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Oda a la docencia en la era post-factual

Por: Isaac Enrique Pérez

En medio del cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/2Nqyc6X) y de la crisis civilizatoria acelerada con la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 (https://bit.ly/2Nv68PT) y en el contexto del asalto que asedia al conocimiento razonado (https://bit.ly/3exTeN6) desde el apocalipsis mediático (https://bit.ly/31emwwl), cabe hacer un mínimo alto y reflexionar en torno a la educación y –particularmente– a la relevancia de la docencia.

Durante las últimas décadas, uno de los escenarios de disputa y de ruptura del pacto social de la segunda posguerra, en aras del control de las estructuras de poder y riqueza, es el relativo a la educación y, principalmente, el propio de la forma universidad. Asediada por los recortes presupuestales y por la ira del fundamentalismo de mercado y su desbordada obsesión respecto a la disciplina fiscal, las universidades en el mundo –y la educación pública en general– enfrentan una encrucijada. Más porque la disputa gira en torno a postrar a la forma universidad ante las demandas y requerimientos de un patrón de acumulación rentista, depredador, extractivista y explotador de la naturaleza y de la fuerza de trabajo. Dicho patrón de acumulación –al menos en las sociedades subdesarrolladas– subestima el conocimiento razonado, en aras de la trivialización y de un falso pragmatismo que desdeña la relevancia de la praxis teórica y la formación integral de los ciudadanos.

Sin ánimo de subestimar la labor docente desplegada en los niveles básico (primaria y secundaria) y medio (bachillerato) de la formación escolar, cabe enfatizar algunas ideas que centran la mirada en el ejercicio docente realizado en los ámbitos universitarios y la fusión que ello tiene con el oficio de la investigación.

En principio, cabe matizar que la docencia es una labor que incide en la transformación de la sociedad tras incitar y motivar a los jóvenes para ejercer verbos como el cuestionar, el razonar y el argumentar. Esto es, la docencia –al regirse por el pensamiento crítico– es una praxis que tiene como misión la transformación de la realidad social y sus contradicciones tras incentivar a las jóvenes generaciones a ejercer la duda, la reflexión, el cuestionamiento, el razonamiento y la argumentación informada, contrastada y fruto de la deliberación. Sin esa vocación, la sociedad se dirigiría a la desolación; al tiempo que la misma palabra perdería sentido como praxis transformadora y emancipadora.

Sin la docencia es imposible (re)crear el conocimiento e inocularlo de la vitalidad e innovación de las jóvenes generaciones. A su vez, el proceso de enseñanza/aprendizaje está profundamente vinculado a la formación de la ciudadanía y de la cultura política, así como a la erradicación de la ignorancia en cualquiera de sus formas.

Más aún, la docencia es una praxis que amerita sensibilidad para formar y encauzar la conciencia de los individuos y para hacer del conocimiento un motor de transformación social. Sin esa sensibilidad, no sería más que una labor repetitiva, mecánica, inerte y carente de sentido. Sin la docencia, el ser humano deambularía sin brújula y carecería de una mínima cultura ciudadana. De ahí que la docencia, como praxis social, contribuye a crear sentido y a darle forma a los procesos de socialización y de construcción del conocimiento. Es, en suma, una forma más de (re)crear sociedad.

Sin embargo, la praxis docente enfrenta varios desafíos; a saber: si la docencia es reducida a una labor mecánica, sus protagonistas y actores se convierten en seres autómatas y monótonos; carentes de imaginación y creatividad. En esta lógica, expoliado de la pasión por el conocimiento y su construcción, el proceso de enseñanza/aprendizaje se torna en un simple y tortuoso cálculo costo/beneficio. Más todavía: el afán de protagonismo y la vanidad intelectual devienen en cegueras y miopías que inhiben la posibilidad de tomar distancia respecto a lo que conocemos a través de la investigación y transmitimos por la vía de la docencia. De ahí que el conocimiento corre el riesgo de petrificarse tras erigirse en una creencia y en un dogma regido por el pensamiento parroquial.

Además, la docencia como praxis social, si es diminuta y anclada a patrones y relaciones jerárquicas y verticales, tenderá a empequeñecer el proceso de enseñanza/aprendizaje y a tornar minúsculos la conciencia y el comportamiento humanos. Cabe apuntar que el homenaje más urgente, consistiría en (re)pensar y (re)definir esta praxis y su relevancia en la sociedad.

Por tanto, acortar las distancias entre lo que se conoce (o se sabe) y la naturaleza del mundo fenoménico, está en función de la supresión de los abismos pedagógicos y didácticos en la docencia. De ahí que si la docencia no es concebida como una relación social bidireccional –e, incluso, multidireccional– colmada de un intenso diálogo docente/estudiante y como parte nodal de la construcción de conocimiento, se cierne el riesgo de tornar al aula en un escenario anquilosado, postrado y carente de emotividad y creatividad.

Particularmente, cabe preguntarse cuál es la relación que la docencia guarda con la investigación. Un primer acercamiento a este interrogante, nos indica que la docencia y la investigación forman una mancuerna indisoluble en la construcción del pensamiento crítico. Una, forma la personalidad del educando y crea sensibilidad respecto al conocimiento y sus limitaciones. La otra, crea la teoría que permite, mediante sus significaciones y referentes conceptuales, posicionarnos –de manera frontal– ante la realidad y sus procesos. La docencia y la investigación son complementarias y desembocan en un sincretismo: la primera contribuye a refinar las preguntas y la segunda abre senderos en la construcción de posibles respuestas. Sin el oficio de la investigación, la docencia se paraliza y se torna una «verdad» eterna e inmutable, carente de respuestas y de dosis de creatividad.

La enseñanza a través de la docencia es, a su vez, un aprendizaje constante tras contrastarse las ideas y exponerse al fuego del cuestionamiento y la duda. Si la docencia se articula con la investigación, logra abrir senderos para ventilar el nuevo conocimiento construido y para enriquecerlo con miradas alternas. Si la docencia y la investigación no erigen a la duda en puntal de su razonamiento, se condenan al limbo de la vaguedad y al mar del sinsentido.

Si la docencia y la investigación, en tanto praxis del conocimiento entrelazadas, no entronizan a la duda como fundamento existencial y vertebrador de su razonamiento y prácticas, naufragarán en el mar del ostracismo y el dogmatismo, al tiempo que se precipitarán en el abismo de la ignorancia tecnologizada.

De esta forma, la docencia es un ejercicio multidireccional y un paso para construir conocimiento de manera colectiva. Sin ese incesante intercambio con el estudiante, el circuito docencia/investigación se rompe y la creatividad sucumbe ante el vértigo de las preguntas y la duda

A grandes rasgos, la investigación y la docencia son una mancuerna que se entrelaza para construir conocimiento desde las preguntas que problematizan el mundo fenoménico. Ambas se realimentan; al tiempo que detonan procesos de imaginación creadora y de intenso diálogo con la realidad y el mundo de las ideas.

De cara a la era post-factual, que privilegia no la referencia al mundo fenoménico y la contrastación de las ideas con los hechos, sino la pulsión de los sentimientos y las emociones más primitivas de los individuos atomizados y sujetos al panóptico digital, resulta urgente reivindicar la docencia como praxis orientada a la formación de ciudadanos y a la transformación de la sociedad. Ante la irradiación del odio, el miedo, el racismo, el nativismo y el prejuicio, solo el conocimiento razonado ofrecerá luces que contribuyan a que la humanidad haga frente a la vulnerabilidad suscitada con las pandemias y al riesgo de extinción al que nos expone el colapso climático. La docencia –y la investigación como su correlato– están llamadas a mostrarse a la altura de las circunstancias históricas que se imponen con virulencia y al ritmo del vértigo de la incertidumbre.

Fuente: https://rebelion.org/oda-a-la-docencia-en-la-era-post-factual/

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Coronavirus, crisis sanitaria y esclerosis del sistema político mexicano

Por: Isaac Enríquez Pérez

La crisis epidemiológica global se presenta –ante nuestro azoro e incertidumbre– como un hecho social total (concepto introducido desde la antropología y la sociología por Marcel Mauss) que cimbra los cimientos del conjunto de las relaciones, instituciones, sistemas y estructuras sociales. Las respuestas que sea posible brindar ante los alcances de la exacerbación de la crisis civilizatoria son apenas atisbos que no nos reconfortan de cara a la magnitud de los acontecimientos contemporáneos que desbordan, aceleradamente, toda capacidad de entendimiento, interpretación y de análisis prospectivo.

Los enigmas que emergen ante hechos sociales sistémicos, globales e inciertos, generan perplejidad y eclipsan toda posibilidad de pensar; y si ello ocurre, entonces entra en escena el miedo y el pánico colectivos. Instalado el miedo, el ser humano tiende a buscar protección en la religión, en la ciencia y –sobre todo– en el Estado. Pero éste no ofrece orientación, ni cuidados, y se torna postrado y rebasado ante el avance mundial de la peste. Solo le resta el recurso de la represión y de los dispositivos de control consentidos por el ciudadano. El argumento político de que la pandemia nos tomó por sorpresa imprevisible no solo es insostenible, sino que nos llama al autoengaño como humanidad.

Ni el coronavirus SARS-CoV-2 es fruto de un complot impulsado por fuerzas ocultas que manejan a la humanidad como títere; ni el ser humano es totalmente ajeno a la construcción social que subyace en la génesis y diseminación de virus y bacterias que son potenciados con la alta densidad poblacional y la contradictoria y destructiva relación sociedad/naturaleza. Relación regida por comportamientos ecocidas, ecodepredadores y de despojo que alimentan un patrón de producción, mercantilización y consumo compulsivo y regido por el supuesto del crecimiento ilimitado, capaces –dichos comportamientos– de alterar el clima y los equilibrios ecológicos y de devastar los hábitats naturales de animales habituados a convivir con agentes patógenos. Todo ello se magnifica con la intensificación de los flujos globales y de la movilidad humana transcontinental.

Frente a ello, cabe argumentar que las capacidades científicas, tecnológicas y materiales para enfrentar una pandemia, están al alcance de la humanidad. No así la voluntad política, las decisiones y la cooperación internacional para que ello ocurra. No es un asunto de escasez, sino de relaciones de poder signadas por la desigualdad. En este escenario, la enfermedad es expresión de la misma concentración de la riqueza, de las asimetrías de poder y de desigualdad social.

En múltiples sociedades nacionales, la magnificación de los efectos negativos derivados de la pandemia instalada por el coronavirus SARS-CoV-2, no solo agravó las ausencias del Estado, sino que recrudecieron las desigualdades sociales y evidenciaron el rostro de la exclusión de vastos sectores. En este maremágnum, las disputas entre las distintas facciones de las élites políticas y empresariales toman nuevos bríos y se trasladan al ámbito sanitario; evidenciando con ello una descomposición y esclerosis sin precedentes en el escenario de la praxis política. Lo que subyace a todo ello es la generalizada postración del Estado que se muestra incapaz de prevenir y enfrentar favorablemente la pandemia en distintas latitudes del mundo.

México no es la excepción a ello. Se trata de una sociedad subdesarrollada que lastra desigualdades ancestrales que le laceran y que se agravan con las ausencias del Estado; la violencia criminal; la «grieta» social que combina odio, racismo y clasismo; y la creciente exclusión social. Justo la desigualdad es el fenómeno que mayor incidencia tiene en los efectos de la actual crisis epidemiológica. Ante ello, es pertinente analizar varias aristas.

En principio, el sistema sanitario mexicano está rebasado en su cobertura, capacidades y calidad, desde tiempo atrás. Fruto de la ideología del fundamentalismo de mercado adoptada desde la década de los ochenta, el sistema de salud experimenta debilidades y fallos estructurales y una privatización de facto, que induce a los ciudadanos a usar servicios privados ante la negligencia, el burocratismo y la insuficiencia de medicamentos en buena parte de las clínicas y hospitales públicos. La corrupción en la adquisición de medicamentos y equipo; los desfalcos protagonizados por directivos y personal sanitario regidos por la deshonestidad; y la falta de inversión pública y la consecuente decadencia del servicio, son expresiones de un sistema sanitario colapsado de antemano. Aunado ello a la incapacidad y la falta de voluntad política para garantizar la cobertura y atención a la salud como un derecho universal y gratuito.

Para ilustrar esto último, cabe anotar algunos datos: en el año 2000, se contabilizaron –tanto en hospitales públicos como en los privados– 1.8 camas por cada mil habitantes; para el año 2017, el indicador cayó a 1.4 camas por cada mil, y para el año 2019 se precipitó a 1.0 camas por cada mil habitantes. Muy lejos de las 4.7 camas por cada mil habitantes que promedian los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En tanto que, hacia el 2019, mientras los países miembros de la OCDE promediaron 3.5 médicos por cada mil habitantes, México solo cuenta con 2.6. Por no mencionar el déficit de especialistas médicos capaces de enfrentar y atender el padecimiento del Covid-19. De más está ahondar que con esas insuficiencias, el sistema sanitario mexicano colapsaría ante el aumento de personas infectadas y en situación crítica.

Por su parte, el proceso económico acarrea en México, desde antes de la crisis sanitaria, tendencias negativas. Si la economía nacional no crece a niveles sostenidos, se debe a las disputas entre las élites empresariales y la élite política encabezada por Andrés Manuel López Obrador, y a las reticencias y negación de las primeras para invertir en el aparato productivo, en una especie de sabotaje y boicot a los proyectos de gobierno de la segunda. La fuga de capitales hacia bancos de los Estados Unidos, emprendida por parte de esta élite empresarial antinacionalista asciende a 76 mil 166 millones de dólares. Ello explica, en buena medida, los riesgos de recesión que se ciernen sobre la economía mexicana desde hace 17 meses. Lo demás se relaciona con la obstinación del actual gobierno por preservar los supuestos de la política económica ultra-liberal regida a través del imperativo de la disciplina fiscal.

Las proyecciones más halagadoras señalan que la economía mexicana, de cara a los efectos de la pandemia, tendrá un retroceso del 6.6%. Se calcula también una transición de 53 millones de pobres a 68 millones de personas que no podrán satisfacer sus necesidades básicas y, en especial, la alimentación. Entre el 13 de marzo y el 6 de abril, se sumaron 347 mil desempleados, y se pronostica la pérdida de entre 700 mil y 1.2 millones de empleos hacia el final de la contingencia. Así como un freno en los flujos de las remesas enviadas por los migrantes desde los Estados Unidos ante el parón de las actividades productivas en esa nación. Todo ello sin contar la desprotección y la pauperización que se ciernen sobre la población empleada en la economía informal (alrededor de 31.3 millones de habitantes; algo así como el 60% de la población económicamente activa).

Estos escenarios, el sanitario y el económico, tienden a complicarse con la polarización sociopolítica y la “grieta” que se pronuncia en la sociedad mexicana. Instalado un discurso clasista y racista de odio y división, y de intenso ataque al proyecto de gobierno de la actual administración pública federal, se ahondan las contradicciones y la debilidad de las instituciones. Muestra de ello es el llamado a la desobediencia civil proclamado por Tv Azteca –la segunda televisora con mayor audiencia en el país– tras incitar a la población a desacatar las medidas estipuladas por las autoridades sanitarias. La irradiación del virus desinformativo es un síntoma de esta “grieta” social.

Este llamado –aunado al de otros periodistas y de gobiernos locales que endurecen sus medidas represivas y coartan libertades ciudadanas fundamentales bajo el argumento de contener la epidemia–, no solo evidencia las disputas entre las distintas facciones de las élites y, particularmente, el resentimiento de una clase empresarial que se acostumbró a succionar del sector público, sino que también es muestra de una esclerosis del sistema político mexicano y, especialmente, de aquellos grupos de presión que apuestan a que le vaya mal al país para endilgarle la factura a un gobierno federal que carece de operadores políticos para contener los ataques que padece. La crisis epidemiológica solo es el pretexto para ahondar esa fragmentación social y para abonar a la crisis de Estado que experimenta el país en los últimos lustros.

No menos importante es la cantidad de problemas públicos que son encubiertos o silenciados con la instalación monotemática de la contingencia sanitaria en los medios. Además de múltiples problemas de salud pública, el agravamiento de la violencia criminal –que alcanzó niveles históricos en los últimos días al registrarse 114 homicidios el pasado 20 de abril–, es uno de esos problemas públicos obviados en México y que es parte de esa cruenta disputa que despliegan las distintas facciones de las élites por controlar el territorio y la economía clandestina de la muerte. A esta violencia e inseguridad, no escapa el personal del sistema de salud que es discriminado y agredido en la vía pública, bajo la consigna desinformada de que son portadores del virus.

Enfrentar los efectos de la crisis epidemiológica en una nación subdesarrollada como México, supone fortalecer las instituciones estatales como mecanismo de defensa de la sociedad. Y para ello será fundamental el robustecimiento de la cultura ciudadana, la dotación de información fidedigna y la regeneración del tejido social. Postergar la confrontación que ahonda la “grieta” en la sociedad mexicana, también es un imperativo que bien puede contribuir a calmar las ansias de imponer los intereses creados y facciosos. De otra forma, los escenarios que se plantean para México rayarán en lo catastrófico.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: https://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2020/07/03/coronavirus-crisis-sanitaria-y-esclerosis-del-sistema-politico-mexicano

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La pandemia y la ignorancia tecnologizada al asedio de la universidad

Por: Isaac Enríquez Pérez

Formada en Europa a lo largo del siglo X como una organización –si bien bajo el control de la iglesia católica– orientada a la sistematización del conocimiento, y consolidada durante los siglos XVIII y XIX como un bastión de la reflexión y el pensamiento crítico y anticlerical, la universidad contemporánea –al menos desde la década de los setenta del siglo XX– está bajo el acecho del burocratismo, la corrupción, los intereses creados, la instauración de un pensamiento hegemónico neoconservador y postmoderno, el negacionismo, y de la ultra-especialización de sus disciplinas y saberes compartimentalizados.

A estas amenazas se suman varias crisis; a saber: a) los recortes presupuestales, que se traducen en una privatización de facto de la universidad pública y en una reconversión silenciosa del derecho ciudadano a la educación en un servicio orientado a los usuarios o consumidores. b) El fundamentalismo de mercado no solo se expresa en la disciplina fiscal y en el «austericidio» de la universidad pública, sino en la sutil irradiación de una racionalidad tecnocrática que privilegia el individualismo y la gestión empresarial (la supuesta meritocracia que priva en las evaluaciones y acreditaciones del trabajo académico). c) La mercantilización de la ciencia y de los saberes y su despojo como bienes públicos globales, con miras a conformar un paradigma tecnocientífico sujeto a la rentabilidad de las grandes corporaciones. d) La precarización de sus relaciones laborales en las universidades; especialmente de aquellos académicos que laboran por horas y bajo contratos temporales. Y e) la crisis epistemológica, que se cierne sobre las formas convencionales de construcción y transmisión del conocimiento, y que se origina en la fragmentación y dispersión de los saberes, así como en el fin de las certidumbres y en las cegueras del conocimiento.

No bastando las grises nubes que posiciona la tecnificación del conocimiento y la trivilalización de valores como la verdad, en los escenarios abiertos por la crisis epidemiológica contemporánea, resalta la difusión e imposición de la formación universitaria telemática como un mecanismo para evitar contagios tras la irradiación del coronavirus SARS-CoV-2. Países europeos como Italia y España anuncian la extensión de la actividad docente en línea para el próximo curso académico. Incluso, universidades estadounidenses y de otras latitudes anuncian el retorno a las aulas presenciales hasta el año 2022, aún sin existir riesgos epidemiológicos.

Cabe hacer una acotación respecto a la noción de universidad o educación a distancia: si bien las tecnologías de la información y la comunicación contribuyen a la masificación del conocimiento y a acercar el proceso de enseñanza/aprendizaje a amplias capas de la población que padecen la exclusión social en los sistemas educativos tradicionales, la educación a distancia es un complemento a la universidad presencial y no su sustituto. Con la universidad en línea es posible llegar a poblaciones rezagadas que, en su momento, no disfrutaron del derecho a la educación, sea por falta de ingresos, tiempo, motivación o disposición. Mujeres que interrumpieron su formación escolar ante la maternidad prematura; jóvenes que se vieron obligados a incorporarse al campo laboral y que cancelaron o postergaron sus expectativas educativas; personas adultas que abandonaron, desde su juventud, la posibilidad de formarse; y demás aspirantes rechazados en los procesos de admisión de las universidades públicas, tienen ante sí la oportunidad de retomar sus estudios con las ventajas que ofrece la educación en línea en cuanto a tiempos y formas de aprendizaje flexibles y adaptables.

Más aún, estas tecnologías contribuyen a la difusión masiva del conocimiento. A través del llamado acceso libre, es posible poner al alcance de la humanidad invaluables acervos científicos, humanísticos y artísticos que ofrecen respuestas en torno a los grandes problemas mundiales.

Sin embargo, con la pandemia del Covid-19 se atiza la obsesión por prefigurar una ciudad virtual que no solo apela al distanciamiento físico, sino al distanciamiento en las formas de socialización. Entronizando con ello la atomización de la sociedad y el individualismo hedonista.

El conocimiento es, por su propia esencia, una construcción social; un proceso colectivo de creación que amerita de la interacción y cercanía con los otros. No es una labor estereotipada de individuos aislados en un laboratorio y al margen del mundo externo u orientada al seguimiento de ciertos protocolos. Existe una estrecha interacción gnosia/praxis, que adquiere el carácter de totalidad articulada en cuanto se construyen diálogos multidireccionales y se conforma la noción de comunidad académica con miras a crear significaciones que configuran el sentido de la realidad a través de un lenguaje dotado de conceptos y categorías. Ese lenguaje solo es posible crearlo en interacción con «el otro» y en el marco de un proceso de sensibilización y empatía que amerita de la cercanía física y que además, en el caso de las universidades, precisa de la fusión de la docencia y la investigación, en tanto mancuerna indisoluble que le da forma al conocimiento y a su transmisión.

La interacción física es fundamental en la relación docente/estudiante y estudiante/estudiante, pues reproduce simbólicas y pautas de convivencia que, con mucho, trascienden lo estrictamente escolar. Los debates colectivos en el aula, en los pasillos, en los espacios comunes de las universidades, son cruciales para la construcción de conocimiento y para la formación de la ciudadanía.

La instauración masiva de la universidad a distancia supone aislar al estudiante en una habitación, acompañado de una pantalla que, si bien crea acción social desanclada de la presencia física en un espacio determinado, no trasciende a una lógica de comunicación multidireccional y a prácticas colectivas que permitan la deliberación razonada más allá de lo efímero y de las ansiedades que genera. En ese sentido, la universidad a distancia forma parte del llamado Screen New Deal y de la reproducción de relaciones de poder asimétricas, asociadas con el nuevo patrón de acumulación bio/tecno/científico.

La universidad, históricamente, fue la trinchera para luchar –a través de las ideas– contra los dogmatismos teológicos, los totalitarismos, el racismo, la inequidad de género, y el carácter excluyente del capitalismo. Sin embargo, ante la bioseguridad, el higienismo y el Estado sanitizante que le es consustancial, el pensamiento crítico emanado de las universidades prácticamente está adormecido, domesticado y postrado; vaciado de contenido ante la andanada del apocalipsis mediático (https://afly.co/7td3), la desinfodemia y el asalto al conocimiento razonado (https://afly.co/7tx3) que sobredimensionan los rasgos e impactos de la pandemia. Esto significa que, en medio de una nueva crisis civilizatoria, la universidad está ausente de los contrapesos que es necesario anteponer a los dogmatismos contemporáneos, a la industria mediática de la mentira y a la construcción de infraestructura para la biovigilancia a través de la alta tecnología (inteligencia artificial, la nube virtual, el Internet 5G y la robotización).

El aprendizaje remoto es una de las tendencias que se aceleró con el advenimiento de la pandemia del Covid-19. La infraestructura digital para la conectividad es parte consustancial de ello. Sin embargo, como la tecnología no es neutral, está anclada a la contradictoria y desigual estructura de poder y riqueza.

El problema de la universidad ante la gran reclusión, radica en la incapacidad de la primera para organizar, de manera sistemática, la reflexión en torno a los problemas públicos contemporáneos. A contracorriente de su milenaria historia y de su crítica a los poderes fácticos, la universidad contemporánea sucumbe ante sí misma y orienta sus energías, confrontaciones e intereses facciosos a erradicar el pensamiento crítico y la construcción de alternativas y de vanguardias teóricas, artísticas, humanísticas e ideológico/políticas. Subyugada por las tecnocracias universitarias y por los laberintos y látigos del mercado, la universidad rompe con su esencia y funciones históricas, al tiempo que instaura e institucionaliza la ignorancia tecnologizada en sus entrañas.

Semilleros de teorías críticas y de tradiciones de pensamiento; templo de la duda y el cuestionamiento respecto al statu quo; formadora de élites políticas, artísticas e intelectuales; hábitat natural del estudiantado como forma de vida; y escenario de la innovación científica y tecnológica, la universidad es amenazada por la masiva digitalización del proceso de enseñanza/aprendizaje  A su vez que se enfrenta a los riesgos y ansiedades que gesta y despliega el ciberleviatán, el panóptico digital y el régimen bio/tecno/totalitario, que apuestan por anteponer las emociones a la razón y por controlar los cuerpos, la mente y las conciencia en el contexto de la era post-factual.

Si bien las tecnologías contribuyen a solucionar problemas públicos, cabe enfatizar que tampoco son la panacea, ni todas las soluciones atraviesan por el tamiz tecnológico. Por el contrario, su uso indiscriminado puede abrir otros problemas públicos que ahonda los abismos sociales y exacerban las desigualdades. La universidad a distancia no marchará al margen de esas tendencias y de procesos más amplios como la (re)concentración del conocimiento y del poder derivado de su posesión y uso.

En su obra La metafísica de la juventud, el filósofo alemán Walter Benjamin habló de la unidad de la conciencia y la voluntad contestaría que se forman en la época estudiantil. Alcanza a observar que en las universidades berlinesas de principios del siglo XX predomina la desvinculación del aparato profesional respecto a los saberes y que la vida estudiantil es mermada por la miseria espiritual. Hoy en día no estamos al margen de estas acechanzas.

El carácter distante y efímero que genera en sus ambientes la educación a distancia puede exacerbar estas miserias y acentuar la ignorancia de los estudiantes y la petrificación de los docentes. Ello no solo es un riesgo para la formación escolar y el ejercicio profesional, sino para la misma construcción de la cultura ciudadana y la resolución de los problemas públicos. Reivindicar críticamente y al margen de intereses creados la noción de universidad y sus funciones clásicas, no solo implica colocar en su justa dimensión la digitalización –en tanto un complemento–, sino erradicar el mantra del mercado como único camino. De lo contrario, la humanidad no contará con los instrumentos mínimos para enfrentar problemas globales como las epidemias –cada vez más recurrentes y desconocidas–, el colapso climático que amenaza con la extinción de las poblaciones humanas, y los riesgos propios del cambio de ciclo histórico que se avecina (https://afly.co/7tg3).

Fuente: https://rebelion.org/la-pandemia-y-la-ignorancia-tecnologizada-al-asedio-de-la-universidad/

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