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Los animales como compañía, no como pertenencia

Por: Ignacio Mantilla

En días pasados, caminando cerca de mi casa, observé accidentalmente cómo un hombre de mediana edad que hacía deporte en bicicleta junto a su perro le propinaba fuertes puntapiés para obligarlo a continuar corriendo a su lado. No resistí ante la escena y le reclamé por el maltrato que le estaba dando al animal. Su respuesta fue: “No sea sapo”.

Hubiera querido filmar el incidente y buscar una sanción social en las redes, pero no tuve suficiente tiempo ni destreza para hacerlo. Tampoco encontré a un agente de policía para que interviniera. Lamenté también no estar en ese momento junto a Gauss, mi fiel, entrañable e inseparable perro compañero de caminatas: inquieto, alegre, ágil, de la raza border collie, que seguramente se habría solidarizado con el desdichado animalito, objeto de tal maltrato, como lo hace incluso con Gastón y Salomé, los gatos con los que tiene que compartir a diario en casa.

Ese hecho me ha motivado a reflexionar sobre la relación que hemos construido con los animales y la naturaleza en general, y que hoy más que nunca, de manera urgente, debe expresarse abiertamente, no sólo desde nuestras posturas académicas y científicas, sino como ciudadanos, ya que los seres humanos y los animales compartimos y habitamos el único hogar al que todos pertenecemos, el planeta Tierra.

Desde tiempos remotos los humanos hemos forjado una estrecha relación con los animales. Abundan ejemplos de personajes famosos, de dirigentes, de políticos, de intelectuales y pensadores que han combinado su importante trabajo con la atención a sus mascotas. Federico II de Prusia, el Grande, incluso pidió y logró que las tumbas de sus perros estuvieran junto a la suya en los jardines del Palacio de Sanssouci en Potsdam.

Entre los escritores son famosos especialmente los gatos, que con su comportamiento, que algunos califican de egoísta y desinteresado, han logrado seducir a quienes viven en el mundo de las letras. Podemos traer a la memoria los gatos Sansi y Monsi, de la escritora mexicana Elena Poniatowska, bautizados en honor a su gran amigo Carlos Monsiváis; Beppo, el gato al que Jorge Luis Borges le dedicó un par de páginas; Teodoro W. Adorno, no el filósofo integrante de la Escuela de Fráncfort, sino el gato que acompañó en su proceso creativo al escritor argentino Julio Cortázar. Y así podríamos seguir una larga lista de cientos de escritores, filósofos e intelectuales que han construido entrañables relaciones con los gatos, entre ellos Michel Foucault, Ernest Hemingway, Truman Capote y Ray Bradbury.

Los perros, en general, han sido recomendados para mejorar la calidad de vida de personas que padecen alzhéimer y otras enfermedades neurodegenerativas. La compañía de los animales es recomendada también para lidiar con la depresión, los problemas de concentración y aprendizaje en los adultos y los niños. Existen, por supuesto, algunos tristemente célebres como Laika, el primer ser vivo que orbitó la Tierra y que lamentablemente murió en el espacio, en el marco de la carrera espacial durante la Guerra Fría.

También son famosos los experimentos con perros de Iván Pávlov en el campo de la fisiología, además de la preocupante aparición reciente de perros azules en Bombay (India) debido a la contaminación presente en los recursos hídricos de la zona.

Hacia el otro extremo se encuentran quienes les dedican cuidados que muchas veces rayan en lo absurdo: sesiones costosas de masajes, mascarillas, comida gourmet y vestimenta especializada para cada día, casi que “humanizándolos”, lo cual, como señala la profesora Myriam Acero Aguilar en un artículo publicado el pasado domingo en UN Periódico, puede generar problemas de conducta.

“Tratar a un perro como a un ser humano también es maltrato animal”, bien lo señalaba en una entrevista en la revista Semana el famoso entrenador de perros César Millán.

Pero volviendo a la motivación de este escrito, me pregunto si la ausencia de compasión es un problema de empatía. ¿Cómo se puede maltratar a un ser vivo, escuchar sus quejidos y seguir hiriéndolo? Hay algo claro y es que los animales no son nuestra propiedad, sino nuestros compañeros. Creo que estamos en mora de un debate sobre nuestras relaciones con los animales y con los demás seres vivos.

Dos historias:

1. Obama se llama un tierno y ya viejo perro que vive en la Universidad Nacional, en el primer piso donde está el acceso a la Rectoría. Me recibe todos los días a las 6:30 de la mañana moviendo la cola y esperando recibir su merecida galleta, que lo he acostumbrado a exigir, de las mismas que compro para Gauss. Es todo un personaje que se ha ganado el cariño y el respeto de todos, incluso de quienes en algunas ocasiones logran bloquear el edificio, pero no se atreven a impedir su paso.

2. Arpe se llamaba una alegre cacatúa que tuve en mi casa durante un tiempo. Con su compañera formó una pareja feliz y tuvieron muchos hijos. Un día Arpe amaneció triste y no me quiso recibir el pedazo de ponqué Ramo que le daba todos los días al desayuno. Mi preocupación por su salud aumentó con las horas y me vi obligado a buscar un veterinario especialista en aves para que lo examinara. Fue difícil encontrarlo, pero finalmente en la Universidad Nacional me orientaron para encontrar uno que me ayudara. Así, Arpe recibió los cuidados que necesitaba, pero lamentablemente murió una semana después y el joven veterinario compartió mi tristeza, a tal punto que no quiso cobrar las consultas a domicilio.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/los-animales-como-compania-no-como-pertenencia-columna-709932

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La Universidad Nacional: su estadio y el fútbol

Por: Ignacio Mantilla

El pasado 13 de agosto, en la Ciudad Universitaria tuvo lugar la final del VII Torneo de Fútbol Masculino para egresados, Copa Sesquicentenario, que se disputó entre el equipo Gorditos y Bonitos, en representación de la Facultad de Ingeniería y que resultó ganador, y el conjunto Pete Deluxe, de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. En la versión femenina de esta competencia resultó ganador el equipo Marea F.C., compuesto por egresadas de la Facultad de Ciencias Humanas, todas unas guerreras.

Si bien sólo hubo un vencedor formal en cada versión, la comunidad universitaria en su conjunto disfrutó con la puesta en práctica de este tipo de actividades deportivas, que no sólo ejercitan el cuerpo, sino que reactivan la relación entre quienes han dejado de verse desde su grado.

Entre los estudiantes, este mismo tipo de actividades se realizan durante todo el año, incluyendo otros deportes, como rugby, baloncesto, atletismo, taekwondo, ciclismo y natación.

El deporte, en particular el fútbol, ha sido una de las actividades físicas favoritas en los campus de la Universidad Nacional. Creo que todos quienes hemos tenido la fortuna de disponer de prados extensos para disfrutar del tiempo disponible entre una y otra clase hemos pateado allí un balón de fútbol.

Para muchas personas que ni siquiera han formado parte de la comunidad universitaria, la vecindad con un campus de la universidad les ha facilitado su uso para hacer ejercicio. Hay quienes incluso recuerdan cómo, desde niños, iban frecuentemente a jugar fútbol allí. Y ese atractivo no se pierde. Por eso en las tardes soleadas es frecuente encontrar grupos de estudiantes disputando algún “picado”.

Recordemos que en el estadio Alfonso López Pumarejo de la Ciudad Universitaria muchas generaciones de estudiantes y de ciudadanos bogotanos pudieron apreciar las mejores expresiones del fútbol universitario.

Los estudiantes provenientes de todo el país armaban sus equipos. Algunas veces se hacían torneos con programación institucional y otras de forma espontánea. Los competidores se convertían en figuras populares en sus facultades y tenían el compromiso de dejar en alto el nombre y defender el honor deportivo de su carrera.

Estas respetadas actividades se alternaban con asambleas estudiantiles y todas las otras actividades académicas y culturales propias de la universidad. Y es que el fútbol ha atrapado a personalidades de todas las disciplinas, profesiones y vocaciones. Así, por ejemplo, se sabe que Albert Camus, premio Nobel de Literatura y héroe de la resistencia francesa, amaba este deporte. Sus biógrafos señalan que Camus era un apasionado y furibundo aficionado del fútbol y que propiciaba su práctica en las barriadas pobres de Argelia. Otro ejemplo, ampliamente conocido, es el del gran físico danés Niels Bohr, quien obtuvo el Premio Nobel en 1922. Él y su hermano Harald fueron futbolistas profesionales destacados. Hay quienes afirman, con algo de sorna, que es el único futbolista que ha ganado un Premio Nobel. También hay otros que dicen que es el único nobel que hubiera podido vivir del fútbol.

El estadio Alfonso López de la Universidad Nacional se empezó a construir en septiembre de 1937 y se culminó en agosto de 1938, para la realización de los Juegos Bolivarianos, en el marco del cuarto centenario de Bogotá. La edificación fue bautizada por el presidente Eduardo Santos con ese nombre por ser López Pumarejo el mayor impulsor de la Universidad Nacional en la década del 30. Allí se escribió un capítulo clave de El Dorado, época en que varios de los equipos que compiten en el campeonato profesional de fútbol, como Independiente Santa Fe y Millonarios, tenían en sus nóminas a excepcionales jugadores extranjeros. No pocas veces, en el estadio de la Ciudad Universitaria, que compartía sede con el recién inaugurado estadio El Campín, jugadores como Alfredo Di Stéfano, Néstor Raúl Rossi y Adolfo Alfredo Pedernera hicieron gala de su gran técnica y juego.

A los estudiantes de los años 70, algunos de nuestros profesores nos contaban con nostalgia que a tan sólo algunos metros de su salón de clases podían ir a ver a sus ídolos, o incluso que algunos jugaron contra ellos, cuando hacían parte del equipo de fútbol de la universidad.

El presidente Alfonso López Pumarejo y muchos otros impulsores de la Ciudad Blanca, como Agustín Nieto Caballero, estuvieron influenciados por los desarrollos pedagógicos de pensadores como Ovidio Decroly, María Montessori y, por supuesto, del asesor Fritz Karsen, quienes les daban una gran importancia a la experiencia y la práctica para generar conocimiento, además de resaltar la actividad física. Fue tal vez por eso que el estadio, así como otros equipamientos para practicar deportes, tuvo un lugar privilegiado en este campus. Pero con seguridad, la arquitectura de la Ciudad Universitaria, en manos de Leopoldo Rother, reflejó el pensamiento de una generación que estaba decidida a impulsar la modernización del país en todos los campos.

Aunque el fútbol no despierta las mismas pasiones en todas las personas, hay que reconocer que los universitarios no escapamos a sus deleites y que todos tenemos nuestros “equipos del alma”. En mi caso, cómo no confesar mi interés por el éxito del Atlético Bucaramanga y cómo no reconocer que también hay equipos extranjeros de los cuales soy hincha. Así por ejemplo el Villarreal de España o el Mainz 05 de Alemania.

En la actualidad, la Universidad Nacional, patrimonio de todos los colombianos, que cumple 150 años de existencia, no sólo genera desarrollo científico, sino que también contribuye a la consolidación del deporte nacional. Para resaltar algunos ejemplos, cabe mencionar la disciplina de dos de nuestras estudiantes que lograron un cupo en los pasados Juegos de Río 2016: Diana Pineda, estudiante de Ingeniería Civil de la Facultad de Minas, y Estefanía Álvarez, estudiante de Estadística de la Facultad de Ciencias, ambas de la sede Medellín.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/la-universidad-nacional-su-estadio-y-el-futbol-columna-708851

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El reto de explicar una tesis de doctorado en tres minutos

Por: Ignacio Mantilla

Cada semestre se publican en el mundo académico miles de documentos provenientes de diferentes áreas del conocimiento para comunicar los resultados de los trabajos de investigación. Los productos científicos, las nuevas patentes, los avances y descubrimientos en el laboratorio o en el terreno, las creaciones y textos se dan a conocer a la comunidad académica principalmente a través de artículos en revistas especializadas, sometidos a evaluación anónima por pares y con un formato estándar de citación internacional que permite a su vez la consulta y el uso por parte tanto de otros especialistas como de estudiantes y académicos de otras disciplinas.

El sistema no ha estado exento de críticas que enfatizan que los resultados de las investigaciones quedan atrapados en un círculo de expertos, sin darles una verdadera divulgación entre la comunidad no especializada. A veces la confusa presentación de los resultados impide incluso la consulta de especialistas de áreas afines y limita su lectura y comprensión.

Esto mismo pasa con algunos productos de investigación recogidos en las tesis de las maestrías y los doctorados. Los más sobresalientes son publicados o de ellos se derivan algunos artículos, pero un gran número de esos trabajos reposa en los anaqueles de las bibliotecas sin que una mano curiosa limpie al menos el polvo acumulado en sus lomos durante 20 o más años.

En la actualidad existen aportes dignos de resaltar para lidiar con la separación entre el conocimiento del experto y el del no especialista, entre ellos, por ejemplo, el trabajo del biólogo argentino Diego Golombek con el impulso de la serie editorial Ciencia que ladra, que se ha convertido en todo un éxito con libros como Los Beatles y la ciencia y El parrillero científico, entre otros.

No podría dejar de mencionar la labor del destacado físico colombiano Noboru Takeuchi, quien desde la Universidad Nacional Autónoma de México ha venido impulsando la comprensión entre los niños de la nanotecnología mediante el programa Ciencia Pumita.

Y traigo a colación la reciente publicación de la Universidad Nacional de Colombia, dentro de la colección Apuntes Maestros, del libro Neuróbicos, los caminos del razonamiento, del profesor Juan Diego Vélez, de la Escuela de Matemáticas de la sede Medellín, trabajo elaborado junto con su padre y su hermana.

La intención en los ejemplos mencionados ha sido la misma: difundir la ciencia y hacer comprensibles los resultados de las investigaciones. Recuerdo que mi colega Hernán Estrada Bustos, artífice de la Maestría en Matemática Aplicada de la Universidad Nacional, creada hace ya más de 12 años, solía exigir a sus estudiantes una exposición de su tesis ante un público inexperto (un grupo de estudiantes de primer semestre, por ejemplo), como ejercicio previo para ganar la claridad requerida para la sustentación. Estoy convencido de la importancia de aceptar ese reto. Comparto la famosa frase de Albert Einstein: “No entiendes realmente algo hasta que eres capaz de explicárselo a tu abuela”.

Pero recientemente he conocido retos aún más audaces y exigentes. Se trata de dos nuevos concursos que han hecho eco entre la comunidad académica internacional: Three Minute Thesis (3MT), de la Universidad de Queensland, en Australia, que se viene realizando desde el año 2008, y Research in Four Minutes (Rin4), de la Universitat Pompeu Fabra (UPF), en España, desde el año 2014.

En ambos concursos los estudiantes de doctorado deben ser certeros al explicar de forma presencial su investigación ante un auditorio concurrido conformado por un público inexperto en el tema. Ha sido tal la acogida de estos concursos que en 59 países se ha replicado la versión 3MT, logrando especial aceptación en el Reino Unido, Canadá, España, Argentina y Chile.

Entre uno y otro concurso, los recursos de los cuales los participantes disponen pueden variar. En el caso del 3MT se permite una exposición de tres minutos con una única diapositiva estática en Power Point, escrita en inglés, mientras que en Rin4 los requisitos son más flexibles y se aceptan presentaciones en catalán, español o inglés, además del uso de audios y videos, pero todo limitado a cuatro minutos de exposición.

Entre los puntos que los jurados tienen en cuenta para su veredicto se encuentra la exposición clara y elocuente del problema de investigación, la capacidad de explicar el tema sin hacer uso de un lenguaje especializado y el buen control del tiempo disponible.

La competencia final del 3MT para este año será el 13 de septiembre. Por su parte, Ferran Nadal-Bufí, estudiante del doctorado en biomedicina, fue el ganador del concurso Rin4 el pasado 2 de mayo.

Comparto mi experiencia como estudiante de doctorado en la Universidad de Mainz (Alemania). Allí, la defensa de la tesis comprendía cinco partes: exposición pública de la tesis de forma oral y presencial, preguntas sobre la tesis, examen en el área principal en la que tiene dominio el doctorando y exámenes en dos áreas auxiliares. Cada parte se limitaba a 20 minutos y al final el jurado, constituido por cinco profesores, se tomaba otros 20 minutos para deliberar y dar su veredicto. Así que, en esas dos intensas horas estaba en juego la suerte del candidato y en la sesión se decidía si merecía ser doctor. La mayor dificultad fue, en mi caso, limitar la exposición de un trabajo de cinco años a un tiempo tan reducido. Pero qué gran experiencia y qué formativa tarea.

En Colombia podemos organizar este tipo de concursos. En la Universidad Nacional, patrimonio de todos los colombianos, nuestra oferta de posgrado contempla más de 60 programas de doctorado, lo que garantiza capital humano suficiente para la competencia. Sería también la oportunidad de destacar las altas capacidades de nuestros estudiantes y dar impulso a la ciencia con un esfuerzo adicional para divulgar los resultados de las investigaciones en forma breve y precisa. De este modo se reduce también el riesgo de acumular en las bibliotecas más documentos sin que antes se haya sabido de su existencia.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/el-reto-de-explicar-una-tesis-de-doctorado-en-tres-minutos-columna-707638

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La Escuela de Artes de la Universidad Nacional y sus vicisitudes históricas.

Por: Ignacio Mantilla.

Por estos días en que, con mesura pero sin falsa modestia, celebramos entusiasmados el sesquicentenario de la Universidad Nacional de Colombia, hemos vuelto una y otra vez a las fecundas raíces del proyecto educativo y científico que nació para dejar atrás el dominio de las instituciones coloniales y hoy se empeña de manera decidida en contribuir a la solución de los problemas del país.

Como ya se ha dicho en otros espacios, al momento de su fundación, en 1867, seis grandes escuelas constituyeron el cuerpo de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia: las escuelas de Literatura y Filosofía, Medicina, Derecho, Ciencias Naturales, Ingeniería, y Artes y Oficios. En conjunto resultaron ser las unidades integrales que abarcaron las diversas formas y ramas del conocimiento.

Para reconocer y difundir el importante papel formativo de cada escuela, he venido exponiendo por este medio los relatos que se tejen en las historias de su origen, tratando de transmitir al lector las transformaciones que en 150 años ha vivido la universidad pública más importante del país. En esta oportunidad abordaré la creación de la Escuela de Artes y Oficios, una iniciativa de conocimiento práctico que tan sólo sobrevivió nueve años y fracasó como muchas otras en las que había más interés que apoyo gubernamental, dejando un profundo vacío en la formación del capital humano necesario para una sólida industria capitalina, pero que constituye el origen de las actuales Escuela de Arquitectura y Facultad de Artes de Bogotá.

La Escuela de Artes y Oficios nació de la mano de la Universidad Nacional, con la Ley del 22 de septiembre de 1867, pero como bien lo señala la historiadora Estella María Córdoba, la falta de presupuesto y talleres adecuados impidió que entrara en funcionamiento durante sus primeros años. Aunque tuvo todo el apoyo de personalidades como los rectores Manuel Ancízar y Jacobo Sánchez desde su fundación, “fueron necesarios siete años de lucha para conseguir del Congreso de la República la aprobación de los estatutos y presupuesto necesarios, y para que la Escuela de Artes y Oficios iniciara la enseñanza teórico-práctica y capacitara a los artesanos, para que estuvieran en condiciones menos desfavorables frente a las políticas de libre comercio reinantes en el país” (sic).

Bajo el decreto 571 de 1874 se organizó la Escuela de Artes y Oficios y se estableció la contratación en Europa de un ingeniero mecánico y la compra de los elementos requeridos en los talleres. Además, se fijó la estructura de los programas a impartir y sus modalidades: conferencias populares nocturnas e instrucción profesional. Esta última modalidad tenía una duración de cuatro años y comprendía las clases de matemáticas, ciencias naturales, dibujo, historia patria y universal, ejercicios gramaticales y música instrumental y vocal. En el mismo decreto se pedía organizar un lugar en la Casa de la Moneda para los talleres de Mecánica y de Herrería.

En sus investigaciones sobre el campo artístico colombiano, el profesor William Vásquez ubica en la falta de apoyo de los sectores más acomodados de la ciudad el ocaso de la Escuela de Artes y Oficios en 1876. “Esta sociedad se mostró más proclive a una economía agraria, de provisión de alimentos y de minería, que a una de invención técnica y de producción industrial”, afirma el investigador.

El gremio de los artesanos fue el que sin duda resultó más afectado por este fracaso, sintiéndose falto de herramientas para hacer frente a las medidas de libre comercio adoptadas por los liberales radicales. Un traspié más para el sector que desde la década del 50 del siglo XIX, como lo ponen de manifiesto los historiadores Marco Palacios y Frank Safford en su libro Colombia: país fragmentado, sociedad divida, había librado varias refriegas callejeras enfrentándose a los sectores más acomodados y al Congreso para pedir mayor apoyo a su labor.

Craso error fue la falta de apoyo al trabajo manual cuando estuvo sustentada en el falso antagonismo entre la tarea práctica y el trabajo intelectual. Recordemos una frase reveladora del sociólogo Richard Sennett, tomada de su libro El artesano: “Hacer es pensar”.

A la Escuela de Artes y Oficios y sus esfuerzos por la difusión de las técnicas del dibujo, aunque con propósitos muy diferentes, la sucedería la creación en 1886 de la Escuela de Bellas Artes en el interior de la Universidad Nacional, bajo el impulso del general Alberto Urdaneta. En esta institución se consolidaría la enseñanza de forma profesional de técnicas artísticas como la escultura, la ornamentación y el grabado en madera, entre otras.

Todos estos conocimientos se mantendrían vivos posteriormente en la Facultad de Arquitectura y Bellas Artes que se erigiría con la reforma de Alfonso López Pumarejo en la década del 30 del siglo pasado.

Si bien con su posterior reconfiguración y conversión en Facultad de Artes, en 1965, se alcanzó la estabilidad académica para la transmisión de los conocimientos en esa área, hoy la enseñanza de estos saberes sufre un nuevo y temporal traspié con incidentes que limitan el espacio físico necesario para desplegar toda su capacidad y desarrollar todas sus actividades. Sin embargo, en la actualidad la Facultad de Artes de Bogotá ofrece siete programas de pregrado: Artes plásticas, Arquitectura, Cine y televisión, Diseño gráfico, Diseño industrial, Música y Música instrumental. La formación y especialización en el área se refuerza con diversos programas de posgrado y con las carreras que se ofrecen en las sedes de Medellín, Manizales y Palmira.

La Universidad Nacional, patrimonio de todos los colombianos, ha jugado un papel vital en la difusión de las artes en el país. Y mientras en el mundo resuena el eco de las propuestas del exministro de Educación japonés Hakuban Shimomura de reducir el presupuesto a las artes y las humanidades, desde nuestro claustro educativo, por el contrario, pedimos un mayor fomento para estas áreas, pues comprendemos su importancia en un escenario de posacuerdo y reconciliación.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/la-escuela-de-artes-de-la-universidad-nacional-y-sus-vicisitudes-historicas-columna-706577

Imagen: http://agenciadenoticias.unal.edu.co/uploads/pics/60-img-med-juL-20.jpg

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La Escuela de Artes de la Universidad Nacional y sus vicisitudes históricas

Por: Ignacio Mantilla

Por estos días en que, con mesura pero sin falsa modestia, celebramos entusiasmados el sesquicentenario de la Universidad Nacional de Colombia, hemos vuelto una y otra vez a las fecundas raíces del proyecto educativo y científico que nació para dejar atrás el dominio de las instituciones coloniales y hoy se empeña de manera decidida en contribuir a la solución de los problemas del país.

Como ya se ha dicho en otros espacios, al momento de su fundación, en 1867, seis grandes escuelas constituyeron el cuerpo de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia: las escuelas de Literatura y Filosofía, Medicina, Derecho, Ciencias Naturales, Ingeniería, y Artes y Oficios. En conjunto resultaron ser las unidades integrales que abarcaron las diversas formas y ramas del conocimiento.

Para reconocer y difundir el importante papel formativo de cada escuela, he venido exponiendo por este medio los relatos que se tejen en las historias de su origen, tratando de transmitir al lector las transformaciones que en 150 años ha vivido la universidad pública más importante del país. En esta oportunidad abordaré la creación de la Escuela de Artes y Oficios, una iniciativa de conocimiento práctico que tan sólo sobrevivió nueve años y fracasó como muchas otras en las que había más interés que apoyo gubernamental, dejando un profundo vacío en la formación del capital humano necesario para una sólida industria capitalina, pero que constituye el origen de las actuales Escuela de Arquitectura y Facultad de Artes de Bogotá.

La Escuela de Artes y Oficios nació de la mano de la Universidad Nacional, con la Ley del 22 de septiembre de 1867, pero como bien lo señala la historiadora Estella María Córdoba, la falta de presupuesto y talleres adecuados impidió que entrara en funcionamiento durante sus primeros años. Aunque tuvo todo el apoyo de personalidades como los rectores Manuel Ancízar y Jacobo Sánchez desde su fundación, “fueron necesarios siete años de lucha para conseguir del Congreso de la República la aprobación de los estatutos y presupuesto necesarios, y para que la Escuela de Artes y Oficios iniciara la enseñanza teórico-práctica y capacitara a los artesanos, para que estuvieran en condiciones menos desfavorables frente a las políticas de libre comercio reinantes en el país” (sic).

Bajo el decreto 571 de 1874 se organizó la Escuela de Artes y Oficios y se estableció la contratación en Europa de un ingeniero mecánico y la compra de los elementos requeridos en los talleres. Además, se fijó la estructura de los programas a impartir y sus modalidades: conferencias populares nocturnas e instrucción profesional. Esta última modalidad tenía una duración de cuatro años y comprendía las clases de matemáticas, ciencias naturales, dibujo, historia patria y universal, ejercicios gramaticales y música instrumental y vocal. En el mismo decreto se pedía organizar un lugar en la Casa de la Moneda para los talleres de Mecánica y de Herrería.

En sus investigaciones sobre el campo artístico colombiano, el profesor William Vásquez ubica en la falta de apoyo de los sectores más acomodados de la ciudad el ocaso de la Escuela de Artes y Oficios en 1876. “Esta sociedad se mostró más proclive a una economía agraria, de provisión de alimentos y de minería, que a una de invención técnica y de producción industrial”, afirma el investigador.

El gremio de los artesanos fue el que sin duda resultó más afectado por este fracaso, sintiéndose falto de herramientas para hacer frente a las medidas de libre comercio adoptadas por los liberales radicales. Un traspié más para el sector que desde la década del 50 del siglo XIX, como lo ponen de manifiesto los historiadores Marco Palacios y Frank Safford en su libro Colombia: país fragmentado, sociedad divida, había librado varias refriegas callejeras enfrentándose a los sectores más acomodados y al Congreso para pedir mayor apoyo a su labor.

Craso error fue la falta de apoyo al trabajo manual cuando estuvo sustentada en el falso antagonismo entre la tarea práctica y el trabajo intelectual. Recordemos una frase reveladora del sociólogo Richard Sennett, tomada de su libro El artesano: “Hacer es pensar”.

A la Escuela de Artes y Oficios y sus esfuerzos por la difusión de las técnicas del dibujo, aunque con propósitos muy diferentes, la sucedería la creación en 1886 de la Escuela de Bellas Artes en el interior de la Universidad Nacional, bajo el impulso del general Alberto Urdaneta. En esta institución se consolidaría la enseñanza de forma profesional de técnicas artísticas como la escultura, la ornamentación y el grabado en madera, entre otras.

Todos estos conocimientos se mantendrían vivos posteriormente en la Facultad de Arquitectura y Bellas Artes que se erigiría con la reforma de Alfonso López Pumarejo en la década del 30 del siglo pasado.

Si bien con su posterior reconfiguración y conversión en Facultad de Artes, en 1965, se alcanzó la estabilidad académica para la transmisión de los conocimientos en esa área, hoy la enseñanza de estos saberes sufre un nuevo y temporal traspié con incidentes que limitan el espacio físico necesario para desplegar toda su capacidad y desarrollar todas sus actividades. Sin embargo, en la actualidad la Facultad de Artes de Bogotá ofrece siete programas de pregrado: Artes plásticas, Arquitectura, Cine y televisión, Diseño gráfico, Diseño industrial, Música y Música instrumental. La formación y especialización en el área se refuerza con diversos programas de posgrado y con las carreras que se ofrecen en las sedes de Medellín, Manizales y Palmira.

La Universidad Nacional, patrimonio de todos los colombianos, ha jugado un papel vital en la difusión de las artes en el país. Y mientras en el mundo resuena el eco de las propuestas del exministro de Educación japonés Hakuban Shimomura de reducir el presupuesto a las artes y las humanidades, desde nuestro claustro educativo, por el contrario, pedimos un mayor fomento para estas áreas, pues comprendemos su importancia en un escenario de posacuerdo y reconciliación.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/la-escuela-de-artes-de-la-universidad-nacional-y-sus-vicisitudes-historicas-columna-706577

Imagen: https://rototomsunsplash.com/area/mercado-artesano/

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¿Lenguaje sin lógica?

Por: Ignacio Mantilla

Si hay algo que los matemáticos aprendemos desde el inicio de nuestra formación es la diferencia entre un ejemplo, un lema, un contraejemplo y un teorema; especialmente aprendemos a diferenciar entre un caso particular y una generalización. También aprendemos muy temprano algunos métodos de demostración, entre los que aparecen siempre el de “reducción al absurdo” y el de “inducción”.

A veces es bueno usar ese conocimiento básico y examinar entonces, con criterio matemático, lo que se afirma en el lenguaje corriente, para detectar errores comunes que con frecuencia conducen a conclusiones falsas, desproporcionadas o absurdas, aparentemente muy bien sustentadas, pero que en realidad esconden engañosas demostraciones.

Los recientes sucesos que han empleado algunos para estigmatizar como “terroristas” a los estudiantes y egresados de la Universidad Nacional y demás universidades públicas, y como “corruptos” a los de las universidades privadas de élite, son un buen ejemplo de esas falsas conclusiones. Se trata de uno de los métodos preferidos, de aparente demostración por inducción: si se presenta un caso comprobado de un estudiante de universidad pública autor de un acto terrorista en 2015, de otro estudiante con el mismo delito en 2016 y un par más en 2017, se concluye que todos los estudiantes de universidades públicas son terroristas. Si hay un egresado de una universidad privada acusado de corrupción en 2014, dos más en 2015 y tres en 2017, la conclusión es que todos los egresados de universidades privadas son corruptos. Comúnmente se cree que la prueba es más contundente aún si se suma algún caso más antiguo conocido.

Recuerdo, como anécdota, que en la Universidad de Mainz (Alemania) el profesor de matemáticas Ernst Hölder sostenía una marcada rivalidad con algunos de sus colegas de física y no desperdiciaba oportunidad para hacer bromas sobre sus métodos y logros científicos. Era costumbre en la universidad hacer un acto especial de celebración para homenajear a los profesores cuando cumplían 60 años de edad. Tuve la oportunidad de asistir a la celebración del cumpleaños 60 del profesor Peter Paul Konder y recuerdo cómo el profesor Hölder, después del brindis, tomó la palabra y provocó risas entre los asistentes al decir: “El número 60 es muy importante en la vida de los matemáticos, pues es divisible por 1, por 2, por 3, por 4, por 5, por 6. Es decir que, como dirían mis colegas físicos, es divisible por todos los números”.

Pero más comunes que las falsas pruebas de tipo inductivo son las que usan frecuentemente algunos personajes que dominan una gran oratoria para demostrar que de una afirmación P se concluye otra Q, que es completamente falsa. Puesto que “P implica Q” es una proposición verdadera cuando P es falsa, independientemente del valor de verdad de Q (por ejemplo, es verdadera la proposición: “Si Colombia está en África entonces los caballos ponen huevos”), es usual que se parta de una afirmación falsa P y durante media hora se pronuncie un gran discurso en el que sólo se dicen cosas verdaderas, ojalá fácilmente comprobables, para concluir con una afirmación absurda Q, que al estar precedida de tan convincente discurso no despierta mayores dudas entre los oyentes de que se trata de una brillante y certera demostración de la verdad de Q, que además evidencia la elocuencia del orador (en la literatura reciente de las calumnias hay buenos ejemplos).

Frecuentemente encontramos también la generalización, no necesariamente con el interés de estigmatizar a partir de un ejemplo o de una pequeña muestra, como lo señalaba arriba, sino como costumbre de caracterizar grupos de personas con base en el conocimiento de una o de unas pocas personas de ese grupo. Igual si se trata de un país o de una región. Me refiero a sentencias como: “Todos los colombianos son narcotraficantes”, “a todos los costeños les gusta el vallenato”. Y qué decir de las generalizaciones para los grupos de profesionales o las culturas: “Todos los filósofos son aburridos”, “todos los mexicanos comen picante”, “todos los antioqueños son negociantes y todos los santandereanos son peleadores”. Combinada la generalización con una forma condicional puede afirmarse por ejemplo: “Todos los árabes huelen mal y los mejores ingenieros son árabes, entonces los mejores ingenieros huelen mal”.

Existe también la marcada tendencia a calificar a todos por una experiencia, casi siempre negativa. Si tuvimos un pésimo profesor de matemáticas, afirmamos que “todos los profesores de matemáticas son pésimos”. Si en Nueva York un taxista turco nos cobró más de lo indicado, entonces afirmamos que los turcos (todos) son “tumbadores”. Si en una oficina no nos contestaron el teléfono, aseguramos que “allá nunca contestan”. Pero peor aún es la tendencia a calificar a todos los habitantes de un país de acuerdo con sus gobernantes: “Todos los venezolanos son groseros e incultos” o “todos los gringos son ignorantes”.

No escapan a estas generalizaciones las que podemos clasificar entre las paradojas. Así, por ejemplo, el político que muy enfáticamente afirma que “todos los políticos son corruptos”. Esa es una buena paradoja, comparable a la antigua y famosa paradoja de Epiménides: “Todos los cretenses son mentirosos”. Como Epiménides era cretense, ¿es entonces verdadera la afirmación?

La mayoría de los profesionales necesitan de una buena capacidad argumentativa para desempeñar un trabajo. Y la lógica correctamente usada no necesariamente está en relación directa con la capacidad de oratoria, por eso creo que, tan importante como las clases de oratoria, son las asignaturas de lógica en todas las carreras profesionales.

Hace algunos años, mi colega Fernando Zalamea Traba ideó en la Universidad Nacional un exitoso curso que llamó “Lógica para Abogados”. Estoy seguro de que aun por fuera de un currículo formal este tipo de iniciativas despiertan el interés hasta en ilustres juristas que tendrán la satisfacción de conocer la formalidad de la lógica matemática básica que permite detectar con facilidad las engañosas y falsas demostraciones en el ejercicio profesional.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/lenguaje-sin-logica-columna-705408

 

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La Escuela de Ingeniería en la historia de la Universidad Nacional

Por: Ignacio Mantilla

Una de las seis escuelas que conformaron la Universidad Nacional desde su creación, hace 150 años, fue la Escuela de Ingeniería. Puede decirse que los orígenes de esta escuela son fácilmente rastreables en el Colegio Militar fundado por el general Tomás Cipriano de Mosquera en 1848; colegio que desapareció en 1854, al no encontrar respaldo del Estado. Aunque el general Mosquera, siete años después, en su segundo mandato, decretó la reapertura del Colegio Militar, solo hasta 1866 pudo entrar en funcionamiento, debido a la guerra civil en curso. Y fue este colegio, que concentraba la formación de ingenieros civiles en el país, el que dio origen a la escuela, una de las seis primeras que integraron en 1867 la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia.

La Escuela de Ingeniería tuvo como sede inicial el Convento de la Candelaria de Bogotá, que hoy alberga al Colegio Agustiniano en la calle 11, entre carreras 4ª y 5ª en el centro de la ciudad. Esta escuela de la universidad recibió en su primer año a 36 estudiantes de casi todos los estados de la Unión que fueron recibidos por los primeros diez profesores de ingeniería. La historia de esta escuela de la universidad es rica en aportes importantes para el país, tales como la construcción de carreteras, ferrocarriles, puentes y túneles. Obras que aportaron para que la Colombia de finales del siglo XIX fortaleciera, poco a poco, la producción industrial y su desarrollo económico.

Adicionalmente, la Escuela de Ingeniería formó a ingenieros e intelectuales de gran preponderancia para la vida económica y cultural de nuestra nación. Uno de aquellos ingenieros formados en sus aulas fue el muy reconocido Julio Garavito Armero, que por décadas se desempeñó como director del Observatorio Astronómico Nacional y desde donde realizó investigaciones en matemáticas y astronomía que le valieron para ser reconocido internacionalmente. Como muchos saben, en 1971 la Unión Astronómica Internacional exaltó su trabajo, bautizando un cráter ubicado en el lado oscuro de la Luna con el nombre de este ingeniero colombiano. De los alumnos de los primeros años de la escuela se destacan por su gran reconocimiento, entre otros, Ruperto Ferreira, posteriormente rector de la misma, cargo equivalente a lo que hoy sería decano de Facultad, quien por varios años asumió la responsabilidad como ministro de Hacienda, y Manuel Antonio Rueda, uno de los mayores impulsores del estudio de las matemáticas a finales del siglo XIX. A este último le debemos uno de los primeros esfuerzos en traducir, editar y publicar gran cantidad de textos matemáticos de fundamental importancia para su estudio en nuestro país.

A diferencia de la Escuela de Minas de Medellín, que desde comienzos del siglo XX formó parte de la Universidad Nacional y donde las matemáticas se estudiaban únicamente para su aplicación a la ingeniería, la Escuela de Ingeniería se desarrolló bajo un modelo francés donde los aspectos teóricos de la matemática se estudiaban con mayor dedicación y profundidad. Por su inclinación hacia el abordaje más extenso de las matemáticas, la escuela cambió de nombre en distintas ocasiones; así, por ejemplo, en 1886 pasó a llamarse Facultad de Ciencias Matemáticas. Después de la reapertura de la universidad, al terminar la Guerra de los Mil Días, cambió su nombre a Facultad de Matemáticas e Ingeniería, nombre que mantuvo hasta terminarse la primera mitad del siglo XX, cuando adoptó su nombre actual, Facultad de Ingeniería.

Los primeros cursos dictados en nuestra escuela demuestran la inclinación teórica de la Ingeniería Civil que allí se estudiaba. Así, el pénsum de la carrera para 1868 se componía de un primer año con estudios superiores de aritmética, álgebra, geometría, trigonometría rectilínea y esférica. El segundo año había que cursar las asignaturas de geometría práctica, topografía, geometría analítica y geometría descriptiva. En el tercero: cálculo diferencial e integral y mecánica. En el cuarto año: geodesia y maquinaria. Por último, en el quinto años los estudiantes tomaban cursos de arquitectura y construcción civil (caminos, puentes y trabajos hidráulicos, entre otros).

Pero fue gracias a la Escuela de Ingeniería, con su formación politécnica, que surgieron formalmente algunas disciplinas en nuestro país, entre las que podemos mencionar la química, la astronomía, la física, la arquitectura y la matemática. También debemos a nuestra Escuela de Ingeniería la influencia en la creación de instituciones de gran importancia nacional como la Sociedad Colombiana de Ingenieros en 1887, la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Nariño en 1905 o la Escuela Colombiana de Ingeniería en 1972.

Hoy por hoy la Facultad de Ingeniería es una de las más grandes e importantes facultades de ingeniería del país y ofrece una formación de alta calidad a través de nueve programas de pregrado y 27 programas de posgrado entre los que se cuentan siete doctorados. La labor desarrollada ininterrumpidamente por esta antigua facultad es para nuestra universidad y, por supuesto, para todo el país de gran orgullo y valor. Es la facultad de la Universidad Nacional con mayor número de estudiantes y de egresados.

La Universidad Nacional, patrimonio de todos los colombianos, es como un cuerpo humano, compuesto de órganos que son indispensables para su funcionamiento. En el caso de la Facultad de Ingeniería se trata de un órgano vital que da a la institución su razón de ser.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/la-escuela-de-ingenieria-en-la-historia-de-la-universidad-nacional-columna-704294

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