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Condición póstuma y educación

Por: Xavier Besalú

¿Podemos tirar por la borda, sin más, la escuela como institución y fiarlo todo a una plataforma sin nombre, sin normas, sin control, sin responsabilidad, que se dice neutra y sin afán de lucro?

Es posible –como se nos anuncia repetidamente en las redes sociales– que la escuela del futuro la estén no solo diseñando, sino también aplicando ya, al tiempo que nos venden sus bondades, las grandes empresas financieras y tecnológicas.

Se trata de una escuela completamente desinstitucionalizada, sin espacios físicos, ni paredes, ni aulas, ni patios; sin tiempos pautados y segmentados, sin horarios, sin cursos. Una plataforma en línea, disponible permanentemente, con un profesorado conectado y dispuesto sin límites, universal, abierta a todo el mundo y, a la vez, personalizada, atenta y sensible a la diversidad de intereses, talentos y esfuerzos.

Aparentemente al menos, la panacea, una respuesta oportuna y barata al declive de las instituciones, una justificación exculpatoria a tantas deserciones, a tantas formas alternativas de autoorganización, una lectura sesgada y puesta al día de la crítica al poder institucional y tecnológico formulada con vehemencia en los años 70 del siglo pasado.

No hay duda de que las instituciones producen sus propios demonios, pero sabemos también que esta forma de organización es un potente artefacto que libera de las ataduras comunitarias y familiares, que actúa a la vez como factor de individuación e independencia, como elemento de contraste con otras múltiples formas de vida presentes y pasadas, reales y virtuales, y como mecanismo de integración a un lenguaje común, a unas bases culturales que facilitan la comprensión y el entendimiento. ¿Podemos tirar por la borda, sin más, la escuela como institución y fiarlo todo a una plataforma sin nombre, sin normas, sin control, sin responsabilidad, que se dice neutra y sin afán de lucro?

Por otra parte, hemos constatado, al menos desde la II Guerra Mundial, que tener más información, gozar de mayores niveles de instrucción, en definitiva, que ser más cultos no es razón suficiente ni para ser más libres –¿cuántos de los más fanáticos fundamentalistas y terroristas son universitarios?–, ni moralmente mejores –¿hace falta recurrir de nuevo al ejemplo de la sociedad alemana en tiempos del nazismo?–, ni más progresistas y solidarios como pueblo. Pero esa desazonante realidad no debe ser impedimento para que nos preguntemos qué saberes, qué valores, qué prácticas culturales, qué formas metodológicas y organizativas, qué concepto y qué técnicas de seguimiento y evaluación necesitamos para revertir esa situación.

Desde la academia hemos contribuido irresponsablemente a confundir y mezclar el proyecto de modernización puesto en marcha por el capitalismo a finales del siglo XVIII, presentado como la forma de civilización humana por antonomasia, aquella que vale la pena difundir y expandir en nombre del humanismo y del progreso, bien por las buenas o bien por las malas (llámese colonialismo, imperialismo o subordinación), con la actitud ilustrada. Una actitud que se ha definido como de confianza en la razón crítica, en la capacidad de pensar y decidir por sí mismo, en la seguridad de que todo es susceptible de ser criticado, de que no hay nada sagrado e intocable más allá de la propia intimidad, lejos de la tutela de los dioses, de los reyes, de las supersticiones y de la magia, lejos de nuestros supuestos –bienintencionados o no– representantes; una actitud también de responsabilidad, de asunción de las propias decisiones y actuaciones, de búsqueda compartida de la verdad, sabiendo que es casi imposible ponernos de acuerdo sobre cual sería el bien deseable, pero comprometidos en evitar el mal y en buscar fórmulas provisionales, negociadas y revisables de vivir juntos personas no solo distintas, sino también desiguales, de confianza en la especie humana.

A principios del siglo XXI, el proyecto de modernización capitalista se ha fortalecido extraordinariamente revestido de neoliberalismo económico, dispuesto a prescindir de cualquier regulación externa, y de conservadurismo social, necesitado como está de contener la ira que provoca la acentuación de las desigualdades y de desviar la atención hacia los designados como culpables –siempre los últimos– y hacia problemas directamente inventados.

Y lo ha hecho sobre las cenizas de la actitud ilustrada, cercenando la crítica argumentada más allá de la verborrea y las expansiones irresponsables de las redes sociales, incrementando los niveles de autoritarismo y de despotismo con interpretaciones jurídicas interesadas y nuevas disposiciones siempre a favor de los poderosos. No vivimos ya en la condición postmoderna, tan en boga a finales del siglo pasado, aquella especie de liberación de las ataduras de un mundo que se quería homogéneo, de unas sociedades que condicionaban el presente a proyectos de futuro que nunca acababan de llegar, que predicaba un presente eterno y digno de ser vivido en plenitud y ensalzaba una diversidad personal y cultural.

Como ha escrito Marina Garcés, vivimos –o mejor: intentamos sobrevivir– en la época de la condición póstuma, en un tiempo en que todo parece acabarse: la historia, las ideologías, el progreso, los recursos naturales, el agua, el petróleo…, una experiencia vital casi terminal. También parece acabarse el capitalismo tal y como lo hemos conocido: no tenemos más que ver cómo nos venden las políticas de austeridad, como se justifica la laminación de cada uno de los pilares del Estado del bienestar, cómo se apuesta sin miramientos por la privatización –es decir, por la exclusión– en los servicios públicos. El propio planeta, exhausto, nos advierte de su finitud y esa misma conciencia ha llegado ya a nuestras propias condiciones de vida, a la revisión de lo que debe ser una vida humana digna, como una amenaza cierta: la condena a una precarización permanente, a un malestar vital difuso, a un tiempo sin presente y sin futuro.

¿Como afrontar desde la educación la ideología de la condición póstuma? Priorizando de nuevo la actitud ilustrada, es decir, combatiendo ese mantra que nos atenaza y que nos conduce al gregarismo y a la rendición; rechazando todas y cada una de las nuevas formas de autoritarismo, tanto en lo político, como en lo social, en lo religioso o en lo ético; dando un nuevo valor a las organizaciones y a las instituciones como formas de protección ante la fuerza de los poderosos y de avance hacia nuevos mecanismos de relación y de participación; desocultando los dogmas y las ideologías que enmascaran la realidad y dibujan terrenos de juego a medida de sus promotores. En esta lucha, los sistemas educativos universales y públicos deberían reivindicarse como un actor no solo necesario sino imprescindible. En esta lucha, el debate sobre lo que vale la pena ser enseñado y ser aprendido tampoco es baladí.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2018/01/12/condicion-postuma-educacion/

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La actualidad en las aulas

Por: Xavier Besalú

Probablemente sea la actualidad el mejor recurso para aprender a vivir juntos personas diferentes, uno de los pilares de la educación, según la Unesco, y uno de sus mayores retos.

En agosto fueron los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils; en octubre, la plaga de incendios de Galicia; desde mediados de septiembre, el llamado desafío soberanista en Cataluña, por poner solo tres ejemplos de hechos cercanos en el tiempo y en el espacio que han inundado las redes sociales, han llenado horas y horas de radio, han aparecido repetidamente en las portadas de los periódicos y han sido protagonistas de múltiples programas y tertulias de televisión.

La actualidad se nos cuela por todas partes, es prácticamente imposible aparentar que ni nos importa, ni nos conmueve. Sin embargo hay quien todavía sostiene que eso –la actualidad, la vida, lo que ocupa y preocupa a los humanos, próximos o lejanos– debe quedar fuera de la escuela, que no debe perturbar el discurrir cansino, ordenado y previsible del currículum escolar. Que eso es meterse en camisa de once varas, porque el riesgo de caer en el adoctrinamiento o en la manipulación es más que evidente, que no es materia susceptible de ser evaluada ni en los exámenes internos, ni en las pruebas estandarizadas y, en consecuencia, no debe usurpar ni un minuto del precioso tiempo escolar, que el análisis y la valoración de temas abiertos y controvertidos, cargados de valores y de ideología –la educación moral, en definitiva–, en las sociedades democráticas y pluralistas, es más propio de las familias que de los centros educativos.

Pero resulta que el propio Parlamento Europeo, en una Resolución sobre la prevención de la radicalización de los jóvenes, ante el auge de los extremismos y su reclutamiento por parte de organizaciones fundamentalistas o terroristas, aprobada en 2015, alerta de la función esencial e irrenunciable de la educación para incrementar las competencias sociales, cívicas e interculturales de la ciudadanía, para garantizar la alfabetización mediática y el pensamiento crítico ante lo que acontece y es susceptible de ser representado, interpretado y valorado desde múltiples enfoques, intereses y afectos, para debatir sin prisas, explorar a fondo y posicionarse con argumentos sólidos ante cuestiones relevantes, controvertidas y sensibles, y así reforzar la capacidad de resistencia de los estudiantes a la radicalización.

¿Es posible la adquisición de competencias interculturales en abstracto, sobre controversias del pasado, sobre hipótesis imaginarias? ¿En qué se traduce esa pretendida alfabetización mediática más allá de los mensajes de móvil, sin mediación, ni reflexión, ni contextualización? Ciertamente la actualidad no puede aparecer en los libros de texto, ni en las programaciones de principio de curso, pero ¿no estamos en la era de la información? ¿No hemos dado por sentado que el problema de los niños y jóvenes de hoy no es el acceso a la información, sino su traducción en conocimiento? Cuando la sociedad nos exige a voces que las escuelas se ocupen en serio y con eficacia de la educación en valores, justamente porque vivimos en sociedades extraordinariamente plurales, atravesadas por tantas diferencias y por insufribles desigualdades, ¿vamos a hacerlo mediante prédicas moralizantes, memorizando machaconamente el listado de los derechos humanos universales o de las virtudes formateadas por la religión de que se trate, celebrando “días o semanas de”?

Ciertamente llevar la actualidad a las aulas plantea como mínimo dos problemas: el de la neutralidad y el de la verdad. En cuanto al primero, hay que decir de entrada que, según nuestro ordenamiento jurídico, la educación española no es en absoluto neutral, pues debe orientarse –entre otros– a la consecución de los fines siguientes: el respeto de los derechos y libertades fundamentales, el ejercicio de la tolerancia y de la libertad dentro de los principios democráticos de convivencia, la resolución pacífica de los conflictos, la paz, los derechos humanos, la cooperación y solidaridad entre los pueblos, el respeto hacia los seres vivos y el medio ambiente, la equidad, la no discriminación, etc. Y que la docencia, sobre todo en la educación básica, supone por principio un compromiso moral, por la autoridad con la que ha sido investido el profesorado, por su condición de adulto entre menores de edad, por su bagaje intelectual y cultural, por lo que su capacidad de influencia debe estar siempre enmarcada en un férreo código deontológico.

Pero dicho esto, probablemente sea la actualidad el mejor recurso para aprender a vivir juntos personas diferentes, uno de los pilares de la educación, según la Unesco, y uno de sus mayores retos. Porque la neutralidad no es ni olvido, ni ignorancia, sino que la neutralidad obliga a la participación de todos, a escuchar todas las razones y todas las voces y, si no aparecen espontáneamente, ahí debe estar el docente para introducirlas, como principio y como método, acudiendo si cabe al saber científico.

En lo relativo a la verdad, aquí está otro de los aprendizajes más poderosos que puede propiciar la actualidad: los problemas a los que nos enfrentamos casi nunca son simples, ni de solución fácil; todos pueden ser vividos desde lógicas e intenciones distintas y ninguna debería ser descartada por la fuerza de la imposición o por una supuesta superioridad moral o intelectual. Hay que enfrentarse a los hechos desde todos los prismas posibles, con un punto de incredulidad, porque sabemos a ciencia cierta que las apariencias engañan, que los poderes de la seducción y la propaganda son enormes y que el poder tiene múltiples caminos para llevar el gato al agua, y sin a priori, ni dogmatismos, una actitud por lo demás estrictamente científica y éticamente respetuosa. Por lo demás, la actualidad puede ser un instrumento inmejorable para educar para la prevención, la gestión, la resolución si es posible, o la conllevancia si no hay más remedio, pacífica de los conflictos, que forman parte de la cotidianidad de la vida en libertad y del discurrir de las sociedades complejas y abiertas.

Como escribieron los alumnos de la escuela de Barbiana (Italia), en el periódico viene la historia que vivimos en primera persona. Por eso se leía cada día en Barbiana, en voz alta y de arriba abajo, constituyendo el punto de partida de todo el quehacer escolar. Porque la escuela existe para comprendernos a nosotros mismos, a los demás y al mundo, al planeta entero. Pero… con los exámenes encima cualquiera pierde dos horas de clase para leer el periódico. Y es que en el periódico no hay nada que sirva para vuestros exámenes. Es la prueba más evidente de que en vuestra escuela hay poca cosa que sirva para la vida.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/12/13/la-actualidad-en-las-aulas/

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Los españoles y la interculturalidad

Por: Xavier Besalú

Tal vez, desde el prisma intercultural, las reivindicaciones y aspiraciones de las minorías culturales y nacionales españolas encontrarían un terreno más abonado para su comprensión y un camino más despejado para su resolución.

Según la legislación vigente son fines del sistema educativo español: La formación para la paz, el respeto a los derechos humanos, la vida en común, la cohesión social, la cooperación y solidaridad entre los pueblos; la formación en el respeto y reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural de España y de la interculturalidad como un elemento enriquecedor de la sociedad.

Habitualmente asociamos la diversidad cultural a la inmigración extranjera y la educación intercultural a aquello que hacemos con los inmigrantes extranjeros en la escuela para que se adapten con rapidez a ella. Pero eso no es así en ningún caso, porque las diferencias culturales no han llegado a España con los inmigrantes extranjeros (ya estaban aquí las lenguas, las religiones, las formas de vida, las tradiciones, los hábitos alimenticios… distintos) y tenemos más que claro que todos -extranjeros y nacionales- debemos prepararnos para vivir en sociedades plurales, complejas, conflictivas y democráticas. Pero es que, en el caso español, sería sencillamente tramposo aludir a la interculturalidad para referirse en exclusiva a las relaciones entre nacionales y extranjeros o, a lo sumo, entre payos y gitanos, nuestra minoría étnica por excelencia. Esa interculturalidad debería incluir sin lugar a dudas la relación y el ejercicio en pie de igualdad de los derechos y deberes reconocidos sobre el papel a todos los ciudadanos españoles, individual y colectivamente considerados, es decir, también a sus diversas nacionalidades y regiones, por decirlo en términos constitucionales.

Los estados, tal como los conocemos actualmente, han sido y son un instrumento para organizar políticamente las sociedades, de construcción relativamente reciente, pero solo un instrumento contingente, no una realidad esencial, ahistórica y natural, que se han consolidado como entidades poderosas para garantizar ciertos niveles de bienestar y seguridad a sus habitantes y para fabricar sólidas identidades nacionales a costa de negar, marginar o tolerar a las naciones, pueblos, culturas e identidades minoritarios. Porque los estados, por liberales y democráticos que sean, no son neutrales o indiferentes en lo relativo a la cultura y a la identidad: todos tienen una lengua (pocos más de una) oficial, una religión (por tradición o por otros intereses) más o menos protegida, unos cuantos elementos simbólicos (bandera, himno, escudo… e incluso selecciones y héroes nacionales), un determinado calendario laboral, un currículum escolar con unas prioridades y unos sesgos claramente visibles en disciplinas como la historia, la literatura o las artes, un código penal con normas propias…

España, por historia y por tradición, ha gestionado su diversidad cultural desde una matriz marcadamente asimilacionista, a la francesa, modelo que ha sido presentado y se ha consolidado como lo más natural del mundo -como el propio estado-, de sentido común. En realidad, la mayoría de los estados modernos se han edificado sobre un proyecto claramente homogeneizador; por eso, solo en el actual contexto de globalización y de democracia avanzada hemos empezado a hablar, al menos retóricamente, de interculturalidad, de diversidad cultural y de minorías. No hace falta pertenecer a una de esas minorías para constatar que ese respeto y reconocimiento a la pluralidad lingüística y cultural de España, que predica la ley, es a día de hoy un rotundo fracaso, cuando los estereotipos y los prejuicios campan a sus anchas, cuando los derechos reales de las lenguas minoritarias son permanentemente cuestionados y laminados, cuando esas diferencias culturales son ignoradas, vilipendiadas o suprimidas en nombre de la igualdad, cuando esa pluralidad requiere siempre la aprobación de la mayoría para poder sobrevivir en condiciones de normalidad. Y es que tampoco la interculturalidad es vivida como un elemento enriquecedor de la sociedad, sino como un problema que, como mucho, hay que conllevar, como un estorbo pesado y tedioso, o como una provocación que raya la amenaza a una unidad y a una armonía míticas, y no como una realidad que hay que gestionar del modo más democrático y justo posible.

Las minorías nacionales, por su parte, son aquellos pueblos o comunidades que a lo largo de la historia, y hasta nuestros días, han buscado reconocimiento político. Son minorías porque forman parte de un Estado cuyos elementos culturales e identitarios son distintos a los suyos (lengua, religión, historia, tradiciones, geografía…), y son nacionales porque tienen el sentimiento y la percepción de tener una personalidad política distinta de la mayoritaria -ni mejor, ni peor, solo distinta- que, algunas veces, les conduce a reclamar los beneficios y la fuerza de contar con una herramienta llamada estado.

El primer paso para una gestión democrática de la diversidad cultural y nacional es necesariamente el reconocimiento en pie de igualdad de esa realidad, no como una concesión graciosa, el respeto como sujeto de todos los derechos políticos, sociales y culturales de que gozan los ciudadanos pertenecientes a la mayoría y que tienen todo el peso del estado a su favor. Justamente por eso, porque los estados tienen una identidad concreta que tiende permanentemente a la expansión, es por lo que las minorías demandan algún tipo de reparación o de protección para contrarrestar esa desigualdad estructural. No lo hacen con la finalidad de gozar de más derechos que los demás, o de tener algún tipo de privilegio, sino sencillamente para poder ejercer en la práctica los mismos derechos que las mayorías. Por eso, el segundo paso en esta gestión democrática de la diversidad cultural y nacional es la negociación que en ningún caso debe pasar por la imposición de la mayoría, porque si dicha negociación se ve sometida o amenazada por la tiranía de esa mayoría, estaríamos hablando de concesiones y no de acuerdos.

Pero lamentablemente, ante el avance de una democracia verdaderamente pluralista e inclusiva, los antes asimilacionistas han ido virando de estrategia y ahora han sustituido sus cantos a la igualdad y a la bondad de la eliminación o privatización de las diferencias de los otros por las apelaciones enardecidas a la convivencia y a la cohesión social, sin referencia alguna a algo tan humano y tan real como son las relaciones de poder. No ponen en duda la justicia del reconocimiento y de la negociación, pero temen que su aplicación erosione esa convivencia y perturbe esa cohesión. Detentadores del poderío y el blindaje que otorga tener de su parte el entramado estatal, se presentan como no nacionalistas y postidentitarios -como si esto fuera posible- y se proclaman cosmopolitas, ciudadanos del mundo, liberados de cualquiera de esas viejas ataduras. El respeto a los derechos humanos, la solidaridad entre los pueblos no deberían ser simples deseos bienintencionados: los derechos humanos debieran estar por encima de las fronteras y de las pertenencias identitarias, y la solidaridad es algo más que limosna piadosa.

Tal vez, desde el prisma intercultural, las reivindicaciones y aspiraciones de las minorías culturales y nacionales españolas encontrarían un terreno más abonado para su comprensión y un camino más despejado para su resolución.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/10/17/los-espanoles-y-la-interculturalidad/

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Vulnerables, frágiles… humanos

Por: Xavier Besalú

Necesitamos una educación cargada de referentes sólidos para navegar en este mundo líquido, que apele fundamentalmente a la razón sin descuidar los sentimientos.

Ante los atentados de Barcelona, cometidos por chicos muy jóvenes, con toda la vida por delante, es inevitable preguntarnos qué hemos hecho mal en el sistema educativo, qué ha fallado en el proceso de socialización y formación de estas personas. Al haber sido reivindicados por Estado Islámico, por otra parte, parece lógico también que la atención se haya centrado en saber cómo se producen determinados procesos de radicalización dentro del mundo musulmán y en las medidas para prevenirlos, detectarlos y afrontarlos desde los centros escolares.

Y aquí se impone una primera constatación: sabemos todavía muy poco de la vida, es decir, de los sentimientos y las dificultades, de los pensamientos y vínculos, de los dilemas y referentes, de los fracasos y expectativas, de los hijos e hijas de inmigrantes extranjeros, la mayor parte de los cuales ya han nacido en nuestro país o llegaron a él siendo niños. Utilizamos y adaptamos las conclusiones de investigaciones realizadas en Francia, en Gran Bretaña o en California, pero tenemos la certeza de que ni las condiciones, ni las circunstancias, ni los protagonistas, por activa y por pasiva, son replicables. Al haberse detenido en gran parte los flujos migratorios, a raíz de la crisis económica de este último decenio, algunos responsables mal informados han decretado, al parecer, que esta es una página del pasado que no conviene volver a abrir.

En segundo lugar, y en un sentido completamente distinto, habría que decir que el problema del mal, incluso del mal radical, no se refiere en exclusiva al mundo musulmán, sino que es una cuestión sencillamente humana. El mal no es una cualidad inherente a algunas personas, patológicamente enfermas, intrínsecamente crueles o predispuestas genéticamente o culturalmente al fanatismo, por más que tanto la medicina como el derecho o la religión actúen bajo este supuesto. La verdad es que para la sociedad sería enormemente tranquilizador que esto fuera así: la solución estaría en detectar e identificar tempranamente a estas personas, retirarlas de la circulación para curarlas, rehabilitarlas o sublimar sus pulsiones malignas, si fuera posible, o mantenerlas aisladas el resto de sus vidas.

Como han demostrado y escrito repetidamente psicólogos, antropólogos y pedagogos, las personas somos esencialmente vulnerables –y mucho menos fuertes y coherentes de lo que creemos-, profundamente ambiguas –capaces de lo mejor y de lo peor, ni buenas ni malas por naturaleza-, fácilmente maleables –por la propaganda, por la autoridad, por el grupo, por las emociones-, y condicionadas por las fuerzas situacionales y por factores externos propios del entorno, aunque no determinadas: nada nos exime de nuestra responsabilidad, porque no somos esclavos de ninguna circunstancia, por dura que sea, y como individuos siempre tenemos la posibilidad de hacer lo que es debido, de actuar conscientemente, de reaccionar con criterio propio.

Si el problema es la vulnerabilidad, la fragilidad humana, la solución ya no puede ser la de detectar y apartar a los malos, sino la de preparar a todos los niños y jóvenes para fortalecer su subjetividad, para que piensen y actúen como seres independientes, para que no disuelvan su individualidad en la masa informe, para que activen su capacidad reflexiva y su espíritu crítico en cualquier tiempo, espacio y circunstancia, para que abominen de la indiferencia ante lo que no les afecta directamente –tanto si se da en el propio grupo como si ocurre en las antípodas-, y para que combatan sin descanso el conformismo y la pasividad.

Reconocer que todos nosotros somos extremadamente vulnerables es un paso imprescindible para ello, porque nadie está a salvo de hacer el mal. Es un requisito tan necesario como la renuncia al yo controlo del adicto a las drogas, o al prepotente yo nunca caeré tan bajo que otorga una supuesta superioridad moral a quien lo enunciaEs una actitud humilde y sensata, porque no sabemos a ciencia cierta cual podría ser nuestra reacción ante situaciones extremas (un terremoto, una guerra, el asesinato de un ser querido…) y desde luego tampoco podemos dar por supuesta cual habría sido nuestra conducta de haber vivido en la Alemania nazi, en la Rusia soviética o en la España de los Reyes Católicos.

Si esa es la tarea, creo que no somos suficientemente conscientes del rumbo que hemos ido imprimiendo a nuestra educación al albur del mercado, sin unos referentes básicos, poniendo el foco en lo metodológico, con el actual énfasis en unas competencias que, si se definen como básicas, son de una ambigüedad o polisemia que las inhabilita y, por el contrario, si se formulan con pelos y señales, nos devuelven al jardín tecnológico de lo medible y cuantificable. En la sociedad española actual, plural desde tantos puntos de vista, en un mundo globalizado e interdependiente como el que nos ha tocado vivir, con todas las ideologías fuertes –políticas, religiosas o filosóficas- en crisis, con tantos modelos y formas distintas de ser autónomo y feliz, es más necesario y urgente que nunca empoderar a los individuos, fortalecer su subjetividad, para que sean capaces de actuar con libertad e independencia, a pesar de las circunstancias, de hacerse plenamente responsables de sus decisiones y de sus actos, y de resistirse al mal, por más seductora e ilusionante que sea su llamada.

En el mundo occidental es bastante evidente que, en el ámbito educativo, la técnica ha vencido a las ideas, como si nuestra misión fuera preparar a niños y jóvenes para vivir en un mundo posthumano, sin ideales ni ideologías, sin un sentido más allá de lo útil y lucrativo, estrictamente materialista y emocional. Necesitamos una educación cargada de referentes sólidos para navegar en este mundo líquido, que apele fundamentalmente a la razón sin descuidar los sentimientos. Y para ello es imprescindible la rehabilitación de las humanidades, una formación humanista que, más que una suma de materias y contenidos, es sobre todo una forma de enfocar lo educativo. Porque las humanidades son textos y los textos están ahí no para ser repetidos y memorizados, sino para ser interpretados; no están ahí con respuestas convergentes y prefijadas, sino para abrir interrogantes, para poner en crisis las certezas, para descubrir los matices y las razones de los otros; para establecer un diálogo con nosotros mismos, con nuestros compañeros y profesores, con nuestras familias y comunidades, arropados por el testimonio de seres lejanos en el espacio y en el tiempo, pero humanos al fin y al cabo.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/09/13/vulnerables-fragiles-humanos/

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La Carta a una maestra cincuenta años después

Por Xavier Basalú

¿Qué podemos aprender hoy de la Carta? Que necesitamos sujetos maduros, independientes, celosos de su intimidad y de su libertad, capaces de hacer lo correcto aunque todo nos arrastre a subir al carro del que más grita, de la mayoría…, personas auténticamente soberanas.

En mayo de 1967 la Libreria Editrice Fiorentina publicó un libro de título más bien inocuo (Lettera a una professoressa) y de autoría extraña (Scuola di Barbiana), una escuela alegal de un pueblo recóndito y prácticamente desconocido. A pesar de ello, su radicalidad, la frescura y la franqueza de su lenguaje, por una parte y, por otra, el hecho de aparecer en el momento álgido de la contestación social y cultural contra el capitalismo triunfante y un entramado institucional (entre ellas, la familia y la escuela) constreñidor de la libertad individual y colectiva, lo convirtió en un auténtico revulsivo, cuyas denuncias, interrogantes, dilemas y propuestas han llegado hasta hoy.

Sabemos que detrás de la Carta había un cura singular, Lorenzo Milani, convencido de que solo una escuela profundamente clasista (con conciencia de clase) y el dominio del lenguaje -de todos los lenguajes- podrían garantizar la libertad y la capacidad de ejercerla a los pobres, a los últimos, a los oprimidos, en lenguaje freireano.

Un cura incómodo, marginado por la jerarquía eclesiástica de aquellos años, que acaba de ser rehabilitado públicamente por el papa Francisco, y que murió a las pocas semanas de su publicación. Había también, detrás de la Carta, una técnica humilde al servicio del arte de escribir, la escritura colectiva, un proceso de selección, discusión, análisis y redacción extraordinariamente riguroso, reflexivo, lento, austero, sincero y eficaz.

Cincuenta años después es llegado, tal vez, el momento oportuno de que quienes no hayan leído la Carta lo hagan: no les ocupará mucho tiempo y seguro que no les dejará indiferentes, y de que quienes la leyeron hace tiempo la lean de nuevo: comprobarán como los clásicos siempre tienen algo que decirnos y como los años nos han hecho, a lo mejor, más lúcidos… o más escépticos…

¿Qué podemos aprender hoy de la Carta? ¿Cuál es su lectura del mundo, cuáles son sus interpelaciones?

La adherencia a la realidad: a la más cercana y concreta, la que viven los propios aprendices y sus familias, pero también la más remota, la que entra en nuestro mundo a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, siempre desde la perspectiva de las víctimas, de los últimos, porque nada de lo que es humano nos es ajeno.

Un currículum competencial, sí, que señale cuales son las competencias básicas que debe tener todo ciudadano, pero con un contenido surgido de la actualidad para lograr comprenderla, analizarla desde distintas perspectivas, contrastarla con distintas fuentes, hoy que la tecnología nos lo pone tan fácil, desde criterios claros, desde el respeto inalienable por la dignidad de todos los seres humanos.

Una escuela problematizadora, estrictamente instrumental, lejos de su tradición bancaria, porque no se trata de depositar en los alumnos ninguna cultura concreta, sino de utilizar diestramente el material técnico disponible, los lenguajes, el diálogo, para fabricar una cultura nueva, despojada de los sesgos clasistas, sexistas, homófobos y etnocéntricos que todavía tiene la cultura dominante.

Una escuela que reivindique la política, porque política es trabajar para formar personas libres e independientes, que asuman la tarea de construir un mundo más humano y más justo. En palabras de Francuccio, un alumno de Barbiana: “¿Cómo quieres amar al prójimo si no es con la política?”. Una escuela de donde no salgan ciudadanos que abominan de lo político, como ocurre ahora, sino al contrario: capaces de hacer frente a unas élites insensibles al dolor y a la desigualdad, seguros de sí mismos para no caer en manos de antisistemas de salón o de charlatanes cínicos y mal educados.

Una escuela que eduque, al servicio de todos y cada uno de los alumnos, con un profesorado que genere la confianza suficiente como para conocerlos, amarlos, ayudarles, detectar sus debilidades y potencialidades para compensarlas o impulsarlas, que ese es el sentido profundo de la evaluación pedagógica. Una escuela y un profesorado que se niegue a seleccionar, a clasificar y a poner notas, porque esta no es su misión y, además, el hacerlo pervierte todo lo que toca, las relaciones, los saberes, las actividades, los valores.

Una educación que apueste por todas las tecnologías disponibles, abierta a todos los recursos que posibiliten un conocimiento más eficaz, más informado, más complejo y más interdisciplinar. Las tecnologías son vehículos que facilitan las tareas y expanden las posibilidades: el problema no está en ellas, sino en su manejo y en el sentido de su uso, que justamente demanda sujetos sólidamente entrenados, conscientes y responsables de sus decisiones y acciones.

La necesidad imperiosa de ampliar y aprovechar el tiempo educativo que pasa, por un lado, por planificar adecuadamente el tiempo escolar, por dedicar el horario de la escuela a aquello realmente relevante y que difícilmente pueda aprenderse fuera de ella, en definitiva, por no perder el tiempo. Y, por otro, por convertir la ciudad en un espacio cultural y educativamente poderoso, de forma que el tiempo no lectivo, los fines de semana, los veranos, no se conviertan en momentos de empobrecimiento o embrutecimiento cultural, sino en un campo abierto de posibilidades vinculadas a las artes, al deporte, a las relaciones, al estudio, y eso implica que las instituciones locales surtan una oferta suficiente y barata para que no se convierta en lo que desgraciadamente suele ocurrir: en un territorio que incrementa las desigualdades y priva a los pobres de oportunidades educativas.

Una escuela que, en un mundo sin referentes indiscutibles, donde parece que todo vale y todo tiene justificación, donde la libertad individual y la tolerancia han hecho avances significativos, fortalezca a los sujetos, les haga conscientes de que ellos son los únicos responsables de sus actos y de sus decisiones, que si quieren pueden ampararse en alguna narrativa de salvación –política o religiosa-, pero que ello no les libera de su responsabilidad. Porque, somos seres esencialmente ambiguos y vulnerables, capaces de lo mejor y de lo peor, extraordinariamente influenciables por las presiones o los condicionamientos de nuestro entorno: por eso necesitamos sujetos maduros, independientes, celosos de su intimidad y de su libertad, capaces de hacer lo correcto aunque todo nos arrastre a subir al carro del que más grita, de la mayoría…, personas auténticamente soberanas.

Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/07/13/la-carta-una-maestra-cincuenta-anos-despues/

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Entre Corea del Sur y Finlandia

Por: Xavier Besalú

Las evaluaciones PISA nos hablan de sistemas competentes pero enormemente diferentes en su desarrollo. Los resultados de las pruebas pueden ser indicadores, sí, pero no sabemos bien de qué.

Cada tres años, cuando se hacen públicos los resultados de las pruebas PISA, los periódicos clasifican a los distintos países en función de las puntuaciones obtenidas. En cabeza suelen estar casi siempre Corea del Sur (últimamente también Singapur) y Finlandia. En 2015, por ejemplo, en Ciencias -que era el objeto principal- los puntos obtenidos fueron 556 para Singapur, 531 para Finlandia, 516 para Corea del Sur y 493 para España. En Comprensión lectora, 535 para Singapur, 526 para Finlandia, 517 para Corea del Sur y 496 para España. Y en Matemáticas, 564 para Singapur, 524 para Corea del Sur, 511 para Finlandia y 486 para España. Si atendemos, pues, a lo que nos dicen estos datos, estaríamos ante dos modelos de éxito educativo claramente diferenciados: mientras el de Corea del Sur y Singapur pivota sobre la competitividad, la meritocracia y la mal llamada cultura del esfuerzo, el de Finlandia descansaría sobre la equidad, la personalización de la enseñanza y la educación integral. ¿Por cual de los dos optar? ¿Es posible conjugar aspectos de uno y de otro?

En Corea del Sur la enseñanza de los 6 a los 15 años es obligatoria y gratuita (comida incluida). La jornada escolar es larga -de las 8 de la mañana a las 5 de la tarde- y en muchos casos continúa en las academias privadas, estas sí de pago, y en el propio domicilio. El sistema es extraordinariamente competitivo, las clases son de una rigidez extrema y la presión sobre los alumnos es muy elevada, primero para obtener buenas notas y después para poder ingresar en las universidades de más prestigio.

La competitividad es también el eje del sistema educativo de Singapur, donde además, desde muy temprana edad, se clasifica y agrupa al alumnado en función de sus capacidades y  resultados. Es sabido, por otra parte, que Singapur es una democracia autoritaria, donde el control político y social es muy elevado a cambio de un buen nivel de bienestar económico y social y, en este juego de equilibrios, la educación tiene un papel fundamental.

En Finlandia, la enseñanza obligatoria va de los 7 a los 16 años, es gratuita (incluyendo la comida, el material escolar y el transporte, si es necesario), pública prácticamente en su totalidad y comprensiva. La escuela se configura como un hogar confortable, lleno de vida y de dimensiones humanas. Las notas aparecen solo al finalizar la enseñanza primaria, aunque las familias periódicamente reciben información de la situación y evolución de sus hijos. La autoridad del profesorado pivota sobre las relaciones de proximidad y de respeto hacia el alumnado.

Hay algunos elementos comunes a los dos modelos: la consideración de que la educación es el mecanismo más democrático y justo para situarse y progresar en el mercado laboral; el prestigio de la profesión docente de lo que deriva un proceso de selección importante de los candidatos a ejercerla; la excepcionalidad de la repetición de curso como medida útil para los alumnos con peores resultados; una secundaria superior de tres cursos. Pero desde luego es mucho y significativo lo que les separa.

En Corea del Sur y Singapur no se discute el principio meritocrático, según el cual, cualquiera puede llegar a la meta que se proponga, siempre que haga méritos para ello (méritos que suelen concretarse en las aptitudes intelectuales y en el esfuerzo y disciplina personales). Pero ya Gardner, el profeta de las inteligencias múltiples, advertía de que el reparto de las inteligencias es sumamente injusto, pues depende de “saber elegir bien a los padres”, como por otra parte corroboran todas las estadísticas desde que contamos con ellas: los resultados escolares correlacionan de manera muy significativa con el nivel socioeconómico y cultural de los progenitores; es decir, que el fracaso escolar se ensaña con el alumnado de familias pobres y con poco capital instructivo.

Por otra parte, la ideología del esfuerzo es un poderoso artefacto ideológico que, aprovechando la imagen positiva asociada al esfuerzo, hace tabula rasa de la cultura de los derechos humanos al considerar que las personas solo tienen derecho a aquello que es fruto de su esfuerzo y son las únicas responsables de su propio destino. Considera que seguir poniendo el acento en el contexto familiar del alumnado es una excusa para, en nombre de la democratización de la enseñanza, seguir alimentado la mediocridad y desatender a los alumnos con verdadero talento. De aquí se seguiría la necesidad de favorecer la competitividad y de establecer itinerarios escolares diferenciados.

En Finlandia, en cambio, el principio rector es la equidad tanto dentro del sistema educativo para tratar de evitar que contribuya a la reproducción de las desigualdades de origen -uno de los pilares es justamente que los niveles de calidad de todas las escuelas sean muy elevados y prácticamente equivalentes-, como fuera de ella. Sería el caso de unos servicios sociales muy atentos a las condiciones de crianza de los bebés o de la red de bibliotecas municipales. Otro principio de la enseñanza finlandesa es la personalización del aprendizaje: la voluntad de ajustar la acción educativa a las características y necesidades de los aprendices eliminado las barreras que la impidan; tomar en cuenta sus intereses; conectar la enseñanza con sus experiencias vitales y utilizar todos los recursos disponibles tanto dentro como fuera de las escuelas; partir de currícula relativamente breves y abiertos, contar con estructuras sumamente flexibles y potenciar la función orientadora y tutorial de la docencia.

Conclusión: los números no son suficientes para describir realidades complejas. Los resultados de unas pruebas estandarizadas pueden actuar de indicadores sí, pero no sabemos bien de qué. No es sensato copiar a nadie, ni tomar por referencia un determinado sistema atendiendo solo a las puntuaciones obtenidas. Los casos de Corea del Sur/Singapur y Finlandia son suficientemente ilustrativos al respecto.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/06/13/entre-corea-del-sur-y-finlandia/

 

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De los conflictos: una perspectiva institucional

Por: Xavier Besalú

Los conflictos son inevitables, sí. Una de las tareas de los centros es prevenirlos y evitarlos en lo posible. La institución tiene fuerza a la hora de determinar las condiciones de vida en su interior.

Un conflicto es un indicador, un síntoma: unas veces lo es de la diversidad de puntos de vista, de intereses o de logros que alcanzar y, otras, de rivalidades, incompatibilidades, odios u agravios… En cualquier caso, no siempre los conflictos pueden prevenirse -algunas veces incluso puede ser oportuno que aparezcan o estallen de manera controlada porque pueden convertirse en ocasiones impagables de aprendizaje-, ni son fácilmente identificables, ni siempre tienen una solución a corto o medio plazo, pero sí deben ser abordados y gestionados educativamente para resolverlos, si es posible, o para aprender a vivir con ellos.

Porque si la educación escolar es una preparación para la vida, sabemos a ciencia cierta que la vida en sociedades abiertas, heterogéneas, libres e individualistas como la española, estará plagada de situaciones conflictivas, tanto en el hogar como en el trabajo, como en los espacios y momentos de ocio. Inevitablemente. Por tanto, más vale que la escuela haya sido un buen campo de entrenamiento para lidiar con ellos con las herramientas adecuadas.

Son suficientemente conocidos los ramilletes de procedimientos y técnicas útiles para prevenir, gestionar y resolver conflictos en los centros educativos. Todos suelen tener por protagonista al alumnado. Sin embargo, en este texto pondremos el foco en las condiciones institucionales en las que se desarrolla la vida en los centros y en los docentes, tanto porque ostentan la autoridad y el poder por delegación de la sociedad en general y de las familias de estos alumnos en particular, como porque deben erigirse en “entrenadores” competentes para educar en y para los conflictos.

Probablemente el primer requisito sea el de generar y mantener un clima de confianza y comunicación a todos los niveles: entre el profesorado, con las familias, con el grupo-clase y con todos y cada uno de los individuos. La confianza evita malentendidos, favorece el diálogo, permite distinguir los problemas de las personas y no confundir el proceso con el problema mismo.

La educación en y para el conflicto no debería estar reñida ni con la cortesía, ni con la buena educación, ni con el reconocimiento y la acogida incondicional de las personas afectadas. Hoy día, en algunas ocasiones, se hace difícil conjugar la confianza con el respeto, pero no son términos antagónicos y en los centros educativos debemos esforzarnos por hacerlo posible corrigiendo determinadas conductas y actitudes del alumnado que de forma inconsciente confunden una cosa y otra, fruto a veces del desconcierto educativo de muchas familias. En este sentido, me parece importante reivindicar la autoridad del profesorado: la docencia tiene unas funciones asignadas y unas responsabilidades que ejercer o, dicho de otro modo, la docencia implica cierto grado ineludible de directividad. Pero hoy día la autoridad no la otorga la institución, ni se reconoce de oficio, ni puede ser impuesta sin más, sino que debe ser reconocida por el trabajo bien hecho, por el prestigio intelectual, por la solvencia moral, por algún tipo de “carisma” que contagie el placer de aprender y de crecer. El profesorado es el garante del clima relacional y de trabajo, es el primer responsable de las condiciones concretas de vida y aprendizaje en las aulas.

Mucho se ha escrito sobre la acción tutorial que -recordémoslo- es el conjunto de acciones que realiza el centro educativo y todos sus profesionales con el fin de favorecer la formación integral y la integración social del alumnado. Y que debe operar en dos planos distintos: el grupal, puesto que los grupos-clase tienen vida propia y son el marco más adecuado para abordar y trabajar determinadas competencias, habilidades y temas; y el individual, por desgracia tan olvidado, que significa que cada alumno debería contar con un profesor de referencia con el que mantener periódicamente una relación personalizada, asentada en la confianza mutua y en la confidencialidad necesaria, que permita ir más allá de la instrucción estricta para contemplar a la persona del alumno en su integralidad. Esta relación me parece especialmente importante en los institutos, justo cuando adolescentes y jóvenes viven momentos convulsos de tránsito y búsqueda, precisamente cuando necesitan poner distancia entre ellos y sus padres para convertirse en personas independientes y con identidad propia. La tutoría, esa atención personalizada, ese esfuerzo de comprensión y ayuda por parte del docente, es inherente a la docencia, forma parte del núcleo duro del oficio de enseñar y no debería ser visto como una carga añadida y molesta.

En lo que atañe a la tutoría grupal, las cosas están claras: el docente tutor de un grupo-clase es el responsable de cuidar de la educación emocional del alumnado, de gestionar los conflictos latentes o manifiestos que se den en el grupo y de estimular la participación de todos y cada uno. Caben aquí las dinámicas para la creación de vínculos reales dentro del grupo, las actividades para tomar conciencia de las propias percepciones, estereotipos y prejuicios, para entrenar las habilidades sociales, para conocerse a sí mismo, para tomar decisiones… Cabe también reivindicar de nuevo las asambleas de clase como espacios y tiempos para el aprendizaje de la deliberación y la democracia, como pilares contrastados de la tradición pedagógica progresista. Y el conocimiento, el análisis y la valoración de la actualidad, más allá de los titulares: porque la actualidad es siempre controvertida y puede ser leída desde lógicas y ópticas distintas; porque contiene componentes emocionales y morales de alto voltaje; porque obliga a la reflexión, a la escucha, a la argumentación; porque nos hace partícipes y responsables de la vida de los demás.

La evaluación -escribió hace ya algunos años Miguel Ángel Santos Guerra- es un proceso de diálogo, comprensión y mejora. Si asumimos de verdad que en la escuela educamos a personas completas y en todas sus dimensiones, deberíamos romper ya con esa concepción de la evaluación que la constriñe a este artificio llamado materias o competencias y la asimila a las calificaciones o notas. Evaluar es el esfuerzo por conocer al otro, es decir, es el empeño por reunir información exhaustiva y fiable de una persona, para ayudarla, para orientarla, para que pueda superar las dificultades y problemas con que se encuentre, para que no se aburra en la escuela, para que tenga amigos, para que explore sus potencialidades y explote sus habilidades, para que sea consciente de sus lagunas y déficits y trate, en la medida de lo posible, de subsanarlos.

Y, ¿qué mejor que dialogar para conocer? Pongámonos a prueba: ¿seríamos capaces los docentes de escribir un par de páginas con información relevante y personalizada de cada uno de los alumnos a los que ponemos notas? Si el objetivo es ayudar, ponernos al servicio y a favor del alumnado, más que reunir información debemos comprender, es decir, entrar en las razones y en la lógica de los argumentos y las conductas del otro, saber de sus circunstancias y condicionamientos concretos, singularizar. Si evaluar fuera eso, sería prácticamente imposible que un docente no detectara el aislamiento de un alumno, que no se diera cuenta de su tristeza y su soledad, que no atisbara su sufrimiento, que no percibiera su silencio, su voluntad de pasar desapercibido, su distanciamiento, su desapego, su rabia, su autosuficiencia, su blindaje…

Los conflictos son inevitables, sí, pero entre las tareas de los centros educativos está el prevenirlos y evitarlos si es posible. La institución, lo estructural, sigue teniendo una gran fuerza para determinar las condiciones en que se desarrolla la vida en su interior. También la institución educativa.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/05/24/de-los-conflictos-una-perspectiva-institucional/

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