Antiedad

Por: Sofía Rutenberg

“En el mundo hay todo tipo de cosas que funcionan como espejos”

Jacques Lacan, El Seminario, libro 2.

 

 

Cuerpo tecno-pandémico

Una de las cosas que más me llamó la atención de la pandemia es que muchas personas aumentaron su actividad física. Los gimnasios permanecían cerrados y las plazas estaban prohibidas, entonces las personas comenzaron a hacer gimnasia en el living: clases virtuales, tutoriales de YouTube y correr por la casa fueron las actividades que más se instalaron como rutina. En un principio se trató de continuar la vida con “normalidad” sin salir a la calle. Luego, el terror a morir se esparció junto al virus e invadió a la humanidad. Llegó veloz la noticia de que son los más viejos los que tienen mayor riesgo de morir y gran parte de la población se desentendió: “otros mueren, yo no”. En medio de una pandemia mundial, en la que ya hemos transitado la fase del pánico, esta creencia de inmortalidad se manifiesta y deja en evidencia el poco interés por los ancianos y las ancianas.

La vejez angustia. Las expresiones de dolor al levantarse de la silla, el cuerpo lento que necesita un bastón o un brazo ajeno para cruzar la calle, dificultades respiratorias, cataratas, cocktail de pastillas, el deterioro generalizado de las funciones cognitivas y físicas, representan la pérdida de autonomía y control sobre sí mismx. Su presencia es un espejo del paso del tiempo. Personifican la muerte. La piel arrugada y estirada es el verdadero símbolo de debilitamiento. Casi ninguna persona soporta mirar a la vejez de frente. La sociedad trata a los viejos con desprecio: no pertenecen a la comunidad, se los abandona en asilos, son un gasto extraordinario para las prepagas. Se los aísla en soledad para que el resto de la sociedad siga consumiendo el fraude anti-age: la ilusión de inmortalidad en frascos de crema. Traducido al español, se adoctrina odiar la edad. Cuanto mayor es la persona, más rechazo genera. También su sabiduría es muy incómoda. Suelen hablar del pasado, todo lo contrario a la exigencia de “vivir en presente” necesaria para extirpar la idea de vejez.

Nos encontramos intentando detener el tiempo, apaciguarlo, no sentirlo en el cuerpo. Cremas, gimnasio, masajes, regeneración celular, lifting, renegar de un vaso de cerveza. El espejo devuelve una imagen siempre distorsionada. Te vas a dormir pensando ¿por qué no dejé de fumar antes? o ¿por qué no me cuidé de las arrugas a tiempo? Según Foucault “Mi cuerpo es el lugar al que estoy condenado”. Empiezan las precauciones, las cautelas. ¡No quiero envejecer! El tiempo pasa y nos vamos poniendo tecnos: mesoterapia, maquillajes, senos de silicona, bótox, autobronceante, tintura para las canas, cremas reductoras, dientes blanqueados, hilos de oro, depilación definitiva, reconstrucción vaginal, agrandamiento peneano, estrógenos, vitaminas, abdominales, analgésicos.

 

Livin’ la vida fit

Es innegable que existe una asimetría entre la vejez masculina y la femenina. Son las mujeres las que no deben aparentar la edad que tienen. La belleza nunca es suficiente. Siempre queda una parte del cuerpo que genera insatisfacción. A las mujeres se les exige lo que en cualquier hombre implicaría un “trastorno psiquiátrico”: ¡Nadie diría que una mujer que se saca los pelos del cuerpo con cera hirviendo y de un tirón está loca! Ser flaca y linda son los dos mandatos más importantes de muchas mujeres.

Existe un mito que supone que las mujeres embarazadas poseen una mayor belleza si van a tener un niño varón y que, por el contrario, si tendrán niñas mujeres éstas se la quitarán. Las mujeres tendrían una esencia biológica que viene en los genes para afear a la madre. En el desarrollo posterior de su vida, la niña querrá según su biología, “opacar” a las otras mujeres. Desde el embarazo son nombradas desde una posición que supone que una mujer siempre quiere lo que tiene la otra. Las mujeres compiten para ser objetos preciosos. La gordura se vuelve una amenaza que utilizan madres y padres: “si sos gordx nadie te va a querer, te lo digo por tu bien”. Puede ser enloquecedor escuchar que tu cuerpo “está mal” y que nunca vas a poder ser feliz si no lo cambiás. La medicina patologizó una fisonomía, decretó que el cuerpo gordx es enfermo.

Las mujeres entienden que para ser amadas deben ser bellas y flacas: signos de juventud y salud. Es necesario que encarnen la vida para los varones, y para ello es necesario ocultar todo lo que remite a la muerte. La belleza es uno de los modos en que la mujer representa al hombre, como signo exterior de la fortuna, potencia fálica, poder, inteligencia. La belleza femenina le evita al hombre una pregunta por la muerte.

A medida que las mujeres se van liberando de las servidumbres de las tareas del hogar, el mandato de la belleza se les impone. La mayoría de las mujeres desean bajar entre 5 y 10 kilos. Lo piden mientras soplan las velitas, antes de comerse el permitido del mes: la porción de torta de su propio cumpleaños. Siguen dietas a rajatabla, controlan las calorías diarias, concertan citas con nutricionistas. La balanza es el instrumento de tortura de nuestro siglo. El fitness moldea el cuerpo esperable y se torna una obsesión. Las mujeres viven una vida postergada: “cuando baje de peso voy a ser feliz”.

El goce sexual es inseparable de la alimentación. Si una mujer odia su cuerpo, ¿por qué gozaría de su sexualidad? Algunas se arman rituales: apagar la luz, dejarse el corpiño, estar tapadas con las sábanas, que no haya espejos en la casa y un sinfín de etcéteras.

La celulitis es la señal de que has gozado, de que has pecado: fumar, tomar alcohol, comer chocolate y papas fritas. La celulitis es repulsiva porque lo que no se soporta es que las mujeres disfruten. Si el 99% de las mujeres tienen celulitis debe ser porque es parte del cuerpo, ¿no? La cuestión es que la celulitis es un enorme capital de la industria farmacoestética, no casualmente dirigida por hombres. Las mujeres se operan, los hombres las operan y se enriquecen.

Lo importante es llevar una vida “liviana”: ¡Ocupate de tu cuerpo, no pienses! Para ser una verdadera mujer es necesario gozar de la propia impotencia. Se criminaliza la grasa para hacer sentir a las mujeres como falladas. Si querés ser valorada, te tenés que ajustar a las normas de belleza hegemónica que muestra Instagram. Aquellos cuerpos que no se ajustan a los parámetros marcados por la industria son depreciados. Livin’ la vida fit pero jamás la vida loca.

La mayoría de las mujeres destinan gran parte del día a su físico. Se preparan antes de salir, antes de dormir y antes de vivir: cremas, maquillaje, peinado y vestimenta. La preocupación por su apariencia puede arruinarles el día. El único objeto-humano que tiene valor es el sofisticado y joven. Cuando las mujeres no se pueden reproducir ─les llega la menopausia─ ni representar la belleza ─les llega la vejez─, son despojadas bruscamente de su femineidad, y dejan de ser necesarias para el hombre, quien puede sustituirlas por un modelo nuevo. La cuestión: cuando esto sucede, todavía le queda aproximadamente la mitad de su vida adulta y no saben qué hacer con ella porque se han dedicado a mantener la talla.

 

En el fondo del espejo me espía la vejez

¿Cómo se llega a la vejez en una cultura que relega a los ancianos a una vida indigna? ¿Qué significa ser vieja o viejo? ¿Qué sucede cuando el cuerpo no responde como quisiéramos? ¿Cómo soportar que la carne ya no sea deseable?

La vejez se torna un secreto vergonzoso del que no hay que hablar. Pacientes jóvenes han dicho en sesión que prefieren una muerte prematura antes de llegar a viejas; no podrían soportar la decrepitud física. La vejez del varón representa la sabiduría, la erudición y la experiencia. Así descubre Freud la transferencia amorosa. Pacientes jovencitas se enamoraban de un analista viejo: ¿Qué me vió? Se ama a quien se le supone un saber.  La vejez en las mujeres representa la decrepitud. El hombre se vuelve el viejo sabio de la tribu; la mujer una bruja maldita. Los hombres conservan su virilidad aunque sean viejos. No existen las Rolling Stone mujeres. “Achacosa, vieja, fea, la mujer produce horror”, dice Simone de Beauvoir. La decrepitud de los hombres también produce espanto, pero no se relacionan entre sí como espejos inmanentes, sino como sujetos autónomos que pueden reunirse a ver un partido de fútbol, seguir hablando de minas o de política. La decrepitud de la carne la representa la mujer.

 

Reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja

Así como Simone de Beauvoir nos enseña que ser mujer no es sólo una condición biológica ni una esencia sino un devenir cultural, la vejez también es una categoría social que condiciona nuestro destino. Vejez es sinónimo de enfermedad, y ésta es un gasto económico para la sociedad que prefiere no enterarse que algún día también le llegará. Cuando los viejos y las viejas se jubilan, ya no están dentro del sistema productivo y dejan de ser provechosos para la economía. Salvo algunos pocos que cuentan con el dinero para pagar una prepaga, vivienda, comida y servicios, los viejos y las viejas -junto con les niñes y las mujeres- son la población más vulnerable.

Es imposible pensar en una política de la vejez ─jubilaciones y viviendas dignas, atención médica gratuita y de calidad, espacios de ocio y de lazo con otres─ si no reivindicamos la vida. En términos beauvoirianos, se trata de una transformación de las categorías existenciales. Se me viene a la cabeza una frase que leí hace tiempo de J.P Donleavy: “Y descubriste que crecías como tus padres. Que papá no era Dios, ni siquiera un buen vendedor, sino un hombre tembloroso y aterrado en medio de una pesadilla”.

También son nuestros seres queridos los que envejecen y requieren de una sociedad más justa e igualitaria que incluya la vejez como parte de la vida. La marginación de la vejez lleva a los ancianos y las ancianas a la soledad y la miseria. Ignorar la última fase de la vida, hacer de cuenta que no existe, implica negar sus derechos, arrojarlos a una categoría de “no humanos”: este es el signo de fracaso de una sociedad.

*Psicoanalista. Autora de Hacia un feminismo freudiano (La Docta Ignorancia, 2019).

Fuente e imagen:  http://lobosuelto.com/antiedad-sofia-rutenberg/

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La tristeza feminista

Por: Sofía Rutenberg

 

“Algunos días, si la amargura fuera una piedra de afilar, yo podría ser filosa como el desconsuelo”

Audre Lorde

 

“¿Quién puede recordar el dolor una vez que éste ha desaparecido?
Todo lo que queda de él es una sombra,
ni siquiera en la mente o en la carne.
El dolor deja una marca demasiado profunda para que se vea,
una marca que queda fuera del alcance de la
vista y de la mente”

Margaret Atwood

 

La tristeza de las mujeres ha sido diagnosticada y tratada a lo largo de la historia. Para la ciencia médica estar triste no es una posibilidad. Como no existe un nombre científico para este sentimiento, es necesario medicalizarlo. Cuando alguien asiste a una guardia médica con un ataque de angustia se la trata como una molestia que está interfiriendo en “las cosas importantes”, porque no se está muriendo “de verdad”, y su vida no parece estar en riesgo. Cuando la tristeza se vuelve un riesgo para sí o para terceros, es el momento de empastillar y encerrar. La felicidad se prescribe en pastillas. Los niveles de serotonina son alterados con un psicotrópico para manipular las reacciones singulares ante ciertas situaciones, por considerarlas enfermas. Los “inhibidores selectivos” en pequeñas cápsulas borran la tristeza del mapa. La seleccionan y la inhiben. La tristeza es incómoda. En nuestra sociedad es más común ver gente desnuda que triste. La industria farmacológica vende antídotos contra la tristeza, que son consumidos por más mujeres que varones.

Son las mujeres las que heredaron la tarea de hacer felices a los demás, ese es su deber. El “equilibrio emocional” del hogar depende de ellas. Mostrarse tristes desmorona la imagen que se tiene de ella y se corre el peligro de alterar el bienestar familiar. Al diagnosticar a una mujer como depresiva, ésta se convierte en enferma mental y pierde la autonomía de su vida. Cada decisión que quiera tomar tiene que estar habilitada por otra persona. Comienza a considerarse a sí misma sin criterio, pierde la confianza en su capacidad de pensar; y las otras mujeres se alejan por miedo al contagio.

Las mujeres tardaron siglos en enterarse que los hombres las odian. Todavía existen mujeres que no lo saben. Fueron esos hombres, los que desprecian a las mujeres, los que investigaron, practicaron y experimentaron con su tristeza. Escribieron tomos, manuales y libros sobre cómo domesticarlas. Hasta el día de hoy se intenta domarlas, acotar un goce que, al ser no-todo, impone un sentimiento de vacío peligroso. Como no se sabe de qué se trata ese vacío ni parece importante preguntarles a las mujeres, se las empastilla. En algún momento estuvo prohibido que una mujer sepa leer: se las alejaba de saber lo que los hombres escribían sobre ellas.

El cuerpo sigue siendo desconocido para las propias mujeres, quienes tienen que consultar con un médico ㅡsi es varón mejorㅡ para corroborar estar “bien por dentro”. Su cuerpo se les presenta como misterioso porque es ajeno: le pertenece a la hegemonía masculina, la industria farmacológica, la medicina, los jueces, la religión y el mercado. La gran mayoría de las mujeres van por lo menos una vez por año ㅡy algunas hasta tres o cuatro vecesㅡ a hacerse introducir un artefacto ecográfico en la vagina para controlar el útero, esa parte de su cuerpo que no les pertenece. Espacio biopolítico en el que se disputa poder.

Silenciar el dolor ha sido uno de los mecanismos de dominación. El dolor se vuelve una amenaza: o te callás o van a pensar que estás loca. Por eso las locas son las que no se callaron. Audre Lorde se pregunta en Los diarios del cáncer (1980): “¿Qué tiranías te tragas día a día e intentas hacer tuyas, hasta que te enfermen y te maten, todavía en silencio?”

La tristeza es obscena, mejor llorar en el baño, cuando los niños duermen o mientras cocinás, con una copa de vino en una mano y el Clonazepam en la otra. La tristeza te convierte en una “aguafiestas”. Te vuelve la responsable de la violencia del otro. ¿No es acaso la “depresión femenina” una la respuesta al machismo? La violencia deja una herida abierta, un enojo en estado de ebullición. En cualquier momento podés estallar y que todos se enteren de lo loca y desmedida que sos: “Existen una serie de traumas que podemos soportar antes de salir corriendo a la calle y gritar”, dice Jasmine en la película Blue Jasmine (2013).  La mujer deshecha en llanto es una imagen embarazosa, fuera de lugar, desmedida e irrazonable. La tristeza no es un problema hormonal ni está en los genes. Son las mujeres las que tienen más posibilidades de vivir en la pobreza. En muchos casos dependen económicamente de un hombre y no se pueden separar, por no tener a dónde ir ni dinero para subsistir.

Ocultar la tristeza es ocultar la falta. Se adiestra a las mujeres con imperativos de equilibrio: ¡Mantené el orden! El imperativo de estar “en equilibrio” hace de la tristeza y la alegría polos diagnosticables. El equilibrio se vende por T.V.: las publicidades de yogures que “te equilibran” son dirigidas exclusivamente para las mujeres. ¿Qué varón diría “yo tomo Activia porque no puedo hacer caca” frente a millones de televidentes? Son las mujeres las que necesitan “ser reguladas”. Se les exige además que equilibren al otre. Si el varón se enoja o está de mal humor, es la tarea y responsabilidad de la mujer devolverle la tranquilidad, calmar a la fiera. Sólo si él se encuentra bien ellas pueden retomar sus actividades. Una paciente recuerda de su niñez los días en que su padre regresaba del trabajo irascible, y su madre les decía: “vayan a su habitación que papá está de mal humor”. Esa indicación era la de mantener silencio durante la cena, no quejarse ni levantar la mirada.

Hay medicamentos, tés, yerbas, bebidas, comestibles y hasta golosinas “Fem”. Me ha sucedido de ofrecerle un Ibuevanol (marca de Ibuprofeno para los dolores menstruales que contiene lo mismo que cualquier otro analgésico) a un varón que se quejaba del dolor de cabeza y que no lo acepte ya que es “para mujeres”, como si fuera a convertirse en una y eso fuese algo muy malo o peligroso. Los varones toman proteínas para remarcar los músculos y pastillas para rendir en la cama. Asumir su tristeza los desviriliza. Las mujeres consumen productos para vaciar sus intestinos y riñones. Consumen para vaciarse.

Toda la investigación de la histeria en la primera parte de la obra de Freud es sobre el motivo por el cual la memoria puede doler en el cuerpo. De ahí su inquietud sobre la conversión histérica: ¿por qué estas mujeres en lugar de recordar aquello penoso, les duele una parte del cuerpo?

Elisabeth Von R. padecía de fuertes dolores en las piernas que la inmovilizaban: su pierna derecha era donde le cambiaba las vendas de las piernas a su padre en el lecho de muerte. La pierna izquierda le dolía cuando recordaba a su hermana muerta.

Emmy Von N. hacía años que no sentía placer por la comida y tenía problemas estomacales. Cuando Freud la hace hablar, afloran recuerdos de su infancia en los que aparece su hermano moribundo con el “mal abominable”, expectorando flemas mientras cenaban.

Miss Lucy R. tenía una sensación olfatoria de pastelillos quemados que remitía a unas escenas en las que su patrón había sido violento con ella cuando no cumplió con una orden: algo olía mal.

Y a Dora le dolía la tristeza atragantada de su padre.

 La tristeza de las mujeres tiene su origen en la impotencia: la felicidad del otro depende de ellas. ¡Te tenés que mostrar feliz para que tu hábitat sea feliz! La tristeza genera culpa y autorreproches: “No quiero que mis hijos me vean triste o llorando porque se ponen mal”. La felicidad es la trampa. Se les dice a las mujeres que para agradar hay que sonreír. El feminismo cuenta la historia de las mujeres que no son felices con lo que se supone que debería hacerlas felices. Reconocer la tristeza y la decepción es un trabajo muy complejo, porque cuando una mujer denuncia una injusticia se le dice que “está siendo injusta”. El hombre se convierte en pobrecito y la mujer en mala, malísima. El terror de herir al hombre ㅡque amenazó con que si lo dejan se va a matarㅡ, las lleva a fingir, a mentirse a sí mismas. Asumir la tristeza cuando su vida debería causarle felicidad lleva a construir una pregunta masoquista: ¡¿Qué falla en mí?! Asumir como propia esa pregunta te convierte en una histérica insatisfecha a la que nada le viene bien. Una (in)satisfacción mutilante.

La insatisfacción es una etiqueta que le han puesto los hombres a las mujeres para no escuchar lo que ellas tendrían para decir: “¡esta vida no me hace feliz!”. Es decir, un “no”. Las mujeres que no pueden decir esto es porque temen a la violencia y el desprecio del otro. Los hombres se vengan de las mujeres con el dinero y los bienes. Si ellas los dejan, ellos las dejarán en la calle, o al menos harán el intento. En general la justicia está de su lado. Si no están con ellos, si no cumplen con su papel de madres, nada les pertenece, ni siquiera sus hijos. La felicidad es una imposición de la sociedad machista.

Las pacientes tardan mucho tiempo en (de)construir la genealogía de su tristeza. Un análisis lleva tiempo porque la tristeza tiene generaciones. Cuando no se siente, cuando no se descubre ㅡen el sentido de quitarle el velo para luego seguir viviendoㅡ la tristeza queda como un estado permanente, donde el origen ya no importa porque tiñó todo. Te convertís en la que está sentada en una silla rivotrileada mientras todo el mundo baila.

El movimiento feminista reconoció la bronca de las mujeres. Tal vez llegó la hora de recuperar la tristeza contenida desde hace siglos, usurpada y clasificada por la hegemonía masculina. La tristeza de las mujeres tiene una genealogía que no se encuentra en los manuales de psiquiatría. Es incómoda y creativa, por eso la sociedad no la tolera.

*autora de Hacia un feminismo freudiano (La Docta Ignorancia,2019)

Fuente:  http://lobosuelto.com/la-tristeza-feminista-sofia-rutenberg/

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