La izquierda es la oposición, no la derecha
Los mexicanos y las mexicanas están a punto de celebrar una de las elecciones intermedias más grandes en la historia reciente del país. Unos comicios, en ese sentido, históricos, en términos cuantitativos, debido a que, en los últimos años, el andamiaje y la normatividad electoral trabajaron por hacer concurrir en las mismas fechas al grueso de las elecciones locales en el territorio nacional con las respectivas a la renovación de la Cámara de Diputados.
Pero unas votaciones históricas, asimismo, por todo lo que se juega en ellas para definir el rumbo que habrá de tomar la política nacional no sólo en lo concerniente a los siguientes tres años, cuando de nuevo, en 2024, se deba renovar la presidencia, el Senado, la Cámara, una decena de gubernaturas y congresos locales, así como un millar de presidencias municipales, sino, sobre todo, porque es a partir de este momento que, por lo menos para la izquierda mexicana, debe comenzar a tomar cuerpo un proyecto de carácter transexenal que ahonde en los logros hasta ahora alcanzados.
Y es que, en efecto, si bien es verdad que todas las elecciones que se celebran en el marco de la política nacional son cruciales, en cierto sentido, debido a que cada uno de los comicios ganados o perdidos por determinadas plataformas e intereses suponen una derrota de múltiples y diversas alternativas económicas, políticas, culturales, históricas, etc.; lo que es particularmente relevante y esencial de las que se celebrarán el domingo seis de junio es que en ellas lo que se disputa de fondo no es únicamente una redistribución de partidos en municipios, gubernaturas y legislaturas: los reacomodos partidistas en puestos de elección popular, después de todo, no son sólo eso: reacomodos, refrendos o renovación de perfiles personales tendientes a impactar en la aritmética electoral.
Por lo contrario, aquí y ahora, en los próximos comicios, hay, por lo menos, tres grandes apuestas que están en juego: la de escala continental y hemisférica, la nacional, vista desde las necesidades del presente; y, por último, la nacional, pero apreciada desde el punto de vista de las exigencias del futuro. Hay, por supuesto, muchas más cosas implicadas en diversas y múltiples escalas espaciales y temporales, pero, en términos generales, es en estos tres frentes de la disputa política en los que se articulan todas esas variaciones o particularidades.
Así, por ejemplo, en lo concerniente al plano continental y hemisférico, lo que es un hecho es que las votaciones en México no son unas elecciones más si se toma en consideración, por principio de cuentas, la potencia que en toda América y en el resto de Occidente comienzan a tener las plataformas políticas y las apuestas partidistas de la extrema derecha, en sus distintas variaciones (conservadora, liberal, neoliberal, oligárquica, etc.). Ya sea que en la actualidad se encuentren en funciones de gobierno, (como en Brasil, Chile, Colombia, Uruguay y Ecuador, en la región; Portugal, Hungría, Polonia e Italia, en Europa); o que, por lo contrario, se hallen en la posición de la fuerza política más pujante y con mejores perspectivas a futuro de conformar gobiernos nacionales (como en Alemania, Estados Unidos, Francia o España, por un lado; México, Bolivia, Perú, la mayor parte de Centroamérica y Venezuela, por el otro), lo que es innegable es que hay una tendencia más o menos generalizada en todo Occidente que apunta a incrementar la presencia, el alcance y la profundidad de las agendas promovidas desde esos espectros políticos-ideológicos.
Agendas, no sobra señalarlo, que además de tener en común notas como el clasismo, el sexismo y el racismo más abiertos y perniciosos, coinciden en tener por mantra que guía su actuar el de agotar, hasta sus últimas consecuencias, los efectos de las múltiples y diversas crisis por las cuales atraviesan todas las sociedades alrededor del mundo, como lo es la climática: vía su negación y el apelar a la intensificación de la explotación de recursos naturales al redor del planeta. Es decir, votar por estas derechas no tiene un impacto sólo en los distintos sistemas de pesos y contrapesos políticos-partidistas en los Estados nacionales en los que ganan cada vez más posiciones privilegiadas de poder o de toma de decisiones: el riesgo que se corre con estas pretendidas oposiciones es que las agendas que promueven, en muchas de sus aristas, son un atentado abierto en contra de las condiciones de posibilidad de subsistencia de toda la especie humana, como ocurre cuando promueven iniciativas para privatizar recursos vitales, como el agua (o, igual de grave que ello, cuando la convierten en un valor del mercado bursátil, para especular con ella).
De ahí que, lo que para sendos sectores de la sociedad civil constituye apenas un cambio de partidos dominantes sin mayor trascendencia que un reparto distinto de los recursos públicos sea, en realidad, un voto de confianza por posturas políticas que deciden sobre la vida y la muerte de millones de personas, en los términos más directos o a través de la intensificación de la explotación capitalista de los seres humanos y de otras especies de animales.
El Estado mexicano, al contar con uno de los territorios más ricos en diversidad natural, se coloca, así, en la primera línea de disputa de las grandes potencias y de las corporaciones transnacionales en la medida en que es objeto de apropiación de esas potencias y de esas corporaciones no únicamente para incrementar sus márgenes de acumulación, concentración y centralización de capital, sino, asimismo, en la medida en que constituye uno de los cada vez más escasos territorios cuya vastedad de recursos permitiría, a quien se los apropie y explote, hacer frente a los estragos de la crisis climática que hoy amenaza con exterminar a la totalidad de la humanidad si no se revierte el rumbo hasta ahora seguido por el capitalismo.
Una victoria electoral de las derechas unidas en la plataforma Va por México, en esa línea de ideas, implicaría no únicamente regresar a un modelo de explotación de la riqueza natural y social del tipo neoliberal (en la medida en que la versión dominante de la extrema derecha en México es, precisamente, la de tipo neoliberal, hoy personificada, en primera instancia, por el panismo y por eso que se ha dado a conocer, desde el sexenio de Enrique Peña Nieto, como el nuevo priísmo). Significaría, por lo contrario, acelerar, agudizar e intensificar: radicalizar, en toda la extensión del término, las lógicas que determinaban a ese modelo de dominación respecto de la manera en que operaba con anterioridad a la victoria de López Obrador en los comicios de 2018. Es, de hecho, en esta coyuntura en la que debe de leerse la tentativa del gobierno actual por disputar la soberanía energética y la rectoría gubernamental en el aprovechamiento de los recursos naturales que ha defendido en los últimos dos años, pues de lo que se trata no es simplemente de dejar de explotar esos recursos, sino, en primera instancia, de recuperarlos para la nación y, en seguida, de darles un uso social que permita construir las condiciones necesarias de subsistencia de la sociedad a la catástrofe que se avecina.
Visto lo anterior desde el punto de vista de lo que una victoria de las derechas mexicanas significaría, en el plano nacional, de cara a las necesidades del presente en este país, lo primero que se aprecia es que, evidentemente, estos primeros tres años de gobierno del proyecto político de López Obrador no han sido suficientes para romper las amarras que durante décadas tejieron los intereses de las grandes corporaciones, nacionales y extranjeras, para ser ellas y una élite reducida quienes disfruten de los beneficios que les provee el modo de explotación neoliberal de la riqueza natural del territorio (pero también del trabajo humano, de la riqueza social basada en el tiempo de trabajo del grueso de la población). Lograr avanzar en esa dirección, en la que se consiga asegurar mejores condiciones de vida para los sectores que tradicionalmente han sido los más expoliados por la política y la economía nacionales depende, sí o sí, de que en los gobiernos municipales, en las gubernaturas, en los congresos locales y en el Congreso federal no se instauren intereses políticos y empresariales adversos a ese proyecto de nación.
Así pues, la consigna de votar TODO POR MORENA, no es, de ninguna manera, una bandera dogmática popularizada por el núcleo duro de la militancia de ese partido político. Por lo contrario, la utilidad de ese voto unificado hacia el partido y el proyecto del actual presidente de México radica en que un cambio en la correlación de fuerzas que ahora existe modificaría de manera radical las capacidades de control y de dirección del Estado y de su andamiaje gubernamental por parte del presidente y sus colaboradores y colaboradoras más leales a la visión de país y de nación que tiene el jefe del ejecutivo.
Nunca, como ahora, ha sido tan importante que la sociedad civil mexicana comprenda que la existencia de poderes fácticos, por fuera de las instituciones del Estado, es una realidad palpable y que, en ese sentido, el hecho de que el partido del presidente cuente con mayorías aplastantes en el Congreso federal, en algunos congresos locales, en presidencias municipales y gubernaturas, no necesariamente significa que el gobierno federal en funciones no tiene contrapesos o no se enfrenta a intereses con todas las capacidades necesarias para frenar los avances que se proponen para contar con una sociedad más justa, democrática y libre. Una parte importante de la prensa y de los medios de comunicación, de la sociedad civil organizada y del empresariado se halla en ese frente de batalla: instaurando sentidos comunes que buscan deslegitimar las decisiones que se toman, frenando las decisiones gubernamentales a través de bloqueos empresariales y, por supuesto, constituyendo frentes electorales pretendidamente democráticos, pero sin realmente serlo.
No hace falta más que echar un pequeño vistazo a la historia de las izquierdas que se hicieron gobierno en América, a lo largo de las últimas dos décadas, para alcanzar a comprender que, cuando la correlación de fuerzas se modifica para otorgarle mayor peso a la oposición de derecha y restarle incidencia a la izquierda gobernante lo que sucede es una parálisis absoluta cuyo impacto principal se deja sentir en la descomposición de la vida civil y en el empeoramiento de las condiciones materiales de vida de las capas medias y, sobre todo, las más empobrecidas de la sociedad. Y es que, por mucho que a la teoría política liberal le guste defender la instauración de gobiernos divididos (un partido dominante en el poder ejecutivo y otro en el legislativo), la realidad oculta de esa defensa es que, cuando la izquierda tiene que gobernar desde una posición de debilidad, por no contar con mayorías en otros poderes o en otras escalas territoriales de la política nacional, eso, históricamente, siempre se traduce en un bloqueo total de las capacidades de la izquierda de hacer valer su agenda.
Parálisis total y no sólo retroceso es lo que se avecina en la escena política mexicana si el proyecto de López Obrador comienza a perder terreno, posiciones de fuerza, espacios de toma de decisiones, etcétera. ¿Significa esto, entonces, que la opción en el presente es concederle poderes absolutos al presidente y su partido, para que gobiernen sin oposición? No, significa, antes bien, comprender que la principal oposición de la izquierda en funciones de gobierno no debe de ser la derecha, sino la propia izquierda en la sociedad civil: esa izquierda que se moviliza, que se organiza, que se sindicaliza, que ejerce sus derechos para controlar que el gobierno sea sólo un fiduciario de la sociedad y no un detentor, en potestad, del poder público. De lo contrario, y si se consiente que la oposición real y efectiva a la izquierda sólo puede ser la que provenga desde la derecha del espectro ideológico, en lo que se consiente es en que, en verdad, no fue un error hacer del nacionalsocialismo, del franquismo y del fascismo las oposiciones efectivas de los movimientos obreros de principios del siglo XX.
O, para ponerlo en las coordenadas políticas de América, se consentiría, en esa línea de ideas, que en verdad fue lo correcto oponer a Salvador Allende la oposición de la atroz dictadura pinochetista. El ejemplo es extrapolable a todas las dictaduras cívico-militares de la región a lo largo de todo el siglo XX. La derecha nunca es oposición, es contrarrevolución y contrarreforma ahí en donde se plantea una revolución o una reforma del Estado y de sus contenidos políticos, económicos, culturales, históricos, etc.
¿Qué sucede, entonces, en la disputa nacional que se plantea en estos comicios, pero apreciada desde el punto de vista de las exigencias del futuro? Quizá lo más importante y valioso que se juega es la posibilidad de que la agenda política actual no sea, al final del sexenio, sólo eso: una experiencia de seis años sin capacidades de darse en continuidad luego de que el personaje que la encabeza abandone la titularidad del poder ejecutivo federal. Y es que si al final del periodo por el cual fue electo López Obrador no existe ya una alternativa para sucederle que no sea fabricada de la noche a la mañana o, como suele suceder por tradición en la cultura política mexicana (herencia del priísmo), en el transcurso del año electoral, lo que se prevé es un escenario en el que el reflujo de la derecha será brutal.
¿No han aprendido las sociedades americanas, en este sentido, que luego de que la izquierda se hace con el control y la dirección del Estado la derecha regresa más vil e implacable para garantizarse a sí misma que nunca más volverá a perder posiciones de poder ante la izquierda? ¿No son esas, precisamente, las experiencias de Bolsonaro, en Brasil; y Macri, en Argentina? ¿No es la radicalización del golpismo en Venezuela, Chile y Ecuador parte de la misma trama histórica y de la misma lógica de operar de esa derecha que se siente potentada por derecho natural de controlar y dirigir al Estado?
Los costos de que el actual gobierno sea apenas una experiencia sexenal, sin perspectivas de trascender a lo que se llegue a hacer en estos seis años, son enormes y en cada escenario posible de reorganización de la derecha lo que se aprecia son regímenes como los dos previos a la 4T: una guerra sin cuartel, como la inaugurada por el panismo en el 2000, pero radicalizada por Felipe Calderón, por un lado; y un régimen de podredumbre política y descomposición social, como lo fue con el priísmo personalizado en Enrique Peña Nieto, por el otro.
De ahí que la apuesta no sea, en efecto, menor: alternativas como la encabezada por Marcelo Ebrard no pueden ser, de ninguna manera, lo mejor que Morena y la 4T tengan para ofrecer en el poslopezobradorismo, siendo, precisamente, Marcelo Ebrard uno de los representantes del núcleo duro más de derecha en el interior de la 4T. Por ahora, y debido a cálculos estratégicos y pragmáticos, es aún viable votar hasta por las figuras más nefastas, impresentables y pedestres de Morena porque las posibilidades de que la izquierda misma y su sociedad civil organizada y movilizada ejerzan un control democrático de los actos que se deriven de los resultados electorales aún son múltiples, diversas y abiertas. Sin embargo, el escenario no será el mismo mientras más próximas estén las votaciones del 2024, y, para ese entonces, quizá sea demasiado tarde el pensar en cualquier posibilidad de continuidad transexenal.
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México
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