¿Laicidad o clericalismo a la inversa?

El pasado 7 de mayo, Raphaëlle Bacqué y Ariane Chemin publicaban un artículo de tres páginas en las columnas de Le Monde, titulado “Cisma a izquierda” y presentaban la querella franco-francesa sobre la laicidad y el islam como “la más violenta que nunca haya producido la izquierda en su interior desde hace mucho tiempo”. Este debate tiene una dimensión internacional evidente sobre la que quiero volver aquí, intentado recordar los términos de una concepción auténticamente socialista de la laicidad.

Cuando un catecismo expulsa a otro

En la tradición del líder socialista francés Jean Jaurès, la laicidad es sinónima de democracia: “no hay igualdad de derechos si el apego de tal o cual ciudadano a tal o cual creencia, a tal o cual religión, supone para él un motivo de privilegio o de desgracia”. Sin embargo, Jaurès no pretende aislar la religión de la sociedad, reduciéndola a un asunto privado. Para él, “es en una sociedad natural y humana donde ella evoluciona, [y ella] solo será una fuerza abstracta y vana, sin afianzamiento y sin virtud, si no está en comunicación con la realidad social” (Discurso de Castres, 1904).

Dos años antes, Edouard Berth, uno de los pioneros del sindicalismo revolucionario, una corriente que va a controlar la CGT francesa hasta 1914, estigmatizaba el “clericalismo a la inversa” de esos “alcaldes socialistas (que) pasan su tiempo en aprobar los decretos más extraños y extravagantes con el único objetivo de ‘fastidiar’ a los curas”. Continuaba: “nuestros soñadores de unidad dogmática, intelectualista y jacobina (…) tienen siempre una concepción dogmática de la unidad. La Fuerza, destinada a esta unidad mística y transcendental, sola, cambia; el gendarme del Estado y el maestro laico reemplazan al inquisidor y al monje ignorante”. Concluía: “la creencia en lo que Marx llamaba tan felizmente el sobrenatural democrático se ha instalado soberanamente en la actual conciencia socialista”.

Verdaderamente, la laicidad no debe ser considerada como un arma para luchar contra las religiones, aunque solo fuera porque ella defiende de forma intransigente la libertad de pensamiento, de opinión y de creencia (o de no creencia): “(…) si reclamamos para nosotros una libertad plena e íntegra –señalaba Berth– ¿vamos a trabajar para arrebatarla a los otros?”. De esta forma denunciaba la Ley de Asociaciones de 1901, votada sin embargo por quince socialistas, “más anticlericales que socialistas”, que introducía un régimen de excepción para las congregaciones religiosas. “Antiguamente, concluía, ello estaba en la unidad de un catecismo religioso que nuestros reyes soñaban que mantendría la unidad nacional; en la actualidad, nuestros demócratas esperan el mismo milagro social de un catecismo cívico” (“La política anticlerical y el socialismo”, La RevueSocialiste, noviembre 1902).

La laicidad bien entendida no propone sin embargo una actitud relativista. Encuentra así su expresión plena e íntegra en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuando estipula: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye (…) la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público (lo subrayamos) como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (art. 18). Pretender excluir a la religión de la esfera pública es pues una propuesta política explícitamente liberticida.

Combatir los integrismos

En el terreno religioso, el integrismo (un término reivindicado por los tradicionalistas católicos de inicios del siglo XX) y el fundamentalismo (un término nacido más bien en la galaxia protestante) son sin duda la expresión de dinámicas sectarias; va lo mismo de la ortodoxia judía, del salafismo musulmán o del hindutva de inspiración hindú: todas estas corrientes transmiten un discurso anti-democrático, patriarcal u homófobo, de orientación totalitaria, radicalmente opuesto a las aspiraciones de emancipación humana que deben encarnar los valores socialistas. Otras tantas razones para combatirlas sin tregua en el terreno de las ideas.

En el plano más netamente político, fuerzas poderosas se reclaman hoy de la ortodoxia religiosa, como la Nueva Derecha Cristiana en los Estados Unidos que, desde los años 1980, ha favorecido el deslizamiento conservador y belicista del Partido Republicano; los Católicos de Identidad, en Francia, que han formado el grueso de las tropas de “La Manifestación para Todos”; los sionistas religiosos en Israel, que defienden un punto de vista colonialista y racista; el RSS (Organización de los Voluntarios) o la Shiv Sena (Ejército de Shivaji), ligados al BJP en el poder en India y que promueven un nacionalismo ultra-reaccionario. Tienen por supuesto sus homólogas en el seno del islam, se inspiren en la teocracia iraní, en el Jamaat-e-islami pakistaní, bengalí o indio, en el salafismo saudí, en los Hermanos Musulmanes o en otras ideologíasdel mismo tipo.

En el curso de estos últimos decenios, organizaciones terroristas (“yijadistas”) se han desarrollado también en el caldo de cultivo del wahabismo, en ruptura con el quietismo político tradicional de la mayoría de los salafistas o del programa político conservador del islam político dominante. Ellas se han desarrollado en el marco de sociedades brutalizadas por la miseria extrema, por dictaduras torturadoras y por guerras neocoloniales. En 2013, asesinos provenientes de ese entorno han asesinado fríamente a dos de los principales líderes de la izquierda tunecina: Chokri Belaïd y Mohamed Brahmi. Más ampliamente, sus fechorías han espantado, en primer lugar, en los países musulmanes pero también en Occidente: Estados Unidos (2001), España (2004), Gran Bretaña (2005), Francia (2015), Bélgica (2016)…

¿Por qué habría que caer en la islamofobia para denunciar el carácter profundamente reaccionario y liberticida del islam fundamentalista? El wahabismo es una secta ultra- retrógrada, cuya promoción internacional se ha beneficiado –y se beneficia- de enormes recursos financieros de sus padrinos saudís, con la bendición de las potencias occidentales, especialmente durante la guerra fría para combatir al nacionalismo árabe tercermundista, y de la complicidad de los Hermanos Musulmanes. Asimismo, el islam político de diversas obediencias desarrolla un discurso neoliberal-conservador que no retrocede para conseguir sus fines ante el autoritarismo y la violencia, como muestra en la actualidad Recep Erdogan en Turquía.

Pertenencia religiosa y lucha social

Sin embargo, no hay que confundir el islam sectario y las corrientes políticas que se reclaman del mismo con los centenares de millones de musulmanes que viven su fe y su espiritualidad con respeto a los otros. Digámoslo alto y fuerte: llevar el velo, no comer cerdo o no beber alcohol, no tienen nada que ver con una profesión de fe integrista. Lo testimonian las decenas de millares de mujeres, en parte con velo, que han bajado a las calles de Túnez, el 13 de agosto de 2013, para defender el Código del estatuto personal de 1956, que establece el principio de igualdad entre mujeres y hombres en este país del Magreb.

Sobre el terreno social, un número creciente de entre nosotros –creyentes o no, cristianos, judíos, musulmanes o ateos- debe responder al aumento de las desigualdades, de la precariedad e, incluso, de la pobreza y la exclusión. Así, es organizando la resistencia común de las capas populares como una izquierda socialista digna de este nombre lleva el combate por la justicia social, contra la explotación del trabajo y las diferentes formas de opresión. En esta perspectiva, y también porque este compromiso es imagen de la sociedad que queremos, nosotros rechazamos todo compromiso con los racismos que oponen y dividen, lo mismo que con el llamado “conflicto de civilizaciones” que justifica hoy suvuelta a la escena.

Durante el período de entre las dos guerras, la derecha antisemita trataba a los militantes comunistas, o simplemente de izquierda, de judeo-bolcheviques o de judeo-masónicos. Hoy, se encuentran cruzados de lucha anti-religiosa para tratar a los antirracistas, que dan la alerta contra el auge de la islamofobia –una forma de racismo que esencializa la religión musulmana y sus adeptos para estigmatizarlos-, de islamo-izquierdistas. Es una acusación completamente gratuita y, como defensores de una laicidad que rima con democracia, comprometidos en el combate por la emancipación social, no nos reconocemos de ninguna forma en ese ridículo apodo.

Jean Batou. Miembro de la dirección de SolidaritéS -un movimiento anticapitalista, feminista y ecologista por el socialismo del siglo XXI- en Suiza, y editor del bimensual SolidaritéS. Profesor de Historia Internacional Contemporánea de la Universidad de Lausana, Suiza. Es autor de numerosas publicaciones sobre la historia de la globalización y los movimientos sociales.

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