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Planes de convivencia: una respuesta (¿insuficiente?) a las desigualdades y a las diversidades

Por: Xavier Besalú

Los planes de convivencia deberían estableces, sobre todo, actuaciones del profesorado, procesos de autoformación de revisión de su ejercicio profesional, más que acciones dirigidas al alumnado.

Desde el año 2006 todos los centros escolares españoles deben elaborar y aplicar un Plan de Convivencia que –según reza la ley– pasará a formar parte de su Proyecto Educativo. Dos consideraciones para empezar: ¿A qué viene la insistencia estas últimas semanas, por parte de las administraciones educativas, en torno a estos planes cuando la norma lleva ya más de diez años en vigor? ¿Alguien sigue creyendo que la prescripción y la redacción de planes –de lo que sea– resuelve los problemas que los han originado?

El protagonismo de la convivencia no surge de la nada, sino que es una respuesta, no sé si bienintencionada pero en cualquier caso insuficiente, ante el incremento, a todas luces desbocado, de las desigualdades, con el riesgo latente de un estallido social, y ante la constatación de la heterogeneidad cultural (lingüística, religiosa, nacional, familiar, de costumbres y tradiciones, etc.) de la sociedad española, vista por sectores importantes de la población como potencialmente disgregadora.

Surge cuando han entrado en una crisis profunda los valores y pilares fundacionales de la Modernidad sin que hayamos encontrado todavía un sustitutivo con garantías; cuando estamos en pleno proceso de debilitamiento o desmantelamiento de la seguridad que daban a los ciudadanos los Estados del bienestar (tanto las pensiones, como una sanidad o una educación gratuita, universal y de calidad, o un trabajo digno y suficiente); ante un individualismo rampante que abomina de cualquier vínculo más o menos estable y que se ceba ácidamente en los que aún perviven.

No, la emergencia y la insistencia en la convivencia no son gratuitas, ni ponen el foco en las causas sino en los efectos de las políticas sociales llevadas a cabo sin prisa pero sin pausa. El reto que debe afrontar la convivencia es el de garantizar la coexistencia pacífica en un mismo espacio de personas y grupos socioeconómicamente desiguales y culturalmente diferentes, el de contener la irritación y la desesperanza de los abandonados, de los marginados, de los supervivientes, el de fijar e imponer unos límites a esas diferencias culturales… para que los guardianes de las esencias identitarias no rompan la baraja e inicien una nueva cruzada.

Sin embargo, ya que los planes de convivencia deben existir, estaría bien aprovecharlos para hacer una escuela mejor y dar un nuevo relieve a aspectos educativos a menudo olvidados o relegados. Sería el caso de la gestión de los centros, algo que interpela de manera especial a los equipos directivos y al profesorado, pues de ello depende el clima que se viva en ellos. Entraría aquí la planificación y la gestión de los espacios, tanto los comunes (patios, pasillos, comedores, bibliotecas, lavabos, de relación y encuentro…) como los especializados (aulas, salas de profesores, despachos para reuniones y tutorías…): una buena distribución, mantenimiento y supervisión son garantía de seguridad y bienestar y de comportamientos corteses.

Lo mismo vale para los tiempos, para los horarios (que pueden elaborarse con criterios estrictamente técnicos o pensando prioritariamente en los alumnos…) y para la organización de los recursos humanos (la formación de los equipos docentes, la asignación de las tutorías colectivas, la coordinación entre el profesorado, las sesiones de evaluación…). También forma parte de la gestión de los centros la promoción de la participación de los distintos sectores de la comunidad escolar. Empezando por los órganos del profesorado, cada día más devaluados ante la apuesta evidente por restringir sus competencias y limitarlas a la gestión del aula; siguiendo por los alumnos, cuya voz debe ser demandada y escuchada, y eso solo es posible si se instrumentan los vehículos adecuados.

Y las familias que, como responsables últimos de la educación de sus hijos, tienen derecho a saber cómo y porqué actúan como actúan los centros, a dialogar sobre el crecimiento, los progresos y las dificultades de sus hijos, más allá de unos boletines de notas, que no pueden dar más que una información pobre y simplificada; y el barrio, pueblo o ciudad donde se ubica el centro, y de cuyo tejido social y cultural forma parte principal.

Sería el caso también de determinados principios y valores, a los que los planes de convivencia podrían otorgar visibilidad y efectividad si el profesorado los discute, asume, desarrolla y evalúa con convicción y persistencia. Por ejemplo, la coeducación. A la vista de la insoportable violencia ejercida contra las mujeres, a la vista también –según concluye la investigación al respecto– de las nuevas formas de control y de violencia que los jóvenes y adolescentes emplean contra sus compañeras, de las dificultades para vivir una masculinidad libre de prejuicios y agresividades, del sufrimiento de los alumnos gays, lesbianas, bisexuales, transexuales, intersexuales… se hace más necesario que nunca trabajar sistemáticamente y a fondo por un cambio cultural que deshaga la tradicional división de géneros. El objetivo es que desaparezcan como normas diferenciales que prescriban hábitos y comportamientos distintos según se haya nacido hombre o mujer, de modo que existan menos diferencias entre el grupo de hombres y el grupo de mujeres y, en cambio, aumenten exponencialmente en el interior de cada uno de dichos grupos.

Sería también el caso de la inclusión, un principio presente en las leyes, pero sumido en esa permanente ambigüedad jurídica que hace decir al Tribunal Constitucional que la inclusividad queda en suspenso si las ayudas que necesita un alumno concreto son “desproporcionadas o poco razonables”: ¿Cuál sería la proporción adecuada? ¿Y quién la decidiría? ¿Lo necesario para hacer efectivo un derecho humano puede ser calificado de poco razonable? Ambigüedad jurídica que se suma a una perceptible hipocresía social, que tolera sin pestañear que los servicios técnicos “deriven” a un número considerable de niños y niñas hacia las escuelas de educación especial, que las familias afectadas se las arreglen en una soledad ensordecedora, que el alumnado en general no pueda aprender a convivir con compañeros que son mucho más que una etiqueta. Si el profesorado encabezara la reivindicación de hacer efectiva, sin más rodeos, la escuela inclusiva, si se hiciera portavoz de la demanda de los recursos personales y materiales necesarios para garantizar el aprendizaje de todo el alumnado, si pusiera por delante una actitud de acogida y reconocimiento y no los problemas ciertos, pero que una vez más acabarían con la exclusión de los alumnos con alguna discapacidad, los planes de convivencia habrían demostrado su conveniencia y oportunidad.

En todos los casos, pues, desde mi punto de vista, esos planes deberían establecer sobre todo actuaciones del profesorado, procesos de autoformación y de revisión de su propio ejercicio profesional, mucho más que acciones dirigidas al alumnado –que también.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/04/19/planes-de-convivencia-una-respuesta-insuficiente-a-las-desigualdades-y-a-las-diversidades/

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Valores sociales y cívicos: sin edulcorantes ni cinismos

Por: Xavier Besalú

Las leyes y las decisiones, a veces, de la Justicia, resultan difícilmente comprensibles para la ciudadanía en general. Esto hace necesario plantearse qué debe enseñarse realmente.

Uno de los criterios de evaluación del currículum básico del área de Valores Sociales y Cívicos es “respetar los valores y los derechos y deberes de la Constitución española”, un aprendizaje que, más allá del área en cuestión, incumbe a todo el profesorado. No es nada fácil educar en estos si se pretende hacer con rigor, eficacia y responsabilidad. Veamos algunos ejemplos:

Dice el artículo 14 de la Constitución española que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Comprobar si es cierto no es nada difícil en estos tiempos en que los tribunales juzgan a gente importante y poderosa en un país devastado por los múltiples casos de corrupción. Tomemos, a título de ejemplo, el caso Noos en el que están implicados, entre otros, Iñaki Urdangarin y la infanta Cristina de Borbón. ¿Puede sostenerse que la ley ha sido igual para ellos que para el joven granadino que fue condenado a 6 años de cárcel por robar 80 euros con una tarjeta falsa? ¿Ha sido igual que para la cantante Isabel Pantoja, condenada a 2 años de cárcel por blanqueo de capitales al ser considerada colaboradora necesaria de su entonces marido? Concluir de este y de otros muchos casos que las razones de cuna, que el dinero o la posición social, no han condicionado las resoluciones judiciales, sería hacer un flaco servicio a lo evidente y a la formación cívica y crítica de la ciudadanía. ¿No sería más razonable mostrar cómo las leyes casi siempre protegen el actual estado de cosas? ¿No sería más ético analizar cómo las leyes -la letra grande y la pequeña- las hacen quienes tienen poder e influencia para ello? ¿No sería más noble observar que los jueces no son neutrales, sino que interpretan las leyes, dan credibilidad a unos argumentos y no a otros, pueden equivocarse y son también hijos de su tiempo y de su experiencia vital?

Dice el artículo 33 de la Constitución española que “se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”. Pues bien, hemos asistido impávidos e incrédulos al nacimiento de una nueva delincuencia tolerada y amparada por leyes y fuerzas de seguridad en contra de este derecho: el del movimiento ocupa con C. Se trata de grupos organizados que han hecho de la usurpación de viviendas y pisos deshabitados (porque sus dueños han ingresado en el hospital, porque lo acaban de comprar y todavía no se han mudado, porque han ido de vacaciones, porque es una segunda residencia… porque, por la razón que sea, se han ausentado) un auténtico negocio. Tanto si los habitan directamente como si los “alquilan” a terceros, la ley les ampara a ellos y no a los auténticos propietarios que, si quieren entrar en su casa, deberán “negociar” el precio con los delincuentes, una solución mucho más rentable que si deciden esperar a que los tribunales de justicia resuelvan. Una verdadera extorsión por parte de profesionales mafiosos, que se ríen a calzón quitado de propietarios, vecinos y del mismo estado de derecho. ¿Qué actitud tomar ante casos como este? ¿Condenar a los propietarios y vecinos si protestan o intentan acabar a la fuerza y por su cuenta con este despropósito? ¿Dar por bueno un garantismo jurídico que siempre va en contra de las víctimas? ¿Preguntarse por qué quienes tienen poder para cambiar o interpretar las leyes, cuando son manifiestamente injustas, no lo hacen?

Dice el artículo 104 de la Constitución española: “Las fuerzas y cuerpos de seguridad… tendrán como misión proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana”. Sabemos que, en un estado de derecho, la policía y el ejército tienen el monopolio de la violencia, pero con unos fines perfectamente determinados. Esta cesión solo se justifica si la ciudadanía confía en esas fuerzas de seguridad y si estas se hacen merecedoras de ella y utilizan esa violencia para evitar o sancionar aquello que va en contra de la libertad y la seguridad de las personas. Solo esa confianza explicaría que la palabra de un agente de la autoridad valga más que la de un ciudadano de a pie…

Desgraciadamente eso no siempre es así y en Cataluña, por ejemplo, hemos constatado que, en casos de malas prácticas policiales juzgadas y condenadas, la policía ha mentido deliberadamente para perjudicar a sus víctimas y salir indemne (valgan como muestra los lanzamientos de pelotas de goma mil veces negados), lo que inevitablemente, sobre todo entre los jóvenes, destruye la confianza en los distintos cuerpos de seguridad.

Pero el caso que quiero plantear es el del joven Théo, maltratado, esposado, rociado con gas lacrimógeno, escupido, insultado y violado con una porra por la policía el pasado 2 de febrero en el extrarradio de París. Después hemos sabido que no es el primer caso y que esos policías han alegado que se trató de un simple accidente y de unas acciones no intencionadas, calificativos avalados además por la Inspección General de la Policía francesa. ¿Es admisible que esos torturadores mentirosos sigan en libertad y protegidos por el Estado mientras los jóvenes que se manifiestan y apedrean a esa misma policía son detenidos y encarcelados por injurias y agresiones a la autoridad? ¿Es de recibo que los denominados controles rutinarios se ceben siempre en el mismo tipo de ciudadanos, jóvenes, de barrios periféricos, de piel negra o demasiado morena para ser francesa de pura cepa? ¿Es así como se fomenta el sentimiento de pertenencia, la igualdad de las personas, su libertad y seguridad?

Terminaré con palabras de Lorenzo Milani a los jueces que le juzgaban por defender la objeción de conciencia ante la guerra, en el 50 aniversario de su muerte: La escuela es distinta de la sala del tribunal. Para vosotros, magistrados, solo vale lo que es ley establecida. La escuela, en cambio, se sitúa entre el pasado y el futuro y debe tener presentes a ambos. La escuela es el difícil arte de conducir a los muchachos por un filo de navaja: por un lado, formarles el sentido de la legalidad; por otro, la voluntad de mejorar las leyes, es decir, el sentido político… No puedo decir a mis muchachos que el único modo de amar la ley es obedeciéndola. Lo que puedo decirles es que deberán tener las leyes de los hombres en tal consideración que solo deberán observarlas caso de ser justas (esto es, cuando sean la fuerza del débil). Cuando vean, en cambio, que no son justas (es decir, cuando sancionen el abuso del fuerte) deberán luchar para que sean cambiadas.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/03/23/valores-sociales-y-civicos-sin-edulcorantes-ni-cinismos/

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La interrupción temporal de la escolarización de alumnado extranjero

Por: Xavier Besalú

Los hijos de migrantes a veces ven interrumpida su escolaridad por meses o incluso años en viajes a los países de origen de la familia, con lo que entran en conflicto derechos de unos y otros.

En la escolarización del alumnado de familias migrantes extranjeras se da un fenómeno cuantitativamente irrelevante y, probablemente por ello, bastante invisibilizado, pero de profundo calado, porque pone en relación los derechos de la infancia, los derechos y deberes de las familias, y los intereses legítimos y los deberes de la sociedad de recepción. Me refiero a la interrupción temporal de la escolarización en España de este alumnado por estancia (algunos de ellos nunca habían residido en él) o retorno, también temporal, a los países de origen de sus padres.

Veamos algunos datos. Hace ya algunos años, la profesora Anna Farjas, que realizó su tesis doctoral sobre la inmigración gambiana en algunas localidades catalanas, pudo certificar que, a lo largo de la década de los 90 del siglo pasado, de 652 hijos nacidos en familias gambianas en dos ciudades concretas, 205 fueron enviados a Gambia y residieron allí con miembros de su familia extensa durante un tiempo no especificado, pero en cualquier caso largo. En una de estas dos ciudades, en un estudio realizado recientemente, durante el curso 2015-2016, se comprobó que 46 alumnos de familias extranjeras habían visto interrumpida su escolarización entre los 6 y los 16 años: 11 de ellos por un periodo entre 2 meses y 1 año; 25 entre 1 y 3 años; y 10 de ellos por un periodo de más de 3 años. De los 46 alumnos, 27 eran hijos de familias gambianas y 14 marroquíes. En 33 casos dicha interrupción se dio por una sola vez; en los 13 restantes las interrupciones fueron más de una.

Tanto el Código Civil como la Declaración Universal de los Derechos de la Infancia (1959) y la Convención sobre los Derechos del Niño (1989) dejan perfectamente claro que “la responsabilidad de la educación y orientación del niño recae en primer lugar en sus padres” y que “los estados deben respetar las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres”, porque “los hijos no emancipados están bajo la potestad de los padres”. No albergamos ninguna duda sobre ello: son los padres quienes deciden cuándo escolarizar a sus hijos, en qué escuela matricularlos de la propia ciudad o no, del país de residencia o de otro (por las razones que sean: el aprendizaje por inmersión de un idioma extranjero, la socialización en un entorno comunitario más adecuado o simplemente el coste económico), e incluso si no escolarizarlos en ningún centro reconocido, sino en casa o en alguna instancia alternativa alegal (las sentencias de los tribunales -cuando la cuestión ha llegado hasta ellos- han sido suficientemente ambiguas al respecto). Son los padres quienes deciden cuándo tomar las vacaciones, y por cuanto tiempo, si llevar los hijos con ellos, si es que deciden pasarlas en un lugar distinto al de su domicilio habitual. Nadie se ha escandalizado hasta ahora cuando una familia decide escolarizar a su hijo en el extranjero, o cuando lo manda a vivir con otros familiares, dejándolo a su cargo, o cuando toma la decisión de dar la vuelta al mundo durante un año llevando a los hijos consigo. Por tanto, nadie debería alterarse cuando una familia extranjera decide encomendar a sus hijos a los familiares que viven en el país de origen por el tiempo que deseen.

Pero tanto la Declaración Universal como la Convención dicen también que “el interés superior del niño guiará a aquellos que tienen la responsabilidad de su educación y orientación”; que el niño gozará de una protección especial “para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente de una manera sana y normal, y en condiciones de libertad y dignidad”; que “el niño debe ser protegido contra cualquier forma de negligencia y crueldad”; que los estados deben tener en cuenta el derecho del niño “a manifestar su opinión en todos los asuntos que le afecten… según su edad y madurez”. ¿Hasta dónde llega el interés superior del niño en estos casos? ¿Pueden los padres imponerle una construcción identitaria precisa, desarraigada y descontextualizada pues, en la mayor parte de los casos, el hijo retornará al país de residencia actual de los padres? ¿A partir de qué edad esos niños deben ser escuchados, cuando se trata de decisiones que está claro que afectan a su presente y a su futuro? ¿Son las vacaciones familiares, sean cuando sean y tengan la duración que tengan, un bien superior a una escolaridad normalizada? Damos por supuesto que los padres buscan y deciden lo que consideran mejor para sus hijos, pero el poder de los padres sobre sus hijos no es ilimitado, ni resulta siempre el más adecuado para su desarrollo “sano y normal”.

Finalmente están la escuela y los docentes, representantes de la sociedad de recepción. La escuela, un servicio público que los estados ponen a disposición de las familias para cumplir las funciones que las leyes le encomiendan: el pleno desarrollo de los alumnos, la educación en el respeto de los derechos y libertades y en la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, la educación en el ejercicio de la tolerancia y de la libertad, la formación en el respeto y reconocimiento de la interculturalidad, la capacitación para el ejercicio de actividades profesionales, la capacitación para la comunicación en las lenguas oficiales, la preparación para el ejercicio de la ciudadanía, entre otras. Un servicio que, al menos en teoría, debería poner todos los recursos materiales, personales y funcionales para que cada uno de los alumnos domine las competencias básicas y tenga éxito educativo. O dicho de otro modo, un servicio que invierte un presupuesto considerable para garantizar la igualdad de oportunidades para todos y para compensar las desigualdades de origen. Y unos docentes que, si hacen bien su trabajo, saben de las dificultades y del esfuerzo que demanda conseguir esa igualdad y esa compensación en alumnos procedentes de entornos pobres y vulnerables, con padres que desconocen en gran parte los hábitos y saberes que prioriza la escuela española, y que poco pueden ayudar, en este aspecto, a sus hijos. Unos docentes que han invertido tiempo, profesionalidad y cariño para lograr -a veces con escaso éxito, lamentablemente- que estos niños salgan adelante, sea porque siguen escolarizados en la etapa postobligatoria, sea porque han encontrado un trabajo digno.

¿Qué hacer ante esas interrupciones temporales de la escolarización de este alumnado? ¿No deberían conjugarse en estos casos el interés superior del niño con los derechos y preferencias de los padres, y con los deberes y servicios que asumen las administraciones públicas? ¿Es legítimo dilapidar una inversión costosa, basada en criterios de equidad, por decisiones unilaterales de las familias en relación a la escolarización de sus hijos? ¿Queda suficientemente garantizado el desarrollo en “libertad y dignidad” de estos niños?

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/02/22/hasta-donde-llega-el-interes-superior-del-nino-la-interrupcion-temporal-de-la-escolarizacion-de-alumnado-extranjero/

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¿Cómo hacer frente a la transmisión intergeneracional de la pobreza?

Por Xavier Besalú

La pregunta esencial no debería ser cómo combatir el fracaso escolar, sino cómo hacer frente y eliminar hasta donde sea posible ese “determinismo”.

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Desde que -hace ya más de 50 años- el Informe Coleman nos dejó claro que, en términos estadísticos, el factor más explicativo de los resultados escolares es, con mucha diferencia, el origen familiar del alumnado, es decir, la pobreza y la privación cultural, la pregunta esencial no debería ser cómo combatir el fracaso escolar, sino cómo hacer frente y eliminar hasta donde sea posible ese “determinismo” que no es tal, porque tiene unas causas perfectamente reconocibles y unas situaciones que, aunque a menudo invisibilizadas, no por ello son más soportables.

El gran eje de las situaciones de pobreza y privación cultural es la clase social, la desigualdad por razones socioeconómicas y, sobre esta base, opera otro factor, el territorio de residencia, la desigualdad urbana, que puede amplificar todavía más los efectos de aquella. Las condiciones de habitabilidad y el entorno urbano son elementos críticos para explicar la existencia de situaciones de exclusión y de desigualdad tanto en el acceso como en el uso de de los distintos servicios públicos, entre ellos el de la educación.

¿Qué hacer para que, estando todas las condiciones -socioeconómicas y territoriales- en contra, el alumnado perteneciente a familias pobres pueda salir adelante y alcanzar el éxito educativo que la sociedad y las leyes dicen garantizar a todos, comprometiéndose a poner los medios necesarios para que ello sea posible? He ahí algunos de los caminos por recorrer:

Si el capital económico, social y cultural de las familias es tan determinante, lo suyo sería intervenir en y con las familias en situación de pobreza y privación lo más temprano posible, antes de la entrada de sus hijos en la escuela, tal y como sabemos que se hace en los países escandinavos, que ponen en marcha toda la maquinaria pública asistencial y compensatoria desde el mismo nacimiento de estos hijos. Nos va en ello un buen desarrollo físico y cognitivo y una socialización primaria adecuada, que es lo mismo que decir una alimentación equilibrada y suficiente, unas condiciones de higiene y salud normalizadas, una vivienda digna y un entorno afectivo de calidad.

Hacer efectiva la gratuidad de la enseñanza básica (incluyendo en ella la educación infantil, que debería multiplicar la oferta pública en este tramo y convencer a las familias de entornos desfavorecidos de su conveniencia y rentabilidad), de forma que alcance no solo el servicio escolar estricto, sino también los libros de texto y el material escolar necesario, las actividades curriculares y culturales complementarias, las actividades extraescolares, tanto si se llevan a cabo dentro del recinto escolar como si tienen lugar fuera de él, y el comedor escolar, entendido como un componente más del servicio educativo.

Evitar la segregación escolar, tanto la externa (la existencia de centros estigmatizados por escolarizar un porcentaje desproporcionado de alumnado pobre, en general, gitano o extranjero en particular) como la interna (la existencia de los mal llamados “grupos de diversidad”, de los grupos por niveles en función de los resultados, de itinerarios desvalorizados, de dispositivos pensados para compensar o dar un empujón a aquellos que lo necesitan y que acaban convirtiéndose en jaulas casi permanentes de las que es casi imposible escapar).

Personalizar la educación, es decir, tratar a los alumnos como individuos singulares y no como miembros de un colectivo, una comunidad o una categoría; ejercer a fondo la acción tutorial y orientadora de la enseñanza, velar por el desarrollo integral de cada uno de los alumnos, acompañarles y ayudarles a lo largo de todo su proceso formativo, de manera especial durante los cambios de etapa; generar confianza y afecto en las relaciones interpersonales, hacer explícito que todos podemos aprender y mejorar y reducir las distancias culturales y expresivas entre el mundo escolar y el mundo real de los educandos; establecer, en la medida de lo posible, alianzas con sus familias; contar con los recursos materiales, personales y funcionales necesarios para atender como es debido las necesidades específicas del alumnado.

Incrementar el tiempo educativo, establecer continuidades entre el tiempo escolar y el no escolar, aprovechándolo para hacer actividades y vivir situaciones congruentes con los grandes objetivos de la escuela, imposibles de lograr solo con las 5 horas diarias, 5 días a la semana y 35 semanas al año que dura el curso escolar. El tiempo no escolar es un tiempo que, desde hace muchos años, es de enriquecimiento educativo y cultural para las clases medias y las familias con un cierto nivel instructivo, a través del deporte, de las actividades artísticas, del consumo cultural, de los viajes, del estudio asistido, del ocio educativo los fines de semana y durante las vacaciones. No ofrecerlo, desde instancias públicas, a quienes no pueden pagarlo o no lo ven necesario, tiene como consecuencia el aumento exponencial de las desigualdades.

Poner en marcha planes integrales y singulares en aquellos barrios o áreas urbanas donde confluyen procesos de regresión urbanística, problemas demográficos y déficits económicos y sociales, que afectan a la conservación de los edificios, al estado de los distintos servicios, a la dotación de equipamientos públicos, a la accesibilidad viaria y al transporte público, a la actividad comercial y a la seguridad ciudadana, circunstancias que afectan negativamente al bienestar de la ciudadanía que reside en ellos, dificulta la mínima convivencia, impide el desarrollo económico, educativo y cultural, y repercute tanto en la composición social y la imagen de los centros escolares ubicados en su seno como en la socialización, horizonte y oportunidades de los niños y jóvenes que viven en él.

Hacer que la pobreza y la privación cultural no se transmita irremisiblemente de padres a hijos no es tarea fácil, nadie lo ha dicho, pero que no se diga que es imposible o que los culpables de no salir de ella son sus propias víctimas.

Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona

Foto: Sandra Lázaro

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/01/30/como-hacer-frente-a-la-transmision-intergeneracional-de-la-pobreza/

Imagen: eldiariodelaeducacion.com/wp-content/uploads/2017/01/Insti_BarresiOnes_05.jpg

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