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Jornada laboral: Una lucha continua

Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda

El mundo contemporáneo ha sido transformado por cuatro revoluciones industriales. La primera (Inglaterra, mediados del siglo XVIII), basada en las máquinas de vapor y carbón, aceleró el crecimiento de las ciudades, el desarrollo de las fábricas y del trabajo asalariado. Las jornadas habituales en el mundo rural del pasado, que podían llegar a 14 o 16 horas diarias, inicialmente se extendieron a la industria. Resultaron insostenibles al despertar la lucha obrera, apoyada por políticos e intelectuales que denunciaron la miseria y la explotación. Inevitablemente intervinieron los Estados para expedir leyes y reducir la jornada, que a fines del siglo XIX llegaba a 10 horas diarias.

El empresario y socialista utópico Robert Owen (1771-1858) fue pionero en proponer “8 horas de trabajo, 8 horas de recreación, 8 horas de descanso”; mientras Karl Marx (1818-1883) descubrió la “ley de la plusvalía”, que explica el origen de las ganancias de los capitalistas. En 1866, la Primera Internacional de Trabajadores (AIT) fundada por Marx, así como la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL), demandaron la jornada de 8 horas. Sin embargo, el movimiento fundamental ocurrió en los Estados Unidos con los huelguistas de 1886 que reivindicaron las 8 horas y cuyos “Mártires de Chicago” son recordados en el mundo al conmemorarse el 1 de Mayo como Día del Trabajo.

La segunda revolución industrial (EE. UU., Alemania, Gran Bretaña, fines del siglo XIX), con el uso de motores a base de electricidad y derivados del petróleo, tuvo repercusiones impresionantes en el transporte (ferrocarriles eléctricos, navíos, automóvil, avión), las comunicaciones (teléfono, radio, televisión) y el nacimiento de gigantes empresas (monopolios). Ese progreso material y tecnológico hizo posible la reducción mundial de las jornadas de trabajo, por la que seguían luchando los trabajadores. Paradójicamente el empresario estadounidense Henry Ford (1863-1947) fue el primero en introducir las 8 horas en sus fábricas de automóviles en 1914 y en duplicar el salario a 5 dólares, lo que salvó a su empresa, al mismo tiempo que despertó la ira de otros industriales. Esa jornada finalmente fue imponiéndose tanto en los EE. UU. como en Europa, incluso porque se sucedieron tres acontecimientos de significación internacional: la Revolución Mexicana de 1910, cuya Constitución de 1917 fue pionera en proclamar el principio pro-operario y reconocer derechos laborales con jornada máxima de 8 horas diarias y 48 semanales (Art. 123); la Revolución Rusa de 1917, que inspiró el auge de las luchas sociales por edificar un sistema postcapitalista; y el nacimiento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919, cuyo Convenio No. 1 consagró la jornada máxima de 8 horas (industria) y 48 semanales.

Exceptuando México, que empezó la industrialización durante el porfiriato (1876-1911), junto con Argentina (enorme migración europea), la siderurgia en Brasil, la minería en Chile y Perú, pero todos con inversiones de voraces compañías extranjeras, en conjunto el resto de América Latina permaneció como gigante región primario-exportadora, con predominio de terratenientes y trabajo servil en el campo. La industrialización y el desarrollo capitalista recién despegaron con el avance del siglo XX.

También despertaron reformas sociales y legales, aunque los primeros países en decretar la jornada de 8 horas fueron Uruguay (1915) y Ecuador (1916): el primero por su adelantada cultura reformista social que también supo expresarse en la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez (1911-1915); y el segundo porque la medida en poco o nada afectaba al régimen de dominio plutocrático-bancario y terrateniente garantizado por el gobierno de Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920). Al mismo tiempo que se establecieron jornadas máximas, fueron reconocidos amplios derechos: contrato individual y colectivo, salario mínimo, pago por horas extras, sindicalización, huelga, indemnizaciones, descansos, maternidad, seguridad social. En Ecuador los gobiernos de la Revolución Juliana (1925-1931) sentaron las primeras bases para superar el régimen oligárquico-bancario, inaugurar el papel social y económico del Estado, y decretar leyes laborales, además de expedir la progresista Constitución de 1929, que consagró sus principios. El Código del Trabajo en este país se expidió en 1938. A mediados del siglo XX los que cabe denominar como derechos laborales históricos estaban reconocidos por la OIT, la ONU y las legislaciones y códigos de los distintos países latinoamericanos.

La tercera revolución industrial (EE. UU., Japón), aunque en forma progresiva durante la segunda mitad del siglo XX con la electrónica, informática, telecomunicaciones, computadoras, microprocesadores, internet, robótica, modernizó al mundo en forma espectacular, pero sin alterar sustancialmente los derechos laborales históricos. En América Latina estos fueron golpeados por el anticomunismo de la Guerra Fría introducido en la región a raíz de la Revolución Cubana (1959) y especialmente conculcados por las dictaduras militares terroristas del Cono Sur. Pero el mayor impacto laboral ha provenido de la cuarta revolución industrial (EE. UU., Europa, China, Japón, Corea del Sur) desde inicios del siglo XXI, con el desarrollo del internet, biotecnología, tecnología digital, automatización avanzada y recientemente la inteligencia artificial.

Estos impresionantes progresos humanos han alterado las tradicionales formas del trabajo, creando “fábricas inteligentes” e “industrias 4.0”, que hacen posible no solo la producción automatizada sino el alivio de la carga del trabajo diario y semanal en amplios sectores económicos, en favor del disfrute individual, familiar o colectivo, del ocio y la recreación. En Francia y Alemania ya se introdujo la semana de 35 horas, mientras en Islandia, España, Reino Unido el “experimento” con jornadas de 4 días ha resultado espectacular. La pandemia del Covid en 2020 demostró incluso que era posible el trabajo desde casa.

Sin embargo, en América Latina quienes rápidamente han intuido esos alcances no son burguesías schumpeterianas, sino los grupos dominantes tradicionales o “modernos” que han lanzado las ideas de “flexibilidad” laboral, pero para arrasar con los derechos laborales históricos. Contrariando las nuevas tendencias históricas abogan por aumentar la jornada diaria a 10 o 12 horas sin pago de horas extras, con tal de que se cubran las horas semanales que fluctúan en la región entre 40 y 48 (ocurre en Ecuador estos momentos), o extendiendo la semanal y violando, en ambos casos, las jornadas máximas. De otra parte, buscan establecer las jornadas reducidas a través del trabajo por horas, la tercerización, el “smart-working”, el “salario emocional” u otras modalidades, pero con “costos” salariales que resultan miserables, impiden la estabilidad y afectan la seguridad social. Todo se hace con la finalidad de incrementar las ganancias y pese a que numerosos estudios demuestran que la reducción de las jornadas puede aumentar la productividad y alienta la responsabilidad y el bienestar de los trabajadores, además de evitar los agotamientos, el estrés y los errores.

Los capitalistas del presente han ganado enorme terreno en América Latina contando con la ideología neoliberal, la reciente anarco-capitalista libertaria y gracias a los gobiernos empresariales. El problema es que las izquierdas, así como las organizaciones de trabajadores, no han formulado las respuestas alternativas, contundentes y eficaces que permitan contrarrestar la arremetida patronal, así como promover y demandar nuevos derechos laborales acordes con el tiempo presente. Lo común ha sido limitarse a reclamar y proteger los derechos laborales históricos. Es una situación que inevitablemente tendrá que cambiar. Requerirá, además, la clara conciencia que comprenda lo pernicioso que resultan los gobiernos empresariales.

Blog del autor: Historia y Presente
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Historia Universal: Revisionismo histórico sobre imperios y naciones liberadas

Revisionismo histórico sobre imperios y naciones liberadas

Juan José Paz y Miño Cepeda

Entre el 2 y 6 de septiembre (2024) se realiza en Nápoles, Italia, el XX Congreso de AHILA (Asociación de Historiadores Latinoamericanistas – www.ahila2024.it), bajo el título general “Entre América y Mediterráneo: actores, ideas, circulaciones en los mundos ibéricos”. En ese marco se inscribe el simposio “La cuestión imperial en América Latina: crisis y transformación hegemónica en la Era de las Revoluciones (1776-1848)”. Mi ponencia trata el tema: “Imperios vs. Estados liberados: el nacimiento de América Latina”. Destaco algunos lineamientos.

Por Juan J. Paz-y-Miño Cepeda*

Colaborador de Prensa Latina

Es generalizada la división de la “Historia Universal” en cinco grandes períodos: Prehistoria y las Edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea; pero América no tiene la misma historia y mucho menos América Latina y el Caribe. La Época Aborigen atravesó varias fases y desembocó en los imperios Maya, Azteca e Inca. Europa había pasado por las Edades Antigua y Media. Con el “descubrimiento” europeo de América (1492) se inició la Edad Moderna, que significó mercantilismo para las potencias monárquicas y coloniaje en América. Esa relación sentó las bases del subdesarrollo latinoamericano y de la enorme brecha social entre élites ricas y propietarias frente al conjunto de la población, mayoritariamente campesina e indígena.

Revolución Francesa

Si bien la Revolución Francesa (1789) marca el inicio de la Edad Contemporánea, para América ésta se inicia con la independencia de los Estados Unidos (1776) e inmediatamente con los procesos independentistas en la región que hoy llamamos América Latina. Se trató de un proceso complejo y contradictorio, que duró por lo menos dos décadas. Arrancó con la Revolución e independencia de Haití (1804), un movimiento popular de esclavos y mulatos. En México la revolución de 1810 también fue popular, con campesinos e indígenas. Pero, finalmente, la clase criolla encabezó las luchas independentistas, expresadas inicialmente por las Juntas soberanas entre 1809-1812 (La Paz, Quito, Bogotá, Caracas, Buenos Aires, Santiago de Chile), que buscaban autonomía, al mismo tiempo que revistieron sus intereses con la proclama de fidelidad al rey.

Pero Caracas proclamó su independencia (1811) y prosiguieron las distintas batallas hasta que, en Sudamérica, con las batallas de Pichincha, Junín y Ayacucho, se logró la independencia definitiva. En Brasil el proceso luce como lucha palaciega, pero finalmente se conseguirá un Estado Nacional. Exceptuando los temporales imperios en México (Iturbide y luego Maximiliano) y el largo en Brasil (Pedro II, 1822-1889), en todos los países latinoamericanos se instaurarán Estados nacionales y regímenes presidenciales basados en la tripartición de funciones.

Las revoluciones independentistas de América Latina no fueron “burguesas” y tampoco se propusieron instalar un nuevo modo de producción, el capitalismo, sobre la derrota del feudalismo, que no existió en la región. Las independencias se ubican en la “Era de las Revoluciones” con su propio contenido: terminaron con el colonialismo. Se trata de un proceso de significación mundial en la era del capitalismo. Los países de Asia y África conquistarán sus respectivas independencias solo en el siglo XX.

Desde luego, en los procesos independentistas latinoamericanos se incrustan los intereses de los imperios europeos y los nacientes de los Estados Unidos. El Caribe se convirtió en la “frontera imperial”, pues allí disputaron siempre las potencias europeas que frenaron su plena libertad, como ocurrió en Cuba, que alcanzó la suya en 1898, para ser inmediatamente frustrada e intervenida por los Estados Unidos. En el conjunto de nuevos países latinoamericanos, la amenaza intervencionista de los imperios y monarquías europeas parecía impedirse con la Doctrina Monroe proclamada en 1823. Sin embargo, prosiguieron las intervenciones en distintos países, al mismo tiempo que los Estados Unidos aseguraban su creciente expansionismo en el continente.

América Latina

Esta situación fue determinante para que América Latina se transformara en región pionera en proclamar y exigir el respeto a la soberanía e independencia de los pueblos, claramente expresada por el célebre Benito Juárez (1858-1872). El ecuatoriano Eloy Alfaro retomó esos principios para convocar al Congreso Continental en 1896 que se realizó en México. El boicot de los Estados Unidos impidió la asistencia de la mayoría de los países, aunque el Congreso aprobó un contundente documento que exigía la independencia de Cuba, reivindicaba los derechos de Venezuela sobre la Guayana Esequiva y, sobre todo, planteó la necesidad de sujetar la Doctrina Monroe a un Derecho Público acordado por todos los países del continente. Una posición desafiante que hasta hoy tampoco ha podido concretarse, pues la OEA pasó a ser un instrumento de ese mismo americanismo.

Las potencias imperiales pretendieron subordinar la América Latina libre a sus intereses, al mismo tiempo que entre ellas buscaban imponer la hegemonía. Por eso nuestra región ha debido afrontar intervencionismos e injerencias a lo largo de toda su vida republicana. Y no solo frente a las potencias europeas, sino ante los Estados Unidos, que como primera potencia mundial imperialista en el siglo XX también tiene larga historia de intervenciones en los países latinoamericanos y sigue buscando cómo imponer la Doctrina Monroe en el presente.

En la actualidad existe un fuerte proceso revisionista de la historia nacida en las potencias centrales. Particularmente el “hispanismo” de derechas (patrocinado por el partido VOX) ha buscado éxito en sus concepciones y extendido sus estudios y argumentos en los círculos académicos a los que llega. Desde su visión, América Latina no fue “conquistada”, ya que los conquistadores fueron “libertadores” de pueblos sometidos por Aztecas e Incas, a tal punto que al puñado de hombres que llegaron desde España se unieron miles de nativos deseosos de su “libertad”. La monarquía nunca estableció colonias, sino provincias pertenecientes a un solo Estado, administrado por la Corona a través de una serie de funcionarios en América.

La “leyenda negra” sobre la conquista y la colonia fue obra de las potencias enemigas de España y particularmente de Gran Bretaña. España ejerció una misión civilizatoria y mantuvo tres siglos de paz. Las independencias fueron obra de agentes criollos relacionados con Gran Bretaña, Francia y la masonería. Líderes como Simón Bolívar son traidores que buscaban beneficios personales o grupales.

Marx

Hay quienes tratan a Bolívar como “miserable y vil” y en su respaldo dicen que hasta Karl Marx se refirió así contra el “Libertador”, lo cual es cierto, pues Marx tiene una biografía de Bolívar que demuestra un aislado desconocimiento del tema, que no afecta la genialidad de su pensamiento y sus estudios sobre el capitalismo.

Por todos estos medios, a los latinoamericanos se nos trata de convencer que la conquista no fue tal, que la colonia es un invento pues no existió, que las independencias son el peor error cometido, que sus líderes eran canallas y perversos y que, a fin de cuentas, América Latina no tiene historia propia, sino que debe sujetarse a las interpretaciones y criterios que vienen de los países “civilizados” del Occidente. Son ideas que recuerdan a G.W.F. Hegel, para quien América no es más que “eco de vida ajena”.

Pero felizmente las ciencias sociales latinoamericanas son sólidas y tienen un amplio desarrollo propio. A estas alturas conocemos bien la historia de la región, por lo cual los latinoamericanos consideramos a las independencias como el punto de nacimiento de lo que hoy es la América Latina libre, soberana e independiente. Desde luego, estos son principios que nos guían. Porque nuestra lucha por afirmarlos continúa, ya que las injerencias siguen tan activas como en el pasado.

Fuente de la Información: https://firmas.prensa-latina.cu/2024/09/05/revisionismo-historico-sobre-imperios-y-naciones-liberadas/

 

 

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Derechos laborales: el otro «enemigo»

Por: Juan J. Paz-y-Miño Cepeda

En su codicia por extender los negocios e incrementar las rentabilidades privadas, los neoliberales, libertarios anarco-capitalistas, empresarios oligárquicos y sus gobiernos en América Latina, no solo atacan a los impuestos (https://t.ly/kBHLZ) sino que han llegado a concebir que los derechos laborales y sociales son un estorbo a la “libertad económica” y los trabajadores que luchan por defenderlos son sus verdaderos “enemigos” de clase. La historia del capitalismo y de la región contradice sus conceptos.

A partir de la primera Revolución Industrial, con el desarrollo de las manufacturas y fábricas, que determinaron el aparecimiento del trabajo asalariado, el capitalismo del primer siglo se levantó sobre la tremenda explotación a los trabajadores. En Inglaterra y Alemania, a la vanguardia de la nueva era económica, las jornadas superaban las 16 horas diarias, sin descansos semanales ni vacaciones; los salarios apenas permitían supervivir a las familias obreras en la miseria; los sindicatos, huelgas y manifestaciones estaban prohibidos; no existían indemnizaciones ni seguridad social. Esas condiciones de vida fueron denunciadas por los pensadores sociales. Conquistar derechos incentivó la lucha de clases, de modo que los trabajadores lograron conquistas, pero pasando por represiones, muertes y sufrimientos. Los historiadores han seguido estos procesos desde esa época hasta el presente, evidenciando que la riqueza de los empresarios nunca provino de su genialidad, sus emprendimientos ni su “trabajo”, sino de la acumulación del valor socialmente generado.

En América Latina la época colonial sentó las bases de la jerarquización social y de la explotación de la fuerza de trabajo especialmente de los indígenas y campesinos. Las repúblicas surgidas tras los procesos independentistas construyeron Estados oligárquicos, en los cuales las familias de las endogámicas élites de terratenientes, comerciantes y banqueros que controlaron el poder político en los diferentes países, reprodujeron las mismas condiciones laborales heredadas de la colonia. Solo desde mediados del siglo XIX fue abolida la esclavitud y a fines del mismo los liberales y radicales procuraron regular el trabajo para convertirlo en acuerdo mutuo sujeto a los Códigos Civiles, considerando que la igualdad ante la ley solucionaría las inequidades. Sin embargo, con el lento despertar del capitalismo latinoamericano en el siglo XX, si bien se dictaron tempranas leyes como: descanso dominical en Argentina y Colombia (1905), accidentes de trabajo en Guatemala (1906), jornada de ocho horas diarias en Cuba (1909), Panamá (1914), Uruguay (1915) y Ecuador (1916), fue la Constitución de México de 1917 la que inauguró la era del derecho social latinoamericano, al reconocerlos para los trabajadores de ese país.

Hasta entonces, no existían jornadas reguladas, salarios mínimos, pagos por horas extras, indemnizaciones, descansos, límites al trabajo femenino, seguridad social. De modo que, siguiendo el ejemplo mexicano, surgieron los sucesivos Códigos del Trabajo en Chile y Brasil (1931), Venezuela (1936), Bolivia (1939), Costa Rica (1943), Nicaragua (1945), Guatemala y Panamá (1947) y en la siguiente década los códigos merecieron nuevos adelantos en otros países: Argentina, Cuba, Perú, Uruguay, Colombia, República Dominicana, Honduras, Paraguay. Esta conquista de leyes laborales tuvo el objetivo de proteger a los trabajadores, imponer derechos, hacer frente a los explotadores empresarios y hacendados, lograr el mejoramiento de la vida de los trabajadores y de sus familias, que nunca se logró dejando las relaciones obrero/patronales en manos de la “iniciativa privada” y de la “libertad contractual”.

En Ecuador la cuestión social se institucionalizó gracias a los gobiernos nacidos de la Revolución Juliana (1925-1931). En 1925 se fundó el Ministerio de Previsión Social y Trabajo, y en 1928 la Caja de Pensiones. El presidente Isidro Ayora (1926-1931) expidió varias leyes sobre: Accidentes del Trabajo; Jubilación, Montepío Civil, Ahorro y Cooperativa; Caja de Pensiones; Contrato Individual de Trabajo; Jornada Máxima y Descanso; Trabajo de Mujeres, Menores y Protección a la maternidad; Desahucio; Procedimientos. La Constitución de 1929 reconoció los derechos laborales en forma parecida a la mexicana. En 1938 se expidió el Código del Trabajo. En las siguientes décadas se hicieron reformas y se dictaron nuevas disposiciones, siempre con la idea de garantizar los derechos proclamados como irrenunciables e intangibles.

Históricamente, las leyes laborales y los derechos de los trabajadores no han impedido el desarrollo económico ni el emprendimiento privado, pero sí han puesto límites al insaciable apetito de acumulación de los propietarios del capital, que se alimenta más cuando los trabajadores y sus familias quedan sometidos a infames condiciones de vida. Aun así, América Latina es, en la actualidad, la región más inequitativa del mundo y, con los gobiernos empresariales inspirados en el neoliberalismo y el anarco-capitalismo, se han agravado el desempleo, el subempleo, la informalidad, la pobreza y la miseria, como no ocurría cuatro décadas atrás. Desde los años 80 y 90 del pasado siglo, cuando despertaron y avanzaron, a distintas velocidades, las consignas por “flexibilizar” el trabajo, así como la subordinación a los condicionamientos del FMI, los derechos históricamente conquistados en beneficio de los trabajadores han pasado a ser atacados, cuestionados y estrangulados solo en beneficio empresarial. En cambio, han sido los gobiernos progresistas de la región los que han cortado la vía neoliberal. En Ecuador, después del gobierno de Rafael Correa (2017-2021), quien revirtió la vía neoliberal que parecía igualmente indetenible en el país, también la recuperación de la hegemonía en el Estado a partir de 2017 por parte de un bloque de poder empresarial-oligárquico se ha convertido en un serio obstáculo para el desarrollo económico con bienestar social.

Los derechos laborales sistemáticamente han sido afectados, el Ministerio del Trabajo ha pasado a ser dirigido por personas que responden a los intereses empresariales y las políticas laborales han abandonado el principio pro-operario, incluyendo la seguridad social, cada vez en mayor riesgo. Ecuador es hoy uno de los diez peores países para los trabajadores en el mundo (https://t.ly/-R_Qm ; https://t.ly/l2Eoa) pero entre los empresarios hay quienes resaltan que el país ocupa el cuarto lugar entre los más altos salarios de América Latina (https://t.ly/9kjd5) y por eso se oponen a cualquier aumento; en tanto a nivel internacional el BID reconoce que 3 de cada 10 trabajadores latinoamericanos “no alcanzan a tener los ingresos necesarios para superar el umbral de la pobreza” (https://t.ly/uvMD0 ; https://t.ly/UvDZE).

Escudándose en el neoliberalismo y ahora también en el libertarianismo anarco-capitalista, se ataca a la justicia social como aberrante y violenta. El presidente Javier Milei en Argentina se erige como moderno ídolo para quienes siguen sus ideas y creen defender la “libertad económica”, un concepto perverso en América Latina, encaminado contra el Estado, los impuestos y los derechos laborales. En última instancia se pretende retornar a la época en la cual se carecía de normas y los trabajadores simplemente tenían que sujetarse al poder de los propietarios del capital. Es un proceso que solo los trabajadores organizados podrán detener.

Blog del autor: Historia y Presente
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Precarización laboral: un triunfo empresarial

Por: Juan J. Paz-y-Miño Cepeda

Si bien Adam Smith (1723-1790) es considerado como el fundador de la economía liberal clásica, los liberales, neoliberales y libertarios contemporáneos nunca han sido consecuentes con la teoría del valor-trabajo de Smith, sino que la rechazan. Es decir, desechan precisamente el lado científico del fundador, para dedicarse a las simples consideraciones del mercado y los precios. Y lo extienden a lo que han bautizado como “mercado laboral” o “mercado del trabajo”, con lo cual borran toda consideración sobre los derechos laborales, que solo aparecen como estorbos u obstáculos al mercado libre y a los empresarios.

Pero Smith vivió la época de inicios del capitalismo, mientras que los liberales contemporáneos, entre los que hay que contar a los más alabados, como Friedrich von Hayek (1889-1992), Milton Friedman (1912-2006), Ludwig von Mises (1881-1973), Murray Rothbard (1926-1995) y otros tantos entre la Escuela Austríaca y el Anarcocapitalismo, han vivido la época que va del imperialismo a la crisis civilizatoria del presente. Smith apenas pudo observar el problema social creado por el capitalismo, aunque tuvo la perspicacia de comprender que del trabajo de los obreros provienen las ganancias de los capitalistas, una realidad que consideró algo propio a las “leyes naturales” del sistema. Por eso, fueron los críticos del liberalismo clásico, que experimentaron directamente las enormes consecuencias sociales de la miseria obrera y la opulencia de las burguesías, quienes desarrollaron teorías anticapitalistas al compás del avance del siglo XIX. Prácticamente en la segunda mitad de ese siglo, Karl Marx (1818-1883) desnudó las leyes del capitalismo y descubrió, superando a Smith, que la burguesía se apropia de la plusvalía, es decir del valor creado por los proletarios, por sobre el valor de su fuerza de trabajo.

Durante el siglo XIX fueron crecientes las reivindicaciones obreras; y sus acciones, siempre reprimidas incluso en forma sangrienta, inevitablemente condujeron a que los Estados comenzaran a proclamar derechos laborales, para evitar no solo la agudización de lo que Marx llamó lucha de clases, sino por el temor de una revolución social que condujera al socialismo. Todos esos procesos han sido ampliamente estudiados por una gigantesca cantidad de obras y artículos, que han afirmado el desarrollo de las ciencias sociales.

Pero, sin duda, América Latina siguió procesos diferentes. El coloniaje europeo fue el que marcó las bases estructurales del subdesarrollo, la dependencia y la extrema polarización social que heredaron los Estados nacionales, una vez concluidas las guerras de independencia anticolonial en la región. Durante el siglo XIX fueron aisladas y pocas las conquistas sociales, como la abolición de la esclavitud, del tributo de indios o de las formas más oprobiosas del trabajo servil. De modo que es con el siglo XX y el despegue del capitalismo en América Latina, aunque en forma diferenciada entre países, cuando el desarrollo de las clases obreras y el auge de las luchas indígenas y campesinas provocaron el surgimiento de la legislación laboral. A consecuencia de la Revolución Mexicana, se expidió en este país la Constitución de 1917, que fue la primera en reconocer el principio pro-operario, jornadas máximas, salario mínimo, descansos, protección de menores y mujeres, sindicalización, indemnizaciones por despido y otros derechos de los trabajadores, así como de los campesinos sobre las tierras. Esa Constitución inspiró el desarrollo de la legislación social en otros países latinoamericanos. Desde luego, las conquistas llegaron con el ascenso de masas, de las clases trabajadoras y la acción de intelectuales y políticos sensibles a las demandas sociales.

Ese ascenso fue parcialmente detenido por la Guerra Fría, que en América Latina tomó raíces a partir de la Revolución Cubana (1959). Los derechos laborales fueron afectados y los empresarios acusaban de “comunista” a cualquier reivindicación laboral, especialmente si era sindical. Las terribles dictaduras militares de los 60 y 70 ante todo arremetieron contra demandas laborales y persiguieron a dirigentes. El inicio de las democracias estables al comenzar la década de 1980 permitió retomar la defensa de los derechos laborales. Fue por poco tiempo. Enseguida, los acuerdos con el FMI, la penetración de la ideología neoliberal y la globalización transnacional que resultó del derrumbe del socialismo de tipo soviético, crearon las condiciones favorables para que las elites empresariales definieran un conjunto de consignas orientadas a flexibilizar y precarizar las relaciones laborales, lo cual significó el golpe histórico a los derechos conquistados desde inicios del siglo XX.

En definitiva, los derechos laborales se desarrollaron ante la necesidad de proteger a los trabajadores de las arbitrariedades de los capitalistas, que en la época de Smith sobreexplotaban a obreros que trabajaban sobre las 12 horas diarias, recibían salarios miserables, no tenían descansos y peor seguridad. Su condición humana era morir trabajando para los capitalistas. Y similar historia es la que siguió América Latina, de lo cual existen estudios e investigaciones en todos los campos de sus ciencias sociales.

Liberales, neoliberales y libertarios contemporáneos no solo desconocen esa historia. Imaginan que el mercado libre podría operar como suponen que ocurría en la época de Smith. Y desde las dos últimas décadas finales del siglo XX han promovido la flexibilización de las relaciones laborales, que implica la anulación de los derechos históricamente ya avanzados. En América Latina, todos los países con gobiernos condicionados por los intereses empresariales han alimentado ese proceso. El resultado es que han provocado la agudización de la lucha de clases, no han solucionado el problema del empleo, han aprovechado de la precarización, del desempleo, el subempleo y la informalidad para presionar contra los marcos legales que han protegido a los trabajadores formales. En la región no hay disposición empresarial para crear, por lo menos, economías sociales de bienestar.

Es en ese marco que se inscribe la consulta popular y referéndum convocados por el presidente Daniel Noboa en Ecuador y que se realizará el 21 de abril (2024). Bajo un clima de inseguridad generalizada, desarticulación del Estado y penetración de mafias, que son herencias dejadas desde 2017 por los gobiernos de Lenín Moreno y del banquero Guillermo Lasso, se preguntará a la población si quiere que se modifique la Constitución para poder imponer el trabajo por horas y los contratos a plazo fijo, actualmente prohibidos por esta Carta. Es una nueva estrategia de legitimación de políticas flexibilizadoras contra los trabajadores, que aprovecha precisamente la incapacidad de atender al empleo y que, de tener éxito, la experiencia del país seguramente será replicada en otros países de la región. Pero tampoco está lejos la experiencia que ha comenzado a vivir Argentina, donde toma vuelo el sui géneris libertarianismo, que igualmente se propone arrasar con derechos laborales. En Ecuador opera en forma gradual y en Argentina mediante el shock. Da igual: de la mano de gobiernos empresariales y de empresarios presidentes, el libertarianismo ofrece un futuro de mayor inestabilidad, explotación e inseguridad. Solo pueden detenerlo los mismos trabajadores.

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Internacional: Retorno del Tercer Mundo

Retorno del Tercer Mundo

Juan J. Paz-y-Miño Cepeda

África es un continente gigante, con 54 Estados soberanos. América Latina y el Caribe coincide en igual número de Estados, tomando en cuenta las numerosas islas del Caribe. Pero en ambos continentes todavía hay territorios dependientes de antiguas potencias coloniales. Las guerras de independencia en América Latina arrancaron a inicios del siglo XIX y los nuevos Estados se constituyeron, finalmente, en repúblicas presidenciales (Brasil fue temporalmente imperio y México tuvo dos momentos imperiales). En 1898 Cuba recién logró la independencia, pero Puerto Rico, igualmente liberado, pasó a depender de los Estados Unidos y se transformó en Estado Libre Asociado. África, en cambio fue un territorio gigante, con población esclavizada desde un largo pasado histórico, pero que mereció el generalizado interés de Europa en plena era capitalista, de modo que en la Conferencia de Berlín (1884-1885) se acordó el reparto de África, inaugurando así la expansión imperialista europea. Las independencias de las colonias africanas ocurrieron después de la II Guerra Mundial (1939-1945) y la descolonización se prolongó hasta mediados de la década de 1970. América Latina/Caribe conservó su independencia formal, porque la dependencia económica que durante el siglo XIX quedó establecida con Europa y particularmente con Inglaterra, pasó a manos de los EE.UU. durante el siglo XX, sobre la base del americanismo monroísta.

América Latina/Caribe y, sobre todo, África, son regiones en las que el colonialismo europeo marcó las estructuras históricas del subdesarrollo, la pobreza, la dependencia externa y las profundas divisiones sociales que se distinguen por el dominio interno de elites privilegiadas y ricas, frente a la mayoría de los habitantes que sigue en condiciones de pobreza y exclusión. Mientras África es el continente con la mayor polarización humana y la pobreza/miseria más alta en el mundo, América Latina/Caribe es la región más inequitativa entre todos los continentes. El saqueo de recursos, las intervenciones directas de las potencias para garantizar sus intereses, la brutal incursión de compañías extranjeras ávidas de minas y tantos otros ricos productos naturales de las variadas geografías, la subordinación política o la explotación inhumana de sus habitantes, han sido rasgos comunes en la historia de América Latina/Caribe y del África bajo el colonialismo y durante la era del capitalismo industrial e imperialista de Europa y de los EE.UU.

Esas adversas condiciones comenzaron a cambiar, entre avances, estancamientos y retrocesos, desde la postguerra. La Conferencia de Bandung (1955) puede considerarse como punto de partida, por el nacimiento de lo que entonces se llamó el Tercer Mundo, que reivindicó no solo independencia y soberanía, sino también el No-alineamiento con cualquiera de los dos bloques mundiales de la época: el capitalismo, hegemonizado por los EE.UU. y el socialismo, con la URSS a la cabeza. Sin embargo, África contó siempre con el apoyo y defensa de la URSS a los procesos de descolonización.

Pero la globalización capitalista y transnacional del mundo a raíz del derrumbe del socialismo de tipo soviético trajo una época compleja y de variadas repercusiones económicas para América Latina/Caribe y también para África, donde se impuso una verdadera re-colonización. En América Latina, desde las décadas finales del siglo XX, la penetración del neoliberalismo y el papel del FMI resultaron nefastos. Pero en ambos continentes también crecieron, lentamente, las relaciones económicas con Rusia, China y otros países y regiones, incluyendo los todavía escasos vínculos que han logrado establecerse entre América Latina/Caribe y África.

En plena globalización incubó, en forma inevitable, el ascenso anti-imperialista, anti-colonialista y soberanista del África y de América Latina/Caribe. En las condiciones actuales, cuando también se ha vuelto indetenible el ascenso histórico de Rusia y especialmente de China, así como de entidades regionales como los BRICS, la hegemonía de Occidente ha tenido que cambiar y se está configurando un mundo multipolar. Las “viejas” potencias advierten el fenómeno. Los EE.UU. tratan de retomar la senda del americanismo monroísta, mientras Europa busca relanzar los acercamientos tanto con América Latina/Caribe, como con África. Entre tanto, Rusia ha logrado ampliar su influencia particularmente en África, mientras China lo hace allí y aceleradamente en América Latina.

En la reciente cumbre de la CELAC y la Unión Europea (UE), realizada el 17 y 18 de julio (2023), se acordó una Declaración final (https://rb.gy/pifqn) en la cual se condena a la esclavitud y la trata de esclavos, que incluye la trata transatlántica, como “tragedias atroces” y un “crimen de lesa humanidad”. Pero también en la más reciente II Cumbre Rusia-África realizada el 27 y 28 de julio (2023), la Declaración final es contundente en señalar: “

Promover la culminación del proceso de descolonización de África y buscar compensaciones por los daños económicos y humanitarios infligidos a los Estados africanos como resultado de las políticas coloniales, incluida la restitución de los bienes culturales arrebatados en el proceso de expolio colonial” (https://shorturl.at/yKUY9). La Cumbre con la CELAC no admitió el alineamiento de esta región con Europa en la condena a Rusia por la guerra de Ucrania. La Cumbre con África reconoció el histórico apoyo de Rusia a la causa anticolonial, pero impulsó un plan específico para acordar la paz en Ucrania. Las críticas de varios gobernantes del África contra Occidente fueron explícitas y hasta radicales. Los países africanos, así como los latinoamericanos y caribeños, no están dispuestos a que continúen las sanciones unilaterales. La CELAC logró rechazar el bloqueo a Cuba. Para África y también América Latina/Caribe, tanto Rusia como China no son potencias “enemigas” sino que ofrecen posibilidades e instrumentos económicos válidos para la promoción del desarrollo, como los acuerdos sobre energía, comunicaciones, infraestructuras, créditos e inversiones que deberán fortalecerse en el futuro y que, con distintos alcances, ya están presentes en los dos continentes representantes del Sur Global.

Estos procesos de cambio mundial aún no son considerados con fortaleza en los debates políticos. Países como Ecuador, cuyo retroceso en esta materia es impresionante, tiene un gobierno que todavía cree en la ideología neoliberal y en la libertaria, tanto como en los tratados de libre comercio para los buenos negocios de élites empresariales, ajenas a las condiciones de vida y trabajo de la población, que se han deteriorado en seis años. En los procesos hacia las elecciones presidenciales de varios países latinoamericanos estos temas no han sido abordados.

Sin embargo, el fortalecimiento del Tercer Mundo, sobre la base de los acercamientos entre América Latina/Caribe y el África, deberá atenderse y fomentarse a fin de garantizar el afianzamiento de los principios de soberanía e independencia que hoy se han renovado ante un mundo multipolar.

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Desafíos latinoamericanistas del siglo XXI

Desafíos latinoamericanistas del siglo XXI

Desde que se inició la guerra en Ucrania (febrero, 2022), América Latina es una región presionada para definir posiciones alineándose con Occidente, esto es, con Estados Unidos y Europa, aliados en la OTAN. Hemos tenido experiencias similares en otros tiempos.

No hubo problema en apoyar a los Aliados durante la II Guerra Mundial (1939-1945), pues existió una clara conciencia contra el Eje nazi-fascista, a pesar de iniciales resistencias de grupos en países como Argentina o Brasil, por la existencia de familias provenientes de la migración alemana, que incluso adquirieron influencia social o política. En los países latinoamericanos se elaboraron “listas negras” con la guía de las embajadas norteamericanas, como ocurrió en Ecuador, en cuya lista aparecen no solo alemanes, sino también algunos italianos, varios japoneses y además ecuatorianos vinculados con ellos por razones de negocios.

Pero el alineamiento forzado por la Guerra Fría desde la década de los 50 y que duró hasta el derrumbe del socialismo en la URSS y los países de Europa del Este, fue una clara imposición. Era obligado unirse al “mundo libre”, en contra del “comunismo totalitario”. La CIA actuó en la década de los 60 para desestabilizar e incluso derrocar gobiernos latinoamericanos que no querían subordinarse (ocurrió en Ecuador, 1963) y los militares, convencidos del anticomunismo por el directo trabajo técnico e ideológico que sobre ellos hicieron los EE.UU. a partir del TIAR (1947), actuaron como instrumento del americanismo macartista. Por cierto, la Revolución Cubana (1959) y el aparecimiento de guerrillas inspiradas en su proceso en distintos países, sirvieron para justificar el intervencionismo militar.

La implantación de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990) y de los Estados militares terroristas en el Cono Sur, dejó un historial de crímenes de lesa humanidad, bajo el supuesto de librar una “guerra interna” de “seguridad nacional”. Estos gobiernos estaban convencidos de salvar a la región exterminando seres humanos de izquierda. Una vez recuperadas las instituciones de la democracia representativa, aunque se intentó juzgar a los antiguos represores, no se logró hacerlo en todos los países. Por orden del juez Baltasar Garzón, de la Audiencia Nacional de España, Pinochet fue detenido en Inglaterra (1998-2000) bajo acusación de haber cometido genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas. Se provocó un terremoto tanto en Inglaterra como en Chile, en el ámbito internacional y hasta en el Vaticano. Su liberación por el Ministro Jack Straw, garantizó su impunidad. Solo en Argentina se logró un proceso exitoso contra los militares y varios fueron condenados, lo cual ha sido muy bien tratado en la película “Argentina 1985”, que ha merecido varios premios internacionales.

Cuba, en cambio, sometida a un bloqueo despiadado e injustificado, que incluso se agudizó en plena pandemia de Covid del año 2020 (cualquier empresa sería sancionada por suministrar recursos médicos a la isla), es un país que goza de indudable prestigio internacional por sus lecciones de dignidad y soberanía, mantiene ahora relaciones con varios países latinoamericanos, ha recibido el respaldo directo de distintos gobiernos progresistas de la región, ha merecido los casi unánimes pronunciamientos de la asamblea de la ONU en contra del bloqueo y en forma consecutiva desde 1992, y avanza en medio de severas limitaciones y ataques de todo orden contra su camino de construcción socialista.

En este largo y todavía inacabado proceso de desarrollo del latinoamericanismo del siglo XXI, el más reciente quiebre del monroímo se evidenció en la IX Cumbre de las Américas, realizada en Los Ángeles, California, en junio 2022. Por decisión propia, los EE.UU. excluyeron a Cuba, Nicaragua y Venezuela, aunque Manuel López Obrador, presidente de México, fue el primero en cuestionar ese comportamiento (https://bit.ly/3slcjed). Varios países latinoamericanos no asistieron o solo enviaron delegados. Y aunque el tema de Ucrania no fue directamente tratado, al menos se insinuó (https://bit.ly/3ZANY1T). En cambio, son explícitas y tajantes las declaraciones de la comandante del Comando Sur de los EE.UU., General Laura Richardson (https://bit.ly/3HmP9MD), quien considera como parte de la “seguridad nacional” de los EE.UU. un conjunto de recursos naturales latinoamericanos (a la cabeza el litio, pero también agua) y, además, advierte contra la presencia de China y Rusia en América Latina, a quienes considera “adversarios”, y hasta pide que los países que los tengan, “donen” sus equipos militares rusos a Ucrania.

Aprovechando de esa condenable y dolorosa guerra, se ha levantado una nueva cruzada internacional, para dividir al mundo entre el campo de la “libertad” y la “democracia” y el de los “autoritarismos”, para marcar un muro entre Occidente y Oriente, casi como si se tratara de un conflicto entre la “civilización” y la “barbarie”, parafraseando los términos del argentino Domingo Faustino Sarmiento en su famosa obra publicada en 1845.

En forma abierta el tema de Ucrania se ha tratado en la reciente II Cumbre por la Democracia (29-30 marzo, 2023), una reunión internacional convocada, en forma virtual, por el presidente Joe Biden. El documento final (https://bit.ly/3Zu8aTa) se refiere a la “agresión” de Rusia y exige su retiro. Pero no fue respaldado por los presidentes Lula da Silva y López Obrador. En esta línea de comportamiento, cabe recordar que la II Cumbre de CELAC (2014) declaró a América Latina como zona de paz, ratificándolo en la VII-CELAC de Buenos Aires de enero 2023 (https://bit.ly/3JBxy5d).

A pesar de ello, no existe aún una fuerza geoestratégica latinoamericana común y capaz de imponerse, porque el documento antes referido sí fue suscrito por otros gobernantes y es clara cierta división del bloque de gobiernos progresistas de la región, si se advierte, entre otros, los pronunciamientos del presidente de Chile, Gabriel Boric cuestionando a Cuba y alineándose con los EE.UU. Los gobiernos derechistas, por su parte, no tienen frenos ante las convocatorias de las grandes potencias para un alineamiento a su favor. Ello no les libra de sus responsabilidades históricas por las políticas internas. En Ecuador el presidente Lenín Moreno (1917-1921), hoy está sujeto a un proceso penal con pedido de prisión preventiva por la Fiscalía debido a presunto delito de cohecho y trama de corrupción, y Guillermo Lasso, se halla a las puertas de un juicio político ante la Asamblea Nacional, facultado por la Corte Constitucional, sobre la base de presunto peculado, y que podría desembocar en su destitución.

Como puede advertirse, América Latina es una región que, bajo las presiones externas, está desafiada a mantenerse como zona de paz, a fortalecer el latinoamericanismo frente al monroísmo y a desvirtuar la maniquea división internacional en dos esferas de civilización, que no representa al mundo multipolar, pluricultural y de diversidad política, que tiene la humanidad al despegar el siglo XXI.

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Desigualdad social, un problema con historia

Por: Juan J. Paz-y-Miño Cepeda

 

En América Latina, las desigualdades sociales han tenido vigencia y variaciones en función de las distintas épocas históricas.

Entre las sociedades aborígenes esas desigualdades se hacen visibles desde el período que los arqueólogos denominan como “desarrollo regional”, con “señoríos”, cacicazgos y curacazgos. Las grandes culturas imperiales de Aztecas, Mayas e Incas, sobre las cuales hay ricas referencias entre los primeros cronistas de indias y que han sido estudiadas ampliamente por etnohistoriadores contemporáneos, se basaron en profundas divisiones jerárquicas y evidentes desigualdades sociales. Pero, sin duda, la conquista y el coloniaje ibérico, inauguraron los procesos que han servido de base para explicar el origen de las desigualdades contemporáneas.

Durante la colonia se sancionaron legalmente las diferencias, sobre principios racistas y clasistas, de modo que los “blancos” no solo concentraron el poder, sino que tuvieron privilegios en cargos públicos, títulos o educación. Los indígenas -y peor los negros esclavos- no solo fueron sometidos y reducidos a condiciones de pobreza extrema, sino que su fuerza de trabajo fue permanentemente sobrexplotada. Los indígenas no podían ascender en la sociedad y tampoco educarse como lo hacían las castas “superiores”. Las terribles condiciones de vida y trabajo de los indígenas y de las capas más “bajas” de la sociedad colonial, marcaron la estructura social de América Latina.

La situación no cambió con las independencias y la constitución de los Estados Nacionales. Por lo menos hasta mediados del siglo XIX se mantuvo la esclavitud, mientras los pobladores fueron excluidos de la “democracia” por no contar con ingresos mínimos ni saber leer o escribir y los indígenas fueron expresamente marginados. La hegemonía de terratenientes y comerciantes permitió que gozaran del privilegio de la riqueza legalmente reconocida. Fueron los liberales y radicales quienes progresivamente cambiaron esas herencias, al reconocer derechos individuales universales y la igualdad jurídica de los ciudadanos, aunque esa ciudadanía censitaria continuó restringida hasta bien entrado el siglo XX.

El principio de “igualdad” simplemente jurídica y legal, derivado del pensamiento ilustrado y de la filosofía republicana, ha predominado durante el siglo XX, encubriendo las desigualdades sociales que la realidad económica siempre impuso. Ensayistas y politólogos constantemente denunciaron esas realidades. Pero ha sido el desarrollo de la economía el que ha permitido ya no solo visualizar las desigualdades sociales, sino medirlas. Sin duda el refuerzo que ha dado la historia económica ha sido fundamental.

La economía no fue una carrera o especialización autónoma sino desde las décadas de 1920 y 1930, aunque no en todos los países. Normalmente los estudios de economía eran reducidos y vinculados a la formación de los abogados, como también ocurrió largamente con la sociología y la politología. La “teoría económica” provenía, sobre todo, de los grandes países capitalistas centrales y no era raro que a sus autores se les tuviera como autoridades indiscutibles. En todo caso, lentamente comenzaron los estudios económicos sobre las realidades nacionales en distintos países y se levantaron precarias estadísticas sobre asuntos nuevos, ya que fueron tradicionales las estadísticas -muy elementales- sobre comercio exterior y hacienda pública. El despegue de la economía latinoamericana está vinculado a los gobiernos “populistas” de las primeras décadas del siglo XX, a las facultades de economía que se fundaron, también a la conformación de bloques mundiales (capitalismo, socialismo y Tercer Mundo) después de la II Guerra Mundial, la creación de organismos internacionales a raíz de los Acuerdos de Bretton Woods, en forma particular a las actividades de la CEPAL creada en 1948 y singularmente a las políticas desarrollistas de las décadas de 1960 y 1970. Hoy contamos con una diversidad de estudios sobre América Latina en los cuales se ha esclarecido el asunto relativo a las desigualdades sociales (https://bit.ly/3EzAGLk), aún antes de los modernos e interesantes trabajos que ha publicado Thomas Piketty (https://bit.ly/3KA8BHu), en los que, sin embargo, América Latina está ausente.

Los estudios contemporáneos han permitido comprender, con mayor profundidad, algunas situaciones. Está muy claro que América Latina sigue siendo la región más inequitativa del mundo; que la ideología neoliberal introducida en la región desde la década de 1980 solo agravó los términos de la desigualdad social; que esa desigualdad continúa afectando la vida y las condiciones de trabajo de amplios segmentos de la población, caracterizados por la pobreza, el desempleo y el subempleo, que afecta sobre todo a las poblaciones indígenas y afrodescendientes. La pandemia del Covid incluso agravó las desigualdades sociales, sin que todavía se recuperen las situaciones anteriores a 2020, como ha ocurrido en Ecuador, donde las desigualdades incluso se han agravado: mientras en 2019 el ingreso mensual por persona del 5% más rico era 43,28 veces superior al del 5% más pobre, en 2020 era 59,25% mayor, en 2021 fue 47,68% y en 2022 es de 47,72% (https://bit.ly/3XX6Fw0). Y el tema es tan significativo que entre los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible acordado por las NNUU en 2015 y que deberían cumplirse hasta 2030, constan: fin de la pobreza, hambre cero, igualdad de género, reducción de las desigualdades (https://bit.ly/2qk9f28)

Desde luego, queda igualmente en claro, que el cuadro económico de las desigualdades sociales no solo es fruto de un pasado histórico de exclusiones y explotación humana, así como de concentración de la riqueza en minorías constituidas como clases dominantes en las distintas etapas seguidas por los países latinoamericanos, sino que es una realidad derivada del poder en los Estados, captado por esas minorías ricas. Por consiguiente, las soluciones al problema de las desigualdades sociales no pasan únicamente por su reconocimiento teórico y la formulación de políticas económicas destinadas a la redistribución de la riqueza, sino por la reestructuración de las condiciones del poder. Y esta perspectiva toma cada vez mayor fuerza en América Latina, de modo que hoy existe un proceso de construcción y toma de conciencia social -cuya extensión en el tiempo es imprevisible-, sobre la necesidad de superar las desigualdades sociales y avanzar en la inevitable afectación que ello provocará sobre las capas concentradoras de la riqueza.

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