Por: Enrique Gismero
La mirada del hombre sobre su entorno es siempre incompleta. Umberto Eco, en su libro La definizione dell´arte, propone un magnífico ejemplo para ilustrar la incapacidad del individuo a la hora de abarcar todos los aspectos y conocimientos de la vida. En su modelo, Eco nos habla de dos filósofos fotógrafos que, con sendas cámaras, tratan de fijar en imágenes los acontecimientos de la historia para después reflexionar sobre ellos. El primero, más humilde, se conforma con ir encuadrando las cosas de una en una y detalladamente, con lo que el fondo de sus retratos queda necesariamente difuminado e impreciso. El otro, en cambio, decide dirigir su mirada a todo el conjunto y enfoca un inmenso paisaje formado por picos y cadenas montañosas., y por lo tanto los que quedan desenfocados son los objetos situados en un primer plano. Al cabo del tiempo, el filósofo humilde tendrá una visión parcial y un tanto vaga de lo que ha sucedido, pero el otro sólo ha visto montañas que apenas han sufrido modificaciones: ante él, en primer término, el hombre ha ido evolucionando y ha pasado de construir palafitos a edificar pirámides, pero el filósofo fotógrafo no se ha dado cuenta de nada.
Esta incapacidad de adoptar simultáneamente varios puntos de vista obliga al ser humano a acudir a la reflexión si quiere primero aprehender y luego articular los múltiples dominios de su entorno, y es precisamente esa reflexión sobre la vida lo que conduce a lo que Ortega llamaba “el instinto de fuga”: la relación del hombre con la realidad se basa en la idea que el propio hombre tiene de lo real, en las creencias que se forman según las distintas experiencias y conocimientos, por lo que la tendencia natural es ir alejándose paulatinamente de la realidad para acomodarse en el andamiaje intelectual que la construye. O dicho de otro modo: cada individuo construye la verdad según sus pensamientos. Cervantes lo dejó claramente apuntado en El Quijote, en tanto que el protagonista de la obra creía que la realidad era lo que él pensaba, y no lo que veía; y de la misma forma la evolución de las artes plásticas a lo largo de la última centuria es un claro ejemplo desde el momento en que se ha dejado de pintar lo que se ve para plasmar en el lienzo lo que se piensa, en teoría para mejor abundar en la verdad.
Pero, si bien la verdad sólo es un concepto formado por la mente de cada uno, la realidad no es nunca relativa: lo negro es negro, una mesa es una mesa y una rosa es una rosa es una rosa. Somos nosotros los que buscamos relativizar la realidad para acomodarla a nuestras ideas, y tanto más cuanto más seamos prisioneros de nuestros prejuicios. El famoso ejemplo del hombre de elevada estatura que de repente se convierte en bajito cuando es contemplado por otro más alto que él es la mejor ilustración de nuestra falta de mesura: un señor que mide dos metros diez será siempre y objetivamente alto, por mucho que se empeñe en negarlo el caballero que mide dos metros treinta; éste sólo tiene más talla que aquél, y ninguno de los dos puede considerarse ejemplo de medida proporcionada para el hombre corriente. Pero puestos a discutir sobre el asunto –sobre éste y sobre todos los demás–, lo que importa al final de la conversación no es encontrar la razón que nos conduzca a la verdad común, sino la victoria moral de imponer nuestro punto de vista. Afirmaciones tales como “Esa es mi opinión, y cada cual tiene la suya”, “Yo te estoy contando mi verdad” o “Mi razonamiento es tan respetable como cualquier otro” son ejemplos de lo reacios que somos a dejarnos convencer, de lo difícil que en ocasiones resulta el intercambio de ideas y, sobre todo, de que no nos importa tanto encontrar la verdad de lo que se discute como decir la última palabra.
Esta tendencia del hombre a hacer de todo un algo relativo supone un claro freno a la hora de alcanzar conclusiones certeras. Si todas son igualmente válidas y respetables, ¿con cuál nos quedamos? ¿Y de qué sirve dedicar años de estudio y ponderación para elaborar una tesis, si luego, de un plumazo, cualquier ocurrencia puede venir a rebatirla? ¿Es lo mismo engarzar conocimiento, palabra y pensamiento que lanzar agudezas al azar?
El relativismo, desde luego, no es una tendencia nueva. El arte, que siempre es un ejemplo de la evolución del pensamiento de una sociedad, nos muestra que desde el principio de los tiempos la relatividad de las cosas ha sido el núcleo a partir del cual han nacido y se han desarrollado corrientes de opinión, tendencias estéticas e incluso verdades posteriormente inamovibles. Petronio, en el Satiricón, ya cuestionaba las verdades y las reglas de la sociedad romana del siglo I; la inclusión de la subjetividad del punto de vista de un pícaro como Lázaro de Tormes fue el germen de la novela realista, que alcanzó la mayoría de edad a través de los engañados y desencantados ojos del Quijote; Calderón, en La vida es sueño, ya advirtió que la realidad carece de sustancia por sí misma y que la verdad se construye a través de una relación entre lo que acontece y lo que el hombre piensa. El arte –y como él, la ciencia, la tecnología y todos los campos del pensamiento humano– se nutre de novedades e ideas que provienen de puntos de vista distintos al común.
Pero el arte también nos enseña que para su evolución ha necesitado siempre apoyarse en criterios previamente establecidos, bien para ahondar en ellos y desarrollarlos, bien para alejarse y rebatirlos. De igual forma, cuando nosotros decimos que algo es relativo –no olvidemos que relativo sólo significa “lo que no es absoluto”–, no estamos excluyendo otras perspectivas, sino que asumimos que esas miradas distintas son complementarias y pueden ser matizadas por distintos juicios y argumentos. No importa que éstos sean subjetivos, indeliberados o menores: la explicación de las cosas también es una reflexión sobre cómo esas cosas pueden relacionarse con nosotros. Y por otra parte, y como afirma Umberto Eco en la obra citada, los juicios subjetivos no deben provocar recelo, ya que una civilización no sólo está constituida por razonamientos ponderados, rectos o científicos, sino que también forman parte de ella las reflexiones personales, las que carecen de eficiencia o las difícilmente mensurables.
El error reside, por tanto, en utilizar el argumento de la relatividad para anular otros argumentos, para no renunciar a nuestras premisas o prejuicios, para hacer de la relatividad la conclusión final de todo pensamiento. El “a mí me gusta” es válido, siempre y cuando luego seamos capaces de explicar por qué nos gusta. ¿Dónde residen las virtudes que nos inclinan a apreciar más un poema que otro? ¿Cuál es la causa de nuestras preferencias? ¿Cómo se organizan los elementos de una obra –los técnicos, los artísticos, los indeterminados– para que ésta nos parezca mejor que aquélla? La relatividad no puede ni debe convertirse en la estación término de nuestra reflexión; en todo caso, constituirá siempre el punto de partida.
Fuente: https://analytiks.es/otros-temas/el-pensamiento-relativo/