Por: Rose Mary Hernández Román
Septiembre de 1977, 06:00 a.m, me despertó la emoción de asistir al primer grado en la escuela “Ramón Francisco Feo”, lugar soñado, donde cambiaba el uniforme que había usado en el preescolar, esas cosas que hacen que uno se sienta grande y contento. Recuerdo la sonrisa amorosa de mi mamá, vistiéndome para que me marchara a aprender, mi papá que nos llevaba a diario, estaba como siempre, sentado en la mesa, esperándome, con su taza de café y llamándome dijo: ¡Ven acá hija!, su voz gruesa y siempre firme se escuchaba en el centro de la casa, y con sabias palabras refirió: te voy a leer la cartilla una sola vez. Tienes cinco años y ya está en tu primer grado, te digo que te escogí a la mejor maestra, ella será tu mamá todos los días de clase, a la cual deberás respetar y amar hasta el último respiro de tu vida. Sin repetir nada, su voz quedó grabada en mi corazón por siempre.
Al llegar al salón me esperaba una señora mayor, creo que de sesenta años, con una voz apacible. Era mi maestra María de Norata, quien me recibió en la puerta, con su rostro marcado por el tiempo, y la ternura acumulada en sus años, tomó mi bolso y me dio entrada, sentándome en la primera fila, en el primer pupitre, pidió que sacara el cuaderno, y entre letras y colores pasó ese primer momento.
Al llegar la hora del receso, o como muchos también le conocen: la hora del recreo, tomé mi lonchera y ubicándome en un lugar cercano inicié mi desayuno. Amorosamente, mi maestra dirigiéndose hasta donde me había sentado, me dijo, ¿sabes?, ¡a mí también me gusta tomar café!. Al llegar a casa, sentí una necesidad de hacer lo que mi maestra, de manera inocente, me había pedido, por lo que a diario, a partir de ese momento, me sentía la niña más querida, no me alegraba tanto jugar con mis amigas como sentarme en las piernas de mi maestra para compartir con ella mi taza de café con leche.
Transcurrieron los días dorados y al culminar ese año escolar mi maestra se había mudado a otra ciudad. Nunca más le había vuelto a ver. No supe de ella hasta veinte años después, justo el día en que nació mi hija, al despertar en la habitación, y con su rostro mucho más envejecido, estaba ahí, caminado muy pero muy despacio, y con la fuerza de sus años le dijo a mi mamá, quien también me acompañaba en ese momento: ¡déjame que sea yo quien la siente y le de tomar con mi mano su taza de café!. Entre alegría y lágrimas, no supe cómo llegó, a pesar de su edad, caminaba lento, pero era mi maestra, sus dulces palabras, las mismas de una madre, aún las llevo y llevaré por siempre en mi corazón. ¡Gracias maestra, por tus enseñanzas, por tu dedicación, por haberme llevado de la mano, por haber marcado mi vida para el bien, por haberme mostrado cuanto se gana cuando se comparte!.
Hoy, me pregunto: ¿por qué se han dejado de querer los maestros y sus estudiantes? La escuela cambia con el tiempo, en sus espacios y su gente, sin embargo, en esos espacios y con su gente, la función de educar con amor es invariable.