Reivindican esa aplicación limitada del concepto y rechazan cualquier parentesco con la batalla por la segunda independencia de América Latina. Consideran que esa propuesta contiene reclamos económicos inapropiados y nacionalistas (Astarita 2010a: 118, 293-296).

Pero Lenin nunca aceptó ese tipo de distinciones abstractas. Por eso objetaba cualquier razonamiento de la autodeterminación centrado en su viabilidad económica. En lugar de especular en torno a ese grado de factibilidad, convocaba a evaluar quién y cómo impulsaba el reclamo de soberanía, para distinguir exigencias válidas de usos pro imperiales de los sentimientos nacionales (Lenin 1974a: 99-120;1974b: 15-25).

La batalla por la segunda independencia encaja con esa postura del líder bolchevique. Retoma un objetivo regional de emancipación plena, que se frustró en el siglo XIX con la balcanización de América Latina.

Al registrar sólo el antagonismo entre el capital y el trabajo, el antidependentismo navega en un océano de internacionalismo abstracto. Por esa razón no logra percibir las diferencias básicas que oponen al nacionalismo progresivo y regresivo.

Lo que en el pasado contraponía a Mussolini o Teodoro Roosevelt con Sandino o Lumumba, en la actualidad separa a la derecha de Occidente (Trump, Le Pen, Farage) del antiimperialismo latinoamericano (Chávez-Maduro, Evo Morales). Lenin resaltaba esa distinción para delinear estrategias políticas, que son ignoradas por los críticos de la teoría de la dependencia.

PROLETARIADO MÍTICO

La principal acusación política del antidependentismo contra sus adversarios era el desconocimiento del rol protagónico de la clase obrera. Atribuían esa omisión a las influencias del tercermundismo o del lumpen-proletariado (Sender, 1980).

Pero esa caracterización no apuntaba a precisar los sujetos dirigentes de un proceso revolucionario, sino a definir caminos de modernización del capitalismo. La proximidad del socialismo era avizorada en estricta relación con el peso creciente de la clase obrera bajo el sistema actual. Por eso resaltaban la preeminencia del proletariado sobre otros actores populares (Harris, 1987:183-184, 200-202).

Con ese razonamiento suponían que la emancipación de los trabajadores emergería de un proceso opuesto de afianzamiento de la opresión burguesa. Cómo podrían liberarse los explotados de un sistema que consolida su sujeción era un misterio irresuelto.

Esa tesis remarcaba también el protagonismo de las economías desarrolladas -con mayores contingentes de asalariados- en la gestación del socialismo. De esa forma ignoraron que en el siglo XX las revoluciones se localizaron en las regiones afectadas por desequilibrios capitalistas más agudos.

En ese enfoque antidependentista el liderazgo proletario no implicaba promover cambios radicales. Al contrario, intentaba apuntalar un modelo de socialismo humanitario configurado a través de la acción parlamentaria. Estimaba que por esa vía Occidente volvería a ilustrar al resto del mundo el sendero de la civilización (Warren, 1980: 7, 24-27).

Esa visión repetía la mitología euro-céntrica forjada por la socialdemocracia alemana y los fabianos ingleses. Olvidaba hasta qué punto esa utopía fue desmentida por las virulentas guerras y depresiones del siglo XX. Con alusiones al comando del proletariado anticiparon el libreto socio-liberal de Felipe González y Tony Blair.

La preeminencia de la clase obrera fue particularmente enaltecida como antídoto a cualquier contaminación de antiimperialismo. Con ese fanatismo antinacionalista Warren se opuso a la lucha de los irlandeses del norte (católicos) contra la ocupación inglesa . Rechazó la unificación nacional de la isla y aprobó la postura de las corrientes protestantes leales a la monarquía británica (Proyect, 2008; Ferguson, 1999; Munck, 1981).

Esa actitud pro-imperialista coronó un imaginario de pureza proletaria, que otorgaba a los trabajadores localizados en las principales economías de Occidente, una función tutora del socialismo internacional.

Las tesis del invariable protagonismo obrero presentaron en los años 70 un cariz diferente en América Latina. Fueron promovidas por pensadores identificados en los ambientes militantes con la denominación de socialistas puros. Se oponían a cualquier estrategia que incluyera programas u organizaciones antiimperialistas y promovían procesos revolucionarios con dinámicas exclusivamente socialistas.

Ese enfoque bregaba por la recreación exacta del bolchevismo, en polémica con la estrategia por etapas del comunismo oficial y la extensión del modelo cubano, que propiciaba el marxismo dependentista.

El socialismo puro reivindicaba un esquema de soviets obreros contra las “deformaciones” introducidas por las revoluciones con preeminencia de campesinos (China, Vietnam) o clases medias radicalizadas (Cuba). Estimaba que esa sustitución del liderazgo proletario generaba los principales desaciertos contemporáneos del proyecto socialista.

Ese enfoque combinaba dogmatismo, miopía política y gran irritación con el curso de la historia. En lugar de registrar el papel revolucionario jugado por una amplia variedad de sujetos oprimidos, descalificaba las grandes transformaciones anticapitalistas por su desvío de una trayectoria sociológico-clasista presupuesta.

Suponía que una revolución carecía de atributos socialistas, si el lugar del proletariado era ocupado por otro segmento popular. Esta visión polemizaba con los defensores de la revolución cubana, en las tácticas y estrategias a seguir en los distintos países.

Esas caracterizaciones del proletariado latinoamericano -concebidas para afinar caminos de captura del poder- han desaparecido del debate actual. Persisten las críticas a las teorías que “rebajan” el papel del proletariado (Iñigo Carrera, 2009: 19-20), pero son expuestas en términos abstractos y sin ningún parentesco con experiencias reales.

Ya no aluden a acontecimientos políticos próximos. Navegan en universos fantasmagóricos carentes de anclaje en la acción de los trabajadores. Exponen ideas más conectadas con la deducción filosófica que con el razonamiento político.

Las críticas actuales están desligadas de los fundamentos postulados por el socialismo puro. No apuntan a demostrar la superioridad del proletariado frente a otros sectores oprimidos.

Al despegarse de ese pilar, los cuestionamientos carecen de relevancia para cualquier batalla por el socialismo. Esa pérdida de brújula vacía los argumentos de su vieja pretensión de apuntalar a las corrientes revolucionarias, en la disputa con el reformismo.

Un proceso análogo de evaporación del sentido de la crítica se verifica en las discusiones de la economía marxista, entre los intérpretes de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y los teóricos del subconsumo. En los años 70 esa controversia suscitaba pasiones, entre quiénes percibían el debate como una expresión de la batalla entre revolucionarios y reformistas. Se suponía que la primera tesis conceptualizaba la incapacidad del capitalismo para otorgar mejoras y la segunda aportaba fundamentos para esa posibilidad.

En la actualidad ambas tesis brindan elementos para comprender la crisis, pero no expresan los contrastes políticos del pasado. Cualquier revisión de esa polémica debe ser situada en el nuevo contexto.

Lo mismo ocurre con las críticas a las omisiones de clase por parte de la teoría marxista de la dependencia. Esas objeciones ya no son formuladas en función de los viejos debates sobre el rol dirigente del proletariado en la revolución socialista. Por eso muchas controversias aletean en el vacío, sin ninguna dirección.

SOCIALISMO GLOBALISTA

La valoración de los intentos de socialismo del siglo XX es otro terreno de cuestionamiento al dependentismo marxista. Algunos piensan que ese proyecto estuvo condenado al fracaso desde su nacimiento. No sitúan la falla en el totalitarismo burocrático de la URSS, sino en la mera existencia de un modelo que intentó saltear etapas de maduración capitalista (Warren, 1980:116-117).

Otros pensadores atribuyen el mismo resultado a la preeminencia de objetivos de liberación nacional, en desmedro de las metas socialistas. Estiman que esas carencias quedarán superadas en un futuro socialista precedido por la expansión global del capitalismo. Observan la globalización neoliberal como un promisorio anticipo de ese porvenir y ponderan el entrelazamiento internacional de las clases dominantes (Harris, 1987: 185-200).

Esa mirada identifica el curso actual con procesos crecientemente homogéneos. Suponen que las jerarquías globales se disolverán, facilitando la introducción internacional directa del socialismo.

Este diagnóstico explica la hostilidad hacia la teoría marxista de la dependencia, que subrayaba la preeminencia de tendencias opuestas hacia la polarización mundial del capitalismo.

La presentación de la globalización como un prólogo del socialismo universal asombra por su grado de fantasía. Es evidente que la mundialización neoliberal es el intento más reaccionario de preservación del capitalismo de las últimas décadas. Es ridículo suponer que las inequidades tenderán a desaparecer, bajo un modelo que genera monumentales fracturas sociales a escala mundial.

Warren y Harris invirtieron el sentido básico del marxismo. Transformaron una concepción crítica del capitalismo en su opuesto. Convocaron a la mesura en las denuncias del capitalismo, olvidando que ese cuestionamiento es el cimiento básico de cualquier proyecto socialista.

Su insólito modelo de socialismo globalista ha desaparecido del mapa político. Pero los principios de su enfoque perviven en el antidependentismo actual. Al descartar el componente nacional de la lucha en la periferia, ignorar la progresividad de las conquistas soberanas y desconocer las mediaciones antiimperialistas, esa vertiente supone trayectorias anticapitalistas equivalentes en todos los países.

Mientras que el marxismo dependentista concebía distintos eslabones intermedios para la estrategia socialista, sus críticos sólo ofrecen esperanzas de irrupción repentina de ese sistema a escala mundial.

Ese supuesto de mágica simultaneidad está implícito en la ausencia de programas específicos para una transición al socialismo en América Latina. Desechan estos caminos estimando que la desconexión del mercado mundial, recrea ilusorias variantes del socialismo en un solo país (Astarita, 2010b).

No perciben que esa estrategia fue elaborada para promover una secuencia combinada de superación del subdesarrollo y avances hacia la igualdad social.

Esa expectativa se apoyó durante varias décadas en experiencias reales. No fantaseó con mágicas irrupciones del socialismo en todos los países, a través de contagios inmediatos o apariciones simultáneas. Tampoco esperaba padrinazgos occidentales o desenlaces planetarios dirimidos en un sólo round.

Es cierto que el socialismo no puede construirse en un sólo país. Pero esa limitación no implica renunciar al inicio de ese proceso, en el marco imperante en cada circunstancia. Si se desconoce ese basamento nacional y se concibe al socialismo como un ultimátum (en todas partes y ahora o nada), no hay espacio para desenvolver estrategias políticas factibles.

Los exóticos modelos de socialismo global se inspiraron también en vertientes objetivistas del marxismo. Razonaban en términos positivistas, idolatrando un patrón de evolución identificado con el avance de las fuerzas productivas. Ese criterio indujo a los críticos iniciales del dependentismo a reivindicar la expansión del capitalismo y a objetar cualquier freno de esa pujanza.

Imaginaban un proceso ascendente de maduración bajo el liderazgo de segmentos civilizados de la clase obrera. Con ese razonamiento actualizaban el positivismo gradualista de Kautsky-Plejanov, en una novedosa variante del menchevismo global.

También los socialistas puros concibieron un esquema de cursos progresivos, en función de la incidencia de cada proceso sobre el desarrollo de las fuerzas productivas. Aprobaron lo que apuntalaba y criticaron lo que obstruía ese desenvolvimiento, jerarquizando la esfera abstracta de la economía en desmedro de la lucha popular.

Los continuadores de esa mirada no logran formular reflexiones constructivas sobre el proyecto socialista. Se limitan a exponer críticas sin plantear respuestas positivas a los problemas en debate. Por eso eluden cualquier sugerencia de alternativas a las teorías cuestionadas.

Con esa sucesión de rechazos obstruyen la continuidad de los fructíferos caminos abiertos por el dependentismo de los años 70. Ese curso contiene muchas áreas de estimulante investigación. En nuestro próximo texto estudiaremos uno de esos senderos: el subimperialismo.

REFERENCIAS

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El tormentoso debut de Trump

Por: Claudio Katz

Trump confirmó en sus primeros días que es un mandatario reaccionario con múltiples planes de atropellos. Mientras crece la resistencia callejera, la viabilidad de su agresión es una incógnita. Pero en cualquier caso, una acertada caracterización de su proyecto vale más que incontables vaticinios.

UNA AGENDA VIRULENTA

Las órdenes ejecutivas que firmó el magnate ilustran sus propósitos trogloditas. Ratificó la construcción del muro a cargo de México, puso en marcha la expulsión de indocumentados, anuló el visado para varios países árabes, anunció la quita de subsidios federales a las ciudades que protejan inmigrantes, inició la liquidación del seguro de salud (Obamacare) y congeló la contratación de empleados estatales.

Su gabinete de generales y multimillonarios incluye expertos en destruir la educación pública (Betsy DeVos), vaciar el sistema sanitario (Tom Price), liquidar el ambientalismo (Scott Prui) y congelar el salario mínimo (Andy Puzder). Su vicepresidente (Mike Spence) lidera las campañas de penalización del aborto y sus principales funcionarios son declarados anti-islamistas (Michael Flynn) o pregoneros del suprematismo blanco (Bannon).

Como el exponente del lobby petrolero (Tillerson) ya rehabilitó la construcción de oleoductos contaminantes, es posible un debut represivo contra los pobladores que resisten en Dakota, esos devastadores emprendimientos.

La predisposición de Trump por el garrote se verificó en su justificación de la tortura. Garantizó protección total a las actividades de la CIA y subió el tono de los insultos contra la prensa por su cobertura de las manifestaciones opositoras. Con una fábula sobre los sufragios fraudulentos, prepara algún mecanismo de disuasión del registro de votantes.

Trump negocia con el establishment republicano el plan económico y la política exterior, respaldando las campañas oscurantistas de los ultra-derechistas de su gabinete. Esa agenda incluye iniciativas de los suprematistas contra los afro-americanos y los derechos conquistados por otras minorías. No sólo los latinos están excluidos de su proyecto de “hacer nuevamente grande” a los Estados Unidos (Davis, 2016).

El magnate sabe que su giro xenofóbico requiere más acciones que palabras. Busca el sostén activo de su electorado para diabolizar a los mexicanos y atacar a los musulmanes. Por eso convoca a los “verdaderos estadounidenses” a sostener su figura contra los “políticos profesionales” del Congreso.

Su combinación de verborragia agresiva y caudillismo nacionalista ha sido identificada por numerosos analistas con el “populismo anti-sistémico” (Fraga, 2016). Utilizan esa denominación para cuestionar su demagogia y su desconocimiento de los principios republicanos. Subrayan que esos defectos son internacionalmente compartidos por líderes de la derecha y la izquierda

Pero la inconsistencia de esta comparación salta a la vista en el caso de Trump. Se pueden trazar paralelos con Le Pen, pero cualquier parentesco con Maduro o Evo Morales es un disparate. El mote de populista oscurece que el potentado es un exponente de la clase capitalista, que busca reconstituir el sistema político estadounidense mediante una gestión autoritaria.

Como esa meta exige soportes para-institucionales, la coalición gobernante incluye el componente fascista de las milicias y de los grupos que promueven el uso de las armas en las universidades.

Algunos autores (Cabrera, 2017) resaltan acertadamente estas amenazas, frente a las vacilaciones de los progresistas que contemporizan con Trump. Esos enfoques describen el voto obrero logrado por el multimillonario como una simple manifestación de descontento, diluyendo su carácter reaccionario. También despliegan acertados cuestionamientos a Obama e Hilary, desconsiderando el peligro que representa el nuevo presidente (Fraser, 2017). Con esa actitud resulta difícil valorar la extraordinaria explosión de protestas que desencadenó la llegada de Trump.

UNA RESISTENCIA INÉDITA

Ningún otro presidente inició su mandato con tanto rechazo inicial. Cuatro millones de manifestantes transformaron la fisonomía de las principales ciudades de Estados Unidos. Pero más llamativa ha sido la radicalidad de los discursos y las consignas.

Bajo un alud de carteles proclamando que Trump “no es mi presidente”, numerosos oradores resaltaron la ilegitimidad del mandatario. Las encuestas ratificaron que la mitad de la población convalida esa percepción. No sólo Michael Moore y los seguidores de Sanders cuestionan la validez de la actual gestión presidencial. Algunas personalidades del establishment coinciden en ese desconocimiento (Krugman, 2017). Estos planteos socavan los cimientos del sistema institucional estadounidense.

La ceremonia de asunción fue boicoteada por cuarenta senadores liderados por un emblemático luchador afro-americano (Lewis). Este convulsivo escenario suscita impensables comparaciones con los países latinoamericanos.

Junto a las protestas emerge una nueva cultura de resistencia presente en ingeniosos carteles, que recuerdan a los grafiti del 68. Las redes sociales sustituyen las viejas pinturas en los paredones, facilitando la difusión instantánea de los mensajes. La repercusión internacional de esos slogans crece junto a un repudio de Trump, que es compartido por toda la comunidad artística de Hollywood. 

La próxima batalla se librará en las “ciudades santuario” que extendieron documentos de protección a los perseguidos. Las autoridades de 300 centros urbanos han declarado que resistirán las exigencias federales de deportación, subrayando “que la inmigración hace grande a América”.

Varios comentaristas trazan comparaciones con el clima que anticipó en los años 60, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Ese recuerdo ha sustituido las analogías de Trump con Reagan por semejanzas más pertinentes con Nixon. Si la resistencia se consolida, los planes del nuevo mandatario afrontarán los mismos límites que paralizaron a ese antecesor.

Trump reabre viejas heridas de la sociedad estadounidense. Confronta con los descendientes de pueblos originarios sioux, que rechazan los oleoductos contaminantes. En el piquete de Standing Rock fue conmemorado el saqueo sufrido por esa comunidad, con apoyos que incluyeron a varios veteranos de guerra. Todos pidieron perdón por el exterminio de los indios y su confinamiento en reservas ( Honty, 2016) .

Este resurgimiento de antiguas grietas es más agudo en la cuestión racial. Trump acoge a los encubiertos simpatizantes del Ku Klux Klan, que heredan el odio de los derrotados plantadores del Sur hacia los afroamericanos. Durante la última centuria, ese sector preservó un enorme poder en los ministerios, tribunales y legislaturas (Pozzi, 2016) y sostuvo el sistema electoral que premia a los estados rurales, conservadores y con menor población (Majfud, 2016).

Trump fue ungido por ese antidemocrático sistema que vulneró la mayoría de sufragios obtenidos por su contrincante. Ahora reabre desde la presidencia las fracturas más dolorosas de la historia estadounidense. Su presencia en la Casa Blanca ha desatado un terremoto político. Luego del impresionante apoyo logrado por Sanders, esa convulsión ha creado un gran auditorio para las propuestas de la izquierda.

LA PULSEADA ESTRATÉGICA CON CHINA

Trump no es un extraviado que improvisa la gestión de la primera potencia. Parte de diagnósticos elaborados por centros de estudios del establishment, que han constatado cómo la globalización neoliberal impulsada por Estados Unidos beneficia a China (Silva Flores, Lara Cortes, 2017).

Resolver esa contradicción es el principal objetivo del acaudalado. Busca ante todo reducir el descomunal déficit comercial con el gigante asiático. Promueve ese balanceo mediante una revisión de los tratados de libre comercio, que no aportan suficientes ganancias a la economía yanqui.

Por eso inauguró su gestión frenando la negociación del convenio transpacífico, que a su juicio otorgaba demasiadas concesiones a los restantes miembros de la asociación.

Esta decisión no implica el repliegue proteccionista de una economía tan enlazada con circuitos internacionales de abastecimiento. Trump intenta reordenar (y no suprimir) los tratados que rigen el comercio mundial, a través del esquema concertado por la OMC a mitad de los 90.

El magnate busca recuperar la hegemonía de Estados Unidos en el intercambio global (Lucita, 2016). No pretende revertir la estructura internacional de transacciones, que actualmente manejan las empresas multinacionales.

Ese tipo de revisión ya fue perpetrada por Estados Unidos, cuando sustituyó el fracaso del ALCA por convenios bilaterales con distintos países latinoamericanos. Ahora prepara una renegociación que preservará todos los ítems que apuntalan a la potencia del Norte.

Trump retomará del caído TTP (y del pendiente TISA) las conveniencias logradas por las firmas estadounidenses en los derechos de propiedad de varias áreas (remedios, cinematografía, informática, correo, aeronáutica, finanzas). Buscará convalidar la supremacía de su país en los servicios y el acceso privilegiado a las compras públicas de otras naciones ( Ghiotto, Heidel 2016).

Pero la negociación con China es más compleja. Trump no sólo exige la apertura del mercado asiático a los bancos y proveedores estadounidenses. También demanda límites a la penetración directa de productos chinos o a su ingreso lateral, a través de plataformas de producción en terceros países. Los automóviles están en mira de ese operativo.

La presión contra el competidor oriental se extiende a la esfera monetaria. Trump no obstruirá la compra de bonos del tesoro -que preserva la preeminencia internacional del dólar- pero tratará de evitar la apreciación de la moneda norteamericana (y las devaluaciones del yuan), que afectan las exportaciones de la primera potencia.

Con ese duro esquema de hostigamiento comercial-monetario, el magnate intentará doblegar a China, sin afectar el predominio de los sectores altamente internacionalizados de la economía estadounidense.

El conflicto estratégico que se avecina con el gigante oriental tiene semejanzas con la pugna mantenida con la Unión Soviética. Los presidentes republicanos se han especializado en confrontaciones de ese tipo. Reagan potenció la guerra fría, Bush lideró invasiones en Medio Oriente y Trump encabeza la pulseada con China.

Pero en el establishment hay muchas dudas sobre ese desafío (Nye, 2017). Los halcones suponen que China es económicamente vulnerable e incapaz de sustituir a Estados Unidos, en el comando del capitalismo globalizado.

Pero el sector que predominaba con Obama teme las consecuencias de ese choque. Promueve la neutralización de China, mediante su incorporación plena (y consiguiente subordinación) a los circuitos globales de las finanzas (poder de voto en el FMI) y la moneda (constitución de un signo mundial con participación del yuan) ( Bond, 2015)..

Trump ya empezó su ofensiva con una llamada telefónica a Taiwán, pero prepara con cuidado la escalada. El gobierno chino respondió con dureza, ofreciendo en Davos nuevos tratados de libre-comercio a todos los socios en disputa. Mientras evita discutir la apertura interna, contraataca con propuestas de globalización potenciada.

China ya puso en marcha su propio convenio en el Pacífico (AGER), afianza el estratégico acuerdo de Shangai con Rusia y logró inéditas aproximaciones con Filipinas, Malasia y varios países del Sudeste Asiático. Frente a semejante resistencia, Trump ensaya la futura confrontación, con provocaciones a un vecino indefenso del hemisferio americano.

EL SENTIDO DE LA AGRESIÓN A MÉXICO

Los furibundos ataques a México son una advertencia a los competidores de mayor porte. Trump ejercita su ofensiva global con la insultante exigencia de construir un muro pagado por las víctimas.

También aquí está en juego la reducción del déficit comercial con el vecino y una renegociación más favorable del convenio comercial (NAFTA). Pero como esos desbalances son inferiores a los vigentes con otros países, es evidente que el gesto de patota hacia México tantea pulseadas de mayor alcance.

Trump supone que Peña Nieto aceptará todas las humillaciones. No olvida que el actual canciller Videgaray lo invitó como candidato a despreciar públicamente a México. Imagina que el establishment de ese país carece de un plan alternativo a la subordinación al Norte y está seguro del acompañamiento de Canadá.

Por eso chantajea con el arancelamiento de importaciones provenientes de una economía, que destina a Estados Unidos el 90% de sus ventas. Complementa esa presión con amenazas de impuestos a las remesas.

El muro es un mensaje de persecución total. Más que la construcción efectiva del paredón -que ya fue concretada en un tercio por las administraciones anteriores- le interesa emitir una señal de agresión sin límite. Sugiere una pesadilla semejante a la padecida por los palestinos en Cisjordania.

La expulsión de mexicanos sintetiza su nuevo plan de gestión reaccionaria de la fuerza de trabajo. Trump pretende reforzar la vieja segmentación de los asalariados que ha caracterizado al capitalismo estadounidense. Esa división facilitó la dominación burguesa. Al principio eran contrapuestos los inmigrantes europeos de distintas nacionalidades y posteriormente se propició la confrontación de los trabajadores blancos con los negros y latinos (Gordon, 1985)..

En las últimas décadas esta fractura fue utilizada por consolidar la reducción de los ingresos populares. El salario mínimo es actualmente inferior en un 25 por ciento al vigente en 1968, a pesar de la duplicación que registró la productividad.

Trump resucita el nacionalismo para recrear la vieja segmentación de los trabajadores en el nuevo escenario neoliberal. Combina chauvinismo con privatizaciones y flexibilización laboral. Utiliza la xenofobia y limita la movilidad de los asalariados para consolidar el poder del capital.

Esa restricción es su principal foco de revisión de los tratados de libre comercio. En ningún momento objeta la continuidad de la acumulación a escala mundial. Postula ampliar el esquema predominante en la relación entre China y Estados Unidos, que excluye la circulación entre los trabajadores de ambos países (Panitch, 2016)..

El Brexit anticipó esta nueva tendencia. Supone renegociar las normas del comercio entre Inglaterra y Europa, pero sobre todo apunta a restaurar las restricciones al ingreso de inmigrantes. También conduce al desconocimiento británico de las leyes laborales y sociales del Viejo Continente. Al que igual que en Estados Unidos, los capitalistas buscan redoblar sus agresiones usufructuando de las divisiones en la clase obrera.

Con la obstrucción de la movilidad de la fuerza de trabajo, Trump y sus colegas ingleses promueven otro modelo de globalización asimétrica. Intentan reemplazar el alicaído cosmopolitismo de la Tercera Vía por un nuevo coctel de neoliberalismo con xenofobia. Este giro se implementa a través de estados nacionales, que persisten como el cimiento insoslayable de la mundialización neoliberal.

Es importante registrar el carácter limitado del cambio propiciado por Trump, frente a la generalizada identificación de su política con el viejo proteccionismo (Algañaraz, 2017) o con el fin de la globalización (Pérez Llana, 2017). Esas caracterizaciones han sido acertadamente objetadas, por los autores que describen las diferencias del curso actual con los modelos clásicos de arancelamiento (Puello Socarrás, 2017). En el giro propuesto hay muchas continuidades con el esquema neoliberal de las últimas décadas (Robinson, 2017)..

Trump forma parte de ese período por su evidente promoción de la ofensiva del capital sobre el trabajo. Plantea revisar las normas de comercio dentro del marco de la mundialización. No auspicia ninguna eliminación de las cadenas globales de valor, que rigen la fabricación internacionalizada de incontables mercancías.

Ni siquiera postula alterar la globalización financiera. Se ha rodeado de la crema de Wall Street y trabaja con los republicanos más hostiles a cualquier regulación del movimiento internacional de los capitales.

LOS RIESGOS DE LA ECONOMÌA

Como Trump debutó abriendo muchos frentes de conflicto, necesitará logros económicos próximos para oxigenar su gestión. En lo inmediato promueve el programa de obras públicas, que muchos sectores demandaron infructuosamente a Obama.

Un magnate que amasó fortunas con desarrollos inmobiliarios sintoniza con todos los negocios de infraestructura. Esa inversión es impostergable en una economía afectada por el vetusto estado de los servicios públicos. Al cabo de tres décadas de contracción en ese segmento de los gastos federales, la antigüedad de esos activos supera los 22 años.

La propuesta de Trump no es tan ambiciosa e involucra erogaciones muy inferiores a las efectivizadas por China en el último decenio. Pero incluso a esa escala hay pocos antecedentes de efectividad en ese tipo de iniciativas. Ninguna economía occidental ha logrado recientemente reactivaciones sustanciales por esa vía. El último fracaso se registró en Japón. El Abe-economics -que anticipó algunos rasgos del Trump-economics- no logró reanimar el aparato productivo (Robert, 2016)..

El proyecto del millonario supone, además, un gran endeudamiento público y el significativo incremento de las tasas de interés. Ese encarecimiento revertiría la baratura crediticia que alivió a la economía estadounidense en los últimos años.

Por el momento los mercados financieros están satisfechos con su nuevo representante en la Casa Blanca. Aprueban la inminente reducción de impuestos a las actividades empresarias y avalan el protagonismo de los banqueros en el gabinete. Pero habrá que ver cómo reaccionan los fondos de inversión con fuertes tenencias de títulos estadounidenses, ante el incremento del déficit fiscal.

Un riesgo semejante introduce la preeminencia del lobby petrolero. Los popes de este sector (Tillerson, Rick Perry, Scott Pruit) no sólo recuperan el dominio que tuvieron durante la gestión de los Bush. Su total negación del cambio climático augura el congelamiento de las tratativas para frenar el calentamiento global y una renovada emisión de gases tóxicos. Al concluir el quinquenio más cálido de la historia reciente se avecina el desmantelamiento de la Agencia de Protección Ambiental (Chomsky, 2016).

Resulta difícil imaginar cómo hará Trump para lograr su prometida recomposición del empleo industrial. Ninguna de sus propuestas revierte la especialización de la economía estadounidense, en servicios o fabricaciones de bienes finales. Esas medidas tampoco contrarrestan los procesos de automatización que desplazan mano de obra. En ningún caso permitirían abaratar el costo de la fuerza de trabajo a una escala comparativa con Asia.

El modelo en marcha supone una mezcla de monetarismo (alza de las tasas de interés) y ofertismo (reducción de impuestos), con ingredientes keynesianos (reactivación con gasto publico). Este último componente suscita elogios de algunos pensadores heterodoxos, que divorcian la política económica de la orientación reaccionaria de Trump (Varoufakis, 2016). La recuperación capitalista que promueve ese proyecto no atenúa su regresividad.

REPLANTEOS INTERNACIONALES

El belicismo de Trump salta a la vista en los asesores del presidente. Incorporó más militares en cargos de seguridad, que cualquier otro gobierno de los últimos 60 años. En su gabinete predominan los mismos partidarios de la unipolaridad armada, que prevalecieron en la gestión de los Bush. Ya dispuso incrementos de sueldos en el ejército y un mayor presupuesto para el Pentágono.

El magnate desmintió todas las expectativas de repliegue interno de la primera potencia. El sheriff del planeta calibra sus cañones y refuta todas esperanzas de aislacionsimo. La valorización de acciones del complejo industrial-militar anticipa su agenda intervencionista..

Esa escalada tiene precedentes en Obama, que recompuso la presencia internacional del Pentágono con incrementos de bases internacionales (de 60 en 2009 a 138 en 2016) y autorizó el lanzamiento de 26.171 bombas (Gandásegui, 2017)..

Estados Unidos es el protector militar del capitalismo global y no tiene en carpeta ningún abandono de ese rol. Las incógnitas giran en torno a los objetivos geopolíticos específicos de esa acción.

Trump intenta una aproximación con Rusia para debilitar a China. Invierte el operativo de Nixon, que en los años 70 buscó socavar a la URSS acordando con el gigante asiático.

Los contratos petroleros suscriptos con Putin por el secretario Tillerson (en representación de Exxon Mobil) prepararon el nuevo curso. Pero en el Departamento de Estado existen serias resistencias a ese rumbo. Por eso se han filtrado tantos secretos de la relación de Trump con Moscú.

La elite rusa aprueba el afianzamiento de las relaciones con Occidente. Deposita sus fortunas en Londres, educa a sus hijos en Harvard, vacaciona en Miami y consuma negocios turbios en Ginebra (Kagarlisky, 2015). Pero como Estados Unidos nunca ofrece algo a cambio de la simple subordinación, todos los acercamientos desembocan en nuevos distanciamientos.

La experiencia Yeltsin quedó atrás y Putin no acepta el sometimiento propiciado por los antecesores de Trump. Rusia estableció numerosos convenios con China y acaba de exhibir ambiciones geoestratégicas en Siria (Katz, 2017).

El ocupante de la Casa Blanca afronta, además, serios conflictos con gobiernos europeos por su aproximación a Putin. Varios líderes del Viejo Continente se niegan a eliminar las sanciones introducidas por Hollande y Obama durante la crisis de Ucrania. Esos desacuerdos agravan el malestar generado por las exigencias estadounidenses de mayor financiamiento europeo de la OTAN. Este disenso se extiende incluso al incondicional socio británico.

El impacto de Trump es especialmente significativo en Inglaterra. Ha reforzado a los partidarios de concretar aceleradamente el Brexit, para actualizar la alianza transoceánica y diversificar acuerdos de libre-comercio con distintas regiones. Pero los oponentes a esa separación demoran las definiciones y auspician un status intermedio con Europa (semejante a Noruega). Otros proponen una larga transición de siete años y todos dependen de una resolución final del Parlamento.

Para contrarrestar la presión de los bancos -que perderían con el Brexit la centralidad de la City en la absorción del capital europeo-el gobierno ofrece ampliar las atribuciones de Londres, como paraíso financiero desregulado. En la dura negociación comercial con Alemania, amenazan con ofrecer mayores subsidios a las empresas para atraer inversiones del Viejo Continente.

Pero todas estas jugadas empalidecen frente a la amenaza de Escocia de convocar a un nuevo plebiscito, para dirimir la separación del Reino Unido si se concreta el abandono de Europa.

El ascenso de Trump también influye en los resultados de los próximos comicios presidenciales en Francia. La extrema derecha espera repetir lo ocurrido en el mundo anglosajón. Pero a diferencia de Estados Unidos no tienen una estrategia a futuro. Proclaman su rechazo a cualquier modalidad de la Unión Europea y al mismo tiempo refuerzan lazos parlamentarios, con los partidos derechistas del Viejo Continente.

En semejante desconcierto no es muy sensato coquetear con la oleada actual elogiando el Brexit o aprobando el proteccionismo (Sapir, 2016). Al igual que en Estados Unidos, el acompañamiento del grueso de la clase obrera a las propuestas reaccionarias, no atenúa la regresividad de esos planteos.

La izquierda debe plantar su propia bandera denunciando por igual a los xenófobos y a los liberales. Es cierto que Trump y Le Pen ascienden por la decepción con Obama y Hollande, pero ese avance expresa una canalización reaccionaria de la frustración precedente.

La misma firmeza debe prevalecer a la hora de juzgar las respuestas conservadoras a Trump. La actitud del gobierno chino es particularmente nefasta, puesto que contrapone las ventajas del libre-comercio a la agresividad estadounidense.

Ese mensaje refuta a quiénes ponderan el modelo internacional de China, como una alternativa progresista al neoliberalismo occidental (Escobar, 2016). En un momento de mutaciones tan drásticas, la izquierda necesita enarbolar sus propias banderas anticapitalistas.

EL TEMBLOR EN AMÉRICA LATINA

En ningún país del mundo la presidencia de Trump desata convulsiones equivalentes a México. El gobierno está totalmente mareado y Peña Nieto sólo pospuso la peregrinación a Washington, cuando su agresor le explicitó la inutilidad del encuentro. Las críticas a esa genuflexión unificaron a todo el arco opositor.

Los insultos del gringo millonario reavivan la memoria de los avasallamientos sufridos por el país, en un contexto de gran reactivación de la lucha social. Las marchas frente al gasolinazo reforzaron la continuada batalla del magisterio y superaron la reacción ante los crímenes de Ayotzinapa (Aguilar Mora, 2017).

La desorientación que exhibe la clase dominante mexicana se extiende al continente. Todos los mandatarios neoliberales esperaban profundizar con Hilary la restauración conservadora, concertando la Alianza librecambista del Pacífico. Frente al nuevo escenario no logran definir alguna política alternativa. Sólo profundizan la parálisis interna del Mercosur, sin concebir concertaciones defensivas.

Hasta ahora predomina la tendencia a buscar acuerdos de libre-comercio sustitutos, no sólo con la Unión Europea. Argentina y Brasil aceitan eventuales negociaciones con China, registrando la activa agenda de viajes del presidente asiático. Ni siquiera evalúan las consecuencias económicas primarizadoras de esas tratativas.

Si la región queda en el medio de una gran batalla comercial entre Estados Unidos y China, los efectos podrían ser demoledores. Aprovechando la ausencia de políticas soberanas en la región, los dos gigantes disputarían con más ferocidad la colocación de mercancías excedentes y el saqueo de los recursos naturales.

Argentina está particularmente embarcada en esa auto-destrucción. Macri emula a su par estadounidense en la intimidación represiva y la xenofobia anti-inmigrante.

Pero Trump despierta simpatías también en el Cono Sur, entre los políticos que elogian su promoción del mercado interno (Terragno, 2017). Algunos declaran con llamativa admiración que “Trump es peronista” (Moreno, 2017). Explicitan de esa forma el componente reaccionario del justicialismo clásico, que emergió en la época de Isabel Perón.

El lugar de la izquierda está en el campo opuesto de solidaridad con los manifestantes callejeros de Estados Unidos. Esa convergencia se nutre de un rechazo compartido al derechista de la Casa Blanca. El antiimperialismo de América Latina empalma con las demandas democráticas de los indignados del Norte.

Trump inaugura un giro de alcance global. El epicentro de la crisis se ubica primera vez en la principal potencia del planeta. De la misma forma que nadie imaginó la implosión de la Unión Soviética o la conversión de China en potencia económica, tampoco hubo previsiones de la monumental mutación en curso.

Las grandes transformaciones irrumpen sin aviso previo, pero sus efectos están a la vista. Trump es la barbarie capitalista y sus provocaciones exigen forjar una respuesta socialista.

RESUMEN

Trump impulsa un proyecto reaccionario que no se clarifica indagando el populismo. Promueve un giro autoritario con sostén para-institucional para favorecer a los capitalistas. La inédita resistencia en las calles reflota tradiciones rebeldes y acota su margen de acción.

En la estratégica pulseada con China pretende renegociar tratados sin retornar al viejo proteccionismo. La agresión a México es una advertencia a los grandes competidores y el maltrato a los inmigrantes anticipa una fase de neoliberalismo xenófobo.

El componente keynesiano de Trump no atenúa su carácter regresivo. El ascenso del magnate potencia el belicismo y enlaza la crisis europea con el devenir estadounidense. El impacto sobre América Latina es mayúsculo.

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Claudio Katz es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222455

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Discusiones sobre la tragedia siria

Claudio Katz – La Haine
En un escenario de ocaso de la primavera árabe y preeminencia del fundamentalismo despunta la perspectiva progresiva de un estado kurdo

El giro de la guerra no atenúa el desastre humanitario. La sublevación democrática inicial fue usurpada por el yihadismo y se transformó en un conflicto entre bandos regresivos.

Las grandes potencias disputan intereses en un conflicto internacionalizado. Más intensa es la batalla por la hegemonía entre cuatro sub-potencias regionales. En la actual combinación de conflictos corresponde priorizar las batallas populares frente a las tensiones geopolíticas.

Es tan equivocado justificar los crímenes del gobierno, como ignorar la confiscación reaccionaria de la revuelta. Los errores provienentes del registro exclusivo de disputas inter-estatales no se superan con neutralismo. Lo ocurrido en Siria es una advertencia para América Latina.

La derrota sufrida por los yihadistas y denominados rebeldes en Alepo anticipa un giro en el desangre de Siria. Si el avance de las tropas del gobierno apoyadas por Rusia e Irán se confirma en las próximas batallas, la contienda podría quedar definida. Este viraje se juega también en Mosul. La coalición de iraquíes, kurdos, turcos que actúa con apoyo aéreo de Estados Unidos y Francia acorraló a los fundamentalistas en su bastión de Irak. Estos desenlaces cambiarían el mapa del conflicto pero no la tragedia que padece la región. Es previsible un desplazamiento de los enfrentamientos hacia otras zonas y la sustitución de choques entre militares por escaladas de terror contra la población civil.

Las alertas ya se multiplican en todas las ciudades de Medio Oriente y Europa. En Alepo se consumaron las mismas masacres que pulverizaron a otras ciudades multiétnicas. En el conflicto se computan más de 250.000 muertes y cuatro millones de refugiados. El nivel de barbarie se verifica en el tráfico de órganos humanos que realizan los contrabandistas entre los sobrevivientes (Armanian, 2016e). Los descendentes del despojo padecido por los palestinos vuelven a padecer el mismo destino de sus antecesores (Ramzy, 2015). Junto a la denuncia de esos crímenes resulta indispensable esclarecer lo ocurrido. REBELIÓN Y USURPACIÓN Hace seis años comenzó en Siria una sublevación con demandas democráticas semejantes a Egipto y Túnez. Ese levantamiento formó parte de las mismas protestas contra regímenes autocráticos que caracterizó a la primavera árabe. El movimiento se popularizó e incluyó la creación de comités para exigir reformas políticas. Pero la represión oficial superó todo lo conocido y desencadenó una guerra civil. En su debut la rebelión despertó enormes simpatías, incentivó la deserción de cuadros militares y dio lugar al surgimiento de zonas liberadas. En términos políticos reunió una coalición de hermanos musulmanes, liberales y sectores progresistas. Pero el carácter sangriento de los enfrentamientos precipitó la militarización del campo opositor. Las organizaciones armadas se afianzaron en un escenario de variable empate.

El primer cambio de la rebelión se consumó con la presencia de los asesores provistos por Estados Unidos. El segundo viraje se concretó con el predominio de milicias yihadistas que no habían participado en la gestación de la sublevación. Como los fundamentalistas islámicos (salafistas) son acérrimos enemigos de los derechos ciudadanos, su dominio de la revuelta sepultó el sentido democratizador del alzamiento, Los yihadistas se impusieron mediante acciones brutales. Varios grupos contaron con la financiación de Qatar y Arabia Saudita (Jaish al-Islam) y otras fracciones actuaron en forma más autónoma (Jabhat al-Nusra). Turquía aportó logística, circulación en las fronteras y contingentes propios (Ahrar as-Sham).

Estas potencias sunitas apostaron a una ocupación extranjera, semejante a la registrada en el Líbano durante los años 80. 1 Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz 2 2 Entre los yihadistas se consolidó el protagonismo del grupo EI (Ejército Islámico, ex ISIS), que intentó establecer los cimientos de un Califato en las zonas conquistadas de Siria e Irak. Al principio Estados Unidos avaló la presencia de estas bandas suponiendo que acelerarían la caída de Assad, sin quitarle el timón de la oposición a los sectores del ELS (Ejército Libre de Siria), manejados por el Pentágono. Pero los fundamentalistas superaron a los grupos pro-occidentales y se apropiaron de su armamento. Tal como ocurrió con los talibanes y Al Qaeda, Estados Unidos perdió el control del campo que esperaba manejar.

En las zonas bajo su dominio, los salafistas impusieron códigos medievales contra las minorías religiosas. Asesinaron cristianos y kurdos, degradaron a las mujeres y quebraron la convivencia entre pueblos y creencias. Esa usurpación transformó un conflicto inspirado en anhelos democráticos, en una batalla entre dos bandos igualmente reaccionarios y crecientemente contrapuestos por pertenencias comunitarias. Como acertadamente señaló un analista, esa degeneración enterró la sublevación inicial (Kur, 2016). El avance militar de los yihadistas quedó detenido el año pasado.

El gobierno de Assad reconquistó territorios con el auxilio de los bombardeos rusos y las acciones de las milicias pro-iraníes (Hezbolah). Contó también con el sostén de las comunidades alawitas, chiitas y cristianas aterrorizadas por el salvajismo de los salafistas. Cuando la guerra privó al país de alimentos y medicinas básicas, ambos bandos reclutaron a los desesperados por sobrevivir bajo alguna protección. Los dos campos cometieron horrendos crímenes documentados por numerosas crónicas periodísticas (Febbro, 2016; R.L, 2016; Al-Haj Saleh, 2016). Esa barbarie compartida confirma la disolución del componente progresivo inicial que tuvo el conflicto. PRIMAVERA, YIHADISMO Y KURDOS El curso de la guerra en Siria sintonizó con tres procesos regionales. En primer lugar, la confiscación de la lucha democrática profundizó el retroceso general de la primavera árabe.

Ese levantamiento ha quedado socavado por represiones dictatoriales y guerras yihadistas (Cockburn, 2016). En medio de atentados y atropellos contra los trabajadores, en Túnez gobierna un ex ministro del viejo régimen de Ben Alí. En Egipto los militares restauraron el brutal sistema precedente, desplazando al gobierno electo de los hermanos musulmanes. Los golpistas emiten condenas a muerte, engrosan las abarrotadas prisiones y torturan a miles de personas. Cuentan, además, con el aval de Estados Unidos y la complicidad de Europa. Su conducta confirma el carácter reaccionario de las cúpulas militares enfrentadas con el islamismo. En Libia se verifica la misma regresión. Gadafi fue tumbado por el operativo que montó la OTAN para dividir al país. Occidente usufructúa de esa partición junto a Qatar y Turquía (que manejan la región de Trípoli) y Arabia Saudita (que se reparte el Torbuk con Egipto). Tal como ocurrió en África durante década anterior, el territorio ha sido reorganizado bajo el control de los señores de la guerra (Zurutuza, 2014).

En Irak continúa la demolición impuesta por un desangre sectario entre sunitas herederos de Sadam y chiitas asociados con Irán. Estados Unidos tolera esa matanza y supervisa la fractura del país, mediante frecuentes cambios de bando. 3 3 También los palestinos sufren las consecuencias de este dramático escenario regional. Israel refuerza la expropiación de Cisjordania extendiendo muros, apropiándose del agua y forzando la emigración. En este desolador contexto zonal se asienta un segundo proceso de gravitación contrarrevolucionaria de los yihadistas. Esos grupos son continuadores del terrorismo talibán, que Estados Unidos fomentó hace varias décadas para expulsar a la Unión Soviética de Afganistán.

Las potencias occidentales han utilizado las milicias salafistas para destruir a los regímenes adversarios. Ese desmoronamiento refuerza la extinción de todos los vestigios de laicismo y modernización cultural. Los fundamentalistas son una fuerza transfronteriza que se alimenta del odio generado por las agresiones imperialistas. Prometen regenerar la sociedad con estrictas normas de autenticidad religiosa, que incluyen alcanzar el paraíso a través de la inmolación suicida (Hanieh, 2016). La atracción que suscita entre jóvenes desengañados no sólo tiene fundamentos místicos. Expresa también el anhelo milenario de alcanzar la unidad árabe por medio de un Califato, asentado en la unanimidad religiosa (Jahanpou, 2014a). Los yihadistas encarnan la versión extrema de la vertiente sunita del islamismo, en histórica rivalidad con los chiitas. Por eso trasladaron a Siria la guerra sectaria que desgarró a Irak. Los asesinatos que perpetraron en Túnez ilustran, además, su pretensión de disolver el sindicalismo y erradicar la militancia. Son destructores de la organización popular, exponentes de la barbarie (Achcar, 2015) o representantes de nuevos fascismos con referentes religiosos (Rousset, 2014). Tal como ocurrió con Bin Laden tienden a desenvolver acciones propias que escapan al control de sus creadores (Petras, 2016). La variante más reciente del yihadismo surgió en las cárceles de Irak entre los oficiales del disuelto ejército de Sadam.

Formaron el EI para resistir la expulsión de los sunitas del estado y para rechazar del acuerdo de gobernabilidad concertado por Estados Unidos con Irán (Rodríguez, 2015). Pero a diferencia de sus precursores de Al Qaeda algunas vertientes han intentado construir un estado. Ocuparon pozos petroleros y se financiaron con la comercialización del crudo. Si ese proyecto territorial fracasa retomarán el uso generalizado del terror. En este terrible escenario se incubó un tercer acontecimiento inesperado y positivo: la consolidación de zonas autónomas bajo el control de los kurdos. Este grupo nacional aglutina a la mayor minoría sin estado de todo el planeta. Diseminados en varios países, sus derechos han sido negados por incontables gobiernos. En su valiente resistencia al yihadismo crearon la posibilidad de un Kurdistán independiente (Feffer, 2015). Si obtienen esa meta conseguirán el objetivo que los palestinos no han logrado alcanzar. Esa perspectiva abre una luz de esperanza en la tragedia de Medio Oriente. Combatiendo al ISI los kurdos ya construyeron un semiestado dentro de Irak.

Han pactado con el gobierno chiita aprovechado el momentáneo aval de Estados Unidos y buscan reconstruir en Irán la efímera república que forjaron en los años 40. En Siria batallaron durante años por su autonomía, pero en el conflicto actual establecieron un acuerdo con Assad para combatir a los yihadistas. Con un armamento muy limitado han logrado significativas victorias. En Kobane demostraron la supremacía del heroísmo y la auto-defensa sobre el terror. Sus milicias integradas con mujeres, guiadas por normas de laicismo e 4 4 impulsadas por proyectos económicos cooperativos son la contracara del oscurantismo yihadista (Kur, 2015). Las victorias de los kurdos permitirían restaurar la convivencia entre árabes, armenios, turcomanos y asirios. Introducen un contrapeso progresista al ocaso de la primavera y a la reacción salafista. EPICENTRO DE CONFLICTOS GLOBALES La guerra actual difiere en el plano geopolítico de lo ocurrido en Libia. Allí prevaleció la unanimidad imperialista, Rusia jugó un papel secundario, Irán no fue determinante y las sub-potencias que financiaron a la oposición se repartieron amigablemente el petróleo. Por el contrario en Siria se han concentrado múltiples conflictos internacionales. Estados Unidos intentó aprovechar la rebelión democrática inicial para deshacerse de Assad.

El cuestionado presidente no conserva ningún gramo del viejo antiimperialismo, pero actúa con un imprevisible pragmatismo. Aunque participó en la invasión yanqui a Irak, preserva una autonomía inadmisible para el Departamento de Estado. Por eso Obama intentó tres fracasadas políticas para derrocarlo. Primero tanteó la instauración de una zona área de exclusión y amenazó con bombardeos directos. Pero no logró la cobertura de las Naciones Unidas, ni el sostén requerido para montar el control internacional de los arsenales químicos. Posteriormente propició la división del país en cantones, en el escenario de caos que potenciaron los grupos del ELS manejados por la CIA. Como Assad se negó a exilarse y el yihadismo copó el bando rebelde, Washington optó por una negociación con Rusia para neutralizar a los fundamentalistas. Decidió tolerar al régimen, en el marco de las nuevas tratativas para logar el desarme nuclear de Irán (Armanian, 2016c). Pero estas vacilaciones paralizaron a Obama y empujaron a los republicanos a exigir la continuidad de la campaña militar. Incluso Hilary propuso el endurecimiento y la intervención del Pentágono. La caída de Alepo implicó finalmente una derrota de Estados Unidos, que revierte sus avances en Libia y consolida sus retrocesos en Irak. Nadie sabe qué hará Trump, pero ya anticipó un mayor apoyo a Israel que conduciría a retomar el hostigamiento de Assad. Avalará en la ONU el colonialismo sionista y amenaza con trasladar la embajada yanqui a Jerusalem. Los tres principales funcionarios militares del nuevo presidente (Flynn, Pompeo y Mattis) son partidarios de romper el acuerdo nuclear con Irán.

Pero reactivar el conflicto con Siria choca con la tregua sugerida a Rusia para confrontar con China. Renovar la presión militar sobre Damasco no es compatible con los acuerdos propuestos a Putin, para compatibilizar los gasoductos proyectados por Rusia (South Stream) y Estados Unidos (Nabucco). Es también difícil priorizar esos convenios hostilizando al mismo tiempo a Irán (Ramonet, 2017). Hasta ahora Europa ha seguido las políticas más duras que impulsó Estados Unidos en Siria. Especialmente Francia incentivó el derrocamiento de Assad, facilitando la circulación de los yihadistas y la financiación de su armamento. Hollande busca ahora mayor protagonismo en la captura de Mosul. Esta conducta fue reforzada con la utilización reaccionaria de los atentados padecidos por la población gala. No sólo volvió a imperar un doble rasero, para subrayar que la vida de un francés vale más que su equivalente del Tercer Mundo. La marcha oficial frente a lo ocurrido en Charlie Hebdo fue precedida por la prohibición de manifestaciones palestinas e incluyó la presencia de Netanyahu, como una explícita provocación al mundo árabe. 5 5 También los refugiados son manipulados para justificar operaciones bélicas de “protección humanitaria”. Mientras cierra las fronteras y convalida los naufragios en el Mediterráneo, Hollande multiplica el envío de tropas que potencian el éxodo de la población civil (Alba Rico, 2015). Ese belicismo se explica por los negocios franceses con Arabia Saudita o Qatar y por los intereses coloniales que el yihadismo amenaza en África. Pero un ala del establishment (Fillon) ya propicia replanteos. Francia padece al mismo Frankestein que afecta a Estados Unidos desde el atentado de las Torres Gemelas. La creciente participación de ciudadanos franceses de origen árabe en el yihadismo agrava el problema. La atracción del fundamentalismo entre los jóvenes desposeídos aumenta con la criminalización de los musulmanes y la expansión del fascismo islamofóbico.

En Siria se dirimen también las tensiones de Occidente con Rusia. En los últimos años la OTAN desplegó misiles en Europa Oriental, creó repúblicas fantasmales (Kosovo), propició incendios fronterizos (Georgia) e indujo golpes de estado entre los aliados estratégicos de su contrincante (Ucrania). Pero la pasividad de la era Yeltsin quedó atrás y Putin encabeza una reacción defensiva en la esfera geopolítica (recaptura de Crimea) y económica (expropiación del magnate pro-Exxon Jodorkovski). La presencia rusa en Siria apuntala ese contrapeso. Putin subió la apuesta luego del ataque del ISI a un avión ruso en Sinaí. Está empeñado en prevenir el resurgimiento de las milicias islamistas en su radio de Chechenia. Acordó con Obama el bombardeo a los grupos yihadistas y luego aprovechó el desconcierto de Estados Unidos para socorrer al acosado Assad. Rusia apuntala en Siria sus propios intereses militares (una base naval y otra aérea) y económicos (gasoductos). Se encuentra en una situación muy distinta a la padecida cuando perdió Afganistán o se desplomó la URSS. Pero compensar la fragilidad económica interna con expansión militar puede desembocar en el desastre que demolió al imperio zarista. El momento de gloria que vive Putin disimula las limitaciones de su maquinaria bélica y el dudoso sostén interno a operaciones de mayor envergadura (Poch, 2017). La internacionalización del conflicto sirio condujo incluso a China a atenuar su estrategia general de prescindencia.

A diferencia de lo ocurrido en Libia, ahora participa en las negociaciones sobre el futuro del país. Teme la expansión del yihadismo en sus fronteras y necesita asegurar el abastecimiento de petróleo. La estabilidad de Medio Oriente es vital para su proyecto de forjar un gigantesco emprendimiento comercial, emparentado con la vieja ruta de la seda. DISPUTAS REGIONALES Los conflictos entre las sub-potencias de la región han influido más que las tensiones globales en el desgarro de Siria. Israel interviene en sintonía general con Estados Unidos. Pero hace valer intereses colonialistas que rompen el equilibrio de la primera potencia con sus socios del capitalismo árabe. Netanyahu aprovechará el ascenso de Trump para intentar la captura completa de Cisjordania liquidando la farsa de los dos estados (Pappé, 2016). Con ese objetivo incentivó la demolición de Siria a través de bombardeos y socorros de la retaguardia yihadista. Esperaba destruir a un adversario que alberga palestinos y oxigena a Irán. El gobierno israelí no acepta perder el monopolio atómico regional frente a las instalaciones construidas por los Ayatollahs. Despotricó contra el acuerdo nuclear que 6 6 suscribió Obama y se dispone a dinamitar ese convenio, para revertir el resultado adverso de la guerra en Siria. Arabia Saudita es un segundo protagonista que encabezó el sostén a los yihadistas para tumbar a Assad. Su régimen criminal-monárquico es la principal referencia de los fundamentalistas. El nuevo rey Salman inauguró por ejemplo su mandato con un récord de 153 ejecutados (Gómez, 2016). Los sauditas disputan hegemonía con Irán recurriendo a fundamentos del Corán. Retoman la antigua contraposición entre sunitas y chiitas, que se cobró más de un millón de muertos en la guerra entre Irak e Irán (Jahanpour, 2014b). Los monarcas saudíes no toleran la preeminencia lograda por sus adversarios en el régimen que sucedió a Sadam Hussein. Exigen, además, el sometimiento de todos los pobladores chiitas de la península arábiga, que encabezaron protestas durante la primavera árabe (Luppino, 2016).

En el estratégico enclave de Yemen los jeques comandan una atroz escalada de masacres, que ha creado una tragedia de desabastecimiento de agua y alimentos (Cockburn, 2017). Cuentan con la colaboración aérea de Inglaterra y la complicidad logística de Francia (Mundy, 2015). Mantienen, además, una estrecha asociación de compra de armamento y sostén del dólar con Estados Unidos (Engelhardt, 2016). Pero con el manejo de una colosal renta del crudo han construido un poder propio, que genera múltiples conflictos con Washington. En los últimos años Estados Unidos incrementó su abastecimiento interno de combustible, redujo la dependencia de sus proveedores y utilizó el petróleo barato como instrumento de presión sobre Rusia e Irán, afectando también a sus socios sauditas. Probablemente los monarcas avalaron la caída del precio para afectar la rentabilidad de la producción norteamericana (extracción con shale) y recuperar predominio. Pero también priorizaron la convergencia con Estados Unidos para disciplinar a la OPEP y debilitar a Teherán. Con Trump se avecinan nuevos acercamientos (guerra del Yemen) y distanciamientos (más negocios con Europa que con América). Más conflictivo es el destino futuro de los yihadistas. Al igual que en Pakistán, nunca se sabe cuánto protegen los monarcas sauditas a los grupos terroristas que desestabilizan a Occidente (Petras, 2017). Por esa razón más de un estratega del Departamento de Estado evalúa la conveniencia de promover una balcanización de Arabia Saudita. Exploran la posibilidad de transformar a ese país en una colección de impotentes mini-estados, semejantes a Qatar o Barheim (Armanian, 2016b).

El tercer actor regional -Irán- disputaba en la época del Sha poder regional con los Sauditas, dentro de un mismo alineamiento pro-norteamericano. Pero desde hace décadas el régimen teocrático choca con Estados Unidos. Apuntala especialmente el régimen de Assad para reforzar su preeminencia en Irak y contrarrestar el acoso saudita en Yemen. Participa en Siria no sólo con armas y asesores, sino con cierto despliegue de fuerzas regulares. Además, recluta chiitas en el mundo árabe con la misma intensidad que sus adversarios sunitas (Behrouz, 2017). Los Ayatollah le permitieron a Rusia incursionar desde su territorio contra el ISI, pero mantienen abiertas las negociaciones nucleares iniciadas con Obama. Al cabo de varias décadas de aislamiento económico el régimen acepta un desarme parcial, a cambio de inversiones occidentales. Tramita un lugar protagónico en los gasoductos que diseñan las compañías petroleras (Armanian, 2016d). Los socios privilegiados del capitalismo iraní se definirán en la intensa batalla interna que libra el ala pro-occidental de Rohani, con la vertiente tradicionalista de 7 7 Jameini. Todos buscan desactivar un descontento reformista que amenaza la supremacía de los teólogos y militares en el manejo del gobierno. Finalmente la cuarta potencia regional -Turquía- pertenece a la OTAN y alberga una base militar con ojivas nucleares apuntando a Rusia. Pero los herederos del imperio otomano también operan como una sub-potencia con vuelo propio.

Especialmente el gobierno islámico-sunita conservador de Erdogan intentó un liderazgo de la zona, en estrecha alianza con la hermandad musulmana de Egipto. Pero luego del derrocamiento de ese sector consumó un cambio de frente, buscando primacía en la ofensiva contra Assad. Motorizó la acción de los yihadistas en Siria e incluso derribó un avión ruso para forzar la intervención directa del Pentágono. Con el mismo propósito potenció la crisis de los refugiados en Europa (Armanian, 2015). Pero el peligro de gestación de un estado kurdo precipitó otro viraje espectacular de Erdogan. Turquía se forjó como país en la negación de los derechos de esa minoría y su gobierno complementa el viejo exclusivismo nacional (una sola lengua, raza e idioma) con el sostén religioso de las mezquitas (Gutiérrez, 2016). Erdogan se sumó al bloque de rusos e iraníes para bloquear la expansión de los kurdos en sus fronteras. Rompió la tregua con los encarcelados líderes de esa minoría en Turquía y apuesta a negociar con Assad la obstrucción total de los anhelos kurdos (Lorusso, 2015). El presidente cambió de bando para confrontar internamente con los pacifistas, laicos y progresistas que avalan las demandas (o las negociaciones) con los kurdos. Propicia un giro totalitario que inició desarticulando el improvisado golpe de estado reciente. Quizás montó un auto-golpe para justificar las persecuciones (Cornejo, 2016) o afronta conspiraciones pro-norteamericanas de los descontentos con su aproximación a Rusia (Armanian 2016a). En cualquier caso, Turquía es un polvorín sacudido por choques en la cúpula militar. Erdogan sostiene a la fracción islamista que promueve un proyecto hegemónico neo-otomano (rabiismo) frente a sectores más atlantistas (kemalismo), en un marco de fracasado ingreso a la Unión Europea (Savran, 2016). En la guerra de Siria se dirime la supremacía de un grupo sobre otro.

CARACTERIZACIONES Y POSICIONAMIENTOS La complejidad de la guerra en Siria obedece a una intrincada combinación de conflictos. La rebelión popular inicial se entremezcló con las tensiones entre potencias regionales y globales (Cinatti, 2016). Ese tipo de mixturas en un mismo escenario bélico ha sido frecuente en la historia. La Segunda Guerra Mundial sintetizaba, por ejemplo, choques interimperialistas (Estados Unidos-Japón, Alemania-Inglaterra), con resistencias democráticas al fascismo y defensas de la URSS ante la restauración capitalista. Estos dos últimos componentes determinaron el alineamiento de la izquierda en el campo de los aliados (Mandel, 1991). Para tomar partido en conflagraciones de este tipo, resulta necesario caracterizar cuál es el campo que contiene demandas legítimas o facilita triunfos populares. Es vital priorizar la lucha por abajo, para distinguir a las fuerzas más progresivas de cada escenario.

Los conflictos geopolíticos nunca son indiferentes a la acción popular, pero están subordinados al curso de esas batallas. Lenin propició esta estrategia socialista que jerarquiza los combates populares y toma en cuenta las tensiones por arriba. Superó el error de considerar tan sólo la 8 8 confrontación con el enemigo principal o sostener ciegamente cualquier rebelión, omitiendo su función en el escenario global. En el caso actual de Siria han prevalecido momentos de prioridad de la lucha democrática (levantamiento inicial contra Assad), derrota de los criminales reaccionarios (yihadismo) o sostén de los movimientos más avanzados (kurdos). En todos los casos se han verificado situaciones controvertidas. En el debut de la primavera árabe las movilizaciones democráticas eran tan válidas en Túnez como en Siria. Pero esta última rebelión perdió legitimidad cuando fue usurpada por el oscurantismo. En el caso de los kurdos, la enorme progresividad de su lucha no queda anulada por la protección coyuntural que obtienen de Estados Unidos. Por la misma razón persiste la validez de la causa palestina, a pesar de la financiación que brinda Qatar al Hamas e Irán al Hezbolah. La imperiosa necesidad de frenar la barbarie yihadista condujo también a intensos debates en Mali, frente al arribo de tropas colonialistas francesas (Amin, 2013; Drweski, Page 2013). . No es sencillo definir en Medio Oriente cómo se apuntala la lucha popular, en medio de las tensiones geopolíticas que inciden en esa batalla.

Conceptualizar a los principales protagonistas de esas disputas contribuye a esas definiciones. Estados Unidos comanda un bloque imperialista que ha destruido al mundo árabe con bombardeos, drones y asesinatos selectivos. Permanece en Afganistán amparando aventureros -que se financian con el cultivo de estupefacientes- y en la descalabrada sociedad iraquí, sostiene a los clanes más corruptos. Washington redefine actualmente sus estrategias, sin perder el lugar preeminente que ocupa en la reproducción del orden capitalista global. Auto-limita su poder de intervención recurriendo a manejos indirectos (“soft power”) y una gestión imperial colectiva, que en Medio Oriente opera a través de un apéndice directo (Israel). Las potencias regionales desenvuelven políticas sub-imperiales, guiadas por una cambiante relación de subordinación, autonomía y conflicto con el imperialismo central. Definen todas sus acciones en función de esos objetivos de supremacía zonal. Las variedades tradicionales (Turquía), nuevas (Sauditas) y en recomposición (Irán) de ese perfil se han verificado en la contienda de Siria. La intervención de esos países clarifica el sentido actual del sub-imperialismo, que fue conceptualizado en los años 70 con otros propósitos. Finalmente el papel de Rusia debe ser evaluado en otro plano. No es un adversario ocasional, sino un rival estratégico de Estados Unidos. El Pentágono confronta desde hace mucho y en forma permanente con ese país. Rusia no es la URSS. Se ha consolidado como una economía capitalista integrada a la mundialización neoliberal y actúa en Siria en función de los intereses de las clases dominantes y la burocracia del Kremlin. Es una potencia con tradiciones imperiales que no opera a esa escala, sino en un nivel más precario. Por esa razón se perfila como un imperio en formación, que igualmente afecta la primacía de Occidente en Medio Oriente.

Esa intervención puede cambiar la relación internacional de fuerzas, pero no constituye por sí misma una acción progresiva o favorable a los pueblos2 . 2 En un próximo trabajo expondremos nuestra interpretación del significado teórico de las nociones sub-imperialismo e imperialismo en formación. 9 9 GOBIERNO Y OPOSITORES Los debates sobre Siria oponen en la izquierda a los defensores del gobierno y del bando opositor. La tesis favorable al régimen no ignora su carácter represivo, pero subraya su impronta laica, progresista y multiétnica. Destaca la necesidad de asegurar la integridad territorial de ese estado, frente a la disgregación sufrida por Libia e Irak. También describe cómo las conspiraciones imperiales intentan socavar a un gobierno heredero del proyecto panárabe (Fuser, 2016). Pero Assad no cometió excesos ocasionales. Encabeza un régimen atroz que reprimió en forma sanguinaria a los manifestantes. Los disparos a mansalva, bombardeos de aldeas y asesinatos de familias continuaron los crímenes de 1982 en la localidad de Homs. El gobierno actual no guarda ningún parentesco con la constitución inicial de un estado aglutinante de todas las comunidades. Desde hace años aplica ajustes del FMI y apuntala la corrupción de camarillas que se enriquecieron con la gestión neoliberal. La involución del Baath sirio se asemeja a la trayectoria seguida por Sadam Hussein o Gadafi. Todos debutaron con proyectos reformistas y concluyeron gobernando para clanes mafiosos.

La virulencia represiva de Assad reproduce también lo ocurrido en la década pasada en Argelia, cuando el gobierno desconoció un triunfo electoral islamista, precipitando matanzas de ambos bandos. Con los mismos pretextos de contener al fundamentalismo, el dictador egipcio Sisi descarga una virulenta represión contra la oposición. Los reclamos democráticos de la población siria siempre tuvieron la misma legitimidad que las exigencias de otros pueblos. Esas demandas han sido enarboladas contra tiranos prohijados o enemistados con Estados Unidos. Al razonar con criterios puramente geopolíticos desconociendo estos hechos, no sólo se ignoran las aspiraciones populares. Se cierra los ojos ante masacres que ningún progresista puede avalar. Esa actitud condujo durante décadas a dañar la causa del socialismo ignorando los crímenes de Stalin. La tesis opuesta y favorable a la rebelión se ubicó al principio en la trinchera correcta, pero desconoció la degeneración ulterior de la revuelta. Algunos niegan esa involución afirmando que el levantamiento democrático se profundizó y radicalizó. Reivindican a los rebeldes y objetan la gravitación asignada a la CIA o al yihadismo (García; Dutra, 2016). Pero los crímenes cometidos en el bando opositor desmienten esa evaluación. No tiene sentido hablar de una “revolución siria” luego de la confiscación perpetrada por lo salafistas. Esa expropiación sepultó el carácter progresista que al principio tuvo el segmento rebelde.

El grueso de los insurgentes no pertenece a genuinos grupos de resistentes obligados a pactar con el diablo. Están muy lejos de los irlandeses del IRA (que aceptaban armas del Kaiser) o de los maquis franceses (que recibían pertrechos de los norteamericanos). Al igual que los kosovares de Europa Oriental, primero quedaron bajo el radar de la OTAN y luego repitieron el devenir reaccionario de los talibanes. El antecedente libio es muy esclarecedor de los errores cometidos por algunos pensadores de la izquierda, que idealizaron a los rebeldes monitoreados por el Pentágono. No sólo fue desacertado reclamar armas para ese sector, sino también aprobar la “zona aérea de exclusión” que establecieron las potencias occidentales. La caída de Gadafi no fue un “triunfo popular” sino un logro de las fuerzas reaccionarias. 10 10 Estas experiencias constituyen una advertencia para la acción actual de los kurdos, que cuenta con el visto bueno de Estados Unidos. Existen cuestionados liderazgos asociados con Israel, en un contexto controvertida evolución de los dirigentes apresados en Turquía (De Jong, 2015). Conviene recordar que la heroica lucha de los kurdos siempre estuvo signada por dramáticas manipulaciones y traiciones (Fisk, 2015).

Pero hasta ahora ninguno de esos peligros anuló la progresividad de la resistencia kurda. Esa lucha se diferencia del trágico curso seguido por la rebelión siria. Cuando un conflicto se desliza hacia la encerrona que padeció el combate contra Assad, lo más positivo es frenar el desangre. Ese sacrificio destruye la capacidad de acción de los pueblos. Muchos años de confrontación entre bandos regresivos agotó por ejemplo a la población del Líbano y Argelia, que ya no tuvo disposición para participar en la primavera árabe. La actual demolición sectaria de Irak constituye otro desastre del mismo tipo. Las iniciativas para alcanzar el fin de las hostilidades aportan las mejores propuestas de resolución progresista del conflicto sirio. Muchas personalidades y movimientos han trabajado en esta dirección. Denunciaron la intervención del imperialismo y promovieron negociaciones bajo la égida de las organizaciones populares (Katz, 2013). El mismo planteo exponen en la actualidad distintos pensadores y corrientes políticas (Domènech, 2016). CAMPISMO Y NEUTRALIDAD El segundo debate en la izquierda gira en torno a la valoración de los conflictos geopolíticos que condicionan la guerra en Siria. Una tesis destaca que existen dos campos en disputa: el imperialismo occidental liderado por Estados Unidos y el alineamiento de Rusia con Irán y Turquía. Estima que el triunfo de Assad favorece la multipolaridad que encarna esta última alianza (Fuser, 2016).

Otros realzan especialmente el rol de Rusia en la gestación de esa alternativa (Zamora, 2016). Pero esta visión juzga lo ocurrido en Siria en función del tablero mundial, olvidando la rebelión democrática que detonó los conflictos en ese plano. Observa sólo la intervención de las potencias y desconoce la acción popular. Por eso evalúa al gobierno sirio como si fuera un simple peón del ajedrez global. Omite los crímenes de Assad suponiendo que son datos secundarios de una gran partida internacional. Con la mirada puesta en las tensiones inter-estatales ese abordaje sugiere que la primavera árabe no existió. A lo sumo considera su impacto sobre Egipto o Túnez, sin incluir a Siria en ese proceso. Las revueltas populares son también percibidas como manipulaciones de las embajadas estadounidenses, mediante frecuentes comparaciones con las “revoluciones de terciopelo” de Europa Oriental. Pero esa analogía sólo registra la afinidad de la clase media liberal árabe con los valores norteamericanos, omitiendo que las protestas no irrumpieron en ningún país emulando a Occidente. Al contrario, estuvieron motivadas por el rechazo a las tiranías serviles de Estados Unidos (Mubarak, Ben Alí). En la mayoría de los casos predominó la misma hostilidad hacia el imperialismo que se observa en América Latina.

Es un gran error suponer que las transformaciones progresistas surgirán de una pulseada global entre potencias. Esos avances sólo pueden gestarse al calor de una acción popular, que debería ser el foco de atención de todos los pensadores de izquierda. Mirando sólo las tensiones en la cúspide resulta imposible definir cuáles son las fuerzas progresivas en Medio Oriente. Los kurdos, por ejemplo, han sido últimamente protegidos por Estados Unidos y hostilizados (o a lo sumo tolerados) por el bando opuesto que integra Turquía. 11 11 Si se prioriza la gravitación del universo geopolítico correspondería denunciar (en lugar de apuntalar) las acciones de esa minoría. Es lo que sugieren algunos “campistas” extremos, en su descripción de los kurdos como agentes del imperialismo (Gartzia, 2016). El desacierto general de ese enfoque proviene de suponer que el enemigo de mi enemigo se ha convertido en un buen aliado.

Olvida que los yihadistas enfrentados con Washington no son mejores que el imperio. La simplificación en torno a dos campos recrea el viejo modelo de muchos partidos comunistas de posguerra, que evaluaban cualquier acontecimiento en función del choque entre áreas socialistas y capitalistas. En cualquier caso Rusia ya no es la URSS y carece de sentido justificar al régimen de Assad por el sostén que recibe de Putin. Ese apoyo obedece, además, a cálculos geopolíticos variables. De la misma forma que Siria acompañó a Estados Unidos en la guerra contra Irak, Rusia mantiene acuerdos de cooperación militar con Israel, especialmente en el manejo de los drones. El viejo ultimátum de “ubicarse en uno de los dos campos” desprestigia a la izquierda. La realpolitik obstruyó en el pasado el proyecto socialista, con avales a la invasión rusa de Checoslovaquia, que impidieron apuntalar la renovación anticapitalista. El neoliberalismo se nutrió de esas frustraciones. El planteo opuesto al “campismo” realza la existencia de dos bandos geopolíticos igualmente regresivos en el conflicto actual. Remarca que el eje de Siria, Rusia e Irán es tan nefasto como el alineamiento de Estados Unidos, Francia y Arabia Sauditas (Alba Rico, 2016). Este enfoque considera que el escenario actual se asemeja a las guerras inter-imperialistas de principio del siglo XX y convoca a desenvolver la oposición a ambos polos. Esta visión defiende acertadamente el derecho de los pueblos a rebelarse contra los gobiernos represivos. También denuncia el mar de sangre generado por los dos contendientes de Siria y aprueba las iniciativas de paz para contener esa destrucción. Pero es problemático adoptar estas posiciones con preceptos neutralistas, olvidando la relevancia de las confrontaciones geopolíticas para las batallas populares. El resultado de esos conflictos no es indiferente a los combates antiimperialistas de los movimientos sociales y las naciones oprimidas. En muchos casos la izquierda debe tomar partido frente a choques militares entre personajes abominables.

Numerosos experiencias ilustran ese tipo de obligadas definiciones. No sólo la derrota de Hitler era positiva a manos del Stalin. También Thatcher era el enemigo principal en Malvinas frente a la dictadura de Galtieri y Bush era el adversario vencer ante el tirano Sadam. En situaciones complejas hay que registrar cuáles son los intersticios de intervención para los proyectos populares. ADVERTENCIAS PARA AMÉRICA LATINA La sangría de Medio Oriente constituye una gran alerta para otras regiones. Ilustra la devastación que genera la acción imperial y los enfrentamientos entre pueblos. Afortunadamente América Latina no atravesó esa demolición y mantiene significativas diferencias con el mundo árabe. El cambio de relaciones de fuerzas -que introdujo el denominado ciclo progresista de la última década -impidió a Estados Unidos perpetrar sus tradicionales intervenciones en la región. La situación de los movimientos populares también difiere sustancialmente de Medio Oriente. El baño de sangre y la desmoralización política -que sucedió a la 12 12 derrotas de la primavera árabe- dista mucho del resistido y acotado retroceso político, que genera la restauración conservadora en Latinoamérica.

Pero lo sucedido en Irak, Túnez, Egipto, Libia o Siria es una gran advertencia ante la peligrosa presencia estadounidense en Colombia. Ya hay siete bases militares conectadas con la cuarta flota, que operan en estrecha asociación con un ejército de envergadura. Colombia prepara además un ingreso a la OTAN, que conducirá a envíos de tropas a las zonas en conflicto. Quiénes luego lamentan la incorporación de Latinoamérica al radio de las represalias terroristas, suelen olvidar que el origen de esa desgracia se encuentra en la sumisión al Pentágono. El sometimiento de Argentina a las aventuras estadounidenses en Medio Oriente condujo a dos graves atentados (AMIA y Embajada). Pero como Macri está embarcado en repetir esa subordinación hay que atenerse a las consecuencias. Ha reabierto la absurda causa judicial sobre el Memorándum, suscripto por el gobierno anterior con Irán, para hacer buena letra con Trump y Netanyahu. Si esa dupla concreta el endurecimiento con los Ayatolah, tendrá a su disposición un pretexto de agresión fabricado en Argentina. La alocada idea que el fiscal Nisman fue asesinado por orden de Teherán con la complicidad de Cristina Kirchner ya fue sugerida por cúpula sionista. No es la primera vez que Israel utiliza a la Argentina para sus operaciones contra Irán. Seguramente aprovechará la disposición de Macri a sumarse a cualquier operativo.

El líder del PRO ya abrió los archivos a la CIA, compra armamento a Tel Aviv entrena gendarmes en el estado de Georgia. También su colega brasileño -Temer- busca oxígeno con mayor sometimiento a Estados Unidos En este marco la derecha venezolana utiliza argumentos de Medio Oriente para conspirar contra Maduro. Afirma que alineó a Venezuela en un “eje del mal” comandado por Rusia e Irán. Con ese disparate motoriza provocaciones golpistas, que incluyen llamados a la intervención extranjera con pretextos de crisis humanitaria. No sólo pretenden repetir el golpe institucional perpetrado en Honduras, Paraguay o Brasil. Preparan acciones de mayor porte con exigencias de sanciones y aplicación de la Carta Democrática de la OEA. Los aviones espías del Pentágono acompañan la conspiración penetrando el espacio aéreo venezolano. Frente a este acoso el gobierno bolivariano ha reforzado sus vínculos con el régimen sirio. Esa alianza es comprensible pero no justificable. Los acuerdos militares y las convergencias diplomáticas pueden concretarse, sin emitir opiniones sobre los gobiernos involucrados. Los movimientos sociales, partidos políticos e intelectuales de izquierda tienen la palabra. Deben comprometerse con la verdad, siguiendo principios de rechazo de la intervención imperialista, oposición a los dictadores y solidaridad con los pueblos sublevados. Estos criterios ofrecen una brújula frente a la tragedia de Siria. 18-1-2017 RESUMEN El giro de la guerra no atenúa el desastre humanitario.

La sublevación democrática inicial fue usurpada por el yihadismo y se transformó en un conflicto entre bandos regresivos. En un escenario de ocaso de la primavera árabe y preeminencia del fundamentalismo despunta la perspectiva progresiva de un estado kurdo. 13 13 Las grandes potencias disputan intereses en un conflicto internacionalizado. Más intensa es la batalla por la hegemonía entre cuatro sub-potencias regionales. En la actual combinación de conflictos corresponde priorizar las batallas populares frente a las tensiones geopolíticas. Es tan equivocado justificar los crímenes del gobierno, como ignorar la confiscación reaccionaria de la revuelta. Los errores provienentes del registro exclusivo de disputas inter-estatales no se superan con neutralismo. Lo ocurrido en Siria es una advertencia para América Latina.

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Texto completo en: http://www.lahaine.org/discusiones-sobre-la-tragedia-siria

descargar en pdf: http://katz.lahaine.org/b2-img/DISCUSIONESSOBRELATRAGEDIASIRIA.pdf

 

Fuente:http://www.lahaine.org/mundo.php/discusiones-sobre-la-tragedia-siria

Imagen: estaticos.elperiodico.com/resources/jpg/5/4/refug-1446215879745.jpg

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El giro de Trump hacia lo desconocido

Por: Claudio Katz

El triunfo de Trump ilustra cómo la derecha capitaliza actualmente el descontento popular generado por la mundialización neoliberal. Esa victoria profundiza las tendencias emergieron con el Brexit y el crecimiento de partidos reaccionarios de Europa.

La localización protagónica de este proceso en la primera potencia es un acontecimiento mayúsculo. Estados Unidos es el epicentro de la globalización capitalista y sus procesos internos impactan sobre todo el planeta.

Las causas del ascenso de un personaje tan nefasto están a la vista. Trump encarna el fastidio con la degradación social que padece la principal economía del mundo. Pero más complejo es dilucidar el significado de la convergencia entre los votantes conservadores habituales y la masa de trabajadores blancos empobrecidos.

Las clasificaciones de Trump como outsider, populista o fascista abren mayores interrogantes. ¿Intentará concretar su proclamado giro hacia el proteccionismo? ¿Modificará las alianzas internacionales para consumar un repliegue hacia el aislacionismo? ¿Precipitará un viraje general hacia la desglobalización?

DECEPCIÓN Y HARTAZGO

En un país con bajísimo nivel de concurrencia a los comicios, Trump logró convocar a todos sus sufragantes. Por el contrario potenció la deserción de los votantes del partido demócrata y afianzó el abandono que ya sufrió Obama en todas las elecciones de medio término. Se impuso el voto castigo contra una gestión que defraudó a sus adherentes.

Los primeros decepcionados fueron los afroamericanos, que bajo el gobierno del primer presidente negro afrontaron mayores padecimientos. La desigualdad socio-racial aumentó y los asesinatos policiales destruyeron familias a un ritmo vertiginoso.

Las cárceles retratan este hostigamiento racial. Casi el 40% de los apresados son afroamericanos. Uno de cada seis integrantes de esa comunidad ha estado en prisión desde el 2001. Un sistema medieval racista de encarcelamiento que rige en el país continuó penalizando a los pobres y a las minorías.

Obama defraudó, en segundo lugar, a la comunidad latina. No implementó la ansiada reforma migratoria y deportó a 2 millones de indocumentados. Además, mantuvo en pie el alambrado que se construye en la frontera con México desde 2006. Trump exige completar y perfeccionar ese muro.

También fueron decepcionados los que esperaban una recuperación de las libertades democráticas. Se mantuvieron las leyes de persecución y espionaje interno instauradas por Bush. Con el pretexto de “luchar contra el terrorismo” fueron reforzados todos los mecanismos del Estado policial.

Los presos políticos emblemáticos de la lucha afroamericana (Mumia), portorriqueña (Oscar López Rivera) e indígena (Pleiter) siguieron en la sombra. Guantánamo no fue cerrada y se redobló la persecución del FBI contra el periodismo crítico.

Pero el sector más desengañado con Obama fueron los asalariados, que continuaron soportando un deterioro mayúsculo de su nivel de vida. La contraparte de esa degradación fue la convalidación del socorro otorgado a los bancos.

También la deslocalización de empresas continuó destruyendo el viejo tejido industrial. Desde 1994 emigraron quince fábricas por día sepultando 6 millones de puestos de trabajo. Las compañías que pagaban en Michigan 20 dólares por hora, desembolsan actualmente en México tres dólares por la misma labor.

Las consecuencias sociales de esta reconversión han sido escalofriantes. Se masificó el consumo de drogas, los niveles de educación y salud cayeron brutalmente y declinó el promedio de vida de los asalariados blancos.

Hillary no sólo defendió esta gestión demoledora del sueño americano. Careció del encanto y la novedad que ofreció Obama y no pudo disimular la red de corrupción que forjó en torno a la Fundación Clinton. El rechazo a una candidata con poco carisma y nula decencia gatilló la victoria de Trump.

UNA SORPRESA CON MUCHAS EXPLICACIONES

El perfil reaccionario de un presidente estadounidense no es una novedad. Trump encarna una vieja tradición rural y protestante, que con el TEA Party afianzó el perfil ultra-conservador de los líderes republicanos.

El millonario extremó todos los tópicos de esa tendencia, con retóricas machistas, insultos a las minorías y denigraciones de la mujer. Tildó de violadores y traficantes de drogas a los dirigentes de incontables comunidades.

No se privó, además, de exhibir su afinidad con la Asociación Nacional del Rifle, en un país sacudido por balaceras cotidianas. Repitió todos los delirios de la derecha cristiana sobre el creacionismo anti-darwiniano y ponderó la enseñanza religiosa para atacar el aborto y el matrimonio igualitario.

Pero Trump logró desbordar este cerrado entorno derechista al conquistar la adhesión de los trabajadores blancos empobrecidos. Capturó el voto de los distritos industriales con un doble mensaje de crítica a los empresarios (que deslocalizan plantas) y a los inmigrantes (que “usurpan” puestos de trabajo).

Su discurso xenófobo fue brutal. Culpabilizó a los extranjeros por el desempleo, exigió el cierre de las fronteras y reclamó deportaciones masivas. Obtuvo su nominación cuando potenció esa retórica chauvinista.

El apoyo que logró en la clase obrera no atenúa en lo más mínimo su carácter reaccionario. Algunas miradas edulcoradas olvidan este dato, al resaltar exclusivamente su captura del descontento popular. Ciertamente canalizó ese malestar, pero en una dirección muy regresiva y contrapuesta a los intereses de los oprimidos.

Trump reavivó los prejuicios de los trabajadores frente al nuevo patrón inmigratorio de los hispanos, que mantienen su identidad sin repetir la asimilación a la sociedad estadounidense.

En ese cuadro de gran mutación demográfica y cultural, el millonario ensanchó también la grieta con las minorías que obtuvieron logros legislativos bajo la administración demócrata. Impugnó todas las políticas asistenciales y focalizadas de esa gestión.

Trump se embanderó con los slogans de la anti-política. Descargó sus municiones contra la “casta de Washington”, aprovechando el generalizado hastío con los privilegios a la partidocracia.

El locuaz demagogo se calzó el disfraz de individuo ajeno a esos contubernios y usufructuó del desprestigio que comparten los demócratas con los republicanos. Las diferencias que separaban ambas formaciones se han diluido y desde hace muchos años los asalariados no se alinean con los primeros y las élites acomodadas no sostienen a los segundos. ¿Pero Trump ofrece algo distinto?

OUTSIDER, PERO NO ANTISISTEMA

El nuevo presidente exhibe con orgullo su condición de potentado y reforzó la idealización del capitalista que impera en Estados Unidos. Reavivó también la fábula que asimila el éxito en los negocios con la capacidad para dirigir un país. Olvidó recordar cómo refutaron esa creencia los últimos millonarios que habitaron la Casa Blanca.

Pero Trump combina un cuantioso manejo de recursos propios con la marginalidad política previa. Es un outsider que llega a la presidencia sin pasar por el filtro del Congreso o las gobernaciones. Desde la periferia del partido republicano logró doblegar al establishment de esa organización.

Primero se instaló como figura pública a través de un reality show que escenificaba su propia vida como descarnado capitalista. Luego construyó su carrera desafiando a los popes de la comunicación que objetaban ese estilo. Por esa vía capturó el creciente malestar de la población con los medios, que manipulan encuestas y políticos según las conveniencias del momento.

Con esa beligerancia contra los formadores de opinión Trump afianzó su imagen de personaje divorciado de las oscuridades del poder. Emergió como un outsider, pero no es ajeno, ni contrapuesto al sistema. Es un exponente de la clase dominante que oprime al pueblo estadounidense. Con una nueva carga de brutalidad y demagogia pretende contrapesar la desprestigiada hipocresía de los Obama-Clinton.

Trump es un servidor de la clase capitalista. La imagen de extraviado que difunde la elite neoliberal oscurece esa función. Ciertamente dice cosas horripilantes e inverosímiles pero su estrategia no es alocada. Pretende recomponer un sistema político carcomido por la crisis económica que desató el colapso financiero del 2008.

Muchos piensan que intentará esa reorganización con los métodos del populismo. Pero cuestionan la demagogia y el nacionalismo sin aclarar su singularidad política. Trump tenderá a ejercer el gobierno en forma más directa sorteando una estructura institucional en crisis.

Seguramente adoptará una actitud más cesarista frente a los contrapesos que filtran la práctica presidencial. Pero las facultades que tendrá para designar titulares de la Corte Suprema, no le ahorrarán duras negociaciones con el establishment republicano.

Quizás la trayectoria de Berlusconi sirva como antecedente para anticipar la conducta de Trump. Al igual que el norteamericano emergió del universo mediático frente al colapso del sistema político. Finalmente puso en práctica una gestión muy derechista sin alterar el status quo.

Trump es visto también como un líder fascista que podría repetir las tragedias del siglo XX. Su discurso racista tiene muchos ingredientes de este tipo. La gritería contra los inmigrantes rememora la violencia del Ku Klux Klan, que tiene un potencial heredero en las milicias de los suprematistas blancos. Un conocido exponente de esos cavernícolas (Banon) ha sido designado en un alto cargo.

Pero estos elementos distan de configurar un escenario próximo al fascismo. Esta modalidad no está en la agenda próxima de la clase dominante. Se avecina una crisis con otro tipo de disyuntivas.

CONTRADICCIONES ECONÓMICAS

Dado el récord de mentiras que acumula Trump sus próximos pasos son imprevisibles. Ha sido ridiculizado como un acabado exponente de la “pos verdad”. No esperaba llegar a la presidencia y carece de equipos. Por eso recién en las próximas semanas se sabrá qué porcentaje ensayará de sus pomposos anuncios. Deberá clarificar en qué consiste su intento de “hacer nuevamente grande a América”.

Trump prometió efectivizar un acelerado proceso de reindustrialización, premiando a las empresas que reinviertan en el país. Pero el monto de los subsidios -para compensar las diferencias de beneficio que genera la deslocalización- es monumental.

Las compañías que emigran no son marginales. Agrupan a un importante segmento de corporaciones que ha internacionalizado sus procesos de fabricación. ¿Cómo hará Trump para que vuelvan a Detroit las firmas automotrices afincadas en las maquilas de la frontera mexicana?

Los dilemas no se concentran en un sólo sector. En las últimas décadas se reforzó significativamente todo el segmento mundializado de las empresas, en desmedro de las viejas fracciones que únicamente producen y venden para el mercado interno.

Esta misma contradicción se extiende al plano financiero dada la elevadísima internacionalización de los bancos estadounidenses. Esas entidades constituyen el principal pilar de la globalización y encabezaron la resistencia a todos los intentos de regulación nacional. Bloquearon especialmente la segmentación de operaciones y la reducción de las comisiones que intentó Obama.

Trump despotricó contra Wall Street y prometió penalizar a los banqueros. Pero pertenece al partido que ha obstruido una tibia reforma para supervisar las operaciones riesgosas.

Las relaciones con los bancos son claves para un proyecto de reindustrialización basado en gigantescos planes de obra pública. Ese programa requerirá montos descomunales de financiación que el nuevo presidente no aclaró cómo serán recolectados.

Trump sólo anticipó beneficios fiscales. Prometió suprimir los impuestos federales a los hogares modestos y ratificó su disposición a retomar las políticas “ofertistas” (de menores gravámenes al patrimonio) que implementaron Reagan y Bush. Si concreta ese jolgorio recibirá cálidos aplausos de sus colegas, pero no tendrá un solo dólar para la reconstrucción industrial.

La insoslayable captación externa de fondos es otra incógnita. Estados Unidos arrastra una monumental deuda pública, que en gran parte es solventada con el crédito chino. Por eso el proveedor asiático cuenta en la actualidad con un inmenso acervo de bonos del tesoro. Si Trump confronta comercialmente con China para apuntalar su modelo industrial: ¿cómo mantendrá la indispensable financiación del acreedor oriental?

El gran enigma subyacente es la capacidad de la economía estadounidense para preservar el ciclo de tasas de interés negativas, que permitió la recuperación en los últimos años. Si el costo nulo del dinero se revierte no sólo podría reaparecer la recesión. Reavivaría la traumática reorganización pendiente del sistema bancario.

Todas las iniciativas de Trump potencian a una peligrosa tendencia alcista de las tasas de interés. Su estrategia tiene cierto parentesco con el “Reganomics” de los años 80, que bajo el impulso del gasto militar, las políticas fiscales expansivas y la restricción monetaria generó un superdólar muy adverso a la economía estadounidense.

El país ya afronta el mismo dilema que corroe a Inglaterra luego del Brexit. Cumplir allí con el mandato de salida de la Unión Europea plantea dos riesgos explosivos: abandono de los bancos que sostienen la City londinense y eventual secesión de Escocia. Disyuntivas de la misma magnitud se avizoran en Estados Unidos.

¿UN GIRO AISLACIONISTA?

Trump agitó en la campaña drásticas propuestas de giro proteccionista. Prometió elevar los aranceles de importación, gravar los productos fabricados en China y revisar todas las normas monetarias impositivas que afectan al sector manufacturero. Rechazó el control del medio ambiente y propuso reabrir las minas de carbón ¿Podrá implementar semejante viraje?

Algunos analistas estiman que se sumará a una tendencia que ya está en curso en la economía mundial. Recuerdan que actualmente el comercio crece por debajo de la producción. Mientras que en 1985-2007 los intercambios mundiales aumentaban a un ritmo dos veces superior que al PBI, en los últimos cuatro años sólo acompañaron el nivel de actividad.

Pero la economía estadounidense no sintoniza necesariamente con ese rumbo. Se recuperó más rápidamente que Japón y Europa por el comportamiento dinámico de sus sectores internacionalizados. Esa ventaja le permitió exportar gran parte de la crisis a sus rivales. Cualquier giro proteccionista afectaría de inmediato la altísima rentabilidad de esos sectores. La alta tecnología, por ejemplo, quedaría afectada de inmediato.

El principal test será la actitud de Trump frente a los tratados de libre comercio, que Obama negociaba aceleradamente con varios gobiernos de Asia y Europa. La oposición a esos convenios fue una bandera central del millonario. Pero esa actitud choca con la estrategia propiciada por el establishment, para afrontar la crisis económica con mayor liberalización comercial. Por eso la suscripción de tratados no se detuvo, a pesar del estancamiento del comercio.

No sólo Obama y Bill Clinton fueron abanderados de esos convenios. Todas las administraciones republicanas apuntalaron acuerdos que aseguran incontables beneficios a las empresas globalizadas.

En este terreno ha prevalecido hasta ahora un doble discurso. En todas las campañas florecen críticas a los tratados, que luego el ganador archiva cuando asume el gobierno. Por eso la revisión de los convenios fue un caballito de batalla no sólo de Trump, sino también de Hillary. ¿Qué hará el nuevo presidente con el TTP, el TTIP, e NAFTA y la multitud de TLCs bilaterales que Estados Unidos suscribió con sus socios?

La irritación de las élites neoliberales con cualquier cambio en este campo es mayúscula. Proclaman que “la noche cayó sobre Washington” por haber urgido a un aislacionista.

En el bando opuesto del progresismo algunos críticos del Trump reaccionario ven con simpatía al Trump proteccionista. Estiman que introduce un giro positivo en la globalización, que acelerará el colapso de la nefasta apertura comercial. Pero olvidan a quién elogian. No cabe esperar virajes alentadores de semejante troglodita.

Hasta ahora ningún país del Primer Mundo ensayó un giro antiliberal o anti globalizador. Los pequeños cambios de algunos gobiernos socialdemócratas de Europa se deshicieron en pocos días. Los intentos más perdurables en América Latina también fallaron.

En realidad la presidencia de Trump no define el fin de la globalización, por la misma razón que el descalabro del 2008 no implicó el fin del neoliberalismo. Sólo inaugura una crisis mayor de ambos procesos.

¿REPLIEGUE DEL IMPERIALISMO?

Trump abusó de la pirotecnia electoral en la política exterior enunciando todo tipo de disparates. Pero planteó un novedoso realineamiento con Rusia para confrontar con China y fue acusado por Hillary de connivencia directa con Putin.

Ese chisporroteo puso de relieve una divergencia de estrategias en el Pentágono, que se tradujo en la guerra de mails filtrados por el PBI, para desprestigiar a ambos candidatos.

Todo el establishment político-militar coincide actualmente en apuntalar las guerras regionales que refuerzan el control imperial. Por eso implementaron la destrucción de cuatro estados en Medio Oriente (Afganistán, Irak, Libia, Siria) y ejecutan bombardeos permanentes, que naturalizan la matanza de la población civil. Lo mismo sucede en varias zonas de África.

Obama ha busca un mayor compromiso de sus socios europeos y árabes con esas agresiones. Por eso intentó mantener el control estadounidense de las operaciones con menos tropas en el terreno.

Pero preservó también una problemática indefinición sobre la prioridad del adversario ruso o chino, conservando una presión indistinta sobre ambos. Por eso incentivó las provocaciones en Ucrania y los despliegues de misiles en Europa del Este contra el primer contendiente y el rearme naval contra el segundo adversario.

Cómo esta ambigüedad suscita el temor de una eventual alianza de ambas potencias contra Estados Unidos, viejos consejeros (como Brezinski) sugieren optar por un curso más selectivo. La disyuntiva de Trump-Hilary entre mayor enemistad con China o Rusia refleja una reorientación en curso, que a su vez traduce la tensión tradicional entre sectores belicistas (asociados al complejo militar industrial) y vertientes negociadoras (vinculadas a las empresas transnacionales).

La conducta a seguir en la guerra en Siria será la primera prueba de esa definición. La victoria de Trump fue muy festejada por Israel, que espera la prometida reversión de los acuerdos con Irán y una actitud más beligerante contra todos los descalificados “musulmanes”.

Pero si el nuevo presidente quiere implementar una aproximación con Rusia deberá defraudar a los halcones, que a través de Hillary proponían subir la apuesta de intervención contra el régimen de Assad.

En cualquier caso Trump sólo evalúa cursos imperiales para ajustar las acciones del sheriff del mundo. Estados Unidos actúa como protector militar del capitalismo global y no considera ningún abandono de ese rol.

Trump pretende descargar sobre sus aliados una mayor porción de los costos de la dominación imperial. Por eso propone reformular la OTAN, otorgar mayor protagonismo a Europa e introducir a Corea del Sur en el club atómico. Intentará reforzar el curso ya iniciado con la mayor intervención de Francia en Medio Oriente.

Algunos analistas olvidan la vigencia de la estructura imperial a escala global, cuando suponen que el declive de Estados Unidos desembocará en un repliegue de la primera potencia. Estiman que Trump concretará esa reclusión, al reconocer de hecho la pérdida de hegemonía de su país.

De ese diagnóstico surgen curiosos pronósticos de un próximo período signado por actitudes negociadoras de Estados Unidos. Se imagina la gestación de un contexto que abrirá grandes márgenes para la autonomía europea y las políticas nacionales de la periferia. El acuerdo con Rusia es visto como el principal eslabón de esa retirada yanqui.

Pero ese escenario pacifista no parece muy congruente con los objetivos y el temperamento de Trump. Con su victoria no desembarca una paloma a la Casa Blanca.

EL IMPACTO SOBRE AMERICA LATINA

El nuevo presidente ha sido muy explícito en sus planes para México. Construir el muro y expulsar a los inmigrantes. Cualquiera sea el grado de cumplimiento de esas amenazas su intención agresora es nítida.

La variante más tenue de su proyecto supondría mayores atribuciones a la policía fronteriza o un ultimátum a México para que contenga a los migrantes dentro su territorio. En lo inmediato prepara una gran redada contra los indocumentados para acelerar su expatriación.

La esperada revisión de todos los acuerdos con México ya desató una gran devaluación de la moneda azteca y obviamente Peña Nieto no prepara ninguna resistencia. Recibió a Trump en el pico de sus insultos contra los inmigrantes.

Lo que suceda con México clarifica la política latinoamericana. El millonario no ha dicho que hará frente a Cuba y Venezuela. Tuvo frases conciliatorias hacia Chávez, pero al mismo tiempo ensalzó al golpismo anti bolivariano. Aceptó la distensión con Cuba, pero se fotografió con los gusanos más retrógrados de Miami. Su afinidad con Uribe abre interrogantes sobre el proceso de paz en Colombia.

Conviene recordar que Hillary promovía un endurecimiento hacia la región. Propició la militarización de Colombia, apuntaló a los golpistas en Venezuela e intervino directamente en Honduras en el derrocamiento de Zelaya. Es difícil suponer que Trump adoptará una actitud más benevolente. Pero su triunfo ha modificado el tablero regional.

Clinton aseguraba la continuidad del sostén aportado por Obama a la restauración conservadora en Sudamérica. Promovía la reconstitución del protagonismo de la OEA sobre el nuevo tejido derechista. Aunque Trump mantenga la misma agenda, su presidencia modifica la sintonía actual de Estados Unidos con los gobiernos conservadores. Su agresión contra México obstruye la combinación de zanahoria con garrotes que auspiciaba Hillary.

Con Trump tambalea también la Alianza del Pacífico que sintetizaba todos los proyectos de la restauración económica neoliberal. La ratificación de los tratados bilaterales y la apertura comercial han quedado en el limbo. Además, si trepan las tasas de interés se revertirá la afluencia de fondos que tuvo la región en la última década.

Muchos analistas debaten cuál será el grado de intervención del imperio sobre la región. Algunos advierten la inminencia de mayores atropellos y otros avizoran un respiro. Quienes identifican a Trump con el repliegue aislacionista suponen que podría aflojar la presión tradicional sobre América Latina. Pero la experiencia indica que Estados Unidos nunca “olvida” a su “patio trasero”.

UNA CALDERA EN GESTACIÓN

Trump defraudará a sus electores. No limpiará la casta de políticos de Washington, ni devolverá los empleos de calidad en la industria. Pero mucho antes de lidiar con esa decepción deberá afrontar una intensa resistencia en las calles. En 25 ciudades del país ya irrumpieron manifestaciones de rechazo y se prepara una gran marcha de repudio para el día de su asunción.

En todo el país se registra un significativo resurgimiento de la acción popular directa. Varios movimientos retoman esta tradición. Los militantes de Black lives matter (la vida de los negros importa) encabezan las protestas contra la violencia policial racista. Los movimientos de indígenas defienden con bloqueos los recursos naturales y los indocumentados mantienen sus demandas de legalización. En las cárceles se ha concretado la primera huelga de prisioneros sometidos a la explotación laboral. Estas iniciativas retoman la práctica callejera que reapareció en el 2011 con los ocupantes de Wall Street.

Pero también emerge la oposición en el plano político. En la reciente elección fue nuevamente visible el escandaloso sistema antidemocrático de colegios electorales. Trump es presentado como el indiscutible ganador de los comicios, cuando prácticamente empató con Clinton en el número de votos. En cualquier otra nación esa paridad habría suscitado una crisis de legitimidad. Muchos manifestantes cuestionan esa anomalía.

La mayor mutación política subyacente antecedió a Trump con la llegada de Sanders. El líder independiente desembarcó con una propuesta progresista en el Partido Demócrata y casi gana la interna. Suscitó un gran entusiasmo con su propuesta de dividir a los bancos y universalizar el sistema de salud y educación. Se negó a recibir aportes de las grandes empresas y promovió la sindicalización de los trabajadores.

Sanders reivindicó una tradición socialista que ha sido asumida sin prejuicios por sectores de la juventud. Pero finalmente aceptó sostener a Hillary a pesar del enorme rechazo que generaba esa figura, obstruyendo la construcción de otra opción. Su impacto ilustra las grandes posibilidades de expansión que tiene la izquierda estadounidense, si logra superar la subordinación al partido demócrata.

Con el resultado de la elección norteamericana comienza un nuevo período de la crisis global. El colapso del 2008 ilustró la dimensión económica de esa convulsión y el ascenso de Trump retrata el alcance político de ese torbellino. Un tercer capítulo de ese proceso se está gestando con protagonismo desde abajo y búsqueda que una alternativa popular.

Fuente: http://katz.lahaine.org/?p=279

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La teoría de la dependencia y el sistema-mundo

Por. Claudio Katz
La teoría del sistema-mundo de Wallerstein sintoniza con la teoría marxista de la dependencia. ¿En qué terrenos convergen, divergen y se complementan?

La concepción de Wallerstein se entrecruza con el dependentismo. Postula un modelo de sistema mundial de cinco centurias con pilares competitivos, ciclos seculares y hegemonías cambiantes. Retrata inserciones centrales, periféricas e intermedias en función de modalidades productivas y productos comercializados. Describe la misma polarización, estratificación estable y recreación del subdesarrollo que diagnostica la teoría marxista de la dependencia.

Pero los dos enfoques divergen en varias áreas. Los sistemas cerrados difieren de los contradictorios modos de producción. La previsión exacta de crisis terminales contrasta con la jerarquización de la dimensión político-social. La automaticidad de los ciclos largos se contrapone con la atención a la confrontación clasista y las tesis de pauperización absoluta se distancian de la gravitación asignada a las conquistas sociales.

También hay discrepancias en la inclusión del ex bloque socialista dentro del sistema mundial y en la valoración de las mediaciones antiimperialistas y las tradiciones revolucionarias nacionales. Es muy controvertido el registro de la emancipación como un episodio sólo contemporáneo e irrealizable en el pasado y persiste la polémica en torno a las estrategias políticas que prescinden del estado.

LA TEORÍA DE LA DEPENDENCIA Y EL SISTEMA-MUNDO

La teoría del sistema mundial ha influido en numerosas áreas de las ciencias sociales contemporáneas. Fue elaborada por Immanuel Wallerstein a partir de un gran estudio de la historia contemporánea y una detallada crítica del capitalismo global. Su enfoque presenta numerosas sintonías con la teoría marxista de la dependencia. Recogió ideas de esa concepción e incidió en los debates del dependentismo. Varios autores han explorado las relaciones entre ambas visiones: ¿En qué terrenos convergen, divergen y se complementan? CICLOS Y HEGEMONÍAS Wallerstein estima que el capitalismo surgió en Europa hace 500 años con una fisonomía directa de economía-mundo. Emergió del agotamiento de un régimen previo de imperio-mundo que había sucedido a los mini-sistemas de subsistencia.

El estudioso norteamericano considera que las formaciones más primitivas funcionaban en torno a la división extensiva del trabajo, en marcos culturales muy diversos. Estima que el esquema posterior se desenvolvió en extensas geografías con regímenes políticos centralizados y que el tercer modelo rige hasta la actualidad. El capitalismo mundializado se asienta en estructuras políticas múltiples, división geográfica del trabajo y gran variedad de estados nacionales (Wallerstein, 1979: 489- 492). Este sistema apareció con la crisis del feudalismo (1300-1450) y se expandió a escala mundial. Se distanció rápidamente de otras regiones como China, que habían alcanzado niveles de población, superficie y tecnología muy semejantes.

El motor de ese empuje fue la rivalidad económico-militar imperante entre las monarquías absolutas. El choque entre esos estados incentivó la asociación de las nuevas burguesías con las viejas aristocracias, apuntaló la acumulación y pavimentó la aparición del comercio global (Wallerstein, 1979: 182-230, 426-502). Desde ese momento el sistema-mundo ha gobernado en el planeta a través de cuatro ciclos seculares propios del capitalismo. La fase inicial de gran expansión (1450– 1620/40) fue sucedida por una larga crisis (1600–1730/50), que desembocó en una etapa de excepcional desarrollo (1730-1850).

El cuarto período persiste hasta la actualidad y sería el último de este universo moderno (Wallerstein, 2005: cap 2). El pensador sistémico estima que ciclos expansivos y contractivos de 50-60 años han regulado esas etapas. Son fluctuaciones denominadas Kondratieff, que operan como secuencias previsibles dentro de procesos de mayor duración, que determinan el curso del sistema mundial (Wallerstein, 1984: 5). El teórico estadounidense estima que una estructura interestatal ha funcionado a escala internacional con hegemonías cambiantes. Cada supremacía emerge como resultado de sangrientas guerras que afianzan el predominio de la potencia ganadora. Al cabo de cierto tiempo la superioridad económica del vencedor es socavada por los rivales, que copian innovaciones evitando los gastos bélicos afrontados por el dominador.

Esta misma secuencia se repite con el triunfador de la siguiente etapa (Wallerstein, 1999a: 279). Luego de un antecedente ibérico, los Países Bajos comandaron el primer liderazgo significativo, aprovechando sus ventajas en el comercio, la agricultura intensiva y la fabricación textil. Esa primacía fue desafiada por Inglaterra y Francia que habían alcanzado cierta paridad de desarrollo. El control de ultramar fue la llave del éxito británico. Permitió establecer colonias que compensaron la inferioridad de población y recursos internos. Esas implantaciones facilitaron la acumulación de moneda y el manejo de un gran mercado externo (Wallerstein, 1984: 50-98, 102-174; 1999: 83-99).

También la hegemonía estadounidense obedeció durante el siglo XX a victorias en el plano internacional. Para Wallerstein el timón de la economía-mundo queda siempre definido en ese terreno exterior. Ahí se dirimió la superioridad norteamericana sobre sus competidores (Alemania y Japón) y subordinados (Inglaterra y Francia). Esta sucesión de hegemonías es explicada por la naturaleza competitiva de un sistema, que impide la consolidación de centros imperiales totalmente dominantes. Por eso fracasaron los tres intentos de gestar ese control absoluto (Carlos V, Napoleón y Hitler). La economía-mundo se recicla mediante la auto-destrucción que genera el propio ejercicio de la hegemonía.

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Críticas y convergencias con la Teoría de la Dependencia

Por: Claudio Katz

En los años 70 Agustín Cueva fue el principal crítico marxista de las Teorías de la Dependencia. Objetó la tesis del desarrollo asociado, cuestionó la visión metrópoli-satélite y mantuvo intensas polémicas con Bambirra, Dos Santos y Marini. Pero a partir de confluencias políticas, en la década siguiente participó de un reencuentro teórico que modificó el abordaje del subdesarrollo.

FUNCIONALISMO SIN SUJETOS

Cueva sobresalió como un intelectual muy creativo. Se forjó en el ambiente localista de Ecuador, absorbió concepciones estructuralistas en Francia y maduró su novedosa mirada historiográfica en México. Compartió ciertas estrategias políticas con los partidos comunistas, pero cuestionó el dogmatismo imperante en la URSS (Prado, 1992).

Sus debates con la teoría de la dependencia comenzaron con tres objeciones al esquema de Cardoso-Faletto. Criticó, en primer término, el uso de criterios funcionalistas para explicar la historia de América Latina, señalando que el “desarrollo hacia adentro” o las “colonias de explotación” carecían de la consistencia explicativa. Retrataban peculiaridades de ciertas áreas o singularidades de los productos exportados, pero no aportaban criterios para la interpretación del subdesarrollo.

Cueva puntualizó que las ventajas o inconvenientes generados por los recursos de cada región no clarifican la lógica capitalista, ni esclarecen las aptitudes diferenciadas para la acumulación. Señaló que sólo los conceptos marxistas de fuerzas productivas, relaciones de producción y lucha de clases facilitan ese análisis (Cueva, 1976).

El pensador ecuatoriano estimó que Cardoso soslayaba los procesos histórico-sociales en todas sus caracterizaciones. Señaló que FHC ofrecía una descripción de las ventajas del control nacional sobre los recursos (México) frente a su administración foránea (pequeños países de Centroamérica). Destacó que también retrataba las conveniencias de ciertas alianzas políticas para incentivar la industrialización (Brasil en los años 60) u obstruirla (Argentina en el mismo periodo) (Cueva, 1973:102).

Pero el teórico andino puntualizó que en ese pantallazo, los desequilibrios de la acumulación capitalista eran tan omitidos como los conflictos entre los grupos dominantes.

Cueva objetó, en segundo lugar, el razonamiento “externalista” de Cardoso. Destacó que su enfoque sustituía el análisis de cada economía latinoamericana por una simple constatación de inserciones en el mercado mundial. Señaló que la contraposición entre situaciones de enclave y control nacional de los recursos nacionales registraba conexiones externas, sin indagar la dinámica endógena del desenvolvimiento de cada país.

Estimó que la omisión de la dimensión agraria ilustraba ese desconocimiento de los procesos internos. Destacó especialmente la ausencia de referencias a los conflictos entre campesinos y latifundistas, que determinaron los principales desenlaces progresivos (México) o regresivos (Perú, Colombia) de la historia regional. Observó que en muchas circunstancias esos procesos fueron más determinante del subdesarrollo que las exacciones externas.

En tercer lugar, Cueva advirtió la total ausencia de sujetos populares en la radiografía expuesta por Cardoso. Remarcó que presentaba al pueblo como un acompañante pasivo de las alianzas tejidas por las burocracias con las clases dominantes.

El teórico ecuatoriano señaló que FHC sólo reconocía cierta gravitación de la clase media, ignorando por completo a los obreros, campesinos o desposeídos. Estimó que ese desconocimiento obstruía cualquier análisis de lo acontecido en un continente convulsionado por rebeliones y resistencias populares (Cueva, 1976).

Con esta temprana percepción del funcionalismo, el externalismo y la omisión de las confrontaciones de clases, Cueva puso de relieve defectos en la obra de Cardoso, que los teóricos marxistas de la dependencia resaltaron con mayor tardanza (Katz, 2016).

EXOGENISMO MECÁNICO

Cueva objetó también la visión externalista del esquema metrópoli-satélite y la interpretación del subdesarrollo como un resultado exclusivo de la inserción subordinada en el mercado mundial (Cueva, 1979a: 7-11).

Cuestionó el énfasis unilateral de Frank en los desequilibrios exógenos, señalando que América Latina no era dependiente por su integración en el mercado mundial, sino por la obstrucción interna a su desarrollo. Observó que el predominio de rentas improductivas generadas por la primacía de las haciendas, plantaciones y latifundios bloqueó más la acumulación de capital, que las succiones coloniales o imperiales .

El pensador ecuatoriano atribuyó los errores de Frank a su asimilación acrítica de los enfoques de la CEPAL, exclusivamente centrados en el deterioro de los términos de intercambio. Señaló que esa mirada indujo a generalizaciones excesivas y a suponer que todas las sociedades latinoamericanas están cortadas por un mismo patrón.

Cueva destacó que el simplificado modelo de satélites y metrópolis omite las diferencias entre economías tan disimiles como Chile y Brasil. Cuestionó también la atención excluyente a l comercio en desmedro de la producción, como principal determinante del subdesarrollo (Cueva, 1986) . Varios autores de la época tipificaron ese defecto con el término de “circulacionismo”.

El crítico andino también cuestionó las conclusiones de su colega alemán. Estimó que la conocida fórmula para describir el retraso latinoamericano (“desarrollo del subdesarrollo”) sugería un erróneo escenario de estancamiento.

Cueva objetó la identificación de una situación dependiente con bloqueos a cualquier expansión y propuso indagar a Latinoamérica como un eslabón débil del desarrollo desigual del capitalismo. Resaltó que la competencia y la inversión son incompatibles con el estancamiento, en un sistema sujeto a espirales de contradicciones (Cueva, 1977: 98-113, 437-442).

El teórico ecuatoriano criticó, además, la desconsideración por los antagonismos entre opresores y oprimidos. Cuestionó la sustitución analítica de las luchas y las sublevaciones por meras clasificaciones de satélites.

Frank no respondió. Se limitó a registrar esos señalamientos como un indicio del impacto generado por su propia obra. Esta actitud fue congruente con el abandono de la Teoría de la Dependencia que consumó al poco tiempo de haberla formulado (Frank, 1970: 305-327).

Posteriormente retomó el tema afirmando que su enfoque nunca privilegió el comercio, ni desconoció las dimensiones endógenas. Pero no aportó argumentos para justificar esa opinión (Frank, 2005).

Las observaciones de Cueva sintonizaron con objeciones de otros analistas, que remarcaron “unilateralidades” del enfoque metrópoli-satélite (Vitale, 1981), su “exagerado dependentismo” (Martins, 2009) o su “pesimismo apocalíptico” (Boron, 2008).

PROBLEMAS DEL PAN-CAPITALISMO

La crítica de Cueva se extendió al diagnóstico del capitalismo comercial instaurado en América Latina desde el siglo XVI. Frank afirmaba que desde esa época predominó en la región un sistema de producción orientado por el mercado. Expuso esa tesis en polémica con las teorías del pasado feudal, señalando que nunca rigió una economía cerrada o meramente rural (Frank, 1970: 31-39, 167-168).

Cueva remontó también el origen del subdesarrollo a la colonia, pero no atribuyó ese problema al comercio. Recordó la devastación sufrida durante la “des-acumulación originaria” impuesta por la conquista y señaló que esa depredación no instauró modalidades capitalistas (Cueva, 1973: 65-78).

El pensador andino criticó la identificación del capitalismo con el intercambio comercial. Contrapuso la asociación de ese sistema con la economía monetaria (Adam Smith), a su presentación como un modo de producción basado en la explotación del trabajo asalariado (Marx). Subrayó que el capitalismo presupone procesos industriales de extracción de plusvalía, inexistentes en esa época no sólo en América Latina, sino también en Europa.

Cueva remarcó la preeminencia inicial en América Latina de regímenes pre-capitalistas estrechamente conectados con el naciente mercado mundial. Objetó el simplificado contrapunto entre los intérpretes de la colonización feudal y capitalista, destacando la imposibilidad de corroborar ambas caracterizaciones. Propuso incorporar la noción de formaciones económico-sociales para resolver ese problema (Cueva, 1988).

Señaló que las articulaciones de variados modos de producción rigieron desde la conquista hasta el siglo XIX (Cueva, 1979a: 60-68). D istinguió especialmente tres modalidades: la servidumbre en la hacienda, la esclavitud en las plantaciones y el trabajo asalariado en los latifundios. Entendió que esta atención por la forma de explotación imperante era más congruente con el marxismo, que la jerarquización analítica del comercio exterior. Rechazó el pan-capitalismo de Frank por reducir cuatro siglos de historia a la primacía de un modo de producción contemporáneo (Cueva, 1978).

El pensador ecuatoriano también destacó que el concepto de formaciones económico-sociales era indispensable para comprender el subdesarrollo desigual de América Latina. Estimó que lo ocurrido en cada proceso nacional se explicaba por la disolución de las bases pre-capitalistas, que precedieron al afianzamiento de los modelos oligárquicos predominantes desde el siglo XIX (Cueva, 1982).

El teórico andino ubicó el origen contemporáneo del subdesarrollo en la consolidación de la gran propiedad rural y describió cómo las repúblicas balcanizadas impidieron el surgimiento de los farmers. Situó la causa central del atraso latinoamericano en la carencia (Ecuador, Brasil) o insuficiencia de transformaciones agrarias (México, Bolivia).

Esta relevancia asignada a los determinantes internos del subdesarrollo sintonizó con otras miradas igualmente inspiradas en el enfoque althusseriano (Howard; King, 1989: 205-215). Todas rechazaban las contraposiciones tradicionales entre feudalismo y capitalismo, subrayando el predominio de mixturas condicionadas por la penetración desigual e insuficiente del capitalismo.

Estas visiones empalmaron con las objeciones dentro de la propia teoría marxista de la dependencia a la omisión de las estructuras internas y con la crítica a la falsa equiparación de situaciones coloniales y contemporáneas (Dos Santos, 1978: 303-304, 336-337; Marini, 1973:19). Estos cuestionamientos resaltaron el olvido de las raíces de la dependencia en el plano productivo (Chilcote, 1983) y convergieron con otros críticos de la tesis del capitalismo vigente en América Latina desde 1492 (Salama, 1976:13). 

Cueva también objetó el desconocimiento del protagonismo que tuvieron las clases populares en la historia latinoamericana . Señaló que Frank ignoró esa incidencia en las luchas por la I ndependencia y en las revoluciones agrarias, nacionales o antiimperialistas de la centuria posterior (Cueva, 1979a: 69-93).

El teórico ecuatoriano abordó el estudio del pasado desde una óptica de los oprimidos (“historia por abajo”), para subrayar cómo ese legado nutrió la cultura de la izquierda. Propició un enfoque que despuntaba también en teóricos marxistas de otras regiones. Los historiadores ingleses, por ejemplo, exploraban en esa época una nueva síntesis entre el papel de estructuras económicas y el rol definitorio de la lucha social (Kaye, 1989).

¿SINGULARIDAD METODOLÓGICA?

Cueva también criticó el status teórico del concepto dependencia. Objetó la enunciación de leyes específicas del capitalismo subordinado, señalando que esos principios sólo se corresponden con la universalidad de los modos de producción, sin aludir al centro o a la periferia. Precisó que las formaciones sociales específicas no están sujetas a ningún tipo de legalidad (Cueva, 1976).

El pensador ecuatoriano formuló estas observaciones en términos genéricos, pero reprochó la errónea búsqueda de leyes peculiares a “un autor tan riguroso” como Marini.

Cueva no cuestionó la existencia de una dinámica específica de la economía latinoamericana. Objetó su presentación como leyes, señalando que esas reglas explican el funcionamiento del feudalismo o el capitalismo, sin extenderse a los ámbitos peculiares de esos sistemas (Cueva, 1979b).

El pensador andino no profundizó en las consecuencias epistemológicas de su planteo. No pretendía iniciar una controversia filosófica, sino aportar argumentos al debate con los teóricos del singularismo regional. Por eso le cuestionó a Cardoso su búsqueda de originalidades latinoamericanas y rechazó la vehemencia identitaria de muchos auspiciantes de las ciencias sociales latinoamericanas.

Cueva tenía preocupaciones inversas a Marini. En vez de lamentar la ausencia de autores localizados en la región, resaltaba el exceso de provincialismo y la escasa absorción de ideas universalistas. Desechaba la existencia de “categorías nuestras” y confrontaba con las mitologías regionalistas (Cueva, 1979a: 83-93).  

En este debate Cueva prolongaba la batalla que había librado en Ecuador contra la ideología del mestizaje. Denunciaba el retrato imaginario de una armónica convivencia entre pueblos, que difundían los pensadores de las clases dominantes. Estimaba que ese idílico universo encubría la opresión ejercida por las elites adineradas y cuestionaba esa demagogia nacionalista desde una postura socialista (Tinajero, 2012: 9-35).

Esta oposición al nacionalismo populista explica la hostilidad de Cueva a la pretensión de elevar el status conceptual de la teoría de la dependencia. Rechazó esa aspiración afirmando que América Latina estaba regida por principios generales del capitalismo.

Para el teórico ecuatoriano las sociedades latinoamericanas era particulares, pero no originales y la indagación de sus dinámicas no implicaba descubrir leyes propias de la región.

Pero sus críticas sólo eran pertinentes para los pensadores que recurrían a explicaciones espiritualistas de la identidad latinoamericana o para los constructores de forzados de destinos nacionales. Ninguno de esos defectos se verificaba en los teóricos marxistas de la dependencia. Las acusaciones de nostalgia nacionalista contra varios integrantes de esa corriente carecían de justificación.

No sólo Dos Santos, Marini y Bambirra postulaban enfoques socialistas con miradas universalistas. Cardoso mantenía afinidades con el cosmopolitismo liberal y Gunder Frank con variantes libertarias de ese mismo ideario. El equívoco de Cueva estuvo muy influido por el tenso clima político de los años 70.

EL BALANCE DE LA UNIDAD POPULAR

Todos los participantes del debate de la dependencia estuvieron personalmente involucrados en la experiencia de la Unidad Popular chilena. Al igual que sus colegas, Cueva tuvo enormes expectativas en un desemboque socialista de ese proceso. Describió esa oportunidad en un país con excepcionales tradiciones de continuidad institucional. Señaló que ese legado facilitó el triunfo electoral de la izquierda, pero fue también utilizado por el pinochetismo para preparar el golpe .

Cueva estimó que la derecha demostró una voluntad de poder ausente en la UP. Esa coalición buscó acuerdos con la oposición y no supo utilizar el respaldo popular para desbaratar la asonada.

El pensador ecuatoriano retrató el papel arbitral de Allende y la confianza socialdemócrata en el legalismo. Pero también criticó la conducta “aventurera” del MIR por su promoción de acciones directas “utilizadas por la derecha” (Cueva, 1979a: 97-140).

Marini extrajo un balance totalmente opuesto. Identificó el triunfo de la UP con la apertura de un proceso revolucionario y responsabilizó al Partido Comunista por la frustración de ese curso. Criticó especialmente la hostilidad de esa organización a cualquier desborde del marco político burgués.

El economista brasileño estimó que Allende quedó entrampado en una tolerancia suicida del golpe. Señaló que el MIR nunca realizó acciones adversas a la UP. Al contrario colaboró con ese gobierno, promovió comités para sostenerlo, alentó la reforma agraria y la continuidad de la producción saboteada por los capitalistas (Marini, 1976a). Reivindicó al mismo tiempo el intento de gestar formas de poder alternativo para contener a Pinochet (Marini, 1976b).

Dos Santos coincidió con Marini. Integraba el Partido Socialista y proponía la unión de toda la izquierda para radicalizar el proceso abierto con el gobierno de Allende (Dos Santos, 2009:11-26).

En una mirada retrospectiva la balanza de la discusión se inclina a favor de Marini. El teórico de la dependencia captó la disyuntiva imperante en 1970-73 entre el debut del socialismo y el triunfo de la reacción. Cueva eludió ese dilema con enunciados contradictorios.

El escritor ecuatoriano objetó tanto la miopía institucionalista como la acción directa, sin aclarar cuál de los dos problemas fue determinante del trágico desenlace. Mientras que la izquierda de la UP fomentaba el poder popular, el sector conservador de ese frente buscaba una alianza con la Democracia Cristiana, para gestar una etapa de capitalismo nacional.

Cueva sugirió una tercera opción sin explicar cómo podría implementarse. Criticó la supresión de etapas intermedias y el desconocimiento de la correlación de fuerzas (Cueva, 1979a: 7-11). Pero Marini tomaba en cuenta ambos problemas al apoyar las iniciativas desde abajo en los cordones industriales y las comunas agrarias.

Tanto Cueva como Marini promovían la conversión de los triunfos electorales de la izquierda en dinámicas radicales de conquista del poder. Pero confrontaron duramente en la definición de las estrategias para alcanzar ese objetivo. Esta divergencia se proyectó a otros planos y generó drásticas críticas (Cueva, 1988) y virulentas defensas de la Teoría de la Dependencia (Marini, 1993; Dos Santos, 1978: 351, 359, 361; Bambirra, 1978: 40-73).

ENDOGENISMO TRADICIONAL Y TRANSFORMADO

Aunque Cueva compartió la estrategia de muchos partidos comunistas, no cuestionó la Teoría de la Dependencia desde ese alineamiento. Su enfoque contrastó con las objeciones formuladas por esa corriente.

Los exponentes del comunismo oficial criticaban el rechazo de Frank, Marini y Dos Santos a la política de alianzas con la burguesía nacional. Señalaban que con esa oposición se negaba la primacía de la lucha antiimperialista, se desconocía la necesidad de los frentes poli-clasistas, se desvalorizaba al campesinado y se omitía la centralidad de la lucha democrática (Fernández; Ocampo, 1974).

Pero en los hechos las alianzas con las “burguesías progresistas” conducían a esos desaciertos. Esos grupos dominantes adoptaban posturas regresivas de atropello a los trabajadores y de sostén de la represión. El oficialismo comunista no registraba, además, las potencialidades socialistas abiertas con la revolución cubana, que dos teóricos de la dependencia expusieron en un elaborado texto ( Dos Santos; Bambirra, 1980).

Cueva no participó en esas discusiones, ni repitió las acusaciones que recibía el dependentismo por su parentesco con la “ideología burguesa”. Ese cuestionamiento resaltaba el contenido filosófico “idealista” de esa concepción, subrayando su desatención por las problemáticas materialistas de la relación del capital con el trabajo (Angotti, 1981). También alertaba contra la existencia de una confusa variedad de conceptos de la dependencia, que eran aprovechados por los autores pro-imperialistas.

La inconsistencia de estas observaciones salta a la vista en cualquier lectura contemporánea. Pero los disparos verbales sin contenido eran muy frecuentes en una época de razonamientos orquestados en torno a fidelidades o herejías hacia el partido. Cueva se ubicó en un ámbito político próximo al comunismo sin compartir esos códigos. Nunca sustituyó la reflexión por la demolición de los disidentes.

Tampoco crucificó a los teóricos de la dependencia por su resistencia a endiosar a la Unión Soviética, ni estimó que le “hacían el juego al imperialismo” por soslayar panegíricos del “campo socialista”.

El pensador ecuatoriano desenvolvió, en cambio, los argumentos endogenistas sugeridos por varios críticos comunistas de la teoría de la dependencia. Transformó vagas observaciones en sólidos planteos, objetando especialmente la atención unilateral por los procesos de circulación comercial, en desmedro de la dinámica productiva del capitalismo.

Cueva resaltó también la importancia de priorizar el atraso agrario como explicación del subdesarrollo subrayando el peso del latifundio, la gravitación de la renta y la incidencia del campesinado. Postuló que la asfixia endógena generada por el estancamiento agrario era más gravitante que la exacción exógeno-imperial.

Pero a diferencia del endogenismo tradicional, Cueva nunca atribuyó el retraso de la región a la persistencia de resabios feudales, ni planteó la necesidad de una alianza con la burguesía para superar esa rémora.

El teórico andino desenvolvió la crítica al exogenismo de Frank sin compartir los preceptos del endogenismo tradicional. Rechazó el mecánico esquema de etapas históricas sucesivas y razonó con criterios de desarrollo desigual y combinado.

En su madurez Cueva ponderó la atención de la Teoría de la Dependencia al lugar internacional de América Latina, pero continuó señalando la carencia de nítidas conexiones analíticas con los parámetros locales. Resaltó la génesis nacional del capitalismo y subrayó los determinantes internos de la acumulación. Buscó por esa vía aportar fundamentos endógenos al dependentismo.

COINCIDENCIAS CONTRA EL POS-MARXISMO

Con el afianzamiento de las dictaduras la Teoría de la Dependencia perdió gravitación. En los años 80 algunos autores diagnosticaron la disolución de esa escuela, junto al declive de los proyectos emancipación (Blomstrom; Hettne, 1990: 105, 250-253).

Ese retroceso no obedeció a miradas erróneas de la realidad latinoamericana, sino a las derrotas sufridas por los movimientos revolucionarios. Los conceptos de la dependencia no sucumbieron. F ueron silenciados por la contra-reforma neoliberal (López Hernández, 2005). La teoría que dominó el escenario precedente quedó relegada por motivos políticos y perdió interés entre nuevas generaciones distanciadas de la radicalidad anticapitalista.

La derrota electoral del Sandinismo en 1989 inauguró un repliegue de los proyectos socialistas, que se profundizó con la implosión de la Unión Soviética. La Teoría de la Dependencia decayó como consecuencia de ese retroceso.

Cueva y Marini receptaron de inmediato el golpe e iniciaron un proceso de aproximación en numerosos terrenos, aunque disintieron en la caracterización de las dictaduras.

El pensador ecuatoriano definió a esas tiranías como regímenes fascistas, equiparables a la barbarie de entre-guerra (Cueva, 1979a: 7-11). El teórico brasileño resaltó, en cambio, las diferencias con lo ocurrido en el Viejo Continente. Destacó la debilidad de las burguesías latinoamericanas, que aceptaban el rol sustituto de los militares sin forjar bases propias de sustentación política (Marini, 1976b).

Más allá de estos matices, ambos pensadores convergieron de inmediato en la prioridad de la resistencia democrática. Cuando decayeron las tiranías denunciaron los pactos concertados por los partidos tradicionales con los militares para perpetuar la cirugía neoliberal.

Cueva desplegó una intensa polémica con los autores que justificaban esas negociaciones. Señaló que esos acuerdos socorrían a los gendarmes, consagraban su impunidad y garantizaban las transformaciones regresivas del neoliberalismo (Cueva, 2012). Marini expuso la misma denuncia, mediante categóricos rechazos de la tutela militar de las transiciones pos-dictatoriales.

Pero la principal batalla convergente de Cueva y Marini fue la crítica a los intelectuales pos-marxistas (Laclau). Estos autores abandonaron el análisis de clase, desecharon la centralidad de la opresión imperial y consideraron perimida la acción de la izquierda. También redescubrieron la socialdemocracia y se reencontraron con los viejos partidos dominantes (Chilcote, 1990).

En este escenario Cueva y Marini concentraron todos sus dardos en la defensa del antiimperialismo y el socialismo y polemizaron con la presentación mistificada del capitalismo como un régimen inmodificable.

El escritor ecuatoriano también modificó en ese período su valoración del populismo. En vez de resaltar la funcionalidad de esa vertiente para la ideología burguesa, subrayó el fermento que aportaba a las concepciones jacobinas, que en América Latina enlazaban al nacionalismo radical con el socialismo (Cueva, 2012: 183-192).

En el mismo período Marini retornó a Brasil después de 20 años de exilio y enfrentó la hostilidad de los ex dependentistas acomodados en el universo académico. Denunció ese amoldamiento y retomó sus debates con Cardoso ( Marini, 1991) . La confluencia con Cueva fue un resultado natural de esa batalla contra adversarios comunes.

REENCUENTRO CON LA DEPENDENCIA

Cueva y Marini encararon una discusión también convergente con los teóricos neo-gramscianos (Aricó, Portantiero). Esa corriente reformulaba el pensamiento del comunista italiano, para derivar de ese enfoque una visión laudatoria de la democracia. Ignoraba el perfil distintivo de ese sistema político en los diversos regímenes sociales y estimaba que el antiimperialismo y la dependencia eran conceptos obsoletos.

Cueva rechazó esa visión presentado nuevos datos de la subordinación económica y el sometimiento político de América Latina . Ilustró cómo la dependencia se había acentuado con el agravamiento del endeudamiento externo (Cueva, 1986).

El teórico ecuatoriano señaló que el subdesarrollo persistía junto a los procesos de modernización. Resaltó la combinación de pobreza y opulencia vigente en Brasil (“Belindia”) y demostró la inexistencia de una aproximación de la economía latinoamericana con los países centrales (Cueva, 1979a: 7-11).

Con esta exposición Cueva precisó sus caracterizaciones anteriores. Afirmó que en los años 70 había criticado a la Teoría de la Dependencia desde posturas de izquierda, antagónicas con los cuestionamientos derechistas que observaba veinte años después. Declaró su total oposición a estas miradas y revalorizó los aciertos de la concepción que había cuestionado.

Cueva ratificó su proximidad con la Teoría de la Dependencia, aclarando que nunca negó la sumisión latinoamericana al orden imperial. Ratificó su pertenencia al mismo ámbito antiimperialista de los autores que objetó en el pasado. Señaló que sólo pretendió completar el enfoque dependentista, para superar su desconsideración de los determinantes internos del subdesarrollo (Cueva: 1988).

El pensador ecuatoriano expuso esta reconsideración con elogios al trabajo de Marini (Cueva, 2007:139-158) y a las posturas adoptadas por Dos Santos durante su retorno a Brasil (Cueva, 1986). A su vez, Marini reivindicó las críticas de Cueva a los intelectuales pos-marxistas y ponderó sus diferencias con otros autores endogenistas (Marini, 1993).

EL CAMINO INVERSO

Cueva fue el último exponente del endogenismo marxista y el precursor de una síntesis con la Teoría de la Dependencia. Buscó soluciones en el marxismo latinoamericano a los cuestionamientos que afrontaba esa última concepción. Siguió un rumbo contrario a otros pensadores de su tradición, que optaron por el rechazo del esquema centro-periferia y adoptaron una teoría comparativa de los capitalismos nacionales.

En ese curso se embarcó, por ejemplo, el inspirador francés de la Teoría de la Regulación, Alain Lipietz. Este pensador no trabajó específicamente la problemática latinoamericana, pero asimiló en sus inicios el mismo marxismo althusseriano de Cueva.

Con ese fundamento conceptual estudió la dinámica de los modos de producción articulados buscando comprender la singularidad de los modelos nacionales. Desde esa óptica expuso también fuertes objeciones a la Teoría de la Dependencia por su desconsideración de las condiciones internas (Lipietz, 1992: 20, 34-39, 62).

Pero a medidos de los 80 declaró su “cansancio” con el antiimperialismo y las interpretaciones marxistas del subdesarrollo . Objetó el principio de la polarización mundial, señalando que no existe un lugar predeterminado para cada economía en la división internacional del trabajo. Subrayó la existencia de muchos sitios disponibles para situaciones de dependencia o autonomía (Lipietz, 1992: 12-14, 25-30, 38-41).

El teórico francés concluyó este razonamiento ponderando la existencia de una gran variedad de capitalismos nacionales, cuyo rumbo es definido por las elites gobernantes, en función de escenarios sociales e institucionales cambiantes.

Esta tesis nutrió la Teoría de la Regulación -que mixturaba marxismo con heterodoxia keynesiana- y derivó posteriormente en las concepciones social-desarrollistas, que promueven esquemas de capitalismo redistributivo.

En este enfoque se verifican dos problemas que Cueva logró evitar. Por un lado, el abandono del horizonte socialista condujo a Lipietz, a concebir márgenes ilimitados del capitalismo para lidiar con sus propios desequilibrios.

Esa mirada supone que el mercado puede ser mejorado perfeccionando las instituciones, que la rentabilidad puede ser acotada con regulaciones estatales, que la explotación puede neutralizarse y que las crisis son manejables con dispositivos macro-económicos.

Con esos presupuestos de capitalismo auto-correctivo se promueve el régimen de acumulación más conveniente, para un sistema que siempre encontraría soluciones a sus contradicciones. De la descripción inicial de formas variadas del capitalismo se pasa a un diagnóstico de auto-superación de ese sistema, mediante tránsitos de un régimen de acumulación a otro (Husson, 2001:171-182).

El segundo problema de esta modalidad de endogenismo burgués es la omisión de los condicionamientos objetivos que impone la mundialización. Se supone que el capitalismo vigente en cada país constituye una elección soberana de sus ciudadanos.

Al resaltar la determinación puramente interna del curso imperante en cada nación se olvida cómo el capitalismo mundializado modela esas dinámicas nacionales.

La hostilidad a la teoría de la dependencia termina resucitando creencias de libre elección e imaginarios de capitalismo electivo. Cueva sorteó esos desaciertos al intuir las nuevas modalidades de subdesarrollo que genera la mundialización.

LA SÍNTESIS TEÓRICA

El camino de convergencia con Marini seguido por Cueva abrió el rumbo para una síntesis teórica. Ese empalme quedó planteado por el alineamiento de Cueva en el campo del dependentismo, no sólo como reacción frente a las críticas derechistas. El escritor andino reconoció la validez general de la vertiente marxista de esa concepción y distinguió ese enfoque de las simplificaciones de Frank y las inconsistencias de Cardoso.

Esta reconsideración permitió entender que la interpretación endogenista no era incompatible con la caracterización dependentista del subdesarrollo latinoamericano. Convergían de la misma forma que sintonizaron los marxistas de posguerra en la evaluación de la relación centro-periferia. Las mismas afinidades que conectaron a Sweezy-Baran, Amin y Mandel aunaron a los teóricos sudamericanos.

El encuentro de Cueva con Marini permitió decantar la teoría de la dependencia, depurar sus conceptos e incorporar aportes de otros pensadores. Esa síntesis fue un proceso de maduración simultánea. Al mismo tiempo que Cueva revalorizó la obra de sus viejos contendientes, Marini, Dos Santos y Bambirra afianzaron su distanciamiento de Frank y Cardoso.

La aproximación de endogenistas y exogenistas no implicó unanimidad, ni coincidencia plena. Cueva reafirmó su desacuerdo con varios conceptos de Marini. Resaltó el interés de los diagnósticos del ciclo productivo dependiente, pero remarcó la supremacía de la dimensión financiera .

El pensador ecuatoriano tampoco consideró satisfactorio el concepto de superexplotación, que siguió observando como una variante de la pauperización absoluta. Pero defendió enfáticamente a Marini de las acusaciones de “estancacionismo”, recordando que ese defecto signó la obra de Furtado (Cueva, 2012: 199-200) .

En la síntesis de Marini con Cueva se encuentran los pilares de una caracterización integral del status de América Latina. Partiendo de la condición subordinada y retrasada de la zona, esa visión permite distinguir tres niveles de análisis.

En el plano económico la región es subdesarrollada en comparación a los países avanzados. En la división internacional del trabajo Latinoamérica ocupa un lugar periférico, contrapuesto a la inserción privilegiada que detentan las potencias centrales. En el aspecto político padece dependencia, es decir márgenes de autonomía estrechos y contrapuestos al rol dominante que ejercen los imperios.

Subdesarrollo, periferia y dependencia constituyen, por lo tanto, conceptos conectados a una misma condición. Estas tres nociones no aparecen claramente diferenciadas en Cueva y en Marini, pero han sido precisadas por autores posteriores (Domingues, 2012) .

El marxista ecuatoriano y sus pares brasileños sugirieron una nítida interrelación entre los tres conceptos. Señalaron que la subordinación periférica al mercado mundial define distintos niveles de subdesarrollo, que son acentuados por la dependencia política.

Cueva y Marini resaltaron los márgenes reducidos que tiene América Latina -bajo el capitalismo- para modificar su status. Esta óptica difiere del camino abierto al desarrollo que imaginó Cardoso a partir de los años 80. También discrepa del sendero complemente cerrado a cualquier alteración que supuso Frank en la década del 70.

Los teóricos marxistas realizaron, además, exploraciones muy originales de las diferencias existentes al interior de la región. Cueva presentó un esquema de subdesarrollo desigual determinado por el grado de penetración capitalista vigente en cada país. Bambirra expuso una detallada clasificación de esas variedades y Marini investigó las singularidades de la economía más industrializada de la región.

En este abordaje cada autor jerarquizó distintas localizaciones. Cueva centró su atención en los países con resabios pre-capitalistas y Marini en las estructuras de mayor desenvolvimiento fabril.

Por esa razón el primer autor utilizó criterios endógenos aptos para el estudio del subdesarrollo agrario. El segundo privilegió en cambio parámetros de conexión con el mercado mundial, que son más útiles para comprender los desequilibrios de las economías semiindustrializadas.

CONVERGENCIA METODOLÓGICA

Una síntesis de Cueva con Marini permite superar la contraposición entre primacía del abordaje interno o externo en la interpretación del subdesarrollo.

Cueva criticó el externalismo simplificador, indagando cómo rigió en América Latina una articulación variable de los modos de producción, como consecuencia del insuficiente desarrollo capitalista. Analizó la cadena de determinaciones recíprocas que se estableció entre elementos internos retrasados y componentes externos avanzados . Por su parte Marini indagó de qué forma el capitalismo internacional condiciona todas las relaciones internas de la región .

La maduración de ambas miradas contribuyó a dejar atrás posiciones binarias igualmente reduccionistas. El énfasis en la subordinación externa o en la carencia del desarrollo interno -como causa del retraso- debe modificarse según la etapa histórica analizada o la zona específicamente estudiada.

Es evidente que la devastación externa fue el dato central en las primeras décadas de la conquista de América, mientras que la regresión interna prevaleció durante la fase posterior de consolidación del latifundio. A su vez la depredación externo-colonial padecida por los enclaves mineros difirió del estancamiento endógeno-agrario, generado por el afianzamiento de las haciendas.

La Teoría de la Dependencia provee un acertado esquema de explicación de la subordinación sufrida por América Latina. Pero necesita el complemento analítico del endogenismo, para analizar el bloqueo interno generado por la prolongada preeminencia de modalidades pre-capitalistas.

Osorio remarca cómo esa integración combina un abordaje totalizador del capitalismo dependiente, con un estudio peculiar de las formaciones históricas de la región. Destaca que estas modalidades sólo pueden ser esclarecidas evaluando su inserción en el mercado mundial. La teoría marxista de la dependencia define un marco analítico enriquecido por el endogenismo (Osorio, 2009: 94-98) .

La profundización de esta síntesis exige dejar atrás tres equívocos. En primer lugar la visión sin historicidad del esquema metrópoli-satélite, que confunde la situación colonial con la dependencia posterior, suponiendo que una misma contradicción se repite a lo largo del tiempo en estructuras invariables (Osorio, 2009: 86-89) .

En segundo término, corresponde abandonar el diálogo de sordos que se entabló entre las tesis de la colonización feudal y capitalista, desconociendo que la inserción de América Latina en el mercado mundial exigió recurrir a formas pre-capitalistas de producción (Osorio, 2009: 44-47) .

En tercer lugar hay que superar la falsa disyuntiva entre exogenistas puros, que ignoran cómo el capitalismo dependiente internaliza los condicionamientos externos y endogenistas puros, que desconocen la forma en que América Latina quedó inscripta en el mercado internacional (Osorio, 2009: 82-85) .

El empalme de Cueva con Marini, Dos Santos y Bambirra resuelve esos escollos a partir de un abordaje integrado, que asigna alta significación a la lucha de clases en el devenir de la historia. En los cuatro autores lo interno y lo externo no alude exclusivamente a desarrollos económicos, conquistas militares o hegemonías políticas. Se refiere a incidencias y desenlaces de la confrontación clasista.

Estos enfoques se alejan del funcionalismo de Cardoso y del distanciamiento de la acción política de Frank. Razonan en una tradición de atención simultánea al desenvolvimiento de las fuerzas productivas y a los resultados de la batalla social.

La convergencia de endogenistas y exogenistas contribuye a esclarecer también el controvertido status metodológico de la teoría marxista de la dependencia. Al principio Cueva planteó la inexistencia de leyes del capitalismo dependiente, estimando que esas normas sólo rigen para los modos de producción (capitalismo) y no para las modalidades específicas de esos sistemas (dependencia). Marini y Dos Santos definieron, en cambio, leyes de funcionamiento particulares de las regiones subdesarrolladas.

Al exigir una categorización tan restrictiva del objeto estudiado, la visión inicial de Cueva cerraba el camino para estudiar el funcionamiento específico de la periferia. Varios autores propusieron resolver esa encerrona, liberando la concepción de las fuertes exigencias que supone una teoría.

Sugirieron estudiar la dependencia como un paradigma, es decir un modelo aceptado por la comunidad de las ciencias sociales, a partir de las innovaciones radicales en las miradas prevalecientes (Blomstrom; Hettne, 1990) . En la misma línea de pensamiento otros autores postularon caracterizar a la dependencia como una perspectiva, un enfoque o un punto de vista ( Johnson, 1981).

En todas esas visiones se observa a la dependencia con un programa de investigación positivo. Su estudio permite esclarecer las relaciones centro-periferia, más allá del status epistemológico de esa indagación (Henfrey, 1981).

El paradigma de la dependencia y del subdesarrollo estudia, por lo tanto, la dinámica de la acumulación que distingue a la periferia e indaga las modalidades de funcionamiento específico del capitalismo dependiente.

En este abordaje tienen cabida las distintas variedades históricas de modos de producción y formaciones económico-sociales que rigieron en América Latina. Este enfoque incorpora, además, nuevos conceptos como el patrón de reproducción, para estudiar los modelos peculiares del capitalismo dependiente, en los períodos contemporáneos (Osorio, 2012:37-86) . Las investigaciones iniciadas por Marini y Cueva inspiraron este fructífero desarrollo reciente .

BALANCES Y DECLIVES

La importancia de la convergencia de Cueva con Marini fue percibida por varios analistas. Registraron cómo las divergencias entre ambos autores se redujeron al compás de sus coincidencias políticas. Ese empalme esclareció las desinteligencias precedentes y permitió superarlas a fines de los 80. Los dos teóricos se reencontraron en el escenario neoliberal, desenvolviendo una batalla común en defensa del socialismo ( Gandásegui, 2009.

En esta convergencia definieron un abordaje similar para caracterizar la lógica del subdesarrollo y para desentrañar las causas de las brechas que separan a las economías avanzadas y retrasadas (Chilcote, 1981). En el nuevo marco político se decantaron las viejas posiciones ( Moreano, 2007) y se verificó que expresaban variantes de una misma matriz conceptual (Bugarelli, 2011).

Este empalme puede ser visto como otro ejemplo de la revisión más general de las interpretaciones que contraponían las lecturas “productivista” y “circulacionista” de Marx (Munck, 1981). La síntesis consumada ilustró la maduración del pensamiento social latinoamericano, que comparte ópticas antiimperialistas para el estudio de la región.

El contrapunto entre dependentismo y endogenismo perdió sentido a fin del siglo XX. Pero la maduración de Cueva también expresó el declive de un enfoque afectado por la definitiva extinción de los estadios pre-capitalistas.

El endogenismo ilustró la dinámica latinoamericana de la época colonial y clarificó la gravitación del atraso agrario en la era del imperialismo clásico. Pero tuvo escasa gravitación para indagar lo ocurrido durante de posguerra y no tiene relevancia para comprender el actual período de dominio pleno del capitalismo.

En esta etapa se han disuelto todos los resabios de los modos de producción articulados en formaciones económicas diferenciadas. En el siglo XXI sólo pueden distinguirse modelos, variedades o patrones de acumulación del capitalismo vigente en cada país. Ninguno de esos esquemas mantiene resabios pre-capitalistas.

El endogenismo se debilitó con la extinción de esas rémoras en el sector agrario. E l caso mexicano -tan observado por esa corriente -ilustra la reorganización radical de la vida rural bajo el patrón del agro-business, el fin de la auto-suficiencia, la sustitución de la vieja alimentación por las importaciones y la especialización en nuevos productos rentables.

Lo mismo se verifica en todas las economías andinas. El tipo de conflictos que genera esta transformación -desigualdad, éxodo rural, desposesión, lumpenización, narco-tráfico, informalidad laboral- es típico del capitalismo contemporáneo.

La propia definición endogenista del crecimiento como expansión del capitalismo explica su pérdida de significación. La consolidación de ese sistema quita utilidad a todas las observaciones precedentes sobre el desenvolvimiento insuficiente de ese modo de producción.

El declive endogenista también obedece a la pérdida de centralidad de las economías nacionales como consecuencia de la mundialización. Esa expansión recorta drásticamente todas las explicaciones del subdesarrollo en clave nacional (Chinchilla; Dietz, 1981).

Esa referencia era primordial para explicar cómo se articulaban varios modos de producción en cierto espacio regional bajo la custodia del estado. Pero la gravitación de la economía global redujo primero y anuló después la autonomía de esos procesos (Barkin, 1981). El avance de la internacionalización acrecienta drásticamente la primacía de los factores exógenos y explica la pérdida de interés en el endogenismo.

Pero ese declive colocó todos los interrogantes en el polo opuesto. ¿Qué ocurrió con los enfoques que enfatizan el condicionamiento externo como causa del atraso latinoamericano? ¿Cómo se relacionó la escuela del Sistema Mundial con la Teoría de la Dependencia? Abordaremos este tema en nuestro próximo artículo.

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Fuente del articulo: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=216406&titular=cr%EDticas-y-convergencias-con-la-teor%EDa-de-la-dependencia-

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Críticas y convergencias con la Teoría de la Dependencia

Por Claudio Katz

Rebelión

En los años 70 Agustín Cueva fue el principal crítico marxista de las Teorías de la Dependencia. Objetó la tesis del desarrollo asociado, cuestionó la visión metrópoli-satélite y mantuvo intensas polémicas con Bambirra, Dos Santos y Marini. Pero a partir de confluencias políticas, en la década siguiente participó de un reencuentro teórico que modificó el abordaje del subdesarrollo.

FUNCIONALISMO SIN SUJETOS

Cueva sobresalió como un intelectual muy creativo. Se forjó en el ambiente localista de Ecuador, absorbió concepciones estructuralistas en Francia y maduró su novedosa mirada historiográfica en México. Compartió ciertas estrategias políticas con los partidos comunistas, pero cuestionó el dogmatismo imperante en la URSS (Prado, 1992).

Sus debates con la teoría de la dependencia comenzaron con tres objeciones al esquema de Cardoso-Faletto. Criticó, en primer término, el uso de criterios funcionalistas para explicar la historia de América Latina, señalando que el “desarrollo hacia adentro” o las “colonias de explotación” carecían de la consistencia explicativa. Retrataban peculiaridades de ciertas áreas o singularidades de los productos exportados, pero no aportaban criterios para la interpretación del subdesarrollo.

Cueva puntualizó que las ventajas o inconvenientes generados por los recursos de cada región no clarifican la lógica capitalista, ni esclarecen las aptitudes diferenciadas para la acumulación. Señaló que sólo los conceptos marxistas de fuerzas productivas, relaciones de producción y lucha de clases facilitan ese análisis (Cueva, 1976).

El pensador ecuatoriano estimó que Cardoso soslayaba los procesos histórico-sociales en todas sus caracterizaciones. Señaló que FHC ofrecía una descripción de las ventajas del control nacional sobre los recursos (México) frente a su administración foránea (pequeños países de Centroamérica). Destacó que también retrataba las conveniencias de ciertas alianzas políticas para incentivar la industrialización (Brasil en los años 60) u obstruirla (Argentina en el mismo periodo) (Cueva, 1973:102).

Pero el teórico andino puntualizó que en ese pantallazo, los desequilibrios de la acumulación capitalista eran tan omitidos como los conflictos entre los grupos dominantes.

Cueva objetó, en segundo lugar, el razonamiento “externalista” de Cardoso. Destacó que su enfoque sustituía el análisis de cada economía latinoamericana por una simple constatación de inserciones en el mercado mundial. Señaló que la contraposición entre situaciones de enclave y control nacional de los recursos nacionales registraba conexiones externas, sin indagar la dinámica endógena del desenvolvimiento de cada país.

Estimó que la omisión de la dimensión agraria ilustraba ese desconocimiento de los procesos internos. Destacó especialmente la ausencia de referencias a los conflictos entre campesinos y latifundistas, que determinaron los principales desenlaces progresivos (México) o regresivos (Perú, Colombia) de la historia regional. Observó que en muchas circunstancias esos procesos fueron más determinante del subdesarrollo que las exacciones externas.

En tercer lugar, Cueva advirtió la total ausencia de sujetos populares en la radiografía expuesta por Cardoso. Remarcó que presentaba al pueblo como un acompañante pasivo de las alianzas tejidas por las burocracias con las clases dominantes.

El teórico ecuatoriano señaló que FHC sólo reconocía cierta gravitación de la clase media, ignorando por completo a los obreros, campesinos o desposeídos. Estimó que ese desconocimiento obstruía cualquier análisis de lo acontecido en un continente convulsionado por rebeliones y resistencias populares (Cueva, 1976).

Con esta temprana percepción del funcionalismo, el externalismo y la omisión de las confrontaciones de clases, Cueva puso de relieve defectos en la obra de Cardoso, que los teóricos marxistas de la dependencia resaltaron con mayor tardanza (Katz, 2016).

EXOGENISMO MECÁNICO

Cueva objetó también la visión externalista del esquema metrópoli-satélite y la interpretación del subdesarrollo como un resultado exclusivo de la inserción subordinada en el mercado mundial (Cueva, 1979a: 7-11).

Cuestionó el énfasis unilateral de Frank en los desequilibrios exógenos, señalando que América Latina no era dependiente por su integración en el mercado mundial, sino por la obstrucción interna a su desarrollo. Observó que el predominio de rentas improductivas generadas por la primacía de las haciendas, plantaciones y latifundios bloqueó más la acumulación de capital, que las succiones coloniales o imperiales .

El pensador ecuatoriano atribuyó los errores de Frank a su asimilación acrítica de los enfoques de la CEPAL, exclusivamente centrados en el deterioro de los términos de intercambio. Señaló que esa mirada indujo a generalizaciones excesivas y a suponer que todas las sociedades latinoamericanas están cortadas por un mismo patrón.

Cueva destacó que el simplificado modelo de satélites y metrópolis omite las diferencias entre economías tan disimiles como Chile y Brasil. Cuestionó también la atención excluyente a l comercio en desmedro de la producción, como principal determinante del subdesarrollo (Cueva, 1986) . Varios autores de la época tipificaron ese defecto con el término de “circulacionismo”.

El crítico andino también cuestionó las conclusiones de su colega alemán. Estimó que la conocida fórmula para describir el retraso latinoamericano (“desarrollo del subdesarrollo”) sugería un erróneo escenario de estancamiento.

Cueva objetó la identificación de una situación dependiente con bloqueos a cualquier expansión y propuso indagar a Latinoamérica como un eslabón débil del desarrollo desigual del capitalismo. Resaltó que la competencia y la inversión son incompatibles con el estancamiento, en un sistema sujeto a espirales de contradicciones (Cueva, 1977: 98-113, 437-442).

El teórico ecuatoriano criticó, además, la desconsideración por los antagonismos entre opresores y oprimidos. Cuestionó la sustitución analítica de las luchas y las sublevaciones por meras clasificaciones de satélites.

Frank no respondió. Se limitó a registrar esos señalamientos como un indicio del impacto generado por su propia obra. Esta actitud fue congruente con el abandono de la Teoría de la Dependencia que consumó al poco tiempo de haberla formulado (Frank, 1970: 305-327).

Posteriormente retomó el tema afirmando que su enfoque nunca privilegió el comercio, ni desconoció las dimensiones endógenas. Pero no aportó argumentos para justificar esa opinión (Frank, 2005).

Las observaciones de Cueva sintonizaron con objeciones de otros analistas, que remarcaron “unilateralidades” del enfoque metrópoli-satélite (Vitale, 1981), su “exagerado dependentismo” (Martins, 2009) o su “pesimismo apocalíptico” (Boron, 2008).

PROBLEMAS DEL PAN-CAPITALISMO

La crítica de Cueva se extendió al diagnóstico del capitalismo comercial instaurado en América Latina desde el siglo XVI. Frank afirmaba que desde esa época predominó en la región un sistema de producción orientado por el mercado. Expuso esa tesis en polémica con las teorías del pasado feudal, señalando que nunca rigió una economía cerrada o meramente rural (Frank, 1970: 31-39, 167-168).

Cueva remontó también el origen del subdesarrollo a la colonia, pero no atribuyó ese problema al comercio. Recordó la devastación sufrida durante la “des-acumulación originaria” impuesta por la conquista y señaló que esa depredación no instauró modalidades capitalistas (Cueva, 1973: 65-78).

El pensador andino criticó la identificación del capitalismo con el intercambio comercial. Contrapuso la asociación de ese sistema con la economía monetaria (Adam Smith), a su presentación como un modo de producción basado en la explotación del trabajo asalariado (Marx). Subrayó que el capitalismo presupone procesos industriales de extracción de plusvalía, inexistentes en esa época no sólo en América Latina, sino también en Europa.

Cueva remarcó la preeminencia inicial en América Latina de regímenes pre-capitalistas estrechamente conectados con el naciente mercado mundial. Objetó el simplificado contrapunto entre los intérpretes de la colonización feudal y capitalista, destacando la imposibilidad de corroborar ambas caracterizaciones. Propuso incorporar la noción de formaciones económico-sociales para resolver ese problema (Cueva, 1988).

Señaló que las articulaciones de variados modos de producción rigieron desde la conquista hasta el siglo XIX (Cueva, 1979a: 60-68). D istinguió especialmente tres modalidades: la servidumbre en la hacienda, la esclavitud en las plantaciones y el trabajo asalariado en los latifundios. Entendió que esta atención por la forma de explotación imperante era más congruente con el marxismo, que la jerarquización analítica del comercio exterior. Rechazó el pan-capitalismo de Frank por reducir cuatro siglos de historia a la primacía de un modo de producción contemporáneo (Cueva, 1978).

El pensador ecuatoriano también destacó que el concepto de formaciones económico-sociales era indispensable para comprender el subdesarrollo desigual de América Latina. Estimó que lo ocurrido en cada proceso nacional se explicaba por la disolución de las bases pre-capitalistas, que precedieron al afianzamiento de los modelos oligárquicos predominantes desde el siglo XIX (Cueva, 1982).

El teórico andino ubicó el origen contemporáneo del subdesarrollo en la consolidación de la gran propiedad rural y describió cómo las repúblicas balcanizadas impidieron el surgimiento de los farmers. Situó la causa central del atraso latinoamericano en la carencia (Ecuador, Brasil) o insuficiencia de transformaciones agrarias (México, Bolivia).

Esta relevancia asignada a los determinantes internos del subdesarrollo sintonizó con otras miradas igualmente inspiradas en el enfoque althusseriano (Howard; King, 1989: 205-215). Todas rechazaban las contraposiciones tradicionales entre feudalismo y capitalismo, subrayando el predominio de mixturas condicionadas por la penetración desigual e insuficiente del capitalismo.

Estas visiones empalmaron con las objeciones dentro de la propia teoría marxista de la dependencia a la omisión de las estructuras internas y con la crítica a la falsa equiparación de situaciones coloniales y contemporáneas (Dos Santos, 1978: 303-304, 336-337; Marini, 1973:19). Estos cuestionamientos resaltaron el olvido de las raíces de la dependencia en el plano productivo (Chilcote, 1983) y convergieron con otros críticos de la tesis del capitalismo vigente en América Latina desde 1492 (Salama, 1976:13). 

Cueva también objetó el desconocimiento del protagonismo que tuvieron las clases populares en la historia latinoamericana . Señaló que Frank ignoró esa incidencia en las luchas por la I ndependencia y en las revoluciones agrarias, nacionales o antiimperialistas de la centuria posterior (Cueva, 1979a: 69-93).

El teórico ecuatoriano abordó el estudio del pasado desde una óptica de los oprimidos (“historia por abajo”), para subrayar cómo ese legado nutrió la cultura de la izquierda. Propició un enfoque que despuntaba también en teóricos marxistas de otras regiones. Los historiadores ingleses, por ejemplo, exploraban en esa época una nueva síntesis entre el papel de estructuras económicas y el rol definitorio de la lucha social (Kaye, 1989).

¿SINGULARIDAD METODOLÓGICA?

Cueva también criticó el status teórico del concepto dependencia. Objetó la enunciación de leyes específicas del capitalismo subordinado, señalando que esos principios sólo se corresponden con la universalidad de los modos de producción, sin aludir al centro o a la periferia. Precisó que las formaciones sociales específicas no están sujetas a ningún tipo de legalidad (Cueva, 1976).

El pensador ecuatoriano formuló estas observaciones en términos genéricos, pero reprochó la errónea búsqueda de leyes peculiares a “un autor tan riguroso” como Marini.

Cueva no cuestionó la existencia de una dinámica específica de la economía latinoamericana. Objetó su presentación como leyes, señalando que esas reglas explican el funcionamiento del feudalismo o el capitalismo, sin extenderse a los ámbitos peculiares de esos sistemas (Cueva, 1979b).

El pensador andino no profundizó en las consecuencias epistemológicas de su planteo. No pretendía iniciar una controversia filosófica, sino aportar argumentos al debate con los teóricos del singularismo regional. Por eso le cuestionó a Cardoso su búsqueda de originalidades latinoamericanas y rechazó la vehemencia identitaria de muchos auspiciantes de las ciencias sociales latinoamericanas.

Cueva tenía preocupaciones inversas a Marini. En vez de lamentar la ausencia de autores localizados en la región, resaltaba el exceso de provincialismo y la escasa absorción de ideas universalistas. Desechaba la existencia de “categorías nuestras” y confrontaba con las mitologías regionalistas (Cueva, 1979a: 83-93).  

En este debate Cueva prolongaba la batalla que había librado en Ecuador contra la ideología del mestizaje. Denunciaba el retrato imaginario de una armónica convivencia entre pueblos, que difundían los pensadores de las clases dominantes. Estimaba que ese idílico universo encubría la opresión ejercida por las elites adineradas y cuestionaba esa demagogia nacionalista desde una postura socialista (Tinajero, 2012: 9-35).

Esta oposición al nacionalismo populista explica la hostilidad de Cueva a la pretensión de elevar el status conceptual de la teoría de la dependencia. Rechazó esa aspiración afirmando que América Latina estaba regida por principios generales del capitalismo.

Para el teórico ecuatoriano las sociedades latinoamericanas era particulares, pero no originales y la indagación de sus dinámicas no implicaba descubrir leyes propias de la región.

Pero sus críticas sólo eran pertinentes para los pensadores que recurrían a explicaciones espiritualistas de la identidad latinoamericana o para los constructores de forzados de destinos nacionales. Ninguno de esos defectos se verificaba en los teóricos marxistas de la dependencia. Las acusaciones de nostalgia nacionalista contra varios integrantes de esa corriente carecían de justificación.

No sólo Dos Santos, Marini y Bambirra postulaban enfoques socialistas con miradas universalistas. Cardoso mantenía afinidades con el cosmopolitismo liberal y Gunder Frank con variantes libertarias de ese mismo ideario. El equívoco de Cueva estuvo muy influido por el tenso clima político de los años 70.

EL BALANCE DE LA UNIDAD POPULAR

Todos los participantes del debate de la dependencia estuvieron personalmente involucrados en la experiencia de la Unidad Popular chilena. Al igual que sus colegas, Cueva tuvo enormes expectativas en un desemboque socialista de ese proceso. Describió esa oportunidad en un país con excepcionales tradiciones de continuidad institucional. Señaló que ese legado facilitó el triunfo electoral de la izquierda, pero fue también utilizado por el pinochetismo para preparar el golpe .

Cueva estimó que la derecha demostró una voluntad de poder ausente en la UP. Esa coalición buscó acuerdos con la oposición y no supo utilizar el respaldo popular para desbaratar la asonada.

El pensador ecuatoriano retrató el papel arbitral de Allende y la confianza socialdemócrata en el legalismo. Pero también criticó la conducta “aventurera” del MIR por su promoción de acciones directas “utilizadas por la derecha” (Cueva, 1979a: 97-140).

Marini extrajo un balance totalmente opuesto. Identificó el triunfo de la UP con la apertura de un proceso revolucionario y responsabilizó al Partido Comunista por la frustración de ese curso. Criticó especialmente la hostilidad de esa organización a cualquier desborde del marco político burgués.

El economista brasileño estimó que Allende quedó entrampado en una tolerancia suicida del golpe. Señaló que el MIR nunca realizó acciones adversas a la UP. Al contrario colaboró con ese gobierno, promovió comités para sostenerlo, alentó la reforma agraria y la continuidad de la producción saboteada por los capitalistas (Marini, 1976a). Reivindicó al mismo tiempo el intento de gestar formas de poder alternativo para contener a Pinochet (Marini, 1976b).

Dos Santos coincidió con Marini. Integraba el Partido Socialista y proponía la unión de toda la izquierda para radicalizar el proceso abierto con el gobierno de Allende (Dos Santos, 2009:11-26).

En una mirada retrospectiva la balanza de la discusión se inclina a favor de Marini. El teórico de la dependencia captó la disyuntiva imperante en 1970-73 entre el debut del socialismo y el triunfo de la reacción. Cueva eludió ese dilema con enunciados contradictorios.

El escritor ecuatoriano objetó tanto la miopía institucionalista como la acción directa, sin aclarar cuál de los dos problemas fue determinante del trágico desenlace. Mientras que la izquierda de la UP fomentaba el poder popular, el sector conservador de ese frente buscaba una alianza con la Democracia Cristiana, para gestar una etapa de capitalismo nacional.

Cueva sugirió una tercera opción sin explicar cómo podría implementarse. Criticó la supresión de etapas intermedias y el desconocimiento de la correlación de fuerzas (Cueva, 1979a: 7-11). Pero Marini tomaba en cuenta ambos problemas al apoyar las iniciativas desde abajo en los cordones industriales y las comunas agrarias.

Tanto Cueva como Marini promovían la conversión de los triunfos electorales de la izquierda en dinámicas radicales de conquista del poder. Pero confrontaron duramente en la definición de las estrategias para alcanzar ese objetivo. Esta divergencia se proyectó a otros planos y generó drásticas críticas (Cueva, 1988) y virulentas defensas de la Teoría de la Dependencia (Marini, 1993; Dos Santos, 1978: 351, 359, 361; Bambirra, 1978: 40-73).

ENDOGENISMO TRADICIONAL Y TRANSFORMADO

Aunque Cueva compartió la estrategia de muchos partidos comunistas, no cuestionó la Teoría de la Dependencia desde ese alineamiento. Su enfoque contrastó con las objeciones formuladas por esa corriente.

Los exponentes del comunismo oficial criticaban el rechazo de Frank, Marini y Dos Santos a la política de alianzas con la burguesía nacional. Señalaban que con esa oposición se negaba la primacía de la lucha antiimperialista, se desconocía la necesidad de los frentes poli-clasistas, se desvalorizaba al campesinado y se omitía la centralidad de la lucha democrática (Fernández; Ocampo, 1974).

Pero en los hechos las alianzas con las “burguesías progresistas” conducían a esos desaciertos. Esos grupos dominantes adoptaban posturas regresivas de atropello a los trabajadores y de sostén de la represión. El oficialismo comunista no registraba, además, las potencialidades socialistas abiertas con la revolución cubana, que dos teóricos de la dependencia expusieron en un elaborado texto ( Dos Santos; Bambirra, 1980).

Cueva no participó en esas discusiones, ni repitió las acusaciones que recibía el dependentismo por su parentesco con la “ideología burguesa”. Ese cuestionamiento resaltaba el contenido filosófico “idealista” de esa concepción, subrayando su desatención por las problemáticas materialistas de la relación del capital con el trabajo (Angotti, 1981). También alertaba contra la existencia de una confusa variedad de conceptos de la dependencia, que eran aprovechados por los autores pro-imperialistas.

La inconsistencia de estas observaciones salta a la vista en cualquier lectura contemporánea. Pero los disparos verbales sin contenido eran muy frecuentes en una época de razonamientos orquestados en torno a fidelidades o herejías hacia el partido. Cueva se ubicó en un ámbito político próximo al comunismo sin compartir esos códigos. Nunca sustituyó la reflexión por la demolición de los disidentes.

Tampoco crucificó a los teóricos de la dependencia por su resistencia a endiosar a la Unión Soviética, ni estimó que le “hacían el juego al imperialismo” por soslayar panegíricos del “campo socialista”.

El pensador ecuatoriano desenvolvió, en cambio, los argumentos endogenistas sugeridos por varios críticos comunistas de la teoría de la dependencia. Transformó vagas observaciones en sólidos planteos, objetando especialmente la atención unilateral por los procesos de circulación comercial, en desmedro de la dinámica productiva del capitalismo.

Cueva resaltó también la importancia de priorizar el atraso agrario como explicación del subdesarrollo subrayando el peso del latifundio, la gravitación de la renta y la incidencia del campesinado. Postuló que la asfixia endógena generada por el estancamiento agrario era más gravitante que la exacción exógeno-imperial.

Pero a diferencia del endogenismo tradicional, Cueva nunca atribuyó el retraso de la región a la persistencia de resabios feudales, ni planteó la necesidad de una alianza con la burguesía para superar esa rémora.

El teórico andino desenvolvió la crítica al exogenismo de Frank sin compartir los preceptos del endogenismo tradicional. Rechazó el mecánico esquema de etapas históricas sucesivas y razonó con criterios de desarrollo desigual y combinado.

En su madurez Cueva ponderó la atención de la Teoría de la Dependencia al lugar internacional de América Latina, pero continuó señalando la carencia de nítidas conexiones analíticas con los parámetros locales. Resaltó la génesis nacional del capitalismo y subrayó los determinantes internos de la acumulación. Buscó por esa vía aportar fundamentos endógenos al dependentismo.

COINCIDENCIAS CONTRA EL POS-MARXISMO

Con el afianzamiento de las dictaduras la Teoría de la Dependencia perdió gravitación. En los años 80 algunos autores diagnosticaron la disolución de esa escuela, junto al declive de los proyectos emancipación (Blomstrom; Hettne, 1990: 105, 250-253).

Ese retroceso no obedeció a miradas erróneas de la realidad latinoamericana, sino a las derrotas sufridas por los movimientos revolucionarios. Los conceptos de la dependencia no sucumbieron. F ueron silenciados por la contra-reforma neoliberal (López Hernández, 2005). La teoría que dominó el escenario precedente quedó relegada por motivos políticos y perdió interés entre nuevas generaciones distanciadas de la radicalidad anticapitalista.

La derrota electoral del Sandinismo en 1989 inauguró un repliegue de los proyectos socialistas, que se profundizó con la implosión de la Unión Soviética. La Teoría de la Dependencia decayó como consecuencia de ese retroceso.

Cueva y Marini receptaron de inmediato el golpe e iniciaron un proceso de aproximación en numerosos terrenos, aunque disintieron en la caracterización de las dictaduras.

El pensador ecuatoriano definió a esas tiranías como regímenes fascistas, equiparables a la barbarie de entre-guerra (Cueva, 1979a: 7-11). El teórico brasileño resaltó, en cambio, las diferencias con lo ocurrido en el Viejo Continente. Destacó la debilidad de las burguesías latinoamericanas, que aceptaban el rol sustituto de los militares sin forjar bases propias de sustentación política (Marini, 1976b).

Más allá de estos matices, ambos pensadores convergieron de inmediato en la prioridad de la resistencia democrática. Cuando decayeron las tiranías denunciaron los pactos concertados por los partidos tradicionales con los militares para perpetuar la cirugía neoliberal.

Cueva desplegó una intensa polémica con los autores que justificaban esas negociaciones. Señaló que esos acuerdos socorrían a los gendarmes, consagraban su impunidad y garantizaban las transformaciones regresivas del neoliberalismo (Cueva, 2012). Marini expuso la misma denuncia, mediante categóricos rechazos de la tutela militar de las transiciones pos-dictatoriales.

Pero la principal batalla convergente de Cueva y Marini fue la crítica a los intelectuales pos-marxistas (Laclau). Estos autores abandonaron el análisis de clase, desecharon la centralidad de la opresión imperial y consideraron perimida la acción de la izquierda. También redescubrieron la socialdemocracia y se reencontraron con los viejos partidos dominantes (Chilcote, 1990).

En este escenario Cueva y Marini concentraron todos sus dardos en la defensa del antiimperialismo y el socialismo y polemizaron con la presentación mistificada del capitalismo como un régimen inmodificable.

El escritor ecuatoriano también modificó en ese período su valoración del populismo. En vez de resaltar la funcionalidad de esa vertiente para la ideología burguesa, subrayó el fermento que aportaba a las concepciones jacobinas, que en América Latina enlazaban al nacionalismo radical con el socialismo (Cueva, 2012: 183-192).

En el mismo período Marini retornó a Brasil después de 20 años de exilio y enfrentó la hostilidad de los ex dependentistas acomodados en el universo académico. Denunció ese amoldamiento y retomó sus debates con Cardoso ( Marini, 1991) . La confluencia con Cueva fue un resultado natural de esa batalla contra adversarios comunes.

REENCUENTRO CON LA DEPENDENCIA

Cueva y Marini encararon una discusión también convergente con los teóricos neo-gramscianos (Aricó, Portantiero). Esa corriente reformulaba el pensamiento del comunista italiano, para derivar de ese enfoque una visión laudatoria de la democracia. Ignoraba el perfil distintivo de ese sistema político en los diversos regímenes sociales y estimaba que el antiimperialismo y la dependencia eran conceptos obsoletos.

Cueva rechazó esa visión presentado nuevos datos de la subordinación económica y el sometimiento político de América Latina . Ilustró cómo la dependencia se había acentuado con el agravamiento del endeudamiento externo (Cueva, 1986).

El teórico ecuatoriano señaló que el subdesarrollo persistía junto a los procesos de modernización. Resaltó la combinación de pobreza y opulencia vigente en Brasil (“Belindia”) y demostró la inexistencia de una aproximación de la economía latinoamericana con los países centrales (Cueva, 1979a: 7-11).

Con esta exposición Cueva precisó sus caracterizaciones anteriores. Afirmó que en los años 70 había criticado a la Teoría de la Dependencia desde posturas de izquierda, antagónicas con los cuestionamientos derechistas que observaba veinte años después. Declaró su total oposición a estas miradas y revalorizó los aciertos de la concepción que había cuestionado.

Cueva ratificó su proximidad con la Teoría de la Dependencia, aclarando que nunca negó la sumisión latinoamericana al orden imperial. Ratificó su pertenencia al mismo ámbito antiimperialista de los autores que objetó en el pasado. Señaló que sólo pretendió completar el enfoque dependentista, para superar su desconsideración de los determinantes internos del subdesarrollo (Cueva: 1988).

El pensador ecuatoriano expuso esta reconsideración con elogios al trabajo de Marini (Cueva, 2007:139-158) y a las posturas adoptadas por Dos Santos durante su retorno a Brasil (Cueva, 1986). A su vez, Marini reivindicó las críticas de Cueva a los intelectuales pos-marxistas y ponderó sus diferencias con otros autores endogenistas (Marini, 1993).

EL CAMINO INVERSO

Cueva fue el último exponente del endogenismo marxista y el precursor de una síntesis con la Teoría de la Dependencia. Buscó soluciones en el marxismo latinoamericano a los cuestionamientos que afrontaba esa última concepción. Siguió un rumbo contrario a otros pensadores de su tradición, que optaron por el rechazo del esquema centro-periferia y adoptaron una teoría comparativa de los capitalismos nacionales.

En ese curso se embarcó, por ejemplo, el inspirador francés de la Teoría de la Regulación, Alain Lipietz. Este pensador no trabajó específicamente la problemática latinoamericana, pero asimiló en sus inicios el mismo marxismo althusseriano de Cueva.

Con ese fundamento conceptual estudió la dinámica de los modos de producción articulados buscando comprender la singularidad de los modelos nacionales. Desde esa óptica expuso también fuertes objeciones a la Teoría de la Dependencia por su desconsideración de las condiciones internas (Lipietz, 1992: 20, 34-39, 62).

Pero a medidos de los 80 declaró su “cansancio” con el antiimperialismo y las interpretaciones marxistas del subdesarrollo . Objetó el principio de la polarización mundial, señalando que no existe un lugar predeterminado para cada economía en la división internacional del trabajo. Subrayó la existencia de muchos sitios disponibles para situaciones de dependencia o autonomía (Lipietz, 1992: 12-14, 25-30, 38-41).

El teórico francés concluyó este razonamiento ponderando la existencia de una gran variedad de capitalismos nacionales, cuyo rumbo es definido por las elites gobernantes, en función de escenarios sociales e institucionales cambiantes.

Esta tesis nutrió la Teoría de la Regulación -que mixturaba marxismo con heterodoxia keynesiana- y derivó posteriormente en las concepciones social-desarrollistas, que promueven esquemas de capitalismo redistributivo.

En este enfoque se verifican dos problemas que Cueva logró evitar. Por un lado, el abandono del horizonte socialista condujo a Lipietz, a concebir márgenes ilimitados del capitalismo para lidiar con sus propios desequilibrios.

Esa mirada supone que el mercado puede ser mejorado perfeccionando las instituciones, que la rentabilidad puede ser acotada con regulaciones estatales, que la explotación puede neutralizarse y que las crisis son manejables con dispositivos macro-económicos.

Con esos presupuestos de capitalismo auto-correctivo se promueve el régimen de acumulación más conveniente, para un sistema que siempre encontraría soluciones a sus contradicciones. De la descripción inicial de formas variadas del capitalismo se pasa a un diagnóstico de auto-superación de ese sistema, mediante tránsitos de un régimen de acumulación a otro (Husson, 2001:171-182).

El segundo problema de esta modalidad de endogenismo burgués es la omisión de los condicionamientos objetivos que impone la mundialización. Se supone que el capitalismo vigente en cada país constituye una elección soberana de sus ciudadanos.

Al resaltar la determinación puramente interna del curso imperante en cada nación se olvida cómo el capitalismo mundializado modela esas dinámicas nacionales.

La hostilidad a la teoría de la dependencia termina resucitando creencias de libre elección e imaginarios de capitalismo electivo. Cueva sorteó esos desaciertos al intuir las nuevas modalidades de subdesarrollo que genera la mundialización.

LA SÍNTESIS TEÓRICA

El camino de convergencia con Marini seguido por Cueva abrió el rumbo para una síntesis teórica. Ese empalme quedó planteado por el alineamiento de Cueva en el campo del dependentismo, no sólo como reacción frente a las críticas derechistas. El escritor andino reconoció la validez general de la vertiente marxista de esa concepción y distinguió ese enfoque de las simplificaciones de Frank y las inconsistencias de Cardoso.

Esta reconsideración permitió entender que la interpretación endogenista no era incompatible con la caracterización dependentista del subdesarrollo latinoamericano. Convergían de la misma forma que sintonizaron los marxistas de posguerra en la evaluación de la relación centro-periferia. Las mismas afinidades que conectaron a Sweezy-Baran, Amin y Mandel aunaron a los teóricos sudamericanos.

El encuentro de Cueva con Marini permitió decantar la teoría de la dependencia, depurar sus conceptos e incorporar aportes de otros pensadores. Esa síntesis fue un proceso de maduración simultánea. Al mismo tiempo que Cueva revalorizó la obra de sus viejos contendientes, Marini, Dos Santos y Bambirra afianzaron su distanciamiento de Frank y Cardoso.

La aproximación de endogenistas y exogenistas no implicó unanimidad, ni coincidencia plena. Cueva reafirmó su desacuerdo con varios conceptos de Marini. Resaltó el interés de los diagnósticos del ciclo productivo dependiente, pero remarcó la supremacía de la dimensión financiera .

El pensador ecuatoriano tampoco consideró satisfactorio el concepto de superexplotación, que siguió observando como una variante de la pauperización absoluta. Pero defendió enfáticamente a Marini de las acusaciones de “estancacionismo”, recordando que ese defecto signó la obra de Furtado (Cueva, 2012: 199-200) .

En la síntesis de Marini con Cueva se encuentran los pilares de una caracterización integral del status de América Latina. Partiendo de la condición subordinada y retrasada de la zona, esa visión permite distinguir tres niveles de análisis.

En el plano económico la región es subdesarrollada en comparación a los países avanzados. En la división internacional del trabajo Latinoamérica ocupa un lugar periférico, contrapuesto a la inserción privilegiada que detentan las potencias centrales. En el aspecto político padece dependencia, es decir márgenes de autonomía estrechos y contrapuestos al rol dominante que ejercen los imperios.

Subdesarrollo, periferia y dependencia constituyen, por lo tanto, conceptos conectados a una misma condición. Estas tres nociones no aparecen claramente diferenciadas en Cueva y en Marini, pero han sido precisadas por autores posteriores (Domingues, 2012) .

El marxista ecuatoriano y sus pares brasileños sugirieron una nítida interrelación entre los tres conceptos. Señalaron que la subordinación periférica al mercado mundial define distintos niveles de subdesarrollo, que son acentuados por la dependencia política.

Cueva y Marini resaltaron los márgenes reducidos que tiene América Latina -bajo el capitalismo- para modificar su status. Esta óptica difiere del camino abierto al desarrollo que imaginó Cardoso a partir de los años 80. También discrepa del sendero complemente cerrado a cualquier alteración que supuso Frank en la década del 70.

Los teóricos marxistas realizaron, además, exploraciones muy originales de las diferencias existentes al interior de la región. Cueva presentó un esquema de subdesarrollo desigual determinado por el grado de penetración capitalista vigente en cada país. Bambirra expuso una detallada clasificación de esas variedades y Marini investigó las singularidades de la economía más industrializada de la región.

En este abordaje cada autor jerarquizó distintas localizaciones. Cueva centró su atención en los países con resabios pre-capitalistas y Marini en las estructuras de mayor desenvolvimiento fabril.

Por esa razón el primer autor utilizó criterios endógenos aptos para el estudio del subdesarrollo agrario. El segundo privilegió en cambio parámetros de conexión con el mercado mundial, que son más útiles para comprender los desequilibrios de las economías semiindustrializadas.

CONVERGENCIA METODOLÓGICA

Una síntesis de Cueva con Marini permite superar la contraposición entre primacía del abordaje interno o externo en la interpretación del subdesarrollo.

Cueva criticó el externalismo simplificador, indagando cómo rigió en América Latina una articulación variable de los modos de producción, como consecuencia del insuficiente desarrollo capitalista. Analizó la cadena de determinaciones recíprocas que se estableció entre elementos internos retrasados y componentes externos avanzados . Por su parte Marini indagó de qué forma el capitalismo internacional condiciona todas las relaciones internas de la región .

La maduración de ambas miradas contribuyó a dejar atrás posiciones binarias igualmente reduccionistas. El énfasis en la subordinación externa o en la carencia del desarrollo interno -como causa del retraso- debe modificarse según la etapa histórica analizada o la zona específicamente estudiada.

Es evidente que la devastación externa fue el dato central en las primeras décadas de la conquista de América, mientras que la regresión interna prevaleció durante la fase posterior de consolidación del latifundio. A su vez la depredación externo-colonial padecida por los enclaves mineros difirió del estancamiento endógeno-agrario, generado por el afianzamiento de las haciendas.

La Teoría de la Dependencia provee un acertado esquema de explicación de la subordinación sufrida por América Latina. Pero necesita el complemento analítico del endogenismo, para analizar el bloqueo interno generado por la prolongada preeminencia de modalidades pre-capitalistas.

Osorio remarca cómo esa integración combina un abordaje totalizador del capitalismo dependiente, con un estudio peculiar de las formaciones históricas de la región. Destaca que estas modalidades sólo pueden ser esclarecidas evaluando su inserción en el mercado mundial. La teoría marxista de la dependencia define un marco analítico enriquecido por el endogenismo (Osorio, 2009: 94-98) .

La profundización de esta síntesis exige dejar atrás tres equívocos. En primer lugar la visión sin historicidad del esquema metrópoli-satélite, que confunde la situación colonial con la dependencia posterior, suponiendo que una misma contradicción se repite a lo largo del tiempo en estructuras invariables (Osorio, 2009: 86-89) .

En segundo término, corresponde abandonar el diálogo de sordos que se entabló entre las tesis de la colonización feudal y capitalista, desconociendo que la inserción de América Latina en el mercado mundial exigió recurrir a formas pre-capitalistas de producción (Osorio, 2009: 44-47) .

En tercer lugar hay que superar la falsa disyuntiva entre exogenistas puros, que ignoran cómo el capitalismo dependiente internaliza los condicionamientos externos y endogenistas puros, que desconocen la forma en que América Latina quedó inscripta en el mercado internacional (Osorio, 2009: 82-85) .

El empalme de Cueva con Marini, Dos Santos y Bambirra resuelve esos escollos a partir de un abordaje integrado, que asigna alta significación a la lucha de clases en el devenir de la historia. En los cuatro autores lo interno y lo externo no alude exclusivamente a desarrollos económicos, conquistas militares o hegemonías políticas. Se refiere a incidencias y desenlaces de la confrontación clasista.

Estos enfoques se alejan del funcionalismo de Cardoso y del distanciamiento de la acción política de Frank. Razonan en una tradición de atención simultánea al desenvolvimiento de las fuerzas productivas y a los resultados de la batalla social.

La convergencia de endogenistas y exogenistas contribuye a esclarecer también el controvertido status metodológico de la teoría marxista de la dependencia. Al principio Cueva planteó la inexistencia de leyes del capitalismo dependiente, estimando que esas normas sólo rigen para los modos de producción (capitalismo) y no para las modalidades específicas de esos sistemas (dependencia). Marini y Dos Santos definieron, en cambio, leyes de funcionamiento particulares de las regiones subdesarrolladas.

Al exigir una categorización tan restrictiva del objeto estudiado, la visión inicial de Cueva cerraba el camino para estudiar el funcionamiento específico de la periferia. Varios autores propusieron resolver esa encerrona, liberando la concepción de las fuertes exigencias que supone una teoría.

Sugirieron estudiar la dependencia como un paradigma, es decir un modelo aceptado por la comunidad de las ciencias sociales, a partir de las innovaciones radicales en las miradas prevalecientes (Blomstrom; Hettne, 1990) . En la misma línea de pensamiento otros autores postularon caracterizar a la dependencia como una perspectiva, un enfoque o un punto de vista ( Johnson, 1981).

En todas esas visiones se observa a la dependencia con un programa de investigación positivo. Su estudio permite esclarecer las relaciones centro-periferia, más allá del status epistemológico de esa indagación (Henfrey, 1981).

El paradigma de la dependencia y del subdesarrollo estudia, por lo tanto, la dinámica de la acumulación que distingue a la periferia e indaga las modalidades de funcionamiento específico del capitalismo dependiente.

En este abordaje tienen cabida las distintas variedades históricas de modos de producción y formaciones económico-sociales que rigieron en América Latina. Este enfoque incorpora, además, nuevos conceptos como el patrón de reproducción, para estudiar los modelos peculiares del capitalismo dependiente, en los períodos contemporáneos (Osorio, 2012:37-86) . Las investigaciones iniciadas por Marini y Cueva inspiraron este fructífero desarrollo reciente .

BALANCES Y DECLIVES

La importancia de la convergencia de Cueva con Marini fue percibida por varios analistas. Registraron cómo las divergencias entre ambos autores se redujeron al compás de sus coincidencias políticas. Ese empalme esclareció las desinteligencias precedentes y permitió superarlas a fines de los 80. Los dos teóricos se reencontraron en el escenario neoliberal, desenvolviendo una batalla común en defensa del socialismo ( Gandásegui, 2009.

En esta convergencia definieron un abordaje similar para caracterizar la lógica del subdesarrollo y para desentrañar las causas de las brechas que separan a las economías avanzadas y retrasadas (Chilcote, 1981). En el nuevo marco político se decantaron las viejas posiciones ( Moreano, 2007) y se verificó que expresaban variantes de una misma matriz conceptual (Bugarelli, 2011).

Este empalme puede ser visto como otro ejemplo de la revisión más general de las interpretaciones que contraponían las lecturas “productivista” y “circulacionista” de Marx (Munck, 1981). La síntesis consumada ilustró la maduración del pensamiento social latinoamericano, que comparte ópticas antiimperialistas para el estudio de la región.

El contrapunto entre dependentismo y endogenismo perdió sentido a fin del siglo XX. Pero la maduración de Cueva también expresó el declive de un enfoque afectado por la definitiva extinción de los estadios pre-capitalistas.

El endogenismo ilustró la dinámica latinoamericana de la época colonial y clarificó la gravitación del atraso agrario en la era del imperialismo clásico. Pero tuvo escasa gravitación para indagar lo ocurrido durante de posguerra y no tiene relevancia para comprender el actual período de dominio pleno del capitalismo.

En esta etapa se han disuelto todos los resabios de los modos de producción articulados en formaciones económicas diferenciadas. En el siglo XXI sólo pueden distinguirse modelos, variedades o patrones de acumulación del capitalismo vigente en cada país. Ninguno de esos esquemas mantiene resabios pre-capitalistas.

El endogenismo se debilitó con la extinción de esas rémoras en el sector agrario. E l caso mexicano -tan observado por esa corriente -ilustra la reorganización radical de la vida rural bajo el patrón del agro-business, el fin de la auto-suficiencia, la sustitución de la vieja alimentación por las importaciones y la especialización en nuevos productos rentables.

Lo mismo se verifica en todas las economías andinas. El tipo de conflictos que genera esta transformación -desigualdad, éxodo rural, desposesión, lumpenización, narco-tráfico, informalidad laboral- es típico del capitalismo contemporáneo.

La propia definición endogenista del crecimiento como expansión del capitalismo explica su pérdida de significación. La consolidación de ese sistema quita utilidad a todas las observaciones precedentes sobre el desenvolvimiento insuficiente de ese modo de producción.

El declive endogenista también obedece a la pérdida de centralidad de las economías nacionales como consecuencia de la mundialización. Esa expansión recorta drásticamente todas las explicaciones del subdesarrollo en clave nacional (Chinchilla; Dietz, 1981).

Esa referencia era primordial para explicar cómo se articulaban varios modos de producción en cierto espacio regional bajo la custodia del estado. Pero la gravitación de la economía global redujo primero y anuló después la autonomía de esos procesos (Barkin, 1981). El avance de la internacionalización acrecienta drásticamente la primacía de los factores exógenos y explica la pérdida de interés en el endogenismo.

Pero ese declive colocó todos los interrogantes en el polo opuesto. ¿Qué ocurrió con los enfoques que enfatizan el condicionamiento externo como causa del atraso latinoamericano? ¿Cómo se relacionó la escuela del Sistema Mundial con la Teoría de la Dependencia? Abordaremos este tema en nuestro próximo artículo.

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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz

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