Por: Isaac Enríquez Pérez
Trastocar las estructuras de riqueza y las ancestrales desigualdades que benefician a las oligarquías empresariales y a las clases políticas rentistas, es aún hoy día uno de los grandes pendientes que no es abordado por la llamada «Cuarta Transformación».
Materializar un cambio de régimen no solo es una tarea monumental, sino que precisa de sagacidad y tacto para propiciar la cercanía de una enorme constelación de fuerzas socioeconómicas para con el proyecto político que lo prefigura. Por no decir que dichas fuerzas estarían sujetas a la urgencia de ceder en sus intereses creados. Un cambio de régimen supone reconfigurar profundamente las instituciones de una república y crear otras nuevas que apuntalen el discurso político y ventilen, con nuevos aires, el panorama y las prácticas de la nación en cuestión. Si queremos ser más ambiciosos aún, un cambio de régimen amerita transformar a fondo las estructuras propias del patrón de acumulación y trastocar las desigualdades y conflictividades que subyacen en esa sociedad en cuestión.
En el caso de México, país con hondas y ancestrales desigualdades, pese a los cambios electorales del 2018 que redundaron en el relevo de las élites políticas, la nación continúa sitiada por la inoperancia y postración del Estado y por las estériles disputas de esos grupos hegemónicos en torno a su depredación y privatización. Sin un proyecto de nación más o menos configurado, México deambula en medio del extravío, el desconcierto y la banal y superficial polarización.
Sin renunciar al modelo económico inspirado en el fundamentalismo de mercado, el actual gobierno de México, a tres años de su ascenso, se muestra titubeante e incapaz de impulsar cambios que no sean meramente cosméticos. No solo es incapaz de hacer valer a plenitud la bandera anticorrupción con la cual más de 30 millones de Mexicanos le brindaron sus preferencias electorales, sino que ésta se desvanece conforme el cerco mediático escala ataques descontextualizados y desvía la atención respecto a los graves problemas estructurales. Más todavía: por el tipo de política económica privilegiada prevalece aún el estancamiento estabilizador.
El de Andrés Manuel López Obrador es un gobierno si bien con amplias dosis de legitimidad popular, es también asediado por la falta de cohesión entre las élites políticas y empresariales. Que desde el Estado no se ejerza la hegemonía sobre los poderes fácticos es un síntoma más de la supeditación de aquel a los designios del mercado y del carácter disruptivo de la economía criminal. Más aún, el desmonte del Estado desarrollista desde la década de los ochenta fue directamente proporcional al ascenso de intereses creados que desdibujaron toda posibilidad de articular un proyecto de nación sobre la base del mercado interno. Desde entonces la postración de ese Estado.
En este escenario, la autodenominada «Cuarta Transformación» es la bocanada de aire que las estructuras de poder, riqueza y dominación necesitaban para restablecer los márgenes de legitimidad erosionada con la transnacionalización de la economía y la pauperización social derivada de sus contradicciones. Este movimiento político es parte de la ficción de la ideología de la democracia, que tiene como principal contradicción la exacerbación del subdesarrollo de México, del sacrificio de las clases medias y la cancelación de las posibilidades de bienestar de las mayorías.
Y aquí logramos situar el primer pendiente de la llamada «Cuarta Transformación». La emergencia de nuevas desigualdades y conflictividades –y más en el concierto del colapso pandémico– eclipsa toda posibilidad de cambio de régimen. La sola transferencia de apoyos monetarios a amplios sectores populares como parte de la política neo-asistencialista no resuelve por sí sólo el abanico de problemáticas que se desdoblan desde una estructura social densamente estratificada y excluyente. Esto es, la llamada «Cuarta Transformación» es incapaz por sí misma de revertir una estructura desigual de riqueza signada por el rentismo, el neo-extractivismo y la super-explotación de la fuerza de trabajo. El mandatario mexicano alardea del incremento record de las remesas, que para el caso del año 2021 alcanzaron los 52 743 millones dólares (equivalente al 4,1 % del PIB). Sin embargo, las remesas son el símbolo de la exclusión social mexicana y del fracaso de un modelo económico que, entre otras cosas, apostó por el abandono del campo.
Más aún, instalados en el sinsentido de la confrontación facciosa, se pierde de vista el ascenso de las nuevas desigualdades y de la exclusión social. Las nuevas formas de explotación se diluyen con una falsa «grieta» en la sociedad mexicana bifurcada por la dicotomía chairo/fifí, moreno/prianista. Es un falso y superficial debate que conviene a todos los involucrados: las oligarquías se benefician de esa polarización aparente al continuar incuestionados e intocados sus privilegios y al no sujetarles a una reforma fiscal progresiva. Beneficia también a la partidocracia de distinto signo ideológico que extraviada en el callejón de la ausencia de propuesta de cambio verdadero, aprovecha la confrontación para reivindicarse y encontrar una razón de ser. Por un lado, las oposiciones se resisten a su erosión total al enfocar sus dardos al actual Presidente. Por otro, el Presidente y su partido viven de la eterna culpa endilgada al pasado y a la «larga noche neo-liberal» sin salir de ella y solo retocarla. Mientras el patrón de acumulación imperante permanezca incuestionado, toda supuesta polarización será falaz y superficial.
En suma, trastocar las estructuras de riqueza y las ancestrales desigualdades que benefician a las oligarquías empresariales y a las clases políticas rentistas, es aún hoy día uno de los grandes pendientes –si no es que el principal– que no es abordado por la llamada «Cuarta Transformación». Y ello se evidencia con el hecho constatable de que los megamillonaríos mexicanos aumentaron su riqueza alrededor del 30% en tiempos de pandemia.
Un segundo pendiente relacionado con lo anterior es el relativo al obsequioso oficio de la «Cuarta Transformación» respecto a las oligarquías y las grandes fortunas, y que consiste en evadir la posibilidad de emprender una reforma fiscal. Timorato ante el energúmeno que pudiese despertarse entre la clase empresarial y rentista, el gobierno de México desistió hasta este momento de adoptar un régimen fiscal progresivo que grave a las grandes fortunas. No se trata solo de gravar proporcionalmente a las empresas –que en última instancia transfieren los impuestos al consumidor final–, sino que se trata de gravar al que más tiene y no solo a las clases medias. Evitar la evasión y el fraude fiscal es un imperativo; lo mismo que colocar la lupa del fisco en los paraísos fiscales donde radican fortunas mexicanas y en los mercados de valores. Además, sin un sistema regulatorio sobre la banca comercial que suprima comisiones que recaen sobre los usuarios de clases medias y empobrecidas, el poder de mercado de estas entidades privadas no será erosionado.
A su vez, la llamada «Cuarta Transformación» evade toda posibilidad de promover el federalismo fiscal; al tiempo que elude la reforma administrativa en las escalas municipales y estatales. Lo que también se experimenta es una debilidad estructural en los ingresos de la federación por la restricción en los ingresos petroleros. Sin un socavamiento de la dependencia petrolera en las exportaciones mexicanas y en los ingresos fiscales toda posibilidad de (re)construir un proyecto de nación sobre bases endógenas tenderá a diluirse.
Las entidades federativas y los municipios no hacen un mayor esfuerzo recaudatorio, y eso los reduce a la dependencia de las transferencias federales. En una actitud acomodaticia y de falso confort, lo mismo el gobierno federal renuncia a la posibilidad de estimular la corresponsabilidad fiscal en esas escalas locales de gobierno.
Alrededor de la mitad de los municipios se encuentra en riesgo de quiebra técnica (es decir, no tienen capacidad de liquidar gastos operativos y nóminas). Elevadas a agencias de colocación laboral trianual, los municipios son asfixiados por la expansión de sus burocracias inoperantes y disfuncionales. Más todavía: el grueso de los municipios de México son incapaces de cobrar el predial y de hacerse con recursos propios. El predial, en general, no se paga; solo 200 municipios lo cobran con eficacia. Lo mismo que otros impuestos. Pero ese no es el gran problema con las entidades federativas y los municipios, pues no se ejerce la rendición de cuentas respecto a estos y otros nuevos impuestos. Es también una situación de descontento por parte de la misma ciudadanía que no mira sus impuestos traducidos en servicios públicos eficaces y oportunos.
El otro nudo problemático soslayado por la llamada «Cuarta Transformación» y que impide un cambio de régimen es la persistente debilidad del Estado de derecho y la generalizada crisis institucional. Maniatado por las herencias del pasado, el gobierno es incapaz de emprender una reforma del Estado y de re-diseñar una nueva Constitución Política. Y más allá de ello, no es capaz de hacer valer el imperio de la ley y de someter a los poderes fácticos. Si no se aprovecha la legitimidad ganada en las urnas para promover un nuevo pacto social que redunde en una nueva Carta Magna, entonces la estructura jurídica del Estado será un andamiaje desfasado, desfigurado y vaciado de contenido.
Así como no es trastocado el patrón de acumulación, tampoco lo es el régimen de burocracias y tecnocracias doradas que, inmersas en la autonomía, encubren sus intereses y voracidades. La duplicación de funciones e instituciones, la inoperancia e ilegitimidad son signos de entidades del sector público que solo absorben recursos públicos y ofrecen resultados dudosos. Tal vez el Instituto Nacional Electoral (INE) sea el ejemplo paradigmático de este tipo de entidades autónomas que requieren intervención quirúrgica como uno más de los pendientes de la «Cuarta Transformación».
Un último gran pendiente del actual gobierno de México que nos atrevemos a esbozar es el referido a la insolencia y estrangulamiento financieros de más de una docena de universidades públicas locales. Asediadas por la austeridad fiscal, los malos manejos internos y el gigantismo burocrático, la salida a la crisis de estas universidades no consiste en ignorarla ni en evadir el trasfondo del problema desde el gobierno federal. Tampoco la solución es crear, así sin más y regidos por la obsesión del cero rechazo de aspirantes, una red de 100 nuevos campus universitarios (Universidades para el Bienestar Benito Juárez García) que corren el riesgo de reproducir los vicios del sistema universitario nacional. Considerando el crucial papel de esas universidades estatales en la identidad local, y que se encuentran estranguladas, precisan de su rescate no solo financiero, sino sobre todo de su rescate académico, más allá de la ficción de la autonomía de las mismas. Si la llamada «Cuarta Transformación» no impulsa procesos de autorreflexión y autotransformación en estas organizaciones universitarias, se acrecentará la deuda social con las juventudes mexicanas y sus posibilidades de inclusión y movilidad social.
Son estos algunos puntos de reflexión que pueden obligar a un análisis más amplio a tres años del ascenso del actual gobierno mexicano. Romper con la falaz confrontación supone ir más allá de lo superficial y los marasmos mediáticos que interesadamente mantienen al país en esa ruta sin salida y sin sentido de la polarización. El problema es de fondo, y se extiende a la urgencia de pensar el desarrollo con cabeza propia y sobre principios nacionalistas que sitúen en el centro las nuevas formas de la desigualdad y la explotación en un México cada vez más fragmentado.