Por: Gloria Díaz
No podría decir en qué momento se inicia esa imposibilidad para decir que es lo que nos ha llevado a no entender lo esencial en lo pedagógico. Las confusiones, las ambivalencias, las ambigüedades se nos muestran cada vez más frecuentes. Y opinamos, sin darnos cuenta, de la trascendencia de lo que decimos, o de lo que queremos decir, pero no decimos.
Es como si la imposibilidad de narrar, y narrarse, se hubiese adueñado de nuestros discursos que solo se asoman a través de una retahíla de palabras, vaciadas de sentido, que responden a los imperantes del discurso pedagógico hegemónico, pero no hay nada en ello de lo que nos sintamos autores.
Comprobamos que, en nuestros espacios académicos, las similitudes con relación a cómo nos ubicamos en el lenguaje son más bien escasas y que, si aparecen, son casi siempre apropiaciones de las repeticiones que escuchamos de los otros. Es decir, solo reconocemos aquello que hemos oído; colocamos estos términos en un intento por encajar, es ahí cuando aparecen nuestras inseguridades al estar pendientes de como el grupo nos percibe.
Finalmente, aquello que hemos descartado, el cliché que tanto nos incomoda, lo incorporamos y nos aferramos a él como si se tratara de un mantra que nos ayuda a no sentirnos ajenos a lo que el colectivo propone.
La pedagogía, por tanto, deja de nombrarse, desde su concepción más profunda, para pasar a formar parte de un imaginario que la encierra y no permite ningún desplazamiento que nos pueda llevar a entender la complejidad en la que nos movemos.
Si preguntamos, y nos preguntamos, de qué hablamos cuando hablamos de pedagogía, un sinfín de apreciaciones, que desconocemos en dónde surgen, nos aproximan a una idea de cómo a lo largo de la historia, para alcanzar ciertas posiciones, es necesario pasar por sucesivas “domas” tal como señala Sloterdijk (2000),
“Quien alcanza esas posiciones ha llegado hasta ellas a través de múltiples despedidas de la niñez por medio de penosas domas de larga duración y de entrenamientos que arrancan al sujeto de su entorno familiar y lo templan, lo robustecen y lo hacen progresivamente tanto tiempo como haga falta hasta que funciona al máximo rendimiento. Lo que llamamos escuela apareció originariamente como campo de maniobras de la metanoia política; el cambio de orientación desde las relaciones pequeñas hacia las grandes forma parte de cualquier plan de estudios que tenga como objetivo el Estado”.
Es este escenario, del que aún a veces participamos, nos hemos impregnado de tal manera que difícilmente podemos desprendernos de semejante tegumento. Parece que ya no sabemos lo que está en juego en la praxis pedagógica y aceptamos las huidas hacia concepciones que determinan el hacer, denominándolo “hacer pedagogía”. Término que hoy en día utilizan, repetitivamente, en todos los medios televisivos, instituciones educativas, discursos políticos etc. para referirse a aquellas situaciones en las que la ciudadanía en general, y múltiples colectivos en particular, no responden como debieran, en relación con la norma.
No hay fisuras, no hay posibilidad para la pregunta, ningún desafío nos enfrenta. Las normas nos guían, nos dicen qué, cuándo y cómo debemos de hacer. Desde esta dominación, desde la sumisión a lo que nos ordenan, se instalan los protocolos más sofisticados que obturan la posibilidad de la interpelación y que nos abocan a la realización de la consigna.
Ponemos en duda todo lo que no podemos controlar, o nombrar, como algo objetivo en aras de lo llamado científico porque hemos olvidado que estamos en un cruce continuo de subjetividades, las intersubjetividades. Pensar la pedagogía como lugar de encuentro con el otro, desde una perspectiva de la alteridad, semeja para muchos inapropiado. El atrevimiento es tan inmenso que algunos piensan que solo con cambiar la forma verbal hablarán desde lo objetivo, no desde lo subjetivo que tanto perturba. Porque sí, no podemos eludir que el otro, su presencia, nos provoca desorden.
No paramos de enredarnos en los términos discursivos que nos proponen para mantener la distancia, mantener el orden y así no involucrarnos. “Disparador de la emoción”, “activador del conocimiento”, “protocolos de conversación”, nuestra necesidad de categorización es imparable tanto como la simplificación a la que nos conduce.
Partimos de la clasificación, del diagnóstico para evitar el riesgo en el que nos envuelve la pregunta. ¿Ya sabemos qué hacer si partimos del diagnóstico? ¿Ya tenemos las teorías? ¿Ya tenemos todas las certezas? ¿Ya tenemos los métodos? ¿Ya tenemos todas las respuestas? Si es así, me pregunto ¿para qué la pedagogía?
Según Jean Luc-Nancy (2021), lo desconocido, lo incierto, es lo que nos lleva al conocimiento,
“No es posible determinar teorías, disciplinas, tecnologías, lenguajes, retóricas, métodos, instrumentos, máquinas y estilos que van a intervenir en la producción de un conocimiento desconocido. Lo desconocido es lo único que produce el conocimiento”.
Si lo desconocido es lo único que nos lleva al conocimiento porqué nos causa tanta inquietud y lo descartamos en nuestras indagaciones pedagógicas. Por otro lado, al intentar develarlo lo patologizamos para convertirlo en algo ajeno a nuestro saber y delegar y relegar a otros ámbitos.
Una pedagogía pensada desde el adiestramiento, desde el cómputo de habilidades, desde la producción y para el éxito ¿no sería una pedagogía deshumanizada? Una pedagogía hecha de fragmentos inconexos que impide cualquier acogimiento y hospitalidad del otro.
Quienes nos proponen un cambio de mirada, que consideramos imprescindible para que se dé un pensamiento y una praxis que contemple la pedagogía en su esencia y desde una propuesta de la alteridad, casi siempre la ubican en la imbricación con las percepciones. Pero es necesario ir más allá para comprender lo que Sartre (2016 [1943]) ya nos señalaba,
“(…) captar una mirada no es aprehender uno otra mirada en el mundo (…) sitio de cualquier naturaleza que sea, es pura remisión a mi gesto, los ojos, mismos o lo que capto inmediatamente cuando oigo crujir las ramas de tras de mí no es que hay alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo susceptible de ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo en ningún caso evadirme del espacio en el que estoy sin defensa; en suma, que soy visto”.
Debemos, por tanto, pensar de nuevo los significados a los que nos remite el autor para no arrastrarnos a la banalidad de una mirada selectiva. Mirada que da cuenta de lo que podemos, o queremos ver, sin estar al tanto de lo que esto implica, porque lo que interviene aquí es la escotomización (en sentido psicoanalítico); es decir, un mecanismo en la que una oscuridad inconsciente hace al sujeto rechazar los hechos desagradables, de los que no puede, o no quiere dar cuenta, pero que forman parte de su existencia.
Después de lo expuesto volver a la pedagogía es urgente, para ello es necesario recuperarla desde y en la transformación (recuperar-transformar) para descartar lo obvio, lo banal, lo repetitivo. Para que el deseo, la pasión por el conocimiento, la narración de la vivencia se convierta en el fundamento de la búsqueda de sentido en la pedagogía. Como apunta Meirieu (2016):
Por consiguiente, hay urgencias: urgencia de volver a instalar la historia de la pedagogía y la reflexión pedagógica en el corazón de las “ciencias sociales”; urgencia de transformarla en el eje estructurante de una verdadera formación profesional de los enseñantes y de los educadores; urgencia de superar las simplificaciones y las caricaturas que se imponen hoy en un terreno que se ha dejado baldío desde hace ya demasiado tiempo; urgencia de desarrollar y difundir análisis que completen, amplifiquen o contradigan (…)
Es Imposible ya pensar en desprendernos del otro, y de nosotros, e Inevitable no responder a estas urgencias para no vaciar la pedagogía, todavía más, de sentido y significado, de vida. Lo que nos compromete ahora, aquí, es realizar un movimiento (por ínfimo que este sea) para preguntarnos ¿cuál es nuestro posicionamiento ético? y asumir, por fin, ser autores.
Gloria Díaz: Universitat de Barcelona; colaboradora del Instituto Paulo Freire
Referencias
Peter Sloterdijk (2000). En el mismo barco. Siruela.
Jean-Luc Nancy (2021). La frágil piel del mundo. De Conatus Publicaciones.
Jean-Paul Sartre (2016 [1943]). El ser y la nada. Losada.
Philippe Meirieu (2016). Recuperar la pedagogía. Paidós.
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