DIRIGIÉNDOSE AL ESTUDIANTE: ¿QUIÉN EN EL MUNDO SOY YO, O QUIÉN SOY YO EN EL MUNDO?
“Amamos a nuestros niños”, comentó la célebre corresponsal de guerra Martha Gellhorn a comienzos del año 1967 en un artículo para la revista Ladies Home Journal. “Somos famosos por amar a nuestros niños y muchos extranjeros creen que los queremos de forma apasionada. Planificamos, trabajamos, e incluso soñamos, por nuestros niños; estamos, incansablemente, determinados en darles lo mejor de la vida”. Gellhorn presenta algo caricaturesco sobre la clase media estadounidense: confidente y con visión de futuro, sobre privilegiada y asombrosamente miope. “Quizás, estamos muy ocupados”, ella continúa, “amando a nuestros propios niños, mientras que hay madres de niños, a miles de kilómetros de distancia, de baja estatura y de piel morena, que aman a sus hijos tanto como nosotros a los nuestros, pero lo hacen con angustia y miedo”. Martha Gellhorn escribía sobre Vietnam durante la escalada de la guerra de Estados Unidos ahí; pero muy bien se pudiera estar refiriendo a la actualidad. Por supuesto que amamos a nuestros niños, pero qué sabemos, por ejemplo, de los niños de Afganistán o de Irak, sirios o en palestinos, en aquellos lugares donde nuestro gobierno ha puesto su ojo malévolo, ¿Los podemos ver como criaturas tridimensionales, tanto así como a nosotros?, ¿Podemos imaginar qué significaría amar o cuidar de esos niños, o, al menos, podemos imaginar qué podría sentir una madre por su hijo allá?, ¿Qué sabemos de los niños en Puerto Rico, Colombia, Guatemala, Liberia, o las Filipinas, lugares que están bajo una influencia directa del poder estadounidense?, ¿Qué sabemos, o nos importa saber, sobre los niños del sur de Chicago, o, si somos del sur, sobre los del norte de la ciudad, o los del este de Cleveland?, ¿Qué provecho sacamos de nuestra condición balcanizada?, ¿Qué realmente sabemos sobre nuestros vecinos o sobre sus niños, sobre aquéllos a los que la deslumbrante maestra Lisa Delpit ha llamado “los niños de los demás”?
He comentado que la enseñanza está llena, desde un principio, de asuntos relacionados con el deber y con la responsabilidad, la lealtad y la obligación, el conocimiento, el compromiso, la conciencia y el comportamiento. La enseñanza promueve intereses y preguntas perdurables: ¿Quién soy Yo en el mundo?, ¿Qué significa ser un Ser Humano?, ¿Qué es lo bueno y lo justo?, ¿En qué tipo de mundo vivimos y existe algo que consideremos necesario a ser reparado?, ¿Qué le legaremos a la próxima generación?, ¿Qué esperanzas deberíamos tener? La dirección que tome la enseñanza está vinculada a estas primeras preguntas, algunas veces de manera explícita y a menudo implícitamente. La educación no puede ser neutral; siempre está a la orden de algo y en contra de alguna cosa. Por lo tanto, es urgente que los maestros luchen por abrir los ojos, se deshagan de su ceguera y trabajen duro por ver el mundo lo más claro posible; todo este accionar se realiza en medio de las tinieblas de la mistificación y de la alienación. Los maestros, así liberados, deben reconocer las difíciles y, aparentemente, imposibles decisiones a ser tomadas, las cuales se encuentran ya sea sumergidas o escondidas o altamente exhibidas; decisiones que, por lo demás, están enmarcadas dentro de un destino, de un sentido común o de un hecho, pero decisiones al fin y al cabo. La conciencia y la decisión—este es el territorio de la ética.
En el nivel más profundo, la educación es una misión dedicada a la verdad y a dar luces, a lograr la liberación y la libertad, o, por el contrario, inclinada hacia la deshumanización en una de sus formas más infinitas, desde la domesticación endulzada hasta la opresión brutal. La enseñanza puede ser una llamada muy favorable, o ser una práctica degradante, pero no ambas a la vez. El no reconocer incesantemente esto, el estar ciego ante las dimensiones éticas del trabajo, de ninguna manera mitiga, ni disminuye esa verdad; simplemente coloca al maestro en un terreno más resbaladizo en lo relativo a lo que se enfrentará y encontrará y a lo que podría lograr diariamente en el salón de clase. El diálogo sobre el compromiso moral y la acción ética en el salón de clase abarca nuestra atención hacia algo más allá de lo convencional o de las reglas a seguir de la administración del salón de clase o de la planificación de clase, se extiende por encima de lo lineal y lo meramente útil, de las destrezas e, incluso, de la disposición de las mentes. Tratan de enfatizar los grandes propósitos y las dimensiones más profundas, las dificultades y los retos, los conflictos y las contradicciones al enseñar. Nos podría también ayudar a negociar entre las fuertes realidades que enfrentamos y señalar tanto a los riesgos como a las recompensas de la vida docente.
Cada uno de nosotros, cada uno de ustedes, cada uno de sus maestros y cada uno de sus estudiantes, nace en un lugar dinámico de acción e interacción que tiene sus orígenes en una historia profunda y que se dirige hacia la diversidad, arrastrado por un “mundo en marcha”. Cada uno de nosotros se topa con una corriente histórica, un ámbito social, una red cultural. Y cada uno de nosotros, cada uno de ustedes, cada uno de sus estudiantes, se encuentra además con la tarea de desarrollar una identidad dentro de un torbellino de multiplicidad, con la faena de inventar y reinventar el ser dentro de un complejo enredado de relaciones y de realidades en conflicto, la de encontrar un “YO” ante un fondo difícil de imparcialidad y “cosificación”. Todos los estudiantes, desde el preescolar hasta la educación superior, traen consigo a cada salón de clase dos preguntas poderosas, impelentes y expansivas. A pesar de no estar planteadas, ni ser explícitas, incluso llegan hasta ser inconscientes; ellas son esenciales: ¿Quién en el mundo soy yo, o quién soy Yo en el mundo?, ¿Cuáles son mis alternativas y mis oportunidades en el mundo? Son preguntas simples sobre el tapete, pero rebosantes en significados ocultos y sorprendentes, siempre exuberantes, impredecibles, potencialmente volcánicas. Son, en parte, preguntas de identidad e información y de geografía: de límites, como también de aspiraciones y de posibilidades. Al inscribirse en una clase de alfabetismo en un centro comunitario o en clases de inglés, al asistir a una universidad, al comenzar el bachillerato o el preescolar, son acciones que hacen retumbar estas preguntas en el interior: ¿Quién en el mundo soy yo?, ¿Qué lugar es éste?, ¿Qué será de mí aquí?, ¿Qué universo más grande me espera?, ¿Qué debería hacer con lo que he hecho?, ¿Cuáles son mis alternativas? Jamás un maestro contestará estas preguntas de manera definitiva, ya que hay mucho por recorrer, la vida es muy vasta, muy compleja. El maestro sensato sabe que las respuestas están en las manos de los estudiantes. Sin embargo, reconoce que las preguntas existen y persisten; busca oportunidades para estimularlas, agitarlas y despertarlas, además de ser perseguidas a través de límites tanto conocidos como desconocidos. ¿Quién en el mundo soy yo? Al saber que la pregunta existe, que permanece, se da cabida a un pacto entre el maestro y su estudiante, el convenio es improvisado, a menudo implícito; es traído a la luz, se hace conciencia, se articula, también se presenta como sigue: te veo como un ser humano completo, merecedor de mi esfuerzo y atención; por tu bien daré lo mejor de mí; trabajaré duro y te tomaré muy seriamente en cuenta en todo momento. Y, a cambio de ello, tú debes, por medio de tus propias luces y por tu propia vía, capturar tu educación por ti mismo, apoderarte de ella, aferrarte a ella y sostenerla en tus propias manos, a tu tiempo y a tu manera. Los maestros comprometidos y conscientes, aquéllos que luchan por este pacto, deben esforzarse por lograr dos tareas cruciales. Una, es la de convencer a los estudiantes que no existe algo como “escuela de entrenamiento a la obediencia”, en la que el receptor pasivo, o el contenedor inerte, recibe una educación; en ese sentido se encuentran el servilismo, el adoctrinamiento y aún cosas peores. Toda verdadera educación es, y siempre debe ser, una auto-educación. La segunda tarea consiste en demostrarles a los estudiantes, y a sí mismo, a través del esfuerzo y de la interacción diaria, que ellos son valiosos, que su humanidad es honrada, también lo es su crecimiento, su ilustración y su liberación; serie ésta de interés supremo para recorrer el camino. Estamos al lado del estudiante. Louisa Cruz-Acosta, una maestra de segundo grado en Muscota School en la ciudad de Nueva York, desarrolla un tema curricular cada año. El tema en su año escolar 2003-2004 fue el de “Hacer Espacio”. Los niños aprendían a disponer de su tiempo y espacio en sus vidas, en sus mentes y en sus corazones, al igual que para sus compañeros, para sus vecinos, para los miembros de su comunidad, para los animales y para las diferentes culturas y las nuevas ideas. Uno de los niños latinos se refirió cariñosamente a “esta América”, queriendo decir que conocía a más de una y, sin embargo, aceptó a su nuevo hogar y a sus compañeros como una “reunión de almas”. Louisa intenta hacer de su salón de clase una “isla de decencia”, un puerto seguro, donde los temas más tensos puedan ser sobrellevados de manera respetuosa, cándida y profunda. Ella transmite algo vital a cada uno de sus estudiantes: importa que estés aquí; permanece por un tiempo más; habla y escucha; regresa mañana. Establece reglas, para ella misma y para los demás, que puedan ayudar a crear esas islas de decencia: escucha; ve a todos como individuos, no como representantes de un grupo; respeta el silencio; aprende a vivir con preguntas que no tengan respuestas fáciles; pregunta primero, habla después; sé cuidadoso en cómo usas las palabras “nosotros”, “ellos” y “ustedes”. ¿Qué, y a quiénes vemos a través de nuestros estudiantes? ¿A un mar de rostros no diferenciados? ¿A un coeficiente intelectual y notas de exámenes o a una colección de déficits?, ¿Hay opciones a la mano? y ¿Cómo nos posicionamos nosotros? ¿Cómo un jefe y comandante, un monarca o patriarca?, ¿Mandamos en nuestro dominio desde un espacio simbólico en particular, digamos, un trono, o un escritorio de roble macizo, o un atril?, ¿Cuáles son las alternativas? El mensaje fundamental que envía el maestro—el catedrático, el maestro de biología de bachillerato, el maestro de preescolar y todos los demás—es éste: Tú puedes cambiar tu vida. El buen maestro da reconocimiento e incentiva el crecimiento, además de mantener la posibilidad de un cambio de sentido, lo factible de obtener un nuevo y diferente resultado, por ejemplo, aquí está un soneto, una fórmula o una ecuación; es otra manera de ver, de darse cuenta o imaginar. Aférrate a tu vida, compromete al mundo y, así, cambiarás. Nos damos cuenta que nuestros estudiantes están dotados de mentes activas, cuerpos que no descansan, corazones y espíritus dinámicos. Siempre dispuestos y llenos de sorpresas. Cada uno de ellos trae un conjunto único de experiencias y capacidades a la clase, al igual que cada quien está lleno de sus propias esperanzas y aspiraciones, ¿las conocemos?, ¿cómo nos enteramos? Empezamos por estar con, no por encima de, nuestros estudiantes. Compartimos su dignidad, y lo hacemos en solidaridad con ellos. Vemos más allá de los déficits, de la posesión, de las capacidades, de las fortalezas y de las habilidades; vemos algo sólido sobre lo cual podamos construir. Buscamos con afán un lugar común para el crecimiento y el desarrollo. Tal como nosotros, cada uno de nuestros estudiantes posee un ímpetu, un fuego. ¿Lo podemos ver?, ¿lo pueden ellos ver? Ninguno de nuestros estudiantes es estático, ninguno es del todo quieto y, si así pareciera, es una ilusión. Todos, incluyéndonos, estamos cargados, llenos de energía, la cual es una cualidad que los físicos definen como potencial para el cambio. De esta forma deberíamos ver a cada uno de nuestros estudiantes: como chispas, sin mando alguno, como energía en busca de significados a través de un viaje de descubrimientos; esto resulta ser la vida misma. Están signados por el cambio. Nosotros también.
La observación que hizo Martha Gellhorn sobre las personas que “no se parecen a nosotros ni viven como nosotros, también aman a sus hijos tanto como nosotros, pero con angustia y miedo”, nos hace reconocer que cada ser humano, quienquiera que sea, posee un complejo conjunto de circunstancias que nos permite comprender sus vidas, las cuales pueden ser soportables o insoportables, y, así, de esta manera terminamos sensibilizándonos. Cada uno es único en su caminar por este mundo, es un universo completo y es, de algún modo, sagrado. Este reconocimiento nos hace rechazar cualquier acción que trate a las personas como objetos, cualquiera que cosifique a los seres humanos, exigiéndonos aceptar la humanidad de cada estudiante y que, así, estemos a su lado. Además, nos inspiraría un sentido de reverencia o humildad e, incluso, de maravilla; de humildad porque estamos de frente a nuestros propios límites, a nuestra pequeñez y de maravilla porque establecemos, todo simultáneamente, contacto con el infinito. La actriz y maestra Anna Devere Smith toma algo de esa humildad y maravilla en una serie fascinante de piezas teatrales que ella llama On the Road: A Search for American Character (En el Camino: En Busca del Personaje Americano), en las que ella entrevista a personas, a menudo en situaciones de conflicto y estrés, y luego las lleva a personajes que usan sus mismas palabras. En una presentación ella puede hacer de pastor bautista, de narcotraficante, de ministro musulmán, de madre jasídica y de rabino. Las actuaciones de Smith explotan cualquier imagen o estereotipo, o pensamiento categórico, de una manera sorprendente, profunda y completa; cada figura muestra dimensiones que no sabíamos existían. La experiencia es tanto humilde como emocionante. Smith se transforma en el escenario con una velocidad increíble, además de crear un efecto sorprendente, y su principal herramienta son las palabras; palabras que son elegidas, construidas y que influyen en nosotros para moldear una identidad. Smith dice que intenta crear un espacio donde la persona a la que habla experimente su “propia autoría”, su propia “literatura natural”. Afirma que todos a su debido tiempo “dirán algo poético en sus vidas”. Su interés es en el personaje estadounidense y en “el proceso de llegar a ese momento poético en el que el ‘personaje’ vive”. El trabajo de Anna Devere Smith tiene su origen en la empatía, la cual consiste en ver y escuchar a las historias de las personas, sus poesías, sus propias definiciones, las palabras específicas que utilizan para presentarse ante el mundo. Esta es una lección esencial para nosotros los maestros, puesto que este ver y escuchar va más allá de lo superficial; requiriendo para ello tanto esfuerzo como conciencia. La representación tiene una intención honesta, su aproximación es una consideración generosa y el trabajo mismo es arduo. Ella dice, “Para desarrollar una voz, se debe desarrollar un oído. Para completar una acción, se debe tener una visión clara”. Ella se pregunta: si una actriz se abstiene de actuar como un hombre, o un hombre negro de representar a un blanco, entonces ¿ello indica el inhibirse de ver a un hombre o de escuchar a una persona blanca? Luego pregunta, “¿la incapacidad de experimentar empatía empieza con el inhibirse o con el rechazo a ver?, ¿el racismo y el prejuicio dirigen a esas inhibiciones?” Como maestros, ¿Qué vemos cuando observamos a nuestros estudiantes?, ¿Qué dirige a nuestras imaginaciones o a nuestras inhibiciones? La causa de la inhibición de escuchar o de ver a los demás de manera justa es la reducción de la humanidad en categorías, una práctica que caracteriza a la sociedad en todas las áreas y que se ha expandido de tal forma que ni siquiera nos percatamos. Vivimos dentro de nuestras identidades de manera tan enardecida, en donde intentamos borrar cualquier complejidad, matiz e, incluso, verdad. “Soy feminista”, “Soy filósofo”, “Soy editor”. Siendo cierto lo anterior, las palabras dicen mucho, abarcan mucho espacio y producen una gran sombra. Edward Said insistía en que “ningún musulmán es tan sólo un musulmán, ningún judío es tan sólo un judío”. Cada uno de nosotros es un universo entero, navegando a través del espacio. Y, sin embargo, nos encontramos con nuestras visiones limitadas, nuestras instruidas inhibiciones. Recuerdo haber visto una tira cómica sobre el Día de las Madres, en la que un hombre joven, quien parece desconcertado, trata de escoger una tarjeta; hay una exhibición de tarjetas dispuesta, de manera conveniente, en secciones con etiquetas que dicen: Biológica, Adoptiva, Soltera, Amamantando, Gorda, y así sucesivamente. Por supuesto que la tira cómica es tonta, pero, a la vez, es triste; es una representación de cómo realmente pensamos sobre las madres, de cómo somos informados y también limitados. Imaginen utilizar este lenguaje con nuestros estudiantes. El lenguaje alimenta nuestras inhibiciones.
Utilizaron las siguientes palabras al describir a la pobreza: policía, arrendador, dinero en efectivo, escuelas de mala muerte, maestros despreciables, desempleo, sin dinero. Mientras que mis estudiantes universitarios eligieron palabras frívolas y distantes para explicar los efectos de la pobreza, no así mis estudiantes delincuentes; por el contrario, utilizaron palabras candentes, originadas en la experiencia misma, señalando, de esta forma, las causas. Posteriormente les pregunté a mis estudiantes cuántos de ellos se habían sentado a cenar con una persona pobre en el último mes, habían ido a una fiesta en la casa de alguien pobre, habían pasado una tarde, ido de compras, a la lavandería o al barbero con alguien pobre. Aquéllos quienes crecieron en la pobreza lo han hecho, pero muchos no y calificando la idea como inconcebible. Sostuvimos un diálogo extendido, no tanto sobre pobreza, sino de qué modo nuestro pensamiento se muestra imperturbable ante los hechos, la experiencia o el conocimiento y la manera que tiene de flotar confortablemente en nubes de ignorancia y prejuicio; cuán satisfechos podemos estar en nuestra credulidad balcanizada.
He aquí lo que sabemos: cada ser humano es un ser inconcluso. Cada uno de nosotros está en proceso, en movimiento, moviéndose de un lugar a otro, de aquí para allá, migrando; algunas veces siguiendo un patrón y otras veces no; creciendo, exiliándose en un día determinado y al próximo día regresando; aprendiendo, cambiando, viendo las viejas cosas de maneras sorprendentes; entrando a lugares extraños, saliendo, tomando caminos correctos e incorrectos, perdiéndose y encontrándose y perdiéndose de nuevo; conociendo nuevas personas; atravesando, viajando en un autobús, tren, camión o avión o, mejor aún, nos movemos a la velocidad de la reacción humana; libres de trabas, por medio del acero y del vidrio, de una bicicleta; sacamos conclusiones correctas o incorrectas; encontramos algo, perdemos algo más; practicamos, logramos, perdemos; nos ampliamos, vamos yendo, vamos yendo, vamos yendo. He aquí lo que sabemos de los seres humanos: somos seres inconclusos y estamos conscientes de ello. Estamos en un viaje, estamos en movimiento. En la “caja”. Según mi amiga, ese recuadro funciona como una. Tomemos una categoría en particular de la exhibición de tarjetas: Soltera. Todos hemos escuchado el término “madre soltera”, el cual es utilizado una y otra vez en numerosos contextos. No es sorpresa que tal expresión tenga una connotación negativa, e, incluso, condenatoria, y que exprese una leve tendencia patológica, una censura. Pero, ¿Qué nos dice el término en esencia?, ¿Qué se revela y qué se oculta cuando lo usamos?, ¿De qué forma nos manda?, ¿Qué función ejerce? Una mujer que conozco entrevistó a personas en una zona de unas cuantas cuadras en un barrio pobre en el sur de Chicago. Reportó veintiocho diferentes maneras que la gente utiliza para describir la situación social de las madres solteras: vive con sus abuelos, vive con su novio, con su tía, con su mejor amiga y su hijo, con una pareja del mismo sexo, vive al lado de su hermana y su cuñado, su mamá vive al cruzar la cuadra, el padre del niño paga el alquiler, y, así, sucesivamente. Algunas se sentían abandonadas por los hombres, otras se sienten liberadas de ellos; casos en que les iba muy bien, y en otros no tan bien; unas pocas adoptaron niños, y una dijo: “Elegí ser madre sin una pareja. Decidí ser soltera”. La variedad de circunstancias es sorprendente; el alcance de los significados, aparentemente, infinitos. Las mujeres estaban ya sea felices o tristes, optimistas o desesperanzadoras, activas y comprometidas como madres o, más bien, alienadas y renuentes. Estos calificativos son borrados con la etiqueta fastidiosa de madre soltera; todos los contornos ásperos son lijados, toda la complejidad homogenizada y metida en una bolsa de papel. Es difícil ver esto cuando se tienen puestos ciertos anteojos que hacen observar todo bajo el prudente lenguaje de las ciencias sociales. Articulamos el término una y otra vez, madre soltera, madre soltera, como si se dirigiera únicamente a una condición específica, a algo objetivo, inmutable. Nuestros ojos se sienten pesados, nos sentimos con sueño y, de repente, nos encontramos, completamente, en las manos del hipnotizador. Una amiga mía, quien estuvo en una prisión federal, ha hecho campaña para que eliminen de la solicitud de empleo lo que ella llama “la caja”, ese pequeño recuadro insidioso que invita a quien busca trabajo a poner una marca si tiene precedentes criminales. La “caja” es lo que los prisioneros llaman la celda del castigo, aislar a alguien significa colocarlo(a) en la “caja”. Según mi amiga, ese recuadro funciona como una metáfora: la “caja” es confinamiento, contención, restricción, limitación y exclusión. Cuando un ex prisionero ve el recuadro se le genera un debate interno y un cierto grado de ansiedad: si soy honesto, le coloco una marca y, luego, pierdo mi oportunidad para el trabajo; si miento, entonces puedo obtener uno o dos meses de salario y luego me despiden. ¿Qué tiene que ver esto con mi capacidad de ser barbero o cocinero? Mi amiga se pregunta hasta cuándo el término “ex-presidiario” podrá usarse para hacer con tal expresión que el ser humano desaparezca y sea sustituido por el de un despreciable objeto. Cuando un grupo de personas reformadas se reunió con la organización Black Caucus, la cual representa a los miembros afro-descendientes estadounidenses ante el Congreso de Estados Unidos, un congresista se refirió seis veces al grupo como “ex-presidiarios” hasta que una de ellas se paró y habló: “Discúlpeme señor, pero si usted nos llama una vez más ex-presidiarios, empezaré a referirme a usted como ‘ese caballero Negro’ y verá cómo esa etiqueta comenzará a borrarle su condición humana”. Mis estudiantes suelen enseñar en comunidades urbanas pobres, en lugares donde la mayoría de las personas viven por debajo de la línea de pobreza. Cuando le pedí a un curso que, por escrito, describieran “pobreza”, se manifestaron de manera uniforme, indicando condiciones deplorables: casas dilapidadas, barrios miserables, ratas, bandas, crimen y drogas; dichas respuestas, además de que no daban detalle alguno, eran más bien clichés, ecos del orador monótono e hipnotizante del noticiero de la noche y del pensamiento petrificado producido por algunos científicos sociales. La “pobreza” dio, así, cabida al florecimiento de inhibiciones, estructuró una respuesta en común. Para buscar respuestas contrapuestas a aquéllas expresadas por los estudiantes de pregrado, me dirigí, y se las solicité, a un grupo de jóvenes detenidos en un correccional, además de que también estaban influenciados por el lenguaje cosificado del poder. Todos esos muchachos venían de familias que viven muy por debajo de la línea de la pobreza.
La célebre Lillian Weber, quien fuera profesora de educación, especialista en la primera etapa de la niñez, de la Universidad City College de Nueva York, alguna vez dijo: “Ellos comienzan la escuela llenos de signos de exclamación y de interrogación; muy frecuentemente se van con un punto y final”. Es a esto que los maestros que enseñan para la libertad se oponen. El lograr hacer invisibles a los estudiantes es una singularidad. Las pruebas y las notas, la ideología inicialmente razonable, pero luego enredada en proveer “servicios”, la fragmentación del currículum, todos los mitos y medias verdades, así como la información recibida sobre los estudiantes y sus comunidades, son aspectos que ayudan a que ese logro singular se cumpla. Por el contrario, el compromiso para hacer visibles a los estudiantes como personas, requiere de un cambio radical: los maestros deben convertirse en estudiantes de sus estudiantes. El estudiante se convierte en el maestro, una fuente de conocimiento, de información y de energía, actor, orador, creador, constructor, pensador, agente, al igual que en aprendiz. Estudiantes y maestros juntos exploran, preguntan, investigan, buscan, critican, hacen conexiones, sacan conclusiones tentativas, plantean problemas, actúan, buscan la verdad, nombran a este y a aquel fenómeno, se regresan, se arriesgan, reconsideran, reúnen energías, hacen pausas, reflexionan, vuelven a imaginar, se plantean preguntas, construyen, se imponen, escuchan atentamente, hablan, y, así, sucesivamente. Cualquier maestro con vocación y que preste atención reconoce la necesidad de este cambio, esta dialéctica. Platón vio esa necesidad, como también la vio Rousseau. John Dewey, en Democracy and Education (Democracia y Educación), al hablar de actividades compartidas, dijo: “el maestro es un aprendiz y el aprendiz es, sin saberlo, un maestro; por encima de todo, mientras ambas partes tengan menos conciencia del dar y del recibir instrucción, será lo mejor”. El maestro al ser estudiante de sus estudiantes, se opone a manipular y a reducir las vidas de los estudiantes a simples paquetes etiquetados. Se resiste tanto a la fácil aceptación de identidades simplificadas al El maestro que tenga presente al ser humano como un Utilizaron las siguientes palabras al describir a la pobreza: policía, arrendador, dinero en efectivo, escuelas de mala muerte, maestros despreciables, desempleo, sin dinero. Mientras que mis estudiantes universitarios eligieron palabras frívolas y distantes para explicar los efectos de la pobreza, no así mis estudiantes delincuentes; por el contrario, utilizaron palabras candentes, originadas en la experiencia misma, señalando, de esta forma, las causas. Posteriormente les pregunté a mis estudiantes cuántos de ellos se habían sentado a cenar con una persona pobre en el último mes, habían ido a una fiesta en la casa de alguien pobre, habían pasado una tarde, ido de compras, a la lavandería o al barbero con alguien pobre. Aquéllos quienes crecieron en la pobreza lo han hecho, pero muchos no y calificando la idea como inconcebible. Sostuvimos un diálogo extendido, no tanto sobre pobreza, sino de qué modo nuestro pensamiento se muestra imperturbable ante los hechos, la experiencia o el conocimiento y la manera que tiene de flotar confortablemente en nubes de ignorancia y prejuicio; cuán satisfechos podemos estar en nuestra credulidad balcanizada.
He aquí lo que sabemos: cada ser humano es un ser inconcluso. Cada uno de nosotros está en proceso, en movimiento, in medeas res—moviéndose de un lugar a otro, de aquí para allá, migrando; algunas veces siguiendo un patrón y otras veces no; creciendo, exiliándose en un día determinado y al próximo día regresando; aprendiendo, cambiando, viendo las viejas cosas de maneras sorprendentes; entrando a lugares extraños, saliendo, tomando caminos correctos e incorrectos, perdiéndose y encontrándose y perdiéndose de nuevo; conociendo nuevas personas; atravesando, viajando en un autobús, tren, camión o avión o, mejor aún, nos movemos a la velocidad de la reacción humana; libres de trabas, por medio del acero y del vidrio, de una bicicleta; sacamos conclusiones correctas o incorrectas; encontramos algo, perdemos algo más; practicamos, logramos, perdemos; nos ampliamos, vamos yendo, vamos yendo, vamos yendo. He aquí lo que sabemos de los seres humanos: somos seres inconclusos y estamos conscientes de ello. Estamos en un viaje, estamos en movimiento.
El maestro que tenga presente al ser humano como un ser inconcluso, presiente intuitivamente, que el etiquetar a un estudiante es una acción incorrecta en ambos sentidos: es inmoral y estúpida, desatinadamente errónea. Es inmoral reducir a un ser humano a un objeto. Es estúpido intentar transformar a una figura tridimensional en una unidimensional; este esquema crea una grotesca tergiversación: para su comunidad Harold puede ser muy generoso, pero para la escuela es un “pobre lector”; entre sus amigos Luz es conocida como una artista de espíritu creativo, en el colegio es una niña con “problemas de conducta”; en la ciudad Harp es un admirado poeta, en la escuela tiene DA (Déficit de Atención), acrónimo al que su persona es reducida. Algo está fuera de foco, en desequilibrio, cuando nos referirnos a etiquetas y juicios sesgados. Todos nosotros somos actores y sujetos, estrellas de nuestras propias vidas; cada uno de nosotros es autor e inventor, agente y gerente, director, curador, coordinador, jefe de operaciones. Cada ser humano es un proyecto; el proyecto humano es un proyecto de preguntas dirigidas hacia el mundo, un proyecto de lucha inquietante, implacable e incesante por ser y saber; es la lucha principal que empieza al nacer y sólo culmina con la muerte. Buscamos la verdad; queremos ser libres. Los estudiantes estallan de actividad, deseo y ánimo en el salón de clase. Cada uno trae consigo una voz, un conjunto de experiencias y de conocimientos, una manera de ver, saber y ser. Cada uno es una chispa, sin mando, plena de energía que genera significados, en un viaje de descubrimientos. Tarde o temprano las lecciones de la escuela comienzan a imponerse: enseñanza en torno a la obediencia y a la conformidad, a la jerarquía y a la posición que se tiene en ella; acerca de la supresión del deseo y postergar la satisfacción; además del aburrimiento, la irrelevancia y la falta de significado. Rápidamente, la estructura de la escuela, las expectativas, la cotidianidad, las tradiciones y las suposiciones, logran algo siniestro: se les quita la vida a los estudiantes, se llevan a la aridez, a ser desabridos y opacos. Llegaron vívidos y con ímpetu, rozagantes y ruidosos, pero ahora están quietos y sin vida; pasan por desapercibidos, son invisibles, incluso para ellos mismos.
La célebre Lillian Weber, quien fuera profesora de educación, especialista en la primera etapa de la niñez, de la Universidad City College de Nueva York, alguna vez dijo: “Ellos comienzan la escuela llenos de signos de exclamación y de interrogación; muy frecuentemente se van con un punto y final”. Es a esto que los maestros que enseñan para la libertad se oponen. El lograr hacer invisibles a los estudiantes es una singularidad. Las pruebas y las notas, la ideología inicialmente razonable, pero luego enredada en proveer “servicios”, la fragmentación del currículum, todos los mitos y medias verdades, así como la información recibida sobre los estudiantes y sus comunidades, son aspectos que ayudan a que ese logro singular se cumpla. Por el contrario, el compromiso para hacer visibles a los estudiantes como personas, requiere de un cambio radical: los maestros deben convertirse en estudiantes de sus estudiantes. El estudiante se convierte en el maestro, una fuente de conocimiento, de información y de energía, actor, orador, creador, constructor, pensador, agente, al igual que en aprendiz. Estudiantes y maestros juntos exploran, preguntan, investigan, buscan, critican, hacen conexiones, sacan conclusiones tentativas, plantean problemas, actúan, buscan la verdad, nombran a este y a aquel fenómeno, se regresan, se arriesgan, reconsideran, reúnen energías, hacen pausas, reflexionan, vuelven a imaginar, se plantean preguntas, construyen, se imponen, escuchan atentamente, hablan, y, así, sucesivamente. Cualquier maestro con vocación y que preste atención reconoce la necesidad de este cambio, esta dialéctica. Platón vio esa necesidad, como también la vio Rousseau. John Dewey, en Democracy and Education (Democracia y Educación), al hablar de actividades compartidas, dijo: “el maestro es un aprendiz y el aprendiz es, sin saberlo, un maestro; por encima de todo, mientras ambas partes tengan menos conciencia del dar y del recibir instrucción, será lo mejor”. El maestro al ser estudiante de sus estudiantes, se opone a manipular y a reducir las vidas de los estudiantes a simples paquetes etiquetados. Se resiste tanto a la fácil aceptación de identidades simplificadas al máximo— esto es la dependencia en sólo un aspecto de la vida—como el gesto erosivo de fragmentar las vidas en categorías conceptualmente crudas. Su postura es la identificación con sus estudiantes, no la identificación de sus estudiantes. Su propuesta es la solidaridad, no el servicio. Esa postura no significa, por un lado, conocer todo sobre los estudiantes y, por el otro, el maestro evita conocerse a sí mismo. No asume la posición de vigilante, no es el policía encubierto con arma. El maestro está al lado de sus estudiantes, dándose las manos, trabajando conjuntamente para conocer el mundo y, si es necesario, cambiarlo. También debe comprometerse a ver dentro de sí, cambiar y crecer. El maestro da un paso al frente del escritorio, lejos del atril y afuera del pedestal. Existe el riesgo y el miedo acerca de un trabajo más duro, de un esmero que nunca termine, de una improvisación, pero, sin embargo, hay también satisfacción. Se libera del terror de la enseñanza. Ya no tiene que pretender ser el benefactor todo poderoso que se las sabe todas en un momento dado y, luego, el castigador. Puede despojarse de la pose del maestro hipócrita y falso y, así, comenzar a verse tal como es. Puede descubrir a sus estudiantes tal como son. Siempre hay algo más que saber y conocer. ¿Quiénes en el mundo son ellos?
Hacer un compromiso con los seres humanos que son nuestros estudiantes es, ante todo, un acto de fe; no necesitamos que nuestros estudiantes nos demuestren su dimensión en situaciones que los degraden y refrenen, sino más bien aceptamos su mundo como la “evidencia de las cosas que no se ven”. También es un acto explícito de resistencia: resistencia a la maquinaría de las etiquetas que caracteriza a la sociedad moderna en todas las áreas; mecanismo éste que es endémico e implacable en el reino escolar; resistencia a reducir toda la humanidad en categorías. El hábito tóxico de etiquetar se ha convertido en la lengua franca de las escuelas; pareciera que sin etiquetas el edificio entero se derrumbaría. Cuando comencé a enseñar en los años sesenta, nos dijeron seriamente que algunos de nuestros estudiantes estaban privados de cultura, como si ello fuera una condición equivalente al tener cáncer o a ser pecoso. Se nos pedía identificar, entre nuestros estudiantes, a aquéllos que estaban privados de cultura y ofrecerles ayuda especial para así curarlos. Recuerdo que la Primera Dama, la señora Bird Johnson, en esos años hacía campaña por el programa Head Start (Cabeza Inicio), el cual fue muy efectivo en la utilización del lenguaje para el despojo cultural; ella diría: necesitamos rescatar a nuestros niños de las islas de la inexistencia y traerlos a la familia humana. El programa Head Start fue inaugurado durante la hora del Té en la Casa Blanca. La Primera Dama subrayaba la urgencia de poner en práctica su programa de ayuda, diciendo con desaliento: ¡saben que conocí recientemente a un niño de cinco años en Texas, quien ni siquiera sabía su nombre! Los que se encontraban en el salón quedaron boquiabiertos del asombro, pero es fácil imaginar lo realmente ocurrido: nos situamos en un centro comunitario de algún barrio, el tumulto de reporteros y camarógrafos empujándose en el pasillo y en el medio de la multitud se vislumbra destellante la Primera Dama rodeada de guardaespaldas musculosos y bien trajeados; ella le pregunta a un niño dulcemente e inclinándose hacia él: ¿Cuál es tu nombre, cariño? No sé, murmura el pequeño; una respuesta apropiada de un niño de cinco años al frente de una persona extraña y en medio de aquel gentío. Así, quedan al descubierto la torpeza y la cruda estupidez. Poco tiempo después de lo ocurrido, educadores conscientes se opusieron al lenguaje lleno de desesperanza de la Dama Dadivosa (Lady Bountiful) con su cuota de nobles se obligue, así como también a la “carga del hombre blanco” (white man´s burden), expresión con la que el imperialismo trata de caracterizar sus iniciativas. Hubo personas que sostuvieron que la privación de la riqueza cultural y de las oportunidades personales resultaba algo grave; señalaban, por ejemplo, que el idioma español no estaba por debajo del inglés. La “privación cultural”, como categoría referida al sentido común, dejó de usarse. La esperanza de lograr para la educación un sentido holístico, robusto y vívido dirigido a los niños y considerarlos, así, criaturas vivientes con sentimientos, duró poco tiempo. La explosión de clichés, etiquetas y categorías continúa: dificultad de aprendizaje, déficit de atención, problemas de conducta, dotado y talentoso. Una etiqueta particularmente irritante es la de estar “en riesgo”, muy frecuentemente usada. Todos la hemos escuchado e, incluso, articulado. Pareciera que esa etiqueta, “en riesgo”, permanece en el aire que respiramos en las instituciones educativas. Le pedí a un alumno que me había entregado un trabajo titulado “Personas En Riesgo en el Jardín de Infancia”, que me diera una simple definición de “en riesgo” y que dejara de lado el lenguaje de investigación; me dijo: simple, pobre, madre soltera, afro-descendiente o inmigrante, influencia de los compañeros … Suena a “privación cultural”, le dije. Sí, respondió, pero ya no utilizamos más ese término. Perfecto, pensé. Progreso. “En riesgo” le da una especie de connotación médica porque se describe cualquier investigación, antes de su comienzo, con términos propios de esa jerga. Hablamos constantemente de los riesgos del cáncer y de los factores de riesgo del SIDA, mientras que, aquí, los científicos sociales utilizan un lenguaje idéntico al de sus camaradas médicos para referirse a grupos específicos de niños en las escuelas y sus familias. La sociedad tal como la encontramos es saludable, sin duda alguna, a excepción de la invasión de microorganismos que la ponen “en riesgo”. Los niños cargan con los males de la sociedad, por lo tanto, debemos actuar valientemente, científicamente y con intenciones de mejorar. Los síntomas incluyen una gama de comportamientos (embarazo precoz, madre soltera, madre cabeza de familia), pero los indicadores decisivos son el ser pobre y negro; cualquiera de los otros calificativos de síntomas que se aplican, por ejemplo, a los blancos, o a la clase media profesional, son vistos como alternativas: una desviación pasajera u otro término muy diferente al que designa una condición de grupo, como lo es “en riesgo”. Esto tiene algo de engaño, un tipo de locura grupal voluntaria. Si alguien tiene evidencia de la efectividad de la brujería, entonces existen las brujas. En nuestra sociedad, hoy en día, la etiqueta “en riesgo” funciona como una metáfora de cacería de brujas: es una etiqueta que busca endilgar algún contenido. Ofrece una cuerda floja de saber y pseudociencia para mantener los estereotipos referidos a los pobres y a los afrodescendientes.
La etiqueta recae, convenientemente, dentro de las prioridades políticas contemporáneas: culpar a los pobres por la pobreza y sancionar a los defectos conductuales y de personalidad de los individuos, sin indagar sobre el fondo estructural social y/o económico que los origina y así llegar a descubrir sus verdaderas causas. Están las personas bien intencionadas y aquéllas de espíritu maligno; el coco siempre será, lamentablemente, alguien negro. La pobreza alguna vez fue un acto de Dios y consecuencia de una condición moralmente imperfecta (creencia que aún persiste en ciertos círculos), luego se creyó, dentro de lo biológico, que su causa radicaba en la existencia de genes pobres (esta visión está imponiéndose de nuevo) y, hoy en día, el observador sofisticado indica que el problema social es debido a “una cultura de la pobreza”. Me impacta ver el ascenso de un área de las ciencias sociales que confunde cada día más con su charlatanería. Mientras todos quieren “ayudar” a los niños que se encuentran “en riesgo”, esa “ayuda” se divide en dos grandes campos. Un tipo de “ayuda” es la enredadera: mientras más ayuda obtienes, más la necesitas y más te atrapa. El otro tipo de “ayuda” es otorgada por un padre severo—esta paliza te hará mejor persona—y consiste en la creciente construcción de prisiones. En cualquiera que sea el tipo, sus ejecutores creen saberlo todo; ninguno le preguntaría a los jóvenes ni a las familias sobre sus situaciones, necesidades y experiencias. La condición de estar “en riesgo” descalifica a la persona y, por lo tanto, la inhabilita para la toma de conciencia sobre los aspectos sociales relevantes que directamente les concierne. En todos los años que llevo trabajando en comunidades urbanas, nunca he escuchado a alguien decir estoy “en riesgo”. No es un calificativo ni apropiado ni satisfactorio para utilizarlo como identificación. ¡Hola! mi nombre es Raquel y estoy “en riesgo”. Este es tan sólo un pequeño ejemplo de cómo tal expresión puede destruir, llevándose por delante hasta las mejores de las intenciones. Además, es improbable que sus opuestos socialmente lógicos se toquen; veamos el caso del popular término “clase baja”, el cual nunca se nivelará con el de “clase alta”.
En un poema de Nikki Giovanni, de 1969, en donde describe la vida y cómo se crece siendo pobre en el Sur de Chicago, las etiquetas desaparecen; concluye: …espero que ningún blanco jamás consiga una razón para escribir sobre mí porque nunca comprenderá el amor Negro es riqueza Negra y ellos quizá hablarán sobre mi dura niñez y nunca la entenderán en la que fui bastante feliz. Existe, de manera interesante, una literatura disponible que ilustra algo bastante diferente; llamémosla literatura sobre los niños prometedores; ella se refiere a la infancia y presenta autobiografías y memorias. No acusa ni favorece, habla desde el interior, se hace preguntas relativas a la identificación y sobre la manera de darle sentido a las cosas; se contrapone a un mundo exterior que es duro y, muy a menudo, impenetrable. Estos textos son frecuentemente ignorados por estudiosos y políticos. Sin embargo, este trabajo, el de Luis Rodríguez, Claude Brown, Sandra Cisneros, James Baldwin, es muy rico y muy útil. Su objetivo se centra en buscar que sus autores sean comprendidos, además de darse a conocer. Uno de los más poderosos precursores de esta tradición es Malcolm X, con The Autobiography of Malcolm X (1965) (La Autobiografía de Malcolm X), en la que se describe su dolorosa vida; una narración que hoy en día ha alcanzado el estatus de obra clásica. Para Malcolm X, las primeras memorias de la escuela son el comienzo de una lucha, y que sería de por vida, por describir las cosas y la búsqueda de identidad: A los cinco, yo… comencé a ir a la escuela… Los niños blancos no nos trataban tan mal… Nos llamaban a cada rato “negro” y “oscurito” y “Rastus” al punto que llegamos a pensar que esos eran nuestros nombres verdaderos…era tan sólo la manera que pensaban de nosotros.
Nadie vio al joven Malcolm de la manera como se vio él a sí mismo, una persona completa dotada de deseos humanos, necesidades, esperanzas, sueños, aspiraciones y sentimientos. Sin embargo, fue percibido como un objeto unidimensional, atrapado en las expectativas inmutables de los demás y en el universo intrínseco que ellos predeterminaron. Para ellos, él carecía, en esencia, del elemento ya sea moral, intelectual o espiritual que le hubiera permitido incorporarse a la familia humana. No era una persona, no tenía sensibilidad, Malcolm tan sólo era un “negro”—ni más, ni menos. La familia de Malcolm fue diezmada después del asesinato de su padre a manos de la supremacía blanca. Malcolm y sus hermanos se convirtieron en “niños del estado”, huérfanos bajo su tutela. La destrucción del grupo familiar fue finalmente lograda por personas, que diciendo actuar de “buena fe”, hicieron calificar a la madre con la etiqueta de “loca” o “mentalmente inestable”. Malcolm desertó del sistema educativo. Había logrado obtener excelentes notas, había sido activo en los deportes, e incluso había sido electo presidente de la clase. Con todo y eso, llegó a creer que la escuela no era el camino para encontrar una mejor vida. Conoció muchas personas que tuvieron éxito en la escolaridad y, sin embargo, él se confinó al terreno de las existencias infelices. No pudo conectar la posibilidad de tener una educación con la felicidad o para ampliar sus oportunidades en la vida. Y, de esta manera, Malcolm se convirtió en parte de un movimiento de masas, altamente desarticulado, que utilizó el boicot, y liderado por conocidos desertores. Su lucha por crear su propia identidad, por ponerse un nombre él mismo, por educarse, por llegar a ser visible, apenas comenzaba. Sus esfuerzos, como muchos otros, son plasmados en las palabras del himno que estremece el alma de Nina Simone: “Desearía Saber Cómo se Siente Ser Libre”. Ella le canta al deseo de romper las cadenas que nos atan, que nos alejan los unos de los otros. Anhela poder hablar con una voz que pueda despertar a todo el mundo, que nos permita saber lo que significa ser otra persona desde muy dentro de sí. “Luego tú verás”, ella canta con voz suave, “y aceptarás que todos deberíamos ser libres”.
En Boston, Malcolm se convirtió en el “Rojo de Detroit,” el flamante estafador trajeado. Y en prisión, donde “nunca escuchaste tu nombre, tan sólo tu número, llegando a marcarse en tu cerebro”; era el convicto incorregible, “Satanás”. Muy pronto se convertiría en el rescatado Ministro Malcolm X, una persona conocida en todo el mundo. Finalmente, poco antes de su muerte, Malcolm X llegó a ser El-Hajj Malik El- Shabazz, internacionalista y revolucionario. Cuando lo asesinaron a los treinta y nueve años de edad, había dedicado parte de su lucha a la búsqueda de una completa y poderosa identidad, objetivo que logró parcialmente; esto, quizá, le abrió paso a otros para que alcanzaran fortalecerse y a respetarse a sí mismos. Yo me imagino como maestro en Michigan y a Malcolm X mi alumno, un niño de diez o doce, o más bien, de quince. ¿Qué hubiera visto?, ¿Qué pude haber dicho?, ¿Qué creencias, posturas y experiencias pudieron haber influenciado mi imaginación y mis prejuicios?
El negocio de las etiquetas se ha convertido en una completa locura en nuestras escuelas, su proliferación es arrolladora: DDA, ADHD, TDAH, ASD, IMPAR, toda una sopa de letras. En el diario sarcástico The Onion (La Cebolla), un titular dice: “Un Nuevo Estudio Revela que Millones de Niños Estadounidenses Sufren de TDJ— Tendencia al Desorden Juvenil” y en un recuadro aparecen los Diez Síntomas que sirven para percatarse de alguien con TDJ, entre los que se mencionan comportamientos como “hablar con un amigo imaginario” o “sin motivo alguno presentar un ataque de risa”. Se cita a una madre que dice que estaba preocupada porque su hija fue diagnosticada con la TDJ, pero se sintió aliviada cuando le dijeron que ella no era una “mala madre”. Este artículo periodístico es una sátira cultural porque revela una gran verdad sobre aquellas situaciones que nosotros mismos creamos. Encasillamos, refrenamos, tronchamos. Y durante tal proceso, somos, todos, disminuidos.
Hay un antídoto para combatir toda esta tontería, pero ello requiere de vigilancia, esfuerzo y conciencia. Comenzamos con una promesa de no repetir los clichés que suelen pegarse cual si fuesen calcomanías, de manera incisiva y repugnante. También podemos intentar tomar como ejemplo a algunos lugares en donde las etiquetas han sido removidas, paradigma éste que recojo y al cual me aferro cuando necesito de una dosis de esperanza. En el Centro de Detención Juvenil en Chicago trabajé conjuntamente con una joven maestra llamada Deborah Stern. Deborah planificó su enseñanza en base a proyectos curriculares creados junto a sus alumnos; de ahí una propuesta recogida en su útil libro Teaching English So It Matters (Ense- ñando Inglés para que Tenga Importancia). Con frecuencia me sentí deslumbrado por el gran compromiso que mostraban los estudiantes en la realización de sus proyectos y, a la vez, por sus resultados; el mencionado trabajo lo hacían, con regularidad, en el salón de clase. Una unidad curricular que ella creó con sus muchachos se centró en la responsabilidad y en la toma de decisiones; temas que son de gran envergadura para los adolescentes y, más aún, cuando se trata de jóvenes envueltos en problemas con la ley. Deborah siempre llevaba mucha poesía a sus clases. Una tarea frecuente consistía en que cada estudiante tomara un poema, le encontrara significado, decir qué importancia tenía su mensaje para luego reescribirlo inspirándose en su vida propia. En esta unidad sobre las decisiones y sus consecuencias, ella presentó un poema escrito por Rainer Maria Rilke: Algunas veces un hombre se para de la mesa durante la cena y sale, y sigue caminando en busca de una iglesia que queda en algún lugar en el Este. Y sus hijos lo bendicen como si estuviera muerto. Y otro hombre, quien permanece en su propia casa, permanece ahí, en medio de los platos y los vasos, para que sus hijos tengan que ir muy lejos en el mundo en busca de esa misma iglesia, la cual él ya olvidó. Una niña de quince años, embarazada, drogadicta, perteneciente a una banda criminal, escribió lo siguiente: Algunas veces una mujer se para durante su embarazo y va a una clínica, y sale después de unas cuantas horas por un futuro que queda en algún lugar de su propia mente. Y sus padres y su novio la maldicen como si estuviera muerta. Y otra mujer tiene el bebé, vive ahí, en medio de pañales y de días cuidando al bebé para que su novio pueda adentrarse al mundo hacia un futuro, el cual ella tuvo que olvidar. Cuando leo esos poemas, uno tras otro, se me pone la piel de gallina. No tan sólo me encantan los poemas de los estudiantes de Stern, sino también me estremece reconocer que si esa niña hubiera estado en mi salón de clase, quizá hubiera pasado por alto la poetisa que lleva adentro. Su apariencia física y su comportamiento, tal vez, me hubieran estimulado mis prejuicios y me hubieran cegado ante su talento. Mi estancia llegaba al final en el Centro de Detención Juvenil, cuando se le rindieron tributos, y bien merecidos, a Ella Fitzgerald, la gran diva del jazz, pero se me vino un hecho a la mente: Ella pasó un tiempo en un centro de detención en el estado de Nueva York cuando era adolescente. Un reportero buscó y entrevistó a quien había sido su maestra de inglés, ahora muy anciana; dijo con añoranza: “lo he pensado durante todos estos años… Tenía a la gran Ella Fitzgerald en mi salón de clase y ni siquiera lo imaginé”. Preguntado sobre el mismo tema, el superintendente del citado centro penitenciario expresó: “la tragedia es que todas fueron Ellas”. Pienso que quiso decir que hay muchas personas valiosas y con un gran potencial, pero no tenemos la manera de cómo saberlo. De nuevo me pregunto, ¿Hubiera pasado por alto a Ella Fitzgerald en mi salón de clase?, ¿Pude haber hecho visible su talento en el salón de clase?, ¿Cómo? Mientras cinco jóvenes altos que vestían zapatos coloridos y portaban cadenas de oro, se sentaban en la primera fila del auditorio de una escuela de Chicago, escuché a un colega decir que estaba seguro que eran del equipo campeón estadal de baloncesto del Farragut High School. Los jóvenes fueron presentados minutos después y se pararon un tanto extrañados ante los aplausos. Eran realmente campeones del estado de Illinois, pero campeones de ajedrez del Orr High School y habían derrotado al New Trier High School del suburbio norte, obteniendo así el título. Más tarde le pregunté a su entrenador, un maestro de matemáticas, sobre el secreto de su éxito. Me dijo algo que se ha quedado en mi conciencia: tuve dos cosas en cuenta cuando organicé el club de ajedrez; primero, quiero a estos muchachos y también creí que tenían las habilidades y la inteligencia suficiente, lo cual era ignorado por el colegio; y segundo, amo el ajedrez, luego siguió explicándome las virtudes maravillosas del ajedrez mientras mis ojos se ponían vidriosos. Lo que queda es esto: si quieres a los muchachos y permites que tu enseñanza sea impulsada por ese amor, y si también quieres al mundo o, por lo menos, a una pequeña parte de él, entonces puedes alcanzar maravillas en el salón de clase bien sea a través de la poesía, la física, el cálculo, a lo que se suma el volar papagayos, oír o ejecutar la música. Todo comienza en el momento de hacer visibles a tus estudiantes. Recientemente en una tertulia, después del recital de poemas vívidos y estimulantes de varios niños, tres hombres jóvenes subieron al escenario en sus sillas de rueda. Uno de ellos necesitaba que alguien le sostuviera el micrófono porque su cabeza se movía incontrolablemente. Comenzó la música y cantaron un rap con letra sobre lo que las personas ven y no ven cuando los miran en sus sillas, cuando las discapacidades parecen aplastar a todo lo demás, cantaban: “Olvida tu prejuicio”, “Soy más que mi condición”. Cantaban a su naturaleza humana, cantaban para oponerse a las etiquetase insistir en que las políticas para los discapacitados incluyan sus propias opiniones. Todos vitoreaban al grupo: “¡INESPERADO!” ¿Quién soy Yo en este mundo? Inesperado. Y así fue como se presentaron.
Toni Morrison, en su discurso ante la Academia Sueca, en el año 1993, al recibir el Premio Nobel de Literatura, habló sobre el poder de las palabras que moldean nuestras vidas, para bien o para mal. Señalaba que son las palabras las que nos permiten mencionar a nuestro mundo y a nosotros mismos, las que permiten darle sentido a nuestra existencia, narrar nuestras experiencias y, al mismo tiempo, poder tener un moderado control sobre ellas. Decía: “Morimos”. “Puede ser ese el sentido de la vida. Pero creamos la palabra. Y ella puede ser la medida de nuestras vidas”. Morrison comenzó su discurso con una historia sobre una anciana, ciega y sabia, quien es visitada por unos niños decididos a poner a prueba su sabiduría: “irrumpen en su casa y le hacen una pregunta cuya respuesta radica en lo que la hace marcadamente diferente a ellos, una diferencia de la que ellos se aprovechan: su ceguera”. Uno de los jóvenes dice: “tengo en mis manos un pájaro. Dígame si está vivo o muerto”. El silencio de la mujer es largo y profundo y, finalmente, les dice con “voz suave y retraída”: “no sé si el pájaro que tienes en tus manos está muerto o vivo, pero lo que sí sé es que está en tus manos”. La anciana les da una lección, les devuelve su desafío, al asegurarles que en ellos está el tomar la decisión sobre la responsabilidad que significa tener en sus manos a aquel “pequeño manojo de vida”. Morrison en lo que fue su interpretación de esta historia, estableció que el pájaro representaba el idioma, la anciana caracterizaba a una escritora experimentada y los jovencitos personificaban todas las formas que tiene el poder para aplastar las palabras o vivificarlas. Ella dijo que el idioma puede estar sujeto a su extinción, puede morir o ser sofocado, puede dominar o controlar: “el idioma del opresor simboliza no sólo a la violencia, sino que es la violencia misma; además de poner límites al conocimiento, también lo petrifica.” Lo contrario también es cierto: la vitalidad del idioma está dada por su capacidad de ilustrar la vida, tanto la soñada como la posible, de iluminar la existencia del que habla, del que lee y del que escribe; tal energía también nos libera y nos permite conocer los obstáculos que nos impiden llegar a nuestra condición humana. Morrison dice que el idioma “se dirige hacia un sitio donde exista algún sentido”, a pesar de que “nunca pueda cumplir cabalmente con la vida”. Aún y cuando sea “débil, que se esconda, que estalle o que rechace ser santificado; ya sea que se ría a carcajadas o que sea un clamor sin abecedario, siendo la palabra elegida o el silencio escogido, el idioma imperturbado surge para dirigirse al conocimiento, no a su destrucción”. Las palabras, la “voz débil e inextinguible, habla todavía” (evocado por William Faulkner en su discurso al recibir el Premio Nobel en 1950), muestran las cosas de las que estamos hechos. La anciana ciega en el cuento de Morrison podría ser también una maestra. Sus estudiantes ponen a prueba sus límites pero sobrelleva la provocación. Les dice que sus vidas están en sus manos y que ellos tienen el poder de moldearlas o destruirlas, más allá de lo que ella pueda hacer. Su silencio les dice que son responsables de sí mismos, que no adoptará o presumirá ser una autoridad que no la quiere, ni la necesita, ni la tiene. Su serena paciencia presencia, finalmente, hace que surjan sus propias voces; sabe algo que ellos deben aprender: no existe narrativa suprema que apacigüe las cosas del todo. No hay lección ni programa ni curso que contenga a las respuestas. Más bien, hay viajes y cada vez más preguntas esenciales por alcanzar.
El ejercicio de estar junto al estudiante desencadena una serie de tensiones que a veces podrían provocar pánico, impulsándonos a buscar una obligación menos ardua y de menor confusión. Los maestros enfrentan presiones que los hacen replegarse y renunciar a sus añorados encuentros educativos íntimos cuando se asoman triunfantes obstáculos como, por ejemplo, numerosos estudiantes en un salón y muy poco tiempo, poco apoyo y recursos insuficientes, formas estándares de enseñar y las pruebas. Bajo esas circunstancias, los maestros a menudo sienten que no tienen otra alternativa que la de abandonar a lo que de repente parece ser una lealtad romántica e irreal. Existen tensiones particulares entre el maestro y la profesión, el maestro y su trabajo. El profesionalismo postula una lógica elitista y una jerga codificada e inaccesible, mientras que la carrera establece una jerarquía exclusiva y una estructura perversa de recompensas y castigos, creando así cierta distancia e, inevitablemente, el desprecio. La acción de estar junto al estudiante significa resistirse a aceptar el dogma de la profesión y de la carrera, romper con sus seducciones, comprender y mantener el conflicto generado entre la preocupación por el ser humano y las necesidades de mantener el trabajo. Significa participar de lleno en una comunidad, pero permanecer escéptico ante las tentaciones; valorar a los colegas pero sin renunciar a una conexión auténtica con los estudiantes. Más que esperar superar esa tensión del todo, los maestros deben considerar vivir con las ambigüedades y los conflictos, negociándolos mientras surjan. Las relaciones auténticas entre maestros y estudiantes en las escuelas son casi imposibles, y la falla, a pesar de los clichés con los que nos reafirmamos, recae sobre la estructura de la escuela y la cultura del profesionalismo. Se requiere que el maestro analice, evalúe y juzgue formalmente a los estudiantes, pero no así los estudiantes a los maestros. Todos los días los maestros menosprecian a los alumnos haciendo comentarios como: él es flojo, no estudia mucho, ella no es tan brillante. Y si, por el contrario, un estudiante le dijera a un maestro: tú eres flojo, no trabajas tanto, éste te mandaría a la dirección y te culparía de irrespetuoso, a pesar de que tus estudiantes tengan fundamentos. Los maestros critican a las familias de los estudiantes y a las comunidades constantemente, pero cuáles serían los resultados si un estudiante dijera: tu conducta y falta de ambición, me hacen pensar en la manera cómo fuiste criado. Es raro el maestro que admita, ante un estudiante, que un colega es terrible, o que apoye a un alumno que tenga un conflicto con otro docente o que públicamente lo señale por maltrato. Es por eso que califican a los maestros, incluso a los mejores, como hipócritas. Esta es la razón por la que es casi imposible establecer relaciones auténticas con los estudiantes. Existe otro tipo de tensión y es aquella entre el maestro y las asignaturas. Con frecuencia tenemos grandes obligaciones para con las disciplinas y asignaturas que dictamos, las cuales requieren de dedicación y pasión para poder comprender y explorar aspectos de nuestro mundo compartido. Tanto nuestra dedicación, como nuestra pasión, son expresadas y emprendidas a la luz de nuestro compromiso con el señalado sentido humano de nuestros estudiantes. Otro enfoque conllevaría a romper una promesa, acabar con una relación e impedir el crecimiento. Estar junto a los alumnos es primordial, pero nuestras responsabilidades, las de los maestros y las de los estudiantes, a veces chocan.
¿Qué significa ser un Ser Humano? Las respuestas explotan radiantemente desde un número astronómico de lugares y se convierten en infinitas. Somos, para algunos, hijos de Dios, cada uno creado a imagen y semejanza de Dios; Emerson lo cambió y se llamó a sí mismo “un dios en ruinas”. Somos pequeñas partículas de polvo insignificante que flotan y dura tan sólo el lapso de un parpadeo en una esquina oscura de una pequeña galaxia, o somos, según, Protágoras, “la medida de todas las cosas”. Sófocles dijo que los seres humanos son “únicamente aliento y sombra, nada más”. Mark Twain sostuvo que el humano es “el único animal que se sonroja… o necesita sonrojarse”. Somos monos desnudos, animales políticos, cañas pensantes, salvajes con ética, o todo lo anterior junto. La asombrosa narración de Phillip Gourevitch cuando el genocidio ocurrido en Ruanda, Queremos Informarles que Mañana Seremos Asesinados Junto a Nuestras Familias (We Wish To Inform You That Tomorrow We Will Be Killed With Our Families), refleja los crueles sucesos provocados por el gobierno y lo numeroso de las víctimas que resultaron ser ciudadanos comunes; es absurdo pensar “que exterminando a los Tutsi, podrían hacer del mundo uno mejor” En una breve introducción Gourevitch cuenta un encuentro extraño que había tenido en la noche en un bar con un pigmeo. “Tengo un principio”, el hombre comenzó así la conversación. “Creo en el principio del Homo sapiens. ¿Me entiende?” Gourevitch pensó que quería decir que la humanidad es una sola. “Esa es mi teoría, ese es mi principio…”, afirmó el hombre. La idea de la humanidad como unidad es sólo una teoría, no un hecho; Ruanda manchada de sangre es un acto de imaginación, no es una verdad obvia, debido a que como en el fondo se trata de la muerte masiva de personas, resulta entonces inconcebible recoger la idea real del exterminio. Así, el impacto del genocidio alcanza plenamente a la población en Ruanda, pero no así a toda la humanidad. La Premio Nobel Wislawa Szymborska en su poema “Un Mundo Regido por las Estadísticas” se refiere a la humanidad de la siguiente manera: De cada cien personas, aquéllos que se las saben todas: cincuenta y dos. Inseguros de sus pasos: casi todo el resto. Ella, de manera irónica, adjunta un número a una amplia gama de lo que se puede calificar como descriptores: “siempre bueno”—4; “llevados por un error de juventud”— 60; “inofensivo al estar solo, se convierte en salvaje en medio de multitudes”—más de la mitad. Sus categorías son frívolas, tontas, perspicaces e irritantes. Al final agrega esto: Tener empatía: noventa y nueve. Mortal: cien de cada cien— un número que aún no ha variado. La condición humana, bendecida y maldecida, extraña, desordenada, salvaje y rara. Es vasta y contradictoria, pero también compartida. De esta manera, Szymborska nos hace recordar que todos tenemos la facultad de identificarnos con los demás, la cual se convierte en el credo del maestro: cada quien es una persona completa, es el narrador o la narradora de su vida; debe ser tratado o tratada como una persona valiosa e importante. Incompleta, imperfecta, y, sin embargo, valiosa. W.H. Auden escribe: ¡Ay! mira, mira en el espejo, observa tu aflicción; La vida permanece como una bendición A pesar que no puedas bendecir. ¡Ay! párate, párate al lado de la ventana Mientras las lágrimas están por salir; Debes amar a tu vecino deshonesto Con tu deshonesto corazón. Tu vecino deshonesto y tu deshonesto corazón. La perfección nos evade, pero hacemos lo que podemos; el esfuerzo continúa, la lucha por la vida debe seguir. En “The Pity of Love” (La Compasión del Amor), un ensayo en la revista Tricycle (primavera del 2002), el novelista Neil Gordon lucha contra una contradicción generada por el amor hacia sus hijos; escribe: “desde el momento que nació mi hija, supe que temería por ella el resto de mi vida”. Luego evoca a “La Compasión del Amor” de W.B. Yeats (1892), el cual comienza así: “Una piedad más allá de toda palabra /Es escondida en el corazón del amor…” El poeta ofrece una lista de pasajes de la vida diaria, el mercado, las nubes, el viento y, al final, nos sorprende de manera abrupta y enigmática: “amenazar la cabeza que amo”. ¿Cuál es la amenaza? Gordon escribe: “Amar demasiado a los hijos no sólo ocasiona una pérdida catastró- fica”, “amar a los hijos significa perderlos una y otra vez, no al mudarse, sino mientras crezcan”. Para Gordon este “hecho horrible” de pérdida, no se refiere a un accidente, sino más bien a “la identidad del amor”, conlleva al reconocimiento del “significado pleno de la impermanencia”, además de aceptar que “nuestros hijos son nuestros maestros”. Se deshace la jerarquía; los niños nos enseñan sobre ellos y, también, sobre nosotros mismos. Gordon cita una idea grandiosa de Yeats sobre “la inseparabilidad del proceso y la identidad”, que se logra, de manera interesante, en el salón de clase: ¡Ay! árbol de castañas, grandioso que floreces, ¿Eres la hoja, la flor o el tronco? ¡Ay! cuerpo que se mece al compás de la música, ¡Ay! mirada luminosa, ¿Cómo reconocemos quién es bailarín y cuál es la danza? Gordon habla sobre las pequeñas mentiras que les decimos a nuestros hijos, lo cual hacemos con la finalidad de protegerlos de las peores cosas de la vida y de lo inevitable; se trata de transmitir ilusión de seguridad y permanencia. Establece diferencias y agrega: “no hay mentira tan grande como la de querer encubrir la posibilidad de tener libertad y esperanza”. La felicidad por supuesto que está unida a “la práctica de la libertad”, siendo su obtención nada fácil ni automática, sino más bien “aterradora y difícil”. La “piedad más allá de las palabras” nos puede desafiar a trascender hasta percibir la seguridad y también el peligro. Nos puede señalar la posibilidad de vivir nuestras vidas con los hijos como si cada momento fuese importante, teniendo cada uno su propia eternidad. Lo importante es seguir adelante, es vivir.
¿Qué significa ser un Ser Humano?, ¿Qué significa crear y mantener nuestra humanidad ante un proceso de deshumanización? Estamos de acuerdo en que la política pública de la ciudad de Chicago, dirigida a los discapacitados en sillas de rueda, ha progresado y ese desarrollo se ve reflejado, por ejemplo, en los baños públicos y en los autobuses de la ciudad, especialmente diseñados para ellos. Sin embargo, esto ha sido el resultado de la lucha sostenida y militante de los mismos discapacitados y de sus aliados. Trancaban el paso en sitios públicos y lanzaban consignas para ser escuchados y, de esta forma, lograron sensibilizar y crear un sentir humanitario que antes no lo había. Existe un movimiento sorprendente en la arquitectura y el diseño que da un paso al frente; el movimiento se llama “diseño universal”. Con este nuevo diseño los baños se han ampliado para el fácil acceso y el confort, no tan sólo de los discapacitados, sino para quienesquiera que sean sus usuarios; así como también los bebederos de agua se colocan a una altura adecuada, las rampas con una inclinación moderada, los utensilios son de “fácil agarre”. ¿Revolucionario, verdad? Este giro en la arquitectura demuestra un cambio de idea, la cual remueve el estigma impuesto por la sociedad: el “discapacitado”, “el otro” y los “normales”. Se diseña para crear un uso equitativo, flexible, simple e intuitivo. Se humaniza el ambiente para todos. El ser un Ser Humano significa embarcarse en un viaje, ser un proyecto, investigar, lograr, cambiarse a sí mismo y al mundo; tener una mente capaz de proyectar, elegir, reflejar. Esta es la esencia que tanto los maestros buscan y fomentan. El convertirse en estudiante de tus estudiantes provee una brújula y una guía. Es tan divertido estar con niños y bebés precisamente porque son los menos dogmáticos de los seres humanos; están constantemente experimentando, haciendo conexiones únicas, siempre abiertos al descubrimiento. Podemos aprender de ellos. De los adolescentes también; al luchar para reclamar su mundo, al crear sus propios ideales sobre la vida y el cómo vivirla, al desilusionarse del mundo de los adultos, el cual para ellos es un mundo hipócrita, vacío, comprometido y falso. Pueden ser guías útiles. Son idealistas enérgicos, impacientes, diversos, alborotados, que claman por autenticidad; cualidades éstas que muy a menudo se aplastan en el salón de clase. Se muestran ansiosos por hacer la diferencia y exclaman “¡Debo crear!” Gwendolyn Brooks escribió en “Boy Breaking Glass” (El Niño que Rompe el Vidrio): “Si no es una nota musical, entonces es el vacío. Si no es una obertura, entonces es una profanación”. Estos son extremos y presiones de los cuales los maestros se percatan por presentarse continuamente en el trabajo; el docente puede, a pesar de todo, crear un ambiente que estimule la imaginación, la producción y la genialidad; se trata de aperturas que permiten aflorar a las alternativas y hacerlas visibles, para así poder ser elegidas y hacer que reten, obstaculicen o cierren aquellas rutas destructivas. Parece que siempre tratamos a los adolescentes con un cierto autoritarismo, todo en nombre de la claridad y de los estándares. Por ejemplo, la expresión “cero tolerancia” parece convertirse en una frase de uso frecuente que en lugar de dar claridad, resulta ser ambigua. “Pienso que los cigarrillos son tóxicos, el alcohol es un veneno, la droga es un vicio aún peor y, por eso, no los consumo y los desapruebo”. ¿Qué significa tener “cero tolerancia” para ellos?, ¿Qué haría yo, qué acción tomaría si viera a alguien abusando del alcohol? ¿Matarlo?, ¿Encarcelarlo?, ¿Golpearlo?, ¿Expulsarlo? Hacerse el duro es una cosa, y lo que la dureza acarrea es otra. Se requerirá, por lo tanto, una serie de órdenes y acciones adecuadas a los contextos y a las circunstancias, que a menudo resultan, por lo demás, ser complejas. Además, el decir “tengo cero tolerancia” hacia el alcohol, infunde un aire extraño de privilegio y arrogancia. ¿Cuánta tolerancia tengo hacia el abuso sexual?, ¿Hacia el fanatismo? ¿Intolerancia o irrespeto?, ¿Mezquindad o imprudencia? Es cierto que son preguntas complicadas. La “cero tolerancia” simplifica, le cierra la puerta a la conversación. Está dirigida hacia temas más complicados y, por tanto, requiere intensificar la comunicación. Los jóvenes, en particular, necesitan de los adultos para hablar, tener con quien pensar, para luego reaccionar. El cerrar la puerta significa el abandono, la negligencia. Deberíamos redefinir nuestros pensamientos y preguntarnos: ¿y si éste fuera mi hijo? La pregunta no se refiere a un niño virtual, sino a cada niño, a un conglomerado de niños. Se tiende a convertir a los niños de los demás en cosas, a cosificarlos. Al preguntar: ¿es lo suficientemente bueno para mi hijo?, en vez de ¿es lo conveniente para mi hijo?, se comienza a establecer límites de aceptación. En nuestros planteamientos sobre los jóvenes, es necesario mantener en cuenta que un muchacho que transgreda la ley regresará a la sociedad algún día y que nuestro objetivo central es su recuperación; es igualmente importante eliminar del contexto de los jóvenes y niños aquellos elementos altamente tóxicos perjudiciales y que son manipulados por algunos adultos, tales como las armas y las drogas; así como también promover el trabajo productivo, las escuelas decentes y los centros comunitarios, de tal manera que sus esperanzas, sueños y capacidades salgan a flote. Debemos pelear por lo que es obvio: un niño en crisis, un niño en problemas, siempre sigue siendo un niño. * * * Cuando Gwendolyn Brooks murió, se conmemoró su vida y obra en la Capilla Rockefeller de la Universidad de Chicago, donde familia y amigos rindieron tributo a su gran contribución a la literatura y a la humanidad. La Laureada Poetisa del estado de Illinois fue, por muchos años, una intelectual comprometida y una ciudadana, una maestra con muchos alumnos admiradores y seguidores de su obra. Ese día, Anthony Walton, uno de sus alumnos, leyó un poema que le escribió, llamado simplemente “Gwendolyn Brooks (1917-2000)”: Algunas veces veo en el ojo de mi mente a un niño de unos cuatro o cinco años de edad, sin abrigo y vagando desarreglado por el viento y dentro de un terreno vacío o en una calle en Chicago en medio de los ventarrones del Sur. Desaparece pero se queda conmigo, mirándome y culpándome de una indiferencia insensible, más que negligencia, una condescendencia que da lástima. Lo veo otra vez, en una esquina, Digamos, entre la número 47 y la Martin Luther King, o en un grupo de hombres que rodean un pipote con llamas por Lawndale, todo alrededor está disponible o en venta. Algunas veces lo sigo en el tren que va a Joliet o a Menard, estos lugares rápidamente se convierten en su tierra nativa para esos chicos quienes se resisten a amar, a dejarse ver, con la excepción de ser casos de estudio.
La pobreza, el dolor, la vergüenza, millón y medio de sueños considerados para el exilio. Ese niño de cuatro años vagando por los túneles el atroz viento con una intensidad no medida un niño a quien ella no tuvo que saber amar. Anthony Walton, por medio de su tributo a Gwendolyn Brooks, a su arte y a la devoción que ella tenía hacia su gente, evoca lo que no es visible, aquello que resulta ser central en nuestros trabajos: las dimensiones éticas plantadas en la educación, vistas desde diferentes perspectivas, ya sea la del niño de cuatro o cinco años, sin abrigo y que anda vagando, o la del ser humano como elemento de carga destinado a un vagón de tren. Atrapa el punto de vista de un adulto preso por la indiferencia, guiado por las teorías y por aquellas pautas de estudio que son estándares inadecuados para aprender a vivir. De repente, el desenlace esperanzador: “un niño a quien ella no tuvo que saber amar”. El poema tiene la significación de invitar a ver los niños, a las madres, a los padres, hermanos y hermanas como algo más que sombras, más que huellas que desaparecen. Existen millones de niños que sienten no tener un futuro. ¿Qué realmente sabemos de ellos?, ¿En qué se convertirán?, ¿Cuáles son sus alternativas y oportunidades? Otros niños sienten que son merecedores de estar aquí, sienten que el mundo es su castillo. ¿Cuál es la diferencia?, ¿Qué tienen algunos niños de esperanza que no tienen otros?, ¿Cómo haces para traer eso a colación en el salón de clase? Al ser leales con nuestros estudiantes, nos sentimos atraídos hacia sus familias y comunidades. Nuestro compromiso se amplía. Al estar junto a ellos también nos ubicamos del lado de la humanidad entera. Esta postura genera energía, respaldo y dirección. Esa energía se irradia desde el salón de clase, desde la escuela, hacia afuera; y de esta manera, el salón de clase hace de atlas, aquel que sostiene al mundo. Si insistimos que cada estudiante es una criatura tridimensional, tal como lo somos nosotros, con esperanzas, sueños, aspiraciones, destrezas, deseos, y así sucesivamente; si cada estudiante es tratado con admiración y reverencia y se le reconoce como único, como todo un universo, entonces podemos extrapolar esa práctica, la ampliamos, y así, de esta forma, consideramos a cada vida humana, aunque no la conozcamos, como sagrada, de valor incalculable. Si tenemos fe en que cada estudiante pueda aprender, crecer, cambiar, entonces operamos a través del mundo con ese mismo principio, el cual consiste en tener la convicción de que cada uno de nosotros puede aprender, crecer, capaz de cambiar y que, por tanto, cada uno de nosotros es una acción en progreso. Al centrarnos en el alumno, podemos aprender a centrarnos en su familia y en su comunidad. De hecho, no podemos mirarlo sin antes tomar en cuenta la familia y la comunidad a la que pertenece e, incluso, vernos a nosotros mismos.
José Saramago reflexiona en torno al significado de un nombre y al poder de una vida en su novela Todos los Nombres. La historia se trata sobre el Señor José, un empleado de la Conservaduría General del Registro Civil, en una ciudad sin nombre, por donde pasan los certificados de nacimiento, de defunción, de divorcio y de casamiento. Es un hombre común: es flaco, canoso, modesto, limitado, o quizá más precisamente, reprimido, pequeño, un hombre de hábitos y rutinas, de regulaciones y órdenes. No cuestiona nada, no se conmueve ante nada, simplemente se conforma completamente. Para Don José, el perturbador porqué de su vida nunca se le ha pasado por la mente. Transcurre sus días en un escritorio, come de a poquito, se va a su deprimente cuarto, hace lo mismo todas las noches. Representa toda una vida sin escrutar. Don José acepta la importancia y la grandeza del Registro Civil, el cual tiene como lema “Todos los Nombres”. Ahí toda la humanidad está clasificada en archivos inmensos que siempre continúan creciendo, los registros datan de muy atrás en el tiempo y son aquéllos de personas que nacen, se casan y mueren. Resulta ser un tipo de cosa viviente, que refleja un diario “conflicto extremo”, que hace sentirse “al borde de una confusión vergonzosa”, como es el estar entre expedientes de vivientes y de fallecidos, donde se escucha un “sonido amortiguado” que crece y se apaga “como un bramido distante”. Don José y sus compañeros de trabajo son los defensores del orden en el medio del caos. Después él descubre que “Todos los Nombres” es también el lema del Cementerio General y que sus empleados consideran al Registro Civil como un subordinado. Es una situación en donde, de alguna manera, se presenta un cierto tipo de simetría. Don José tras su carácter previsible, tiene un hobbie: secretamente recorta de los periódicos imágenes de personas famosas, de las cuales ya tiene reunidas cien. Como otros coleccionistas, él no “soporta la idea del caos como único gobernador del universo” y, por lo tanto, intenta “imponer algún orden en el mundo”; una tarea que la puede llevar a cabo mientras defienda su colección. Decide una noche entrar al Registro Civil clandestinamente con la finalidad de obtener información sobre las celebridades que conformaban su colección, datos éstos que serían la prueba documental de sus existencias. En la oscuridad reinante, rodeado de pilas de archivos que llegan hasta el techo, experimenta “un sentimiento de confianza en sí mismo que nunca antes lo había tenido”. Su transgresión es estimulante: se sienta en la silla del jefe del Registro Civil y permanece hasta el amanecer. Don José ha cambiado, es una nueva persona. Para su sorpresa, nadie notó su cambio el próximo día. Está oculto, es un fugitivo. Terminada una de sus irrupciones nocturnas y llegadas el momento del regreso, tomó cinco fichas de su colección que había en esa oportunidad investigada. Sin darse cuenta, una sexta quedó pegada a las demás. Al llegar a su casa, ve aquella ficha, era la de una mujer desconocida. La observa y se obsesiona por ella. He aquí esta persona con “los mismos datos de todos” y quien pasara por desapercibida; tan sólo su nombre figurará en el Registro Civil y, luego, en el Cementerio General. Se pregunta: ¿Por qué?, ¿Por qué su vida es “como una nube que pasa sin dejar huella alguna”, anónima, ignorada; “al igual que yo, pensó Don José”? Imagina a sus cien personas famosas en un extremo de la balanza, la mujer desconocida en el otro, y se “sorprende al descubrir que todos los famosos juntos no pesan más que ella, que cien equivale a uno, uno valió tanto como cien”. La mujer desconocida lleva a Don José a una odisea en la oscuridad, a un viaje de grandes descubrimientos y de sorpresas, mientras intenta desenredar una única vida, esa preciada y, a la vez, incierta “enredadera… situada entre dos huecos”. Después de encontrar a una criatura tridimensional, se da paso para encontrar a otra y, luego, a otra, y, con el tiempo, terminar por encontrarse a uno mismo. Esta es la travesía de cada maestro.
El camino del maestro libre consiste en darse cuenta que todos los niños son chispas, sin mando, plenas de energía que generan significados, siempre dinámicas y en constante movimiento, en un viaje infinito. ¿Quién soy Yo en el mundo? Eres todo un universo y eres parte del gran mar al cual todos pertenecemos. Los maestros bien debemos recordar, también, nuestra búsqueda y nuestros viajes, nuestros propios significados. Entonces, nuestro primer compromiso es éste: reconocer y señalar a la humanidad en cada uno de nuestros estudiantes. Nos convertimos en estudiantes de nuestros alumnos. Estamos junto a ellos.