Perú. El pueblo tupe y la resistencia lingüística

      Por:Luis Zari

El relato monocultural que promueve el Estado peruano choca con las 47 lenguas indígenas que se hablan en el país.

Aproximadamente 400 personas hablan la lengua jaqaru, una lengua en vías de extinción de la sierra de Lima (Perú). Las iniciativas para recuperar este lenguaje precolombino chocan con la hegemonía de un modelo cultural que margina a las lenguas precolombinas.

No es fácil atravesar la sierra limeña para llegar a un pueblo que se encuentra a 250 kilómetros de la capital y se eleva hasta casi 3.000 metros sobre el nivel del mar. Tanto la irregularidad de los transportes locales como la inestabilidad geográfica que aparece casi siempre en cuanto sales de cualquier ciudad peruana hace del trayecto una aventura donde se mezclan los caminos de tierra, las plantaciones de palta, el ganado, las montañas, la lengua y sus diferentes formas de usarla.

No hay carretera para llegar a Tupe. Hay que caminar aproximadamente una hora desde que el bus te deja en el último pueblo donde acaba el camino de tierra y empezar a subir la montaña entre ríos y acantilados con las mujeres tupinas que vuelven de vender sus productos y de abastecerse de arroz, azúcar o cerveza, productos que el pueblo no produce.

Tupe pertenece a la provincia de Yauyos, en la serranía de Lima y es el último reducto de una de las dos lenguas andinas en verdadero peligro de extinción (la otra es el Cauqui pero ésta cuenta ahora con tres o cuatro hablantes). El Jaqaru, de la familia lingüística Aru a la que pertenece también el Aimara, cuenta en la actualidad con poco más de 400 hablantes y llegó a ser la lengua más hablada de toda la región, originaria del pueblo wari, a mediados del siglo VII. Conocer Tupe no es solamente conocer el Jaqaru, es detenerse en el tiempo y tocar un trocito de historia precolombina: trajes rojos, bailes en favor del ganado o ceremonias de agradecimiento a la tierra son algunos elementos de la cosmovisión tupina.

Paseando un rato por sus calles empedradas o caminando por sus terrazas de cultivo, uno se da cuenta de la presencia del universo femenino en casi todas las áreas de actividad del pueblo. “Acá las mujeres somos bien chamberas (trabajadoras) pero también tenemos que cuidar a los hijos y hacer las cosas de la casa”, “yo les hablo a mis hijos en jaqaru pero después ellos prefieren hablar español en la calle”, me dice una vecina mientras se ajusta el cinturón de lana de su vestido rojo que sujeta a su vez un tirachinas o huaraca con el que, según cuentan, intimida a los hombres que no se comportan como es debido.

“Los jóvenes ya no quieren ser serranos, ahora quieren ser costeños”, me dice Tiodolinda Sanabria

Cuando entramos en este universo lingüístico y cultural, la vida familiar forma un eje central en la creación de identidad que después se reproduce al salir de la comunidad hablante de una lengua originaria. Como me dice Agustín Panizo, director del departamento de lenguas indígenas del Ministerio de Cultura de Perú, “el vínculo que una persona tiene o debe tener con su lengua para usarla, es un vínculo que pasa por el afecto, la identidad y la necesidad”.

Una necesidad que muchas veces desaparece, lo que Agustín llama “agencia arrinconada” porque “se trata de una agencia obligada por la presión discriminatoria de una sociedad que tiene el castellano como lengua dominante y única lengua promovida por todo el aparato del Estado”. Esa necesidad hace que una lengua indígena se desplace en favor de otra. “Los jóvenes ya no quieren ser serranos, ahora quieren ser costeños”, me dice Tiodolinda Sanabria, vecina tupina, al preguntarle por la juventud del pueblo.

 Ausencia de estructura estatal

La dualidad sierra-costa, centro-periferia, ocupa un papel crucial en la actual situación del país. La ausencia de estructura estatal visible en la mayoría de zonas rurales y la sobrecarga del modelo occidental monolingüe de los centros urbanos y las costas semidesarrolladas no solamente elimina la identificación con el Estado de aquella parte de la población, sino que además genera una única matriz cultural: el progreso del país solamente se puede alcanzar abrazando una lengua y una forma de vida.

En Tupe, cuando pregunto a algunos jóvenes que están terminando la secundaria obligatoria qué les gustaría hacer en el futuro, casi al unísono me responden “ir a Lima”. La falta de oportunidades que hay en las comunidades por ausencia de políticas públicas inclusivas hace que los jóvenes asocien su lengua materna con retraso y sientan que quedarse en el pueblo es no tener futuro.

El relato oficial monocultural que promueve el Estado peruano choca con las 47 lenguas indígenasque se hablan en el país, choca con los más de tres millones hablantes de quechua repartidos en 23 departamentos y choca con una indudable necesidad de atender los problemas sociales del país que pasan por dotar de mecanismos que permitan un correcto ejercicio de derechos a la población no castellano hablante. Porque al no evaluar las zonas de predominio de una lengua originaria en distritos, regiones o ciudades donde el castellano es la lengua oficial, no solamente se muestra un discurso excluyente, sino que se abandona a ciudadanos con los mismos derechos al no poder presentar una denuncia en su lengua, ser atendidos en el hospital o realizar cualquier actividad administrativa en algún registro, por ejemplo.

“El servicio público que se brinda en la lengua del usuario es un servicio publico que llega de manera más efectiva, porque no requiere después otra provisión de servicios que reparen el error anterior, por lo tanto se optimizan recursos”, afirma Panizo.

El profesor del San Bartolomé, Galdino Robinson, me cuenta que “ya se ha denegado una licencia para construir una carretera y eso complica la posibilidad de que la gente conozca el pueblo, y al pueblo llevar sus productos a otros pueblos y ciudades”. Así, la falta de carreteras, intérpretes o recursos tecnológicos que se podrían implementar por el Gobierno central y los Gobiernos regionales dificulta significativamente la integración plurilingüe.

Pese a que proyectos como el Registro Nacional de traductores e intérpretes, cada vez más en alza, o el crecimiento de la Educación Intercultural Bilingüe (EIB), que ha aumentado su presupuesto diez veces en los últimos cinco años, de forma que ya existen 21.000 escuelas de EIB donde el 60% del profesorado es bilingüe, o aunque se ha producido la promulgación de la Ley de Lenguas; es necesario un empuje que sea llevado por la propia comunidad pero que cuente con apoyos de sectores como los transportes, la ciencia o el deporte.

Es necesaria una “reivindicación cultural”, subraya el profesor Galdino, una reivindicación que asuma al país como una nación pluriétnica en todos los niveles de la sociedad. “El jaqaru definitivamente está en peligro, por eso hay que sensibilizar, y el Ministerio de Educación tiene que trabajar para incluir las lenguas también en la Universidad y en otras partes de la sociedad”, me dice el alcalde de Tupe, Wuan Morales.

“Yo no soy un aculturado, soy un peruano que, orgullosamente como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”, decía José María Arguedas al recoger el premio Garcilaso de la Vega en 1968. Es el momento de rescatarlo para asumir de una vez que homogeneizar una cultura es despreciar la Historia y que el desarrollo del país pasa obligatoriamente por el reconocimiento de lo plurinacional en todos los niveles.

Políticas para la integración

“Tenemos que rastrear en el tiempo e irnos a la colonia para darnos cuenta que los centros de desarrollo urbano, eran los centros de irradiación del poder colonial, del poder castellano hablante” indica Agustín Panizo, director del departamento de lenguas indígenas del Ministerio de Cultura. Así que cuando los padres de una familia que habla una lengua ancestral deciden dejar de usarla con sus hijos para que no sean rechazados al salir de la comunidad, hay que señalar el evidente peso institucional que tienen las medidas que se podrían implementar para una política lingüística diferente.
 Fuente: http://kaosenlared.net/peru-el-pueblo-tupe-y-la-resistencia-linguistica/
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Transformemos la pedagogía: Contrarréplica a Fernández Liria

Luis S. Villacañas de Castro *

Luis-S-Villacanas

Fue menos la distancia que la cercanía lo que me llevó a publicar una columna el pasado mes de abril criticando el uso que Carlos Fernández Liria hacía de términos como “los pedagogos” o “la pedagogía”. El objetivo de aquel texto era sugerir que la condena genérica que el autor dirigía hacia todos los pedagogos era injusta e inefectiva, porque otra pedagogía era posible; y que las ideas que el propio Fernández Liria esgrimía como alternativas eran, de hecho, argumentos pedagógicos en sí mismos, hasta el punto de que planteamientos similares fueron y siguen siendo defendidos por aproximaciones diferentes a las que imperan en la actualidad. De ahí que mi texto se esforzara por reformular sus tesis y propuestas, no como tesis y propuestas “anti-pedagógicas” sino como argumentos pedagógicos de pleno derecho. 

La misma cercanía me anima ahora a seguir escribiendo. De hecho, en su respuesta doble a mi texto, Fernández Liria también se mostró medianamente receptivo a mis argumentos. Sin embargo, la frase con la que cerró la primera parte de su réplica reflejó que no por ello había reconsiderado su apuesta: “quizá los pedagogos interesantes (que los hay) deban emprender una revolución contra sus peores enemigos, los otros pedagogos. Pero, por el momento, y para evitar confusiones, sería mejor que dejaran a los profesores en paz.” No suelo incluir detalles personales en mis textos, pero la afirmación de Fernández Liria es tan rotunda que tiene consecuencias inevitables sobre mi persona. Pues, para dejar en paz al profesorado —tal y como él propone—yo mismo tendría que abandonar los proyectos de colaboración que mantengo con los maestros de dos centros públicos de Primaria, instalados en dos de los barrios más desfavorecidos de mi ciudad. Espero que Fernández Liria comprenda que lo haré sólo cuando los profesores con los que colaboro me lo pidan.

En cualquier caso, no sé a qué tipo de revolución pretende animar Fernández Liria si a la vez reclama que los pedagogos interesantes dejen en paz al profesorado. ¿De qué otra manera podría cambiarse la correlación de fuerzas dentro de la pedagogía si no es estableciendo contacto con centros de Primaria, Secundaria y universitaria? Por esto y por otras razones, considero que la apuesta estratégica de Fernández Liria (su frase plantea una política de alianzas) es equivocada e ineficaz. Porque desestima que pedagogos interesantes puedan ayudar a transformar la realidad educativa en un sentido adecuado. Y porque, a la postre, reclamar que los pedagogos (buenos y malos) dejen en paz al profesorado no soluciona nada. Es como si una víctima reclamara piedad al palo que aferra el sujeto que le está golpeando.

Puede que malos pedagogos se hayan ofrecido como arma, llenando de conceptos vacíos reformas educativas que no eran sino recortes encubiertos y convirtiendo la planificación del curso (que podría ser un ejercicio creativo sobre el diseño y el desarrollo del currículum) en un acto farragoso y burocrático. Pero detrás de ellos, quien golpea es el neoliberalismo. Y si se le retira la mala pedagogía, el neoliberalismo cogerá otra cosa (por ejemplo, a filósofos del tipo de José Antonio Marina). De hecho, en su mayoría —y esto lo menciona el propio Fernández Liria—, las ideas que se han usado para justificar las diversas reformas educativas han sido reconversiones del pensamiento empresarial, que con el tiempo han acabado naturalizándose en conceptos pedagógicos. Incluso las llamadas competencias, que parecían más enfocadas hacia el proceso educativo que hacia los objetivos, participan de un esquema en el que al alumnado no se le pretende dar más que retazos de conocimiento y know-how (listados infinitos de contenidos, listados infinitos de competencias) pero ningún armazón conceptual desde el que poder ordenar, entender y valorar dichos saberes y aptitudes. De este modo, el horizonte de sentido de la educación tanto como en la vida adulta se establece únicamente alrededor de las necesidades puntuales y esporádicas del capitalismo.

Además de equivocada desde un punto de vista estratégico, creo que la apuesta de Fernández Liria es teóricamente insolvente y por eso mismo contradictoria con otras afirmaciones esenciales que desarrolla en su respuesta. La solución no está en separar a los pedagogos y al profesorado, en lograr que unos dejen en paz a los otros y viceversa, sino en defender que no puede haber separación entre ellos. Lo dije en mi anterior artículo: “el saber de la pedagogía no pertenece a las facultades de educación solamente sino que es tesoro común de todos los educadores (también de los que trabajamos en facultades de educación)”. Esa es la principal razón por la que las ideas de Fernández Liria no pueden dejar de ser de naturaleza pedagógica. Hay que lograr que el profesorado tome consciencia y profundice en su saber pedagógico y no admita la división de trabajo según la cual unos (los pedagogos) ponen la teoría y otros (los profesores), la práctica. Esta separación es epistemológicamente falsa y sus efectos son nefastos para toda comunidad educativa. A los pedagogos, se les debería empujar a relacionarse con los centros educativos de forma directa en vez de hacerlo solamente a través de la jerga que, con cada nueva ley educativa, logra colarse en el BOE. Al profesorado, se le debería facilitar las condiciones para que, si lo desea —y me consta que muchos profesores lo desean—, pueda profundizaren su reflexión pedagógica, también en contacto con la universidad.

Denunciar que la separación entre los pedagogos y el profesorado es conceptualmente falsa, dañina y que debe ser evitada (como la que separa a la gente corriente de los representantes políticos) es la única estrategia adecuada para combatir los efectos del neoliberalismo en educación. Creo que todo lo que no sea esta opción implicará, sencillamente, esperar a que el neoliberalismo elija su próxima arma entre nosotros. Por eso lamento que Fernández Liria opte por insistir en su separación; incluso establece una división ulterior entre didactas y pedagogos, mediante la cual los primeros merecen su respeto pero los segundos, no. En parte me alegro, porque yo pertenezco a un departamento de didáctica (de lengua y literatura). Pero justo por ello sé que entre didactas también hay de todo, profesionales interesantes y algunos que no lo son tanto (y una de las causas más frecuentes del segundo caso, a mi parecer, tiene que ver con el desinterés por ir más allá de su disciplina y pensar las realidades donde su enseñanza se integra: el alumno, el aula y la sociedad; es decir, con una carencia de reflexión pedagógica).

La conveniencia de que pedagogos y docentes, docente y pedagogos, colaboren en pie de igualdad a través de iniciativas conjuntas de innovación e investigación educativa no sólo guía mi propia práctica (como docente, didacta y pedagogo) sino que fue algo propuesto hace más de 40 años, en el Reino Unido, por el paradigma del ‘maestro como investigador’ que hace Lawrence Stenhouse —pedagogo—. Para él, la pedagogía era lo que debía resultar de la reflexión sistemática que los docentes desarrollaran sobre su propia enseñanza. Este modelo tomó impulso durante los años setenta y después fue derrotado. Y no por cualquiera: por el mismo gobierno que derrotó a los sindicatos mineros. Con todo, sigue vigente en círculos minoritarios a un nivel internacional y no quisiera terminar este texto sin destacar su sintonía con al menos dos de las propuestas que realizó Fernández Liria en sus dos artículos: sobre la libertad de cátedra y la enseñanza de contenidos.

Primero, el esquema del maestro como investigador demanda plena libertad de cátedra para el profesorado como condición de posibilidad de que éste pudiese desarrollar su dimensión investigadora y reflexiva. Sólo así podrá tomar decisiones acerca del currículum y experimentar con hipótesis de innovación que asumen la forma de “estrategias de enseñanza”. Precisamente —y en segundo lugar— una de las estrategias que más favorece este modelo es la de lograr que el alumnado experimente qué significa ser científico, artista, poeta, o filósofo, dentro de las diferentes asignaturas. No se trata, pues, de asumir una lista de contenidos inconexos, ni tampoco de desarrollar solamente competencias ajenas al núcleo interno de las materias. Antes bien, se busca que el alumnado asuma los contenidos esenciales de cada asignatura a través de las epistemologías propias y específicas de las disciplinas que representan: en Historia, pensar y actuar como historiadores; en Filosofía, como filósofos; en biología, como Biólogos; en Literatura, como escritores, etc.

Si bien los ecos del paradigma del maestro como investigador llegaron a España (léase elDocumento de Carboneras de 1987), también fueron derrotados. El modelo perdura hoy, sin embargo, como una oportunidad para transformar y democratizar la comunidad educativa a través de las mismas líneas de acción que deberían guiar la transformación y democratización de nuestra sociedad.

(*) Luis S. Villacañas de Castro es doctor en Filosofía y profesor de la Facultad de Magisterio de la Universidad de Valencia

Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/04/26/transformemos-la-pedagogia-contrarreplica-fernandez-liria/8505

Imagen tomada de: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/f/fa/Evaluar%C3%A1n_las_distintas_estrategias_para_ense%C3%B1ar_a_leer_en_los_establecimientos_subvencionados_chilenos.jpg

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En defensa de la pedagogía

Luis S. Villacañas de Castro
12/04/2016

Quisiera desentrañar la antipatía y el sarcasmo que destilan ciertos profesores universitarios (afines a mí en otras cuestiones) cuando utilizan un término que, por sí sólo, ya delata lo mal enfocadas que están sus apreciaciones: “los pedagogos”. Quisiera denunciar esta antipatía y sarcasmo como teóricamente insolventes, ideológicamente dañinos y políticamente ineficaces. Volvió a suceder hace poco, esta vez en Otra vuelta de Tuerka, cuando el profesor Fernández Liria empezó su —por lo demás— interesantísima entrevista con una serie de vituperios contra “los pedagogos”, justificándolos en anécdotas personales.

Quienes así hablan de “los pedagogos” demuestran, muchas veces, una buena precisión conceptual en sus respectivas disciplinas. Por eso sorprende tanto que no hagan uso de la misma para darse cuenta que no se puede generalizar y hablar con propiedad de “los pedagogos”. De igual manera que uno no debería hablar de “los economistas” como si esta disciplina fuese un campo unificado. Hay al menos tres orientaciones pedagógicas (la cognitivista, la socio-constructivista, la pedagogía crítica) e infinitas escuelas. Como la economía, el derecho o la propia filosofía, la pedagogía también está atravesada por intereses espúreos y poblada de profesionales más o menos mediocres que se prestan a satisfacerlos. Sin embargo, cuando uno escribe, como también hizo Fernández Liria, esta vez en relación a las medidas que deberían inspirar el programa de Podemos en materia de enseñanza, que en este último no debería haber “ni rastro de pedagogos”, entonces uno desacredita un campo entero. ¿Significa esto que obras como Pedagogía del oprimido, de Freire, o Experiencia y educación, de Dewey, o Ideología y currículum, de Apple, no tienen derecho a existir? ¿De verdad no pueden enseñarnos nada?

A veces, con esfuerzo, alcanzo a adivinar que a esta condena total subyace la idea de que aquello que explica y sobre lo que interviene la pedagogía puede y debería explicarse solamente desde la sociología y, más aún, desde aquellas variables a las que tiene fácil acceso la política. Estoy de acuerdo en que con ello se identifica un factor esencial. (Por otra parte, la pedagogía es una disciplina que se nutre de dos ciencias: la sociología y la psicología.) Hay que decirlo alto y claro: el principal problema de la educación en España es la desigualdad social y la drástica reducción de recursos destinados a la educación pública. Estoy incluso dispuesto a afirmar que la calidad docente no es un problema en España. Pero eso no significa que no deba existir la pedagogía, ni que sus conocimientos no deban ser bienvenidos, o al menos respetados.

A su vez, me da la sensación de que bajo la burla y la denigración que la pedagogía sufre en ciertos discursos progresistas late la sospecha de que aquéllos que defendemos y trabajamos para que dentro del aula se hagan aún mejor las cosas no vamos a defender, a su vez, que la sociedad está rota y que debe ser reparada. Es como si tuviésemos que elegir forzosamente entre lo metodológico o lo sociológico. No sé por qué no podríamos combatir en los dos frentes. Por su simplismo arbitrario, plantear esta disyuntiva me recuerda a aquéllos que decían que el psicoanálisis era una teoría burguesa y que defender la existencia del inconsciente era negar la lucha de clases. Cuando lo cierto es que eran dos teorías diferentes, con dos objetos de estudio diferentes y saberes complementarios.

No voy a abrazar argumentos dogmáticos que planteen que los aspectos metodológicos puedan explicarlo y solucionarlo todo. Pero tampoco diré que no pueden ayudar nada. Claro que pueden. Porque resulta que dentro de la sociedad existen las instituciones: los colegios, institutos y universidades son algunas de ellas. Y en sus aulas se conforma un espacio que, si bien es permeable a las inercias de afuera, también es permeable a los esfuerzos internos de docentes que pueden hacer uso de variables como la innovación y el desarrollo curricular para asegurarse de que los recursos y estrategias que ellos mismos utilizan en sus clases no van a dificultar, aún más, la democratización del conocimiento, la cultura y la transformación social. Es decir: que su propia praxis pedagógica no va sumarse a los obstáculos e injusticias que vienen de fuera. Algo que muchas veces ocurre, también en la educación pública. Para evitarlo, hay orientaciones y principios pedagógicos que son mejores que otros. Y se pueden aprender, como todo en la vida.

Frente a este hecho, no vale decir que, si la sociedad fuese más justa y democrática económicamente hablando, entonces los docentes no tendríamos por qué variar nuestra enseñanza. Primero, la frase es falsa: siempre ha habido y habrá diferentes tipos de diversidad en las aulas. Segundo, la frase delata un narcisismo que antepone la comodidad del docente a las necesidades de la sociedad cuya ordenación uno tiene todo el derecho a criticar, pero no a ignorar; de ahí a decir que son demasiados los estudiantes que llegan a la universidad porque “¡hay que ver lo mal que escriben, y lo poco que saben!” hay apenas un paso. Y en tercer lugar, la docencia tradicional que ha imperado en España, en la que el docente sólo hablaba y hablaba y los alumnos sólo escuchaban, se sostenía menos por su valor educativo que por apelaciones a la autoridad.

Pese a todo, podría comprender que alguien haga un discurso estratégico de prioridades y que, sobre esa base, prime lo sociológico sobre lo metodológico para decir que aquí y ahora es más importante aumentar el número de escuelas, institutos y docentes que mejorar la formación de estos últimos. Ese es un argumento que puedo comprender y que voy a apoyar. Pero entonces que se diga de esta manera, si es esto lo que se quiere decir. Como también podría entender que alguien defendiera que la mejor manera de que el docente se desarrolle profesionalmente en su enseñanza es dándole completa libertad de cátedra en todos los niveles educativos, para que pueda innovar sobre el currículum e investigar sobre su propia docencia. Éste es un argumento pedagógico que estoy dispuesto a apoyar. El saber de la pedagogía no pertenece a las facultades de educación solamente sino que es tesoro común de todos los educadores (también de los que trabajamos en facultades de educación); todos tenemos y aplicamos nuestra pedagogía, lo queramos o no. De lo que se trata es de adquirir capacidades reflexivas y críticas para innovar, valorar y mejorar nuestra propia enseñanza. Algunos de nosotros, con nuestro trabajo, tratamos de poner a futuros docentes en la senda de que puedan adquirir, ejercitar y afinar estas capacidades por su cuenta. Pero nada de esto transpira en la frase de Fernández Liria: “Ni rastro de pedagogos”.

Creo que esta última frase es, además, ideológica y políticamente ineficaz porque no se da cuenta de que ciertas orientaciones pedagógicas son aliadas naturales en la protección de la educación pública. Como se ha repetido en multitud de ocasiones, el neoliberalismo se esconde hoy detrás del discurso de la “calidad” y de su importancia en un mundo globalizado. Obviamente, el término que queda marginado en esta fórmula —el de la “cantidad”— delata el verdadero sentido elitista de la calidad neoliberal. Se trata de evitar el acceso de todos y todas sin excepción a la educación, de dificultar la democratización misma de la cultura y de su potencial transformador. Ahora bien, creo que quienes sólo interpretan los problemas y las soluciones de la educación desde el BOE (desde aquello que podría hacer la política) y no desde las mejoras que los propios docentes podrían darse a sí mismos asumen, de facto, que no puede haber calidad y cantidad al mismo tiempo. Apuestan decididamente por la cantidad, por más inversión, más docentes, más centros… pero en la medida en que no integran la pedagogía en su discurso son incapaces de aportar una definición de calidad que sea alternativa a la que ofrece el neoliberalismo —el cual, por otra parte, jamás ha buscado verdaderamente enriquecer la dimensión pedagógica sino su eliminación—. Su oscuro deseo es un mundo en el que los docentes seamos sustituidos por libros de texto parlantes, robots o programas informáticos.

Ojalá, cuando nos pregunten: “¿Cantidad o calidad?”, sepamos responder: “Las dos cosas”. Y ojalá comprendamos que la pedagogía debe contribuir a definir la calidad educativa.

Fuente: http://www.eldiario.es/contrapoder/defensa_pedagogia_6_504709564.html

Fuente de la imagen: http://www.laeducacioncuantica.org/educacioncuantica/pages/images/uploads/901.jpg

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