Por: Observatorio de Innovación Educativa
El título universitario fue, por generaciones, el billete de entrada por excelencia al mundo laboral y un pasaporte para ingresar en la clase media. Sin embargo, los cambios políticos, sociales y económicos de la última década y un mercado laboral volátil han impactado profundamente en el valor percibido de la educación superior.
Una fecha en particular cambiaría el curso de la historia en la próxima década. El 15 de septiembre de 2008, el banco de inversión estadounidense, Lehman Brothers, se declaró en quiebra, afectando a los mercados financieros mundiales y desencadenando la Gran Recesión en Estados Unidos. Esta crisis tuvo un impacto significativo en las universidades estadounidenses. En el corto plazo, las instituciones de educación superior bajaron los costos de la matrícula para atraer a alumnos de nuevo ingreso.
En el largo plazo, las consecuencias de estas crisis fueron más trascendentes. Tras la Gran Recesión, la elección de una carrera de esta generación de estudiantes se enfocó en un solo objetivo: empleo. Un estudio realizado entre 1966 y 2015 en Estados Unidos para conocer las tendencias de más de 10 millones de estudiantes de nuevo ingreso, encontró que a partir de 2008, la razón principal para ir a la universidad es asegurar un trabajo bien remunerado. Antes de esto la motivación era aprender sobre un tema o disciplina que les interesaba en particular. Es así como la generación tras la crisis económica se enfocó en aquellas carreras mejor pagadas y con mayor demanda en el mercado laboral. Una encuesta realizada por MindAmerica de la Universidad Nazarena, encontró que de los 2000 estudiantes encuestados, el 20 % respondió que no ingresó a la carrera que pretendía estudiar. ¿La razón? El mercado laboral. El 62 % respondieron que su decisión de carrera había estado influida por el mercado laboral, mientras que el 55 % dijo que habría elegido una completamente distinta si el dinero no hubiera sido un factor. Esta mercantilización de la educación y la presión por realizar estudios en áreas “prácticas” y de alta demanda laboral, ha llevado al declive de las humanidades.
Si a estos datos agregamos la precariedad de los trabajos y las necesidades cambiantes del mundo laboral, no es de extrañar que en la actualidad se esté cuestionando el valor de ir a la universidad. La Gran Recesión no solo afectó a Estados Unidos, esta crisis financiera se expandió rápidamente por todos los países en desarrollo, siendo Europa oriental y Asia central las regiones más afectadas. El deterioro económico se vio reflejado en medidas de austeridad y altas tasas de desempleo. Entre 2008 y 2009 el desempleo aumentó más del doble en países como Estonia, Letonia y Lituania, y la región total registró un aumento de 9,4 a 12,2 millones de desempleados durante este periodo. Mientras que el desempleo juvenil alcanzó niveles récord (el 38,6 % en España). En Asia central, particularmente en Kazajistán, las mujeres y los jóvenes fueron los primeros en experimentar los efectos de la desaceleración económica. De acuerdo con datos del Banco Mundial, la tasa de participación femenina en el mercado laboral disminuyó del 66,4 % en 2014 a 65,7% en 2015. Mientras que la tasa de desempleo juvenil aumentó del 6,8% en 2013 al 8,3% en 2015. Estos son los datos de desempleo oficialmente registrados pero se estima que el porcentaje es mayor ya que el empleo informal es alto (25,1 %) en esta región y el número de trabajadores por cuenta propia es también significativamente alto. Por ejemplo, según datos de 2014, en Kazajistán el 30 % de su fuerza laboral eran trabajadores por cuenta propia. En Tayikistán y Kirguistán, el 47,8 % y el 43,3 % de la fuerza laboral, respectivamente, tiene un estatus de “autoempleados”.
A pesar de esto, la universidad sigue siendo el mejor camino, al menos el más directo, hacia el progreso económico. Según la Oficina de Estadísticas Laborales de EE UU, la brecha salarial entre aquellos con un título universitario y aquellos con un título de bachillerato se encuentra en un nivel récord. Según estos datos, los empleados con doctorado tienen un salario semanal promedio de 1825 dólares, los que tienen un título universitario ganan semanalmente 1198 dólares en promedio, mientras que aquellos que solo cuentan con estudios de bachillerato obtienen tan solo 730 dólares. La diferencia es significativa.
En el caso de España, la educación superior contribuye de manera similar a mejorar la empleabilidad y el nivel de progresión social. De acuerdo con el informe más reciente publicado por La Universidad Española en Cifras, elaborado por la CRUE, los españoles que cuentan con estudios superiores tienen un porcentaje de empleabilidad del 89 % a diferencia del 54 % de aquellos que solo cuentan con educación secundaria superior. En las tasas de desempleo también se puede observar el impacto del nivel de estudios. De acuerdo con el mismo informe, durante la crisis, los egresados universitarios resistieron mejor la degradación del mercado laboral. A finales de 2017, España registró que un 16,7 % de su población activa estaba en paro, contra un 9,3 % de la población activa en paro con estudios superiores.
No obstante, con la precariedad del mercado laboral mundial y los altos costos de la educación superior (en el caso de Estados Unidos, particularmente), no debe sorprendernos que tanto padres de familia como estudiantes, esperen un significativo retorno de la inversión de sus estudios universitarios. Si bien en la mayoría de los países europeos los costos de la matrícula son bajos o, en ocasiones, nulos, es importante que la crisis de la deuda estudiantil que se vive en EE UU no nos resulte ajena. Los prestatarios actualmente deben más de 1,5 mil millones de dólares en préstamos estudiantiles, un promedio de 34.000 dólares por persona. Y en este sentido, un tema que ha afectado profundamente la reputación de las universidades es la denominada “inflación de credenciales”.
La inflación del grado universitario
En todo el mundo, los empleadores exigen, cada vez más, títulos universitarios para puestos que anteriormente no requerían tales credenciales. Este fenómeno, conocido como inflación de credenciales, inflación de grados, obsesión por la certificación o simplemente “titulitis”, está afectando no solamente a las universidades sino también la competitividad laboral y perjudicando ampliamente a la clase media. Un reciente informe de la Escuela de Negocios de Harvard, encontró que el 67 % de las ofertas de trabajo para puestos de supervisor requieren hoy títulos de licenciatura, creando una “brecha de grado” del 51 %, es decir, la diferencia entre el porcentaje de ofertas de trabajo que requieren un título universitario y el porcentaje de trabajadores que tienen un título universitario. Otras ocupaciones donde la inflación de credenciales es particularmente evidente incluyen: secretarias, asistentes administrativos, supervisores de obreros y personas que trabajan cuidando niños.
La razón de esta “inflación de credenciales” se remonta de nuevo a la Gran Recesión, cuando la cantidad de personas que buscaban trabajo superó la cantidad de vacantes, muchos empleadores agregaron requisitos de estudios superiores a las ofertas de trabajo como una forma de reducir el número de candidatos. En consecuencia, las maestrías son hoy el grado de más rápido crecimiento. Tan solo en Estados Unidos, 2 de cada 25 personas de 25 años o más tienen una maestría. Aproximadamente la misma proporción que tenían un bachillerato en 1960. Es así como el título universitario se ha convertido en el nuevo título de bachillerato, o la mínima credencial requerida para obtener incluso el trabajo más básico.
En el caso particular de España el fenómeno de la “sobrecualificación” es preocupante. De acuerdo con un informe de la Fundación Conocimiento y Desarrollo (CYD), en 2017 el 35,6 % de los egresados universitarios que trabajaban lo hacían en puestos para los que se requería una formación menor, en comparación con el 23,2 % que se registra en promedio en países de la Unión Europea. Mientras que, según datos del Observatorio de Empleabilidad y Empleo Universitario, 3 de cada 10 empleados trabajan en puestos por debajo de su cualificación.
Este panorama puede parecer, a simple vista, beneficioso para las universidades pues se pensaría que cuanto mayor sea el número de personas que ingresan a la universidad, más ingresos recibirán estas. No obstante, aunque en España el nivel de escolarización en educación superior de los jóvenes de 20 a 24 años es superior (35,8 %) al de países como Francia, Italia y Reino Unido, solo el 32,92 % de los jóvenes que ingresan a la universidad tienen la probabilidad de finalizar sus estudios de grado.
La universidad hoy
Ante este panorama, el papel actual de las universidades como principales proveedoras de profesionistas no es sostenible. Ni todos los jóvenes tienen que asistir a la universidad, ni todas las universidades tienen que cargar por sí solas con el peso de formar a la totalidad de la fuerza laboral.
Gracias a esta obsesión por la certificación y “titulitis” nos hemos olvidado de que la universidad no es el único camino hacia buenas oportunidades de desarrollo. La Formación Profesional (FP) también ofrece vías de crecimiento para quienes la universidad no es la mejor opción, ya sea por razones económicas o personales. En términos de Formación Profesional, el sistema alemán es una referencia en Europa y en el mundo. El programa de formación dual profesional de Alemania, también conocido como VET (por sus siglas en inglés) o FP Dual, es la ruta que alrededor de medio millón de jóvenes toman hacia una profesión especializada cada año. Algunos datos clave para entender el éxito de esta son: cerca del 51 % de los trabajadores en Alemania son formados en este programa. El 68 % de los estudiantes alemanes que lo cursan consiguen un empleo. Además, durante la FP Dual, los estudiantes reciben un salario promedio mensual de 908 euros brutos al mes.
Para 2030 España necesitará más empleados con estudios de Formación Profesional (el 65 %) que universitarios o profesionales con cualificaciones superiores (el 35 %). Esto, de acuerdo con datos del informe Skills Forecast, elaborado por la agencia Cedefop de la Unión Europea. Esta previsión supone nuevos desafíos para el país ya que tiene una de las peores tasas de escolarización en FP de grado medio de todos los países de la OCDE, el 12 % frente al 26 % promedio de esta organización.
Si bien los datos duros de empleabilidad indican que ir a la universidad sigue valiendo la pena, medir el valor de la universidad a través de salarios e ingresos, comercializa y minimiza el verdadero valor de la educación superior.
Más allá de encargarse de la formación de trabajadores, las universidades deben formar ciudadanos y apoyar en la construcción de soluciones a los problemas globales, sirviendo de palancas para impulsar la movilidad social y el crecimiento inclusivo de las sociedades. Pero ¿cómo pueden las universidades adaptarse a las exigencias del mundo actual sin perder su esencia?
Lifelong learning: el aprendizaje no termina en la universidad
En el pasado, una formación universitaria era suficiente para encontrar un trabajo estable que permitiera a las personas independizarse económicamente. La fórmula —ve a la universidad, estudia, gradúate, consigue un trabajo y jubílate— funcionó para muchas generaciones, pero tras la Gran Recesión la realidad hoy en día es más compleja.
Esta problemática mundial, más la brecha de habilidades que se ha desencadenado por el ritmo tan rápido de los avances tecnológicos, ha llevado a que personas que ya cuentan con estudios universitarios tengan que volver a la universidad para capacitarse, ya sea a través de un posgrado o cursos en habilidades específicas demandadas por el mercado laboral.
Es así como las unidades de formación profesional, educación continua y en línea de las universidades, tendrán un papel primordial en la formación no solo de las nuevas generaciones de profesionistas sino también en la formación continua y a lo largo de la vida de aquellas personas que necesiten actualizarse constantemente. Las universidades deben servir a todos los ciudadanos, no solo al grupo de 18 a 24 años en el que se han enfocado en el pasado.
Diversas universidades ya se están preparando para recibir a este nuevo tipo de estudiantado. Más que estudiantes “no tradicionales”, el nuevo perfil de estudiante universitario será vitalicio, un estudiante que nunca se desligue completamente de su universidad y regrese constantemente a ella conforme lo vaya necesitando.
Además, será esencial que las universidades adopten normas inclusivas de edad para dar respuesta a la diversidad no solo del estudiantado sino de todas las personas que están alrededor de la universidad. Actualmente, existen 51 universidades en todo el mundo que forman parte de lo que se conoce como la Red Global de Universidades Amigables con la Edad. Para formar parte de esta red, una universidad tiene que cumplir los 10 principios que la Universidad de la Ciudad de Dublín ideó cuando lanzó esta iniciativa en 2012. Pero además de cumplir con estos principios, ser una universidad amigable con la edad significa no solo pensar en estudiantes mayores, sino también en los profesores, el personal de apoyo y administrativo, exalumnos y residentes de la comunidad.
Si tomamos en cuenta que la esperanza de vida ha aumentado en la mayoría de los países, no solo nuestro tiempo de vida se está alargando, también los años que estaremos activos intelectual y profesionalmente. Según datos de un estudio realizado por la Universidad de Washington, España será el país con mayor esperanza de vida en el año 2040, si las tendencias actuales continúan. ¿Están las universidades preparadas para recibir a esta nueva demografía estudiantil?
Fuente: https://observatorio.tec.mx/edu-news/el-dia-que-cambio-el-curso-de-la-educacion-superior