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De la actualidad de Paulo Freireg

Por: Xavier Besalú

¿Por qué revindicar a Freire hoy, 21 años después de su muerte, casi 50 años después de que viera la luz su Pedagogía del oprimido?

Freire vivió en el entonces llamado Tercer Mundo, entre el bloque capitalista, capitaneado por los Estados Unidos, y el bloque socialista, encabezado por la Unión Soviética; un mundo dividido, en una denominada guerra fría, que prácticamente obligaba a todos, estados, pueblos y personas, a elegir entre ambos bloques. Él lo vivió desde América Latina, el patio trasero de los Estados Unidos, donde los intentos de revertir su situación neocolonial resultaron casi siempre infructuosos.

Pero el mundo de hoy es bien distinto: desaparecido el bloque socialista, la economía de mercado, el capitalismo, exhibe exultante su triunfo incontestable, mientras los llamados estados del bienestar cada vez lo son menos y se pone en duda su misma viabilidad. Igual que la economía, también la política ha sufrido el impacto de la globalización: al mismo tiempo que se pretende reducir la democracia a las citas electorales periódicas, lo cierto es que las tecnologías digitales han abierto un mundo de posibilidades a la participación de la ciudadanía, que ve incluso factible prescindir de las mediaciones (los partidos políticos, los sindicatos, los medios de comunicación, los representantes elegidos…).

Este es el mundo que nos interpela, esa es la realidad que debemos desocultar, esos son los desafíos del presente: ¿Cómo hacer frente a la creciente desigualdad y al desmantelamiento de los estados del bienestar? ¿Cómo dar un nuevo sentido a la solidaridad entre los pueblos sin generar nuevas formas de dependencia? ¿Cómo defender la importancia de las organizaciones, hoy tan desacreditadas, para poder negociar de tú a tú con unos poderes fácticos tan descomunales? ¿Cómo conjugar las posibilidades que nos ofrecen las redes sociales, su inmediatez y horizontalidad, con la imprescindible reflexión y responsabilidad?

Por otra parte, no se puede comprender a Freire si lo desvinculamos de su fe y de su compromiso cristiano. Si la religión católica se asoció tradicionalmente al poder y a los poderosos, especialmente en América Latina, el concilio Vaticano II abrió las puertas a la teología de la liberación, una lectura del evangelio en clave no solo moral, sino también política y social, y Mounier le mostró el camino para edificar un nuevo humanismo esperanzado y trascendente, en diálogo crítico con el marxismo.

También ha cambiado el panorama religioso en nuestro país, en aquel entonces situado entre el nacionalcatolicismo rampante a nivel jurídico y jerárquico, y una iglesia de base, refugio del antifranquismo. El proceso de secularización experimentado ha sido impresionante, pero el interrogante religioso, el vínculo con el misterio, sigue ahí, tal vez para enfrentar con alguna garantía el insoportable peso negativo de las numerosas indeterminaciones que gravitan sobre nosotros y nos hunden en la perplejidad y, a menudo, en la desesperación, en palabras de Duch.

¿Es posible ser freireano sin esa pulsión religiosa y esperanzada que guió siempre sus pasos? ¿Debemos integrar la dimensión religiosa en una educación efectivamente integral? ¿Cómo fortalecer la subjetividad y la independencia de las personas cuando son tan poderosas las variables situacionales y tan persistentes los riesgos de alienación? ¿Cómo dar un sentido a nuestra existencia para no caer en la indiferencia que imposibilita cualquier posibilidad de lucha por la transformación social?

Freire fue además un intelectual riguroso y reconocido, un pensador de sólidas bases filosóficas, bien conectado con las inquietudes de su tiempo. Una de las columnas maestras de su pensamiento fue el marxismo, de manera especial el de Gramsci, que le transmitió la importancia para la práctica de la lucha cultural, de la ideología, de los imaginarios, de la educación como un factor estratégico de primer orden para la transformación de las personas y de las sociedades. Otra columna fue el pensamiento postcolonial, que bebió directamente de Fanon, como es perceptible en esas palabras de Freire: Mi punto de vista es el de los condenados de la tierra. Y aún deberíamos mencionar a los existencialistas y su visión del individuo como persona libre, sí, obligada a tomar las riendas de su propia vida, a pesar tener que andar a tientas en la oscuridad y de la falta de referentes, porque no debemos esperar que nadie, que ningún absoluto, nos saque las castañas del fuego…

Si el mundo de Freire –como hemos visto- era el de las ideologías fuertes, el pensamiento sólido, las narrativas de salvación, el mundo de hoy es el de la liquidez, el del pensamiento débil, o único, el de la flexibilidad y adaptabilidad… Y una vida líquida es una vida siempre en precario, vivida en condiciones de incertidumbre permanente, de soluciones a corto plazo, sin pasado y sin futuro…

Paulo Freire nos invita, hoy como ayer, a pensar quienes son los condenados de la tierra, quienes son los oprimidos, y a renovar nuestro compromiso teniendo claro a favor de quienes y de qué trabajamos y educamos, y en contra de quienes y de qué. Nos desafía a ser de nuevo críticos y propositivos, a fundamentar sólidamente nuestras posiciones y a ser coherentes en nuestras acciones. Cuando son tan insistentes las llamadas a la innovación, cuando aparentemente las tecnologías digitales van a resolver o a disolver todo tipo de problemas, cuando la privatización de la enseñanza avanza en todos los frentes, los educadores que nos queremos progresistas debemos estar presentes en estos debates y mostrar que las prioridades tal vez deberían ser otras, que no todo es susceptible y razonable de ser eliminado y sustituido, que lo público no es una cuestión exclusivamente instrumental, que el saber es importante más allá de su utilidad…

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/10/15/de-la-actualidad-de-paulo-freire/

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Fin de curso: trozos y retales

Por: Xavier Besalú

Pobreza, educabilidad, papel docente, sexismo y flexibilidad y ganas de mejora con algunos de los elementos que no debemos olvidarnos al pensar en la escuela, en la educación.

Uno. Aunque se trata de un clásico, al menos desde el Informe Coleman, no está de más recordarlo cuando lo profundo tiende a difuminarse y lo aparente se expande: “El 90% de los que nacen pobres mueren pobres, por más esfuerzo o mérito que hagan, mientras que el 90% de los que nacen ricos mueren ricos, independientemente de que hagan o no mérito para ello”. Lo ha proclamado Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía. No lo leo como una defensa del determinismo sociológico, sino como una nueva llamada de atención a un grave problema, como un poner el foco sobre lo esencial. ¿Se acuerdan ustedes de aquellos que lo basaban todo en la llamada cultura del esfuerzo? ¿De aquellos que atribuyeron el fracaso y el abandono escolar a los propios alumnos por no esforzarse como es debido? ¿Cuántas veces –desde la propia institución escolar- no hemos hecho gala de la igualdad con que tratamos a los alumnos, de la igualdad de oportunidades que se les ofrece y de que los resultados obtenidos, en consecuencia, serían estrictamente debidos a sus capacidades individuales? La pobreza en la escuela es una realidad invisible, una situación que poco a poco va revistiéndose de nuevos ropajes, de forma que el que entró pobre en muchos casos acabó saliendo suspendido o sin expectativas…

Dos. Xavier Bonal, sociólogo, reclama “más educabilidad y menos educación” si de verdad queremos mejorar los resultados escolares de los pobres, porque los factores asociados a la pobreza (capital económico, capital cultural, red de relaciones, expectativas instructivas y laborales, condiciones sanitarias y alimenticias, uso del tiempo libre, etc.) impiden en gran manera el aprovechamiento de las oportunidades educativas. Poner el acento en la educabilidad tiene como mínimo dos consecuencias. La primera: que garantizar el acceso a un puesto escolar es de todo punto de vista insuficiente. Porque, debido a la segregación sistémica que se da en muchas ciudades españolas, no todas las escuelas disponen de los recursos, contextos y ambiente adecuados. Porque la equidad debe demostrarse también en todo el recorrido escolar, desde que se entra en él hasta que se sale, y en garantizar a todos el dominio de las llamadas competencias básicas y la adquisición de los saberes indispensables para poder seguir en el sistema o para seguir aprendiendo autónomamente a lo largo de la vida. La segunda: que la política educativa no se agota, ni queda restringida, al ámbito del Ministerio de Educación, sino que compete a las políticas del gobierno en general, de manera especialmente significativa a las que dependen de los Ministerios de Igualdad; Sanidad, Consumo y Bienestar Social; Ciencia; Alimentación; Trabajo, Migraciones y Seguridad Social; Cultura y Deporte…

Tres. La escuela y los profesores cuentan. Sabemos que las desigualdades estructurales delimitan y comprimen el campo de posibilidades. Tenemos claro que la enseñanza no es un mundo aparte, sino que se inscribe en el conjunto de políticas y acciones sociales que buscan mejorar la vida de todas las personas, especialmente de las más necesitadas o vulnerables. Pero una vez conseguida la escolarización universal –logro que desgraciadamente todavía no ha llegado a todos los rincones del mundo, no lo olvidemos– los educadores adquirimos una responsabilidad ante la sociedad en su conjunto, ante cada familia en particular y ante cada alumno en singular. “No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed; también hay que dar sed a quienes no quieren beber”, nos dice el pedagogo Philippe Meirieu. Ahí radica el núcleo duro del oficio de educar: en buscar, proponer, organizar, mostrar, ejemplificar… alternativas, posibilidades, situaciones, actividades, retos, problemas… que saquen a la luz el deseo de aprender, el ansia de corregir lo que sale mal, el anhelo de comprender lo que parece incomprensible, las ganas de saber, de todos y cada uno de los alumnos, especialmente de aquellos que parecen menos predispuestos o más alejados de la cultura escolar. Aunque la situación no es equivalente, puede ser útil comparar el docente con un entrenador deportivo que busca que cada jugador dé lo mejor de sí mismo y, para ello, procura conocer lo mejor posible a cada uno de sus pupilos, sus carencias y sus posibilidades, para corregir aquellas y potenciar éstas, no para calificarlas, sino para que todos aprendan y mejoren. En contrapartida, ningún jugador tiene la tentación de esconder sus debilidades y errores –como sí ocurre lógica y desgraciadamente en las aulas– sino que es el primero en ponerlas de manifiesto justamente para poder enmendarlas…

Cuatro. El sexismo, la consideración de que las mujeres son inferiores a los hombres, es una discriminación profundamente arraigada en nuestra sociedad y, por ello, muy difícil de revertir. El sexismo tiene manifestaciones dramáticas que afortunadamente la sociedad española mayoritariamente ya no excusa, ni consiente: la violencia de género en los hogares españoles, los abusos y violaciones en el espacio público… la violencia y la violación como técnica de humillación y de combate en tantas guerras y éxodos… Pero más allá de estas agresiones inadmisibles y reprobables, hay todo un mundo de creencias, de imaginarios, de actitudes, de predisposiciones, sutiles, cargadas de ambigüedad, interpretables, que responden a esa misma matriz sexista, androcéntrica, patriarcal. Una de las estudiosas más persistentes de cómo se construye esta ideología y de cómo puede repararse y combatirse desde la educación es Marina Subirats que, en uno de sus últimos artículos publicados, hace especial énfasis en la educación infantil: “El género se adquiere por transmisión desde el nacimiento, al mismo tiempo que se adquiere el idioma o el movimiento, puesto que son mensajes que están en todas partes. Entre los tres y los cuatro años los niños ya muestran desprecio por los juguetes o ropas de niña y las niñas se apartan cuando un niño quiere coger una bicicleta o un juguete”. Si tenemos evidencias más que suficientes de la importancia de la educación infantil, tanto para compensar las carencias y las distancias de las criaturas de familias pobres, como para combatir desde su misma raíz el racismo, el sexismo y la LGTBIfobia, que impregna todavía la cultura y la vida cotidiana, no se explica que los espacios educativos para los niños de 0 a 2 años no sean considerados un servicio público universal y gratuito como lo es el parvulario y se dejen al albur del mercado y de las cuotas, también los centros públicos, muchos de ellos en manos municipales. Dice también Subirats: “Cuando llegan a la adolescencia ya es demasiado tarde” y es sumamente complicado revertir la creencia de que los géneros son fruto de la naturaleza y que ésta ha establecido la superioridad del macho sobre la hembra.

Y cinco. Me gusta la gente que duda, la que está dispuesta a cambiar, a probar; la gente que tiende a ser comprensiva, a perdonar, a ser flexible; aquella que atiende a los matices, a las circunstancias, y no se aferra a los principios, a las tablas de la ley como argumento inamovible y definitivo, caiga quien caiga y tenga las consecuencias que tenga. Por eso cito al filósofo Josep Maria Terricabras, que ahora ejerce de eurodiputado: “Los valores absolutos se mueven siempre en una especie de cielo platónico, lejos de la realidad: si se afirma que aquellos valores valen para siempre y en cualquier circunstancia, es precisamente porque allí, en el paraíso, no hay vida ni circunstancias. Los valores absolutos solo valdrían para un mundo absolutamente puro, pero no para el nuestro, avezado, complejo, ambiguo, difícil”. La ética de los principios absolutos y permanentes suele ser el camino más directo a toda clase de fundamentalismos, políticos, religiosos, pedagógicos… Lo contrario no es –como algunos pretenden– ni el relativismo del todo vale, ni la inseguridad del que siempre se abstiene, ni la indiferencia del que pasa de todo, sino la actitud del que escucha al otro, del que está dispuesto a contrastar sus argumentos, del que está convencido de que la perfección total solo puede existir en algunas pruebas de gimnasia…

¡Feliz verano!

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/07/16/fin-de-curso-trozos-y-retales/

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Educación quiere decir (también) política

Por: Xavier Besalú

La neutralidad es sencillamente imposible si hablamos de educación, porque no hay educación sin principios y valores, porque educar supone un camino, unas finalidades, un modelo de persona y de sociedad. Y eso vale tanto para la educación familiar como para los sistemas educativos.

Por si alguien tuviera dudas, no hay más que acudir a la legislación vigente: “El sistema educativo español se orientará –entre otros– a la consecución de los siguientes fines: la formación para la paz, el respeto a los derechos humanos, la vida en común, la cohesión social, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos; la formación en el respeto y reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural de España y de la interculturalidad; la preparación para el ejercicio de la ciudadanía y para la participación activa en la vida económica, social y cultural, con actitud crítica y responsable…”. Y ahí, claro, empiezan los problemas. Porque, para algunos, esos principios y valores formarían parte de la retórica burocrática sin incidencia alguna en la práctica educativa. Otros quisieran circunscribirlos a la codificación jurídica estricta, sin margen para la interpretación y la adaptación a situaciones nuevas, como si para cada caso estuviera ya prevista una respuesta infalible.

Pero la realidad es cambiante, ningún valor es absoluto ni se da en unas circunstancias impolutas –tal y como reconoce, por otra parte, el aprendizaje competencial–, de forma que los educadores deberemos navegar siempre con un horizonte predeterminado, con unos anclajes sólidos, pero por un mar imprevisible con unas personas singulares y libres, que nos obligarán a una toma de decisiones constante, a transformar en acciones aquellos criterios que nos guían, a interpretar adecuadamente las necesidades y las posibilidades que se nos ofrecen.

Porque, siguiendo con el artículo de la LOMCE/LOE que hemos citado, mientras para unos formar para la paz sigue significando preparar la guerra, para otros es renunciar a cualquier tipo de violencia. Mientras para unos los derechos humanos universales tienen fronteras y grados, para otros son inherentes a cualquier persona, independientemente de sus características personales y de su nacionalidad. Mientras para unos la cohesión social obliga a mantener en el ámbito privado determinadas prácticas con el fin de prevenir reacciones airadas, para otros no puede haber cohesión sin libertad. Mientras unos creen que algunas lenguas –por el hecho de ser habladas por muchísimos millones de personas o por tener el respaldo inequívoco de un Estado– tienen más derechos, otros piensan que la igualdad es justamente que reciban un trato y un afecto equivalentes. Mientras unos reducen la interculturalidad a folklore y buenas palabras, otros piensan que más bien obliga a abordar el racismo institucional y cotidiano. Mientras para unos el ejercicio de la ciudadanía se reduce a introducir el voto cada vez que somos llamados a las urnas, para otros quiere decir un ejercicio irrestricto de la libertad de expresión y de asociación y un control permanente de la acción de los gobiernos.

La verdad es que, el pasado invierno, me sorprendió comprobar que buenos profesionales de la educación, maestros competentes y comprometidos, dieran por buena la sentencia del gobierno español que acusaba sin matices al sistema educativo de Cataluña de estar al servicio del independentismo, ya desde el currículum oficial, y de someter al alumnado a una especie de lavado de cerebro para conseguir sus fines. Me sorprendió porque estamos en la era de la información y es fácil y hasta cómodo contrastar supuestas verdades, calumnias interesadas o acusaciones sin pruebas. Porque si bien es cierto, como han demostrado diversas investigaciones fiables y rigurosas, que todos los sistemas educativos fomentan una determinada pertenencia cultural y política, y se esfuerzan por transmitir una identidad nacional diferenciada, es injusto y discriminatorio atribuirlo únicamente a las naciones sin estado, como sería el caso del País Vasco y Cataluña, sin decir también que eso es lo que hace el estado español con muchos más medios y a lo mejor “sin que se note el cuidado”.

Cuando esta acusación pasó del sistema educativo en general a los docentes en particular, denunciados por –supuestamente– adoctrinamiento político, obviando los mecanismos que cualquier centro educativo tiene para abordar discrepancias, problemas educativos o errores didácticos, empezando por el diálogo con los propios profesionales o con las direcciones, pero propalándolo a bombo y platillo en televisiones y periódicos afines, utilizando fiscales, jueces y ministros para denigrar impunemente, como después se ha visto, creo que queda claro que estamos asistiendo a una auténtica ofensiva política partidista. Una especie de cacería que utiliza a la escuela, al profesorado y al alumnado como material arrojadizo, de usar y desechar, destruyendo un bien tan preciado como intangible como es la confianza en un servicio público que goza de la estima mayoritaria de la ciudadanía y que cumple unas funciones sociales de primera magnitud, especialmente en tiempos donde todo tiende a mercantilizarse y en que han crecido exponencialmente las desigualdades sociales.

Y si hablamos de educación y política, inevitablemente deberemos acudir a Paulo Freire. En 1985 publicó un libro de título diáfano, La naturaleza política de la educación, donde escribió palabras como las siguientes: “El elemento político de la educación es independiente de que el educador sea consciente de dicho factor, que jamás es neutral… Por lo cual resulta muy importante decidir opciones. Los educadores deben preguntarse para quién y en nombre de quién trabajan”.

Educar exige siempre compromiso, porque es una intervención que no queda solo a nivel de los principios, sino que demanda un hilo de coherencia entre el discurso y la práctica. Educar anuncia una esperanza de futuro, sobre todo para aquellos que lo tienen todo en contra, es una fisura contra el fatalismo y la resignación, sean cuales sean los obstáculos a eliminar. El mismo Freire, en otro de sus libros, lo expresa con una analogía: “En el mundo físico, el conocimiento de los terremotos ha dado lugar a toda una ingeniería que nos ayuda a soportarlos; no los elimina, pero atenúa los daños”. Algo parecido podríamos decir cuando nos esforzamos por comprender críticamente y transformar la realidad: no es de ningún modo inevitable la adaptación, aunque cambiarla no esté en nuestras manos o nos parezca casi imposible, pero debería ser posible amortiguar sus efectos.

Para Freire, la docencia no puede ser otra cosa que directiva y, justamente por ello, debe hacer frente a algunos riesgos: el del autoritarismo, el de la manipulación, el de la arrogancia, el del elitismo, el del vanguardismo… A ese tipo de prácticas educativas Freire las califica como “de conquista”, porque pretenden someter al educando, o “de invasión”, cuando lo que buscan es imponer una determinada versión de la cultura y el conocimiento. Pero la dirección no está reñida ni con la democracia, ni con el diálogo y la participación, ni con el afecto. De lo que se trata es de partir siempre de la lectura del mundo de los educandos, de su visión de la realidad, de su experiencia vital. Pero no para quedarse en ella: por eso, una de las funciones del docente es la de “desafiar” al educando, forzarle de alguna manera a repensar sus creencias y asunciones a la luz de la ciencia y de las experiencias vitales de los otros, a través del diálogo y del debate argumentado, para promover nuevas formas de comprensión de la realidad.

Al terminar este artículo, Correos me tiene reservada una sorpresa especialmente oportuna: en el buzón encuentro el nuevo libro de Jaume Carbonell, el que fuera director de la imprescindible Cuadernos de PedagogíaLa educación es política, donde –entre otras cosas– se ocupa de la catástrofe del Prestige y el movimiento Nunca máis, de las guerras (nuestra guerra civil y la segunda guerra mundial), del referéndum del 1 de octubre en Cataluña y de los atentados de Barcelona y Cambrils de agosto pasado, y donde escribe “contra el mito de la neutralidad”, a favor del “compromiso ético y político del profesorado”, y apuesta por “activar el pensamiento crítico, equilibrando razones y emociones”. ¡Ahí queda eso!

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/06/20/educacion-quiere-decir-tambien-politica/

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¿Para qué los movimientos de renovación pedagógica?

Por: Xavier Besalú

Hoy, cuando las innovaciones educativas están en el candelero mediático, con todas sus ambigüedades, necesitamos organizaciones que no sufran amnesia histórica.

Los Movimientos de Renovación Pedagógica, según sus propias palabras, son organizaciones formadas por educadores, docentes, pedagogos y otras personas interesadas por la educación. Vinculados y arraigados a un espacio territorial específico (una comarca, una ciudad, una provincia, una región…), se constituyen como un marco estable de intercambio, de cooperación, de información, de reflexión, de actualización, de formación, de intervención en el debate público… para la mejora de la educación. De una educación de calidad para todos, entendida como un servicio público, como un derecho universal, como una plataforma imprescindible para la reducción de las desigualdades socioeconómicas y culturales de origen y para la construcción de sujetos libres, independientes, humanos en definitiva.

Son unas organizaciones muy características de nuestro país, internamente plurales, en el sentido de que no se adscriben a una metodología didáctica determinada, ni se identifican con una línea pedagógica específica. Nacieron la mayoría de ellos en los años 60 y 70 del siglo pasado, en plena dictadura, cuando las formas tradicionales de asociación e intercambio (sindicatos, partidos, colegios profesionales, etc.) estaban prohibidas o bien tenían otras prioridades o sencillamente no satisfacían las aspiraciones y deseos de unos profesionales críticos con un estado de cosas lamentable en muchos aspectos, al corriente de lo que se cocía en el mundo democrático de aquellos años intensos y dispuestos a convertirse ellos mismos en protagonistas de los cambios que anhelaban.

La mayor parte de los que han estudiado este fenómeno coinciden en afirmar que los Movimientos de Renovación Pedagógica vivieron su momento álgido durante la transición democrática, es decir, en la década que iría aproximadamente de 1975 a 1985. Iniciarían después un declive atribuido, entre otras causas, al inevitable decaimiento de la efervescencia vivida esos años, a caballo de un momento histórico en que casi todo parecía posible, a la salida a la luz pública de partidos y sindicatos, y al empuje de la experimentación de la reforma educativa impulsada por el gobierno socialista, que fascinó y obnubiló al mismo tiempo a la mayor parte de los sectores progresistas del profesorado, que vieron en dicha reforma una ocasión única de hacer realidad, y hasta cierto punto protagonizar, aquellos sueños reformadores.

Pero a día de hoy son todavía muchos los Movimientos de Renovación Pedagógica que perviven en nuestro país. Es bastante evidente que, a pesar de los esfuerzos a veces invasivos de las administraciones educativas, son más necesarios que nunca espacios liberados, que actúen en los márgenes –que no es sinónimo de en contra– de lo oficial, que no dependan de las prioridades de los gobiernos de turno y que articulen las voces, las aspiraciones, los proyectos y los desafíos de los profesionales que están en el tajo, de unos centros abrumados por las exigencias burocráticas y fiscalizadoras de unas administraciones que lo fían casi todo a los números y a las estadísticas, a lo que exigen unas aplicaciones informáticas que encorsetan y simplifican realidades complejas. Además, este tipo de organizaciones sintonizan sin excesivas dificultades con estos tiempos de adhesiones débiles –por contraste con las militancias rotundas y ciegas del pasado–, de posibilidades tecnológicas impensables tiempo atrás para contactar, dialogar, construir y actuar, de liderazgos flexibles, cambiantes y hasta cierto punto colectivos, que contrastan con el anquilosamiento de las direcciones de las asociaciones clásicas, de debates y tomas de postura ágiles y críticas ante la fuerza apabullante de las grandes corporaciones y sus filantropías, y de las organizaciones internacionales que dictan las políticas educativas, a derecha e izquierda, en casi todo el mundo.

Hoy, cuando las innovaciones educativas están en el candelero mediático, con todas sus ambigüedades, necesitamos organizaciones que no sufran amnesia histórica, que guarden la memoria de la buena pedagogía, que no se dejen llevar por los cantos de sirena de los predicadores de la nada. Innovaciones que significan, por una parte, las ansias y los esfuerzos de los docentes para adaptar los procesos de enseñanza y aprendizaje a los nuevos instrumentos y tecnologías disponibles, y para responder a los retos de formar personas autónomas y capaces de asumir su vulnerabilidad antropológica y no sucumbir a las seducciones de la publicidad, a las imposiciones del pensamiento único y a las presiones contextuales y sistémicas. Innovaciones que significan también, por otra parte, el empuje de las nuevas modas, de la primacía de lo emocional por encima de lo racional, del fetiche de lo competencial que parece negar el conocimiento, de los peligros de naturalización de los dones y talentos de las personas utilizando para ello los avances de la neurociencia, de la entronización de la novedad por la novedad. Necesitamos más que nunca organizaciones que conecten con las prácticas, las intuiciones y las reflexiones de la tradición progresista en educación, que den la importancia que se merece a la formación cultural, más allá de lo estrictamente pedagógico, de los profesionales de la educación.

Necesitamos espacios propios, y hasta cierto punto preservados, para reflexionar juntos, para compartir, cooperar y aprender, para llevar a la práctica, contrastar y analizar críticamente propuestas seguro que bienintencionadas pero a menudo desconectadas de la realidad de las aulas. Necesitamos tiempos y espacios para publicar y someter a crítica nuestras propias prácticas y nuestros proyectos, sin pasar por las horcas caudinas de los controles, las exigencias y hasta las chorradas de las revistas científicas de referencia, esas que sirven para rellenar los currículos personales aunque no tengan incidencia alguna en el día a día de las escuelas, ni lectores más allá de los que no tienen más remedio.

Necesitamos, en palabras de Peter Moss, organizaciones que desarrollen, imaginen, inventen y promuevan, alternativas viables a la ortodoxia actual, aunque solo sea para que estén disponibles cuando se debilite esa marea neoliberal y conservadora que nos invade, y lo hoy política y prácticamente imposible se convierta en posible o inevitable. Como se ha escrito, esas políticas que han arrasado con todo han tardado cincuenta años en hacerse realidad desde que fueron diseñadas. Dicho de otro modo, todas las mayorías empezaron siendo minoritarias, de forma que no valen las excusas para que, cuando se abran nuevas oportunidades, nos encuentren con los deberes hechos y los deseos intactos para poder aprovecharlas.

Por cierto, ya están en la red los programas de las Escuelas de Verano de este año.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/05/09/para-que-los-movimientos-de-renovacion-pedagogica/

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El feminismo no es el reverso del androcentrismo

Por: Xavier Besalú

El feminismo es un movimiento de liberación de las personas, tanto si son hombres como si son mujeres, para que puedan desarrollarse y vivir con plenitud, libertad, felicidad y fraternidad.

Algunas voces desinformadas o malintencionadas sitúan el androcentrismo y el feminismo en un mismo plano, en cada uno de los extremos de un eje imaginario, ambos con características equivalentes, que podríamos resumir en la supremacía de uno de los sexos y la subordinación del otro. La conclusión que se insinúa es evidente: en el centro de este eje estaría la virtud; tanto el androcentrismo como el feminismo serían ideologías extremas, que violentarían a las personas del otro sexo y, por tanto, desechables ambas.

Y no: el feminismo es el movimiento de una minoría (en términos de poder, no en términos cuantitativos) por tener los mismos derechos que la mayoría (en este caso los hombres), por remover los obstáculos de todo tipo, significativamente los culturales y los sociales, que impiden el uso y el disfrute de los derechos que corresponden a todos y cada uno de los individuos, independientemente de su sexo. El feminismo es un movimiento de liberación de las personas, tanto si son hombres como si son mujeres, para que puedan desarrollarse y vivir con plenitud, libertad, felicidad y fraternidad.

El androcentrismo, en cambio, es la hegemonía, el dominio, el supremacismo del hombre, de los hombres, sobre las mujeres, lo que implica la subordinación, el sometimiento, la marginación y la violencia contra las mujeres, individualmente y como grupo. Una ideología que se presenta a sí misma como inexistente por natural y ancestral, de tan normalizada como ha llegado a ser en la mayoría de las sociedades. Una ideología que establece como arquetipo de ser humano el ser y actuar del sexo masculino, la culminación de la creación, referente y medida para toda la humanidad. Una ideología vehiculada y consolidada gracias también a las religiones monoteístas, todas las cuales, sin rubor alguno en sus textos fundacionales y sin excesivo propósito de enmienda en sus prácticas rituales y cotidianas, naturalizan y sacralizan esa desigualdad.

Uno de los frutos de los estudios feministas ha sido el diferenciar el sexo del género. Mientras los órganos sexuales nos son dados al nacer, el género, el modo de ser y comportarse de los hombres y de las mujeres, es una construcción social y cultural que puede variar con el tiempo, la geografía y las circunstancias; y, de hecho, tanto hoy como en el pasado, estos modelos de masculinidad y de feminidad no son exactamente idénticos en los distintos pueblos y culturas y, por supuesto, no tienen carácter ni esencial, ni perenne. Los géneros deben ser leídos como las normas sociales y culturales diferenciales –no hace falta que estén por escrito, aunque algunas de ellas sí están o han estado en las leyes– que prescriben identidades, hábitos, comportamientos, actitudes, formas de pensar y de sentir… distintas según se haya nacido hombre o mujer. La teoría del género, que no niega ni la función, ni los efectos de tener unos órganos sexuales y no otros, analiza y desoculta esas prescripciones inventadas, aparentemente naturales, y denuncia su uso interesado para entronizar lo masculino e interiorizar lo femenino. En definitiva, lo que propugna es la desaparición de esas normas sociales y culturales para abrir el camino a la libertad, a la felicidad de todos los seres humanos, especialmente de las minorías.

En este sentido, es especialmente grave y doloroso observar como desde instancias conservadoras e instituciones religiosas con acceso privilegiado a los medios de comunicación se ha emprendido una verdadera cruzada contra lo que denominan ideología de género, presentada como antinatural, como si pretendiera feminizar a los hombres y masculinizar a las mujeres.

Porque no existen, mientras no se demuestre lo contrario, unos valores propios de los hombres y unos valores propios de las mujeres. Lo que sí existe son unos valores atribuidos al género masculino distintos de los valores que se atribuyen al sexo femenino: unos y otros constituirían el núcleo duro de esos modelos de masculinidad y de feminidad a los que deberíamos amoldarnos todos.

Para los hombres serían la racionalidad, el poder, la agresividad, la fuerza, el riesgo, la lucha, la competitividad, las ciencias, la represión de las emociones, una sexualidad esencialmente genital… Y para las mujeres justo lo contrario: la intuición, la subordinación, la ternura, el cuidado, la fragilidad, la prudencia, las letras, la compasión, la cooperación, la expresividad emocional, el sentimentalismo, una sexualidad afectiva…

Y otra vez, no. Resulta que no hay una única manera de ser hombre o de ser mujer, que no depende solo de su orientación afectivo-sexual –que también, sino de su grado de instrucción, de su clase social, de su ideología, de su identidad cultural, etc. Pero hoy día, ser hombre, según el patrón androcéntrico, es fundamentalmente no ser ni parecer mujer; es decir, el hombre-hombre no debe ser ni femenino, ni homosexual, porque tanto una cosa como otra contravienen la esencia de la masculinidad. Y ser mujer, pues justo lo contrario, aunque la homosexualidad femenina, en primera instancia, no parece generar un rechazo tan rotundo bajo la capa de algunos de los valores atribuidos a las mujeres…

Por eso es imprescindible y urgente combatir, hasta hacerlas desaparecer, las prescripciones de género para que todas y cada una de las personas, independientemente de su sexo, puedan comportarse exactamente como les plazca, sin imposiciones artificiales, que tienen la virtud de generar mucho sufrimiento, muchos miedos y mucha violencia. Lo deseable sería que las diferencias entre los hombres, entendidos como un todo, y las mujeres, disminuyeran drásticamente, mientras que las diferencias en el interior del grupo de los hombres y en el interior del grupo de las mujeres, es decir las diferencias individuales, se incrementaran exponencialmente. Eso es lo que propiciaría la libertad y la apertura que propugna el feminismo.

Finalmente, la coeducación, en el ámbito educativo, deberíamos entenderla sobre todo como un cambio cultural de largo alcance, como una mirada en la que desaparezcan las prescripciones de género, que fomente y ampare la libertad de todas las personas, profesores y alumnos, que respete y reconozca sin ambages como es debido la diversidad, también la afectivo-sexual, que luche contra todas las formas de discriminación (por razón de sexo, de creencias, de orientación sexual, de origen, de lugar de residencia…). Un cambio que se haga efectivo tanto en las aulas como en los espacios desregulados o en los patios; un cambio que se refleje en el lenguaje y en las formas de relación y de resolución de los conflictos; un cambio que sea visible en los recursos y materiales didácticos que usemos. Un cambio, en fin, que impregne todo el currículo, todas las áreas, todos los contenidos (tanto los de carácter conceptual, como las habilidades y los valores) todas las actividades escolares, porque en todas ellas anida y acecha el androcentrismo.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/04/03/el-feminismo-no-es-el-reverso-del-androcentrismo/

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Las emociones y la escuela

Por: Xavier Besalú. El Diario de la Educación. 

La educación de las emociones no puede consistir simplemente en identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen predeterminada o un color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.

Nosotros, los humanos, siempre hemos sabido de nuestras emociones, de nuestros afectos, sentimientos e intuiciones. Conocemos sus nombres y podemos identificar sin demasiados problemas sus rasgos más característicos porque las hemos experimentado en propia piel, porque las hemos sufrido o disfrutado, porque las hemos usado –consciente o inconscientemente– para tomar decisiones, tanto las más trascendentes como las más irrelevantes, y porque forman parte indivisible de nuestras vidas, como los sentidos o el mismo lenguaje. Por ello, cuando Gardner o Goleman pusieron de relieve la importancia de conocer y dar nombre a nuestras emociones, no nos extrañamos lo más mínimo de su apuesta por dar visibilidad y reconocimiento a algo tan presente y cotidiano en nuestro quehacer diario.

Por las razones que sean, hoy en los centros educativos la educación emocional se ha convertido en un emblema, en una prioridad; para algunos incluso en un atributo de identidad, que daría a entender a las familias su puesta al día y su vocación innovadora. Y para cierto sector del profesorado en una preocupación curricular primera, que dejaría en un segundo plano tanto los saberes propiamente dichos como la dimensión ética y estética de la educación y el resto de habilidades y competencias a adquirir.

Pero, ¿se pueden educar las emociones? ¿O más bien se trataría de garantizar y promover su expresión libre y contextualizada, su gestión razonable, su control responsable, atento al impacto que puede causar en el propio protagonista y respetuoso para con los demás, su experimentación acompañada y orientada por los adultos, para no dar rienda suelta a ese caballo desbocado y salvaje en que podría convertirse sin estas salvaguardas? En cualquier caso, la educación de las emociones no puede consistir simplemente en identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen predeterminada o un color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.

Hoy sabemos a ciencia cierta que las emociones siempre han estado ahí, siempre han formado parte de nuestro ser personal y social, que forman una unidad indisociable con el mundo racional, que nunca han sido dos hemisferios opuestos y enfrentados por llevarse el gato al agua. Todas nuestras decisiones, pensamientos y actitudes están impregnadas de intereses, pasiones, intuiciones y afectos. Nuestra mente no es una máquina fría y calculadora, sino un artefacto profundamente sensible y, en definitiva, condicionado pero libre. No hay más que echar una ojeada a nuestras propias vidas para comprobar cómo están repletas de actuaciones e inhibiciones, algunas exitosas y otras fracasadas, que buscaban por encima de todo la felicidad, evitar el sufrimiento, el mal menor cuando todas las opciones conllevaban consecuencias indeseables, sobrevivir cuando nos hemos sentido abrumados…

Es cierto que venimos de una educación (la nacionalcatólica, pero también la cientifista) que consideraba que los deseos, las emociones, las intuiciones, la imaginación… deberían ser debidamente ocultadas y reprimidas, porque eran vistas como obstáculos que evitar para llegar a ser personas formadas, inteligentes, plenamente conscientes y moralmente íntegras. Pero la profunda crisis del proyecto moderno ha puesto al descubierto la falacia de este supuesto, que no solo dejaba al margen de la escuela las emociones, sino también los cuerpos. Pero de ahí a entronizar lo emotivo como una alternativa progresista e innovadora frente a lo racional va un verdadero abismo.

Y es en esta órbita que puede tener sentido relacionar este auge de lo emocional con la hegemonía teórica y práctica del neoliberalismo que nos corroe, que pone el acento en lo individual (frente a lo colectivo), en lo afectivo (frente a lo político o lo emancipatorio), en la convivencia amable (frente a la conflictividad y la exclusión), en la flexibilidad personal y en la capacidad de adaptación a los nuevos tiempos y condiciones de vida (frente a la historia, a la crítica y a la autonomía personal).

No es de extrañar que muchas de las empresas que cotizan en bolsa estén impulsando directa o indirectamente proyectos de educación o gestión de las emociones, o que vehiculen sin rubor mensajes propagandísticos destinados a tocar la fibra de los afectos, mientras con frialdad inhumana toman decisiones que deterioran gravemente la vida y la salud de miles de personas. Que los mismos culpables de ese deterioro nos propongan el antídoto adecuado para sobrellevar las propias penas –lo emocional como paliativo, la gestión de las propias emociones– raya casi la vileza.

Ante ello se difuminan la lucha contra las desigualdades y contra el enriquecimiento corrupto e ilícito, se emborronan las causas estructurales y reales de la situación de angustia o postración que viven las víctimas para poner el foco justamente en las propias víctimas. Tomadas individualmente, por supuesto.

Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/02/08/las-emociones-la-escuela/

Fotografía: DPO Consulting

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Las emociones y la escuela

Por: Xavier Besalú

La educación de las emociones no puede consistir simplemente en identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen predeterminada o un color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.

Nosotros, los humanos, siempre hemos sabido de nuestras emociones, de nuestros afectos, sentimientos e intuiciones. Conocemos sus nombres y podemos identificar sin demasiados problemas sus rasgos más característicos porque las hemos experimentado en propia piel, porque las hemos sufrido o disfrutado, porque las hemos usado –consciente o inconscientemente– para tomar decisiones, tanto las más trascendentes como las más irrelevantes, y porque forman parte indivisible de nuestras vidas, como los sentidos o el mismo lenguaje. Por ello, cuando Gardner o Goleman pusieron de relieve la importancia de conocer y dar nombre a nuestras emociones, no nos extrañamos lo más mínimo de su apuesta por dar visibilidad y reconocimiento a algo tan presente y cotidiano en nuestro quehacer diario.

Por las razones que sean, hoy en los centros educativos la educación emocional se ha convertido en un emblema, en una prioridad; para algunos incluso en un atributo de identidad, que daría a entender a las familias su puesta al día y su vocación innovadora. Y para cierto sector del profesorado en una preocupación curricular primera, que dejaría en un segundo plano tanto los saberes propiamente dichos como la dimensión ética y estética de la educación y el resto de habilidades y competencias a adquirir.

Pero, ¿se pueden educar las emociones? ¿O más bien se trataría de garantizar y promover su expresión libre y contextualizada, su gestión razonable, su control responsable, atento al impacto que puede causar en el propio protagonista y respetuoso para con los demás, su experimentación acompañada y orientada por los adultos, para no dar rienda suelta a ese caballo desbocado y salvaje en que podría convertirse sin estas salvaguardas? En cualquier caso, la educación de las emociones no puede consistir simplemente en identificarlas, nombrarlas o relacionarlas con una imagen predeterminada o un color. Para esa empresa no valía la pena tanto estruendo.

Hoy sabemos a ciencia cierta que las emociones siempre han estado ahí, siempre han formado parte de nuestro ser personal y social, que forman una unidad indisociable con el mundo racional, que nunca han sido dos hemisferios opuestos y enfrentados por llevarse el gato al agua. Todas nuestras decisiones, pensamientos y actitudes están impregnadas de intereses, pasiones, intuiciones y afectos. Nuestra mente no es una máquina fría y calculadora, sino un artefacto profundamente sensible y, en definitiva, condicionado pero libre. No hay más que echar una ojeada a nuestras propias vidas para comprobar cómo están repletas de actuaciones e inhibiciones, algunas exitosas y otras fracasadas, que buscaban por encima de todo la felicidad, evitar el sufrimiento, el mal menor cuando todas las opciones conllevaban consecuencias indeseables, sobrevivir cuando nos hemos sentido abrumados…

Es cierto que venimos de una educación (la nacionalcatólica, pero también la cientifista) que consideraba que los deseos, las emociones, las intuiciones, la imaginación… deberían ser debidamente ocultadas y reprimidas, porque eran vistas como obstáculos que evitar para llegar a ser personas formadas, inteligentes, plenamente conscientes y moralmente íntegras. Pero la profunda crisis del proyecto moderno ha puesto al descubierto la falacia de este supuesto, que no solo dejaba al margen de la escuela las emociones, sino también los cuerpos. Pero de ahí a entronizar lo emotivo como una alternativa progresista e innovadora frente a lo racional va un verdadero abismo.

Y es en esta órbita que puede tener sentido relacionar este auge de lo emocional con la hegemonía teórica y práctica del neoliberalismo que nos corroe, que pone el acento en lo individual (frente a lo colectivo), en lo afectivo (frente a lo político o lo emancipatorio), en la convivencia amable (frente a la conflictividad y la exclusión), en la flexibilidad personal y en la capacidad de adaptación a los nuevos tiempos y condiciones de vida (frente a la historia, a la crítica y a la autonomía personal).

No es de extrañar que muchas de las empresas que cotizan en bolsa estén impulsando directa o indirectamente proyectos de educación o gestión de las emociones, o que vehiculen sin rubor mensajes propagandísticos destinados a tocar la fibra de los afectos, mientras con frialdad inhumana toman decisiones que deterioran gravemente la vida y la salud de miles de personas. Que los mismos culpables de ese deterioro nos propongan el antídoto adecuado para sobrellevar las propias penas –lo emocional como paliativo, la gestión de las propias emociones– raya casi la vileza.

Ante ello se difuminan la lucha contra las desigualdades y contra el enriquecimiento corrupto e ilícito, se emborronan las causas estructurales y reales de la situación de angustia o postración que viven las víctimas para poner el foco justamente en las propias víctimas. Tomadas individualmente, por supuesto.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/02/08/las-emociones-la-escuela/

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