La definición más elemental de la democracia es el gobierno de la mayoría. Se expresa en chascarrillos como mejor contar cabezas que cortarlas o ballots than bullets. Por supuesto, viene con un rosario de condiciones sobre libertades previas, procesos de elección, etc., pero la idea básica es que, quien gana, gobierna y decide. Es compatible con ideas tan nuestras como dar la vuelta a la tortilla o que ya vendrán los míos, pero sin sangre. Un paso adelante es complementarla con el respeto a las minorías, sea en versión minimalista (no liquidarlas políticamente) o maximalista (gobernar para –no solo sobre– todos), si bien esta suele ser denostada como incumplimiento, traición al electorado y cosas parecidas.
Otra distinción esencial se da entre la democracia como fin y como requisito o como medio e instrumento. La visión instrumental juzga a la democracia por sus resultados, con criterios variopintos: la igualdad, el poder de la nación, la observancia de la fe… Para el instrumentalista la democracia sólo es verdadera si cerca a esos fines; si no, la degrada a formal, una ficción, una cáscara vacía, etc. Entre nosotros, tal visión imperó por tiempo entre la izquierda radical y asoma discretamente con Podemos, y persiste, con menos ideología pero con mayores efectos prácticos, en el PP, desde las invocaciones conspirativas cuando pierden las elecciones (recuérdese la atribución a ETA del 11-M) hasta la manipulación grosera el poder (v.g., la no renovación, en su día, del Tribunal Constitucional o el reciente blindaje de Rita Barberá). La visión demócrata a secas no considera la democracia como un fin en sí, ni mucho menos cree que asegure el bienestar o que sus decisiones sean óptimas, sino simplemente que es la manera mejor y más segura, o la menos mala, de acercarse a ello y de rectificar cuando nos alejamos.
Si democracia es algo más que un medio desechable o un recuento virtual de cadáveres, hay que matizar la idea del gobierno de la mayoría. Primero, en el sentido de que, cuanto más crucial sea una decisión, más amplia o cualificada habrá de ser la mayoría que la tome. Ante decisiones dicotómicas (blanco o negro) esto implica debates prolongados y mayorías amplias; ante decisiones graduables (todos los grises), implica consensos o compromisos. Segundo, en el de que, cuanto más se desea un cambio, más prudente debe ser. Es un inmenso error considerar un exiguo cambio de mayorías como una ocasión para la ruptura, lo que algunos llaman ahora una segunda transición. Latransición lo fue de una dictadura ilegítima a una democracia legítima, no entre dos gobiernos igualmente legítimos en origen. La mínima mayoría o la máxima minoría bastan para gobernar sin problemas de legitimidad cuando las opciones se no se apartan demasiado (cuando son iguales, como suelen decir los iluminados en los sistemas bipartidistas), es decir, cuando cada quien tiene la suya pero ve la otra o las otras como razonables o, al menos, soportables. Por contra, en condiciones depolarización, cuando más se desea un cambio radical, más necesario resulta no tensar la cuerda sino buscar compromisos.
En los años recientes, la política española ha dado cumplida evidencia de que una cosa es una ordenación legal y otra muy distinta una cultura democrática. La experiencia de las fallidas democracias del mundo árabe, la inestabilidad de las africanas o su fácil giro autoritario en Europa del Este se ha expresado a menudo en el concepto de una democracia sin demócratas. No diré que aquí no hay demócratas, pues los hay y muchos, pero sí que no lo(s) suficiente(s). Los demócratas no nacen, sino que se hacen, y todo indica que lleva tiempo, incluso generaciones.
La mejor muestra de nuestro déficit son los nacionalismos, hoy encabezados por el secesionismo catalán. No hay que sorprenderse, pues cuanto más justo y esencial se crea el frutoperseguido, más incómoda se antoja la cáscara. Aparte del disparate de que, tras cinco siglos de libre circulación, trabajo y residencia, fueran a decidir sobre Cataluña o su territorio, en exclusiva, quienes hoy tienen los pies en él, cada día asistimos a una vuelta de tuerca más: una exigua mayoría parlamentaria autonómica, basada en un voto minoritario aunque amplio, se lanza a iniciar ladesconexión envuelta en elucubraciones sobre un derecho a decidir que sólo ellos suscriben.
Le sigue en el palmarés de los despropósitos el PP, con su teoría de la fuerza más votada. Como la derecha estaba agrupada en un único partido, el PP, y la izquierda dividida en dos o más, llevamos tiempo oyendo que, por minoritaria que sea, debe gobernar la lista más votada. En un parlamento con cuatro grandes fuerzas políticas, como el actual, lo es con apenas un tercio de los votos y, en uno más fraccionado lo podría ser con menos, por lo que la pretensión es ridícula sin más. Para gobernar no solo cuentan los que están a favor sino los que están en contra, que en el caso del PP son muchos más y no lo están menos.
El bronce es para los colofones a precio de oro que, con poco peso por sí mismos, convierten el valor marginal que les otorga poseer lo que falta para obtener una mayoría en un precio desmesurado por su apoyo. Lo han hecho siempre los nacionalistas periféricos, particularmente catalanes y vascos (lo ha imitado el localismo canario y lo están aprendiendo ahora sus émulos en Galicia o la Comunidad Valenciana) cada vez que los grandes partidos nacionales no han contado con mayoría absoluta, y lo intentan repetir ahora.
El PP, convencido de que su tercio de diputados le otorga derecho de pernada, propone ungran pacto, que ahora se va abriendo a una gran coalición. Les gusta compararlo con las experiencias británica de posguerra y alemana de los sesenta o actual, pero obviando que estas agrupaban en torno al noventa por ciento del voto y del parlamento, sin dejar fuera a ninguna fuerza política relevante en los extremos (aquí excluiría a Podemos, por lo que sería más bien un frente), nunca encabezadas por el premier saliente más impopular.
En el otro extremo del arco, Podemos quiere un gobierno sin PP ni C’s pero para ello habría que aceptar las demandas de sus propios nacionalistas y las de los ajenos porque así lo propugna la confluencia En Comú Podem, a su vez porque así lo quiere su mitad En Comú, y eso para no dejárselo a CiU y ERC. Una especie de pirámide accionarial, una rumasa política en la que un pequeño grupo condiciona a otro más amplio, este a otro y así hasta un eventual gobierno de España que debería aceptarlo como precio marginal de su investidura. Y así, «si asume pagar», segura Homs, tendrían también la abstención de CiU… y España por los aires.
Pero si se abandona la óptica de gobernar como sea y se adopta la de un hipotético marciano que mirase las cosas con distancia, puede haber otros criterios. En condiciones normales procedería la alternancia: tras una legislatura dominada por la derecha, esta paga el desgaste agudizado por la crisis, como antes lo hizo la izquierda, y deja paso a un gobierno de PSOE, Podemos y las izquierdas nacionalistas, que aparcarían su faceta nacionalista para hacer efectiva su faceta de izquierda. El problema es que, en España, la izquierda ha vivido permanentemente enfangada con el nacionalismo, llegando ahora al extremo con la asunción por Podemos del derecho a decidir, seguramente tan importante para los activistas de sus confluencias como ajena a buena parte de sus propios votantes, sobre todo en el resto de España; y las izquierdas nacionalistas, no se dude, son más nacionalistas que de izquierda.
La segunda fórmula sería una coalición entre PSOE, Podemos y C’s, encabezada por el primero. Supondría un giro moderado hacia la izquierda, contrapesados los segundos por los terceros pero en consonancia con los resultados electorales, y exigiría combinar con finezza reformas económicas liberales y políticas sociales solidarias, ofreciendo una entrada con paso firme a los emergentes y una mayoría lo bastante sólida. Un problema, como es sabido, reside en las hipotecas de Podemos con el nacionalismo, tan inaceptables para C’s como deberían serlo para el PSOE; otro, en su alergia sobredimensionada a C’s por los motivos recíprocos, por su concepción frentista y por su estrategia de desgaste hacia el PSOE.
La tercera, quizá la más viable en la polarización actual, es una coalición PSOE-C’s que, para poder constituirse en gobierno, se bastaría con la abstención del PP o de Podemos, si bien debería contar con la de ambos. PSOE y C’s pueden fácilmente entenderse en torno a una plataforma de centro izquierda y quedaría al escenario del Congreso la formación de distintas mayorías para legislar ante cada tema. El PP, sin lugar a dudas, necesita un paso por la oposición para limpiar su casa, ya que no ha sabido hacerlo en el poder; a Podemos, a pesar de que aprenden mucho y rápido, no le vendrían mal unos años como internos y residentes en las instituciones.