La Carta a una maestra cincuenta años después

Por Xavier Basalú

¿Qué podemos aprender hoy de la Carta? Que necesitamos sujetos maduros, independientes, celosos de su intimidad y de su libertad, capaces de hacer lo correcto aunque todo nos arrastre a subir al carro del que más grita, de la mayoría…, personas auténticamente soberanas.

En mayo de 1967 la Libreria Editrice Fiorentina publicó un libro de título más bien inocuo (Lettera a una professoressa) y de autoría extraña (Scuola di Barbiana), una escuela alegal de un pueblo recóndito y prácticamente desconocido. A pesar de ello, su radicalidad, la frescura y la franqueza de su lenguaje, por una parte y, por otra, el hecho de aparecer en el momento álgido de la contestación social y cultural contra el capitalismo triunfante y un entramado institucional (entre ellas, la familia y la escuela) constreñidor de la libertad individual y colectiva, lo convirtió en un auténtico revulsivo, cuyas denuncias, interrogantes, dilemas y propuestas han llegado hasta hoy.

Sabemos que detrás de la Carta había un cura singular, Lorenzo Milani, convencido de que solo una escuela profundamente clasista (con conciencia de clase) y el dominio del lenguaje -de todos los lenguajes- podrían garantizar la libertad y la capacidad de ejercerla a los pobres, a los últimos, a los oprimidos, en lenguaje freireano.

Un cura incómodo, marginado por la jerarquía eclesiástica de aquellos años, que acaba de ser rehabilitado públicamente por el papa Francisco, y que murió a las pocas semanas de su publicación. Había también, detrás de la Carta, una técnica humilde al servicio del arte de escribir, la escritura colectiva, un proceso de selección, discusión, análisis y redacción extraordinariamente riguroso, reflexivo, lento, austero, sincero y eficaz.

Cincuenta años después es llegado, tal vez, el momento oportuno de que quienes no hayan leído la Carta lo hagan: no les ocupará mucho tiempo y seguro que no les dejará indiferentes, y de que quienes la leyeron hace tiempo la lean de nuevo: comprobarán como los clásicos siempre tienen algo que decirnos y como los años nos han hecho, a lo mejor, más lúcidos… o más escépticos…

¿Qué podemos aprender hoy de la Carta? ¿Cuál es su lectura del mundo, cuáles son sus interpelaciones?

La adherencia a la realidad: a la más cercana y concreta, la que viven los propios aprendices y sus familias, pero también la más remota, la que entra en nuestro mundo a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, siempre desde la perspectiva de las víctimas, de los últimos, porque nada de lo que es humano nos es ajeno.

Un currículum competencial, sí, que señale cuales son las competencias básicas que debe tener todo ciudadano, pero con un contenido surgido de la actualidad para lograr comprenderla, analizarla desde distintas perspectivas, contrastarla con distintas fuentes, hoy que la tecnología nos lo pone tan fácil, desde criterios claros, desde el respeto inalienable por la dignidad de todos los seres humanos.

Una escuela problematizadora, estrictamente instrumental, lejos de su tradición bancaria, porque no se trata de depositar en los alumnos ninguna cultura concreta, sino de utilizar diestramente el material técnico disponible, los lenguajes, el diálogo, para fabricar una cultura nueva, despojada de los sesgos clasistas, sexistas, homófobos y etnocéntricos que todavía tiene la cultura dominante.

Una escuela que reivindique la política, porque política es trabajar para formar personas libres e independientes, que asuman la tarea de construir un mundo más humano y más justo. En palabras de Francuccio, un alumno de Barbiana: “¿Cómo quieres amar al prójimo si no es con la política?”. Una escuela de donde no salgan ciudadanos que abominan de lo político, como ocurre ahora, sino al contrario: capaces de hacer frente a unas élites insensibles al dolor y a la desigualdad, seguros de sí mismos para no caer en manos de antisistemas de salón o de charlatanes cínicos y mal educados.

Una escuela que eduque, al servicio de todos y cada uno de los alumnos, con un profesorado que genere la confianza suficiente como para conocerlos, amarlos, ayudarles, detectar sus debilidades y potencialidades para compensarlas o impulsarlas, que ese es el sentido profundo de la evaluación pedagógica. Una escuela y un profesorado que se niegue a seleccionar, a clasificar y a poner notas, porque esta no es su misión y, además, el hacerlo pervierte todo lo que toca, las relaciones, los saberes, las actividades, los valores.

Una educación que apueste por todas las tecnologías disponibles, abierta a todos los recursos que posibiliten un conocimiento más eficaz, más informado, más complejo y más interdisciplinar. Las tecnologías son vehículos que facilitan las tareas y expanden las posibilidades: el problema no está en ellas, sino en su manejo y en el sentido de su uso, que justamente demanda sujetos sólidamente entrenados, conscientes y responsables de sus decisiones y acciones.

La necesidad imperiosa de ampliar y aprovechar el tiempo educativo que pasa, por un lado, por planificar adecuadamente el tiempo escolar, por dedicar el horario de la escuela a aquello realmente relevante y que difícilmente pueda aprenderse fuera de ella, en definitiva, por no perder el tiempo. Y, por otro, por convertir la ciudad en un espacio cultural y educativamente poderoso, de forma que el tiempo no lectivo, los fines de semana, los veranos, no se conviertan en momentos de empobrecimiento o embrutecimiento cultural, sino en un campo abierto de posibilidades vinculadas a las artes, al deporte, a las relaciones, al estudio, y eso implica que las instituciones locales surtan una oferta suficiente y barata para que no se convierta en lo que desgraciadamente suele ocurrir: en un territorio que incrementa las desigualdades y priva a los pobres de oportunidades educativas.

Una escuela que, en un mundo sin referentes indiscutibles, donde parece que todo vale y todo tiene justificación, donde la libertad individual y la tolerancia han hecho avances significativos, fortalezca a los sujetos, les haga conscientes de que ellos son los únicos responsables de sus actos y de sus decisiones, que si quieren pueden ampararse en alguna narrativa de salvación –política o religiosa-, pero que ello no les libera de su responsabilidad. Porque, somos seres esencialmente ambiguos y vulnerables, capaces de lo mejor y de lo peor, extraordinariamente influenciables por las presiones o los condicionamientos de nuestro entorno: por eso necesitamos sujetos maduros, independientes, celosos de su intimidad y de su libertad, capaces de hacer lo correcto aunque todo nos arrastre a subir al carro del que más grita, de la mayoría…, personas auténticamente soberanas.

Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/07/13/la-carta-una-maestra-cincuenta-anos-despues/

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Xavier Besalú

Profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona