Asha Ismail, que fue víctima a los cinco años de la ablación, es la fundadora de la ONG Save a Girl Save a Generation, con la que quiere romper el tabú de su propia vida para ayudar a erradicar una práctica que constituye una de las peores formas de violencia contra las niñas
Al compartir su relato, el de una niña de cinco años a la que acaban de someter a la infibulación (uno de los cuatro tipos de mutilación genital femenina), las palabras de Asha suenan como el verso suelto de un poema desgarrado:
Y dejas de correr,
de jugar como antes,
de buscar los mangos en los árboles.
Ya todo es miedo a caer,
que se pueda romper,
que se repita la misma operación;
ya no saltas a la cuerda,
ya no quieres jugar con los niños
ni descubrir lo que hay entre tus piernas.
Objetivo cumplido:
ya eres intocable.
A los 52 años, una buena parte de la vida de Asha Ismail (nacida en 1968 en Garissa, Kenia, y de etnia somalí) se quedó en aquella niña de cinco años que una mañana descubrió que el dolor era inherente a su condición de ser niña. “Aunque era una práctica presente en mi familia durante generaciones, yo me enteré el día que me tocó a mí”, explica.
En aquella escena, estaban dos de las personas a las que Asha más quería: su madre y su abuela. “Mi madre me bañó y me puso un vestido muy corto, luego me mandó a comprar cuchillas y yo compré dos. A la vuelta me encontré a mi abuela, una señora y mi madre en lo que era la cocina de mi abuela. El suelo era de barro y habían cavado un agujero”, detalla Asha quien, a medida que avanza en su relato, irá alternando el tiempo presente con el pretérito, como si aquel día nunca se hubiera terminado.
Dolor. El dolor insoportable de aquel día nunca se fue. Aquel día, aquella niña de cinco años a la que obligaron a hacerse mujer a través de la violencia, se prometió que nunca obligaría a pasar por eso a ninguna hija suya.
Mucho tiempo después, en el año 2007, y ya en España, esa promesa se convertiría en el nacimiento de la ONG Save a Girl Save a Generation, desde la que Asha y su hija, Hayat Traspas Ismail, trabajan para prevenir y erradicar la mutilación genital femenina, evitar los matrimonios prematuros de niñas y denunciar la explotación infantil.
Asha está convencida de que romper el tabú sobre la ablación entre las comunidades que la practican (dentro y fuera de sus países), es la única forma de prevenir esta forma de violencia. “Las leyes que la prohíban son necesarias, pero tienen que ir mano a mano con la voluntad de las personas y hay que conseguir esa voluntad”, explica. Su convicción no va desencaminada: según Unicef, desde 2008, más de 15.000 comunidades en 20 países distintos han abandonado la práctica de la mutilación genital femenina.
30 millones de niñas en riesgo
A pesar de estas cifras esperanzadoras todavía queda mucho por hacer. Más de 200 millones de niñas y mujeres han pasado por alguno de los cuatro tipos de mutilación genital femenina en los 26 países de África y Oriente Medio donde se practica, así como en otros 33 países donde hay población inmigrante potencialmente vinculada a esta práctica. Durante la próxima década, 30 millones de niñas se encontrarán en riesgo de pasar por esta puerta de entrada al dolor que va asociada a otras formas de violencia contra la infancia, como el matrimonio forzoso.
“En realidad, la mutilación genital femenina y el matrimonio forzado van de la mano, porque la finalidad de la mutilación es asegurar la virginidad, es intentar quitar esa necesidad sexual, que la mujer no tenga voluntad sobre su sexualidad para que conserve esa virginidad hasta que encuentre marido”, explica Asha.
“Ya todo es miedo a caer, que se pueda romper”, como contaba en su verso desgarrado.
En la noche de bodas con un hombre que ella no había elegido, Asha tenía 20 años y un miedo terrible a que algo se rompiera. “Mi vida cambió por completo ese día; si tenía alguna duda de pensar que lo que me había pasado era bueno, murió aquella noche”, relata emocionada.
De aquel encuentro con un hombre al que Asha no volvería a acercarse, nació una niña. “Me dieron a esa criatura en los brazos y yo solo pensaba: ¿por qué, por qué tenía que ser una niña?, ¿a qué mundo la he traído para que pase por todo lo que yo he pasado?”.
El despertar de un movimiento
Asha eligió llamar a su hija Hayat, que significa vida en suajili, porque con ella nació el convencimiento de que algo tenía que cambiar. Nació la fuerza para revolverse sobre sí misma y sobre toda la estructura que sostenía aquel dolor. A partir del nacimiento de su hija, Asha empezó a tejer una red de mujeres –sus hermanas, sus primas, sus vecinas– dispuestas a cuestionar una práctica que solo las había hecho sufrir y que no querían imponer a sus hijas.
Después de trasladarse a Tanzania, Asha siguió rompiendo ese silencio con más y más mujeres. La fuerza de su revolución personal iba creciendo, hasta que un día logró convencer a una madre, que iba a hacer pasar por la mutilación a sus cinco hijas, de que no lo hiciera.
Años más tarde, esa red de mujeres y madres en contra de la ablación que ya formaba parte de ella, se fue con Asha cuando se trasladó a España con sus hijos.
“La primera vez que fui a la ginecóloga en España me avergoncé y me sentí mal, empecé a temblar, a sudar… ¿Por qué me tenía que sentir así? Entendí el desconocimiento que existía y pensé: ‘¿Cuántas mujeres en mi situación no acudirán al ginecólogo?”.
Con el apoyo de su hija Hayat, Asha fundó Save a Girl Save a Generation, la ONG desde la que ofrecen información sobre la ablación a personal sanitario y educativo, a policías, a jueces y, sobre todo, a mujeres y familias que no han tenido la oportunidad de romper con el tabú y hablar sobre la ablación. En España hay 18.000 niñas expuestas a la mutilación genital. El siguiente paso en este viaje será construir un refugio en Nairobi para acoger y dar educación a todas las niñas que tuvieron que dejar a sus familias para huir de la mutilación genital femenina.
“Creo que tenemos que ser nosotras, las supervivientes, las que digamos ‘¡Ya está bien!’. Que salgan y que digan: ‘Esto ha acabado conmigo y mis hijas no lo conocerán. Ni para mí, ni para mi hija. Es una generación salvada; para mis nietas es historia’”, explica.
Cuando Hayat convirtió a su madre en abuela de una niña, Asha supo que algo había cambiado: “Ahora quería una niña porque estaba segura, sabía que no corría ningún peligro”. El viaje de esta madre por poner a salvo a muchas más niñas como ella continúa.
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MÍRALA
Fuente e imagen tomadas de: https://elpais.com/sociedad/2020/01/30/pienso_luego_actuo/1580386762_950839.html
A propósito del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer les compartimos el documental «Señorita Extraviada» realizado por la documentalista Lourdes Portillo.
» No existe un mejor lugar para matar a una mujer que en Ciudad Juárez, México. En los últimos diez años, cientos de mujeres han desaparecido o han sido encontradas asesinadas en esta ciudad fronteriza. La mayoría de ellas fueron empleadas de maquiladoras o en plantas de ensamblaje de la zona. Solo algunos casos se han solucionado. La cifra de mujeres asesinadas, de 1993 a la fecha, rebasa ya las trescientas, y el total de desaparecidas se eleva a quinientas. Detrás de estos crímenes se acumulan miles de casos de hostigamiento sexual, doméstico y laboral, no denunciados, de violencia intrafamiliar no atendida, y sobre todo de una misoginia institucional que magnificada por la prensa local sirve como estímulo a los perpetradores de lo que hoy se conoce ya como un feminicidio. Esta situación criminal se relaciona con la violencia del narcotráfico, el desempleo, y la miseria fronteriza en tiempos de globalización forzada, originando el derrumbe de oportunidades y la contratación de mano de obra femenina (pésimamente remunerada), que desplaza a buena parte de la fuerza laboral masculina. Lourdes Portillo reúne los testimonios de la frustración y del rencor social, el encono misógino, y el desdeñoso retrato moral de las víctimas (para las autoridades, simples provocadoras :»ellas se lo buscaron»). A todo esto opone el perfil de las jóvenes, apenas adolescentes, obligadas a trabajar en turnos de madrugada, expuestas al riesgo urbano de calles mal alumbradas, temerosas siempre, canjeando diariamente seguridad física por supervivencia económica. ¿Qué hacían las «muertas de Juárez» en la calle?, pregunta la prensa local. «No iban precisamente a misa», le responde con sarcasmo un gobernador panista. Vista así, entre la difamación y la caricatura, todo autoriza el ajusticiamiento que es, al mismo tiempo, un mensaje social en tiempos de cambio; el desdén hacia la mala pécora como parte de un programa de saneamiento civil, que incluye a homosexuales y travestis. «Todas son putas», explican las autoridades en Señorita extraviada, o mulas tercas que aún no entienden que la gente decente se pasea de día, y la indecente se expone a todo por andar de noche.»
Este trabajo se estrenó en el año 2001, sin embargo, a pesar que han transcurrido 18 años desde entonces, sigue teniendo vigencia en un contexto en el cual las mujeres siguen siendo víctimas de un sistema patriarcal y misógino.
Tras la primera guerra mundial, la activista británica Eglantyne Jebb dio origen a un movimiento que continúa defendiendo los derechos de los niños y niñas más vulnerables en todos los rincones del mundo
El documental ‘Woman’ reúne en el festival de Venecia testimonios recogidos por todo orbe para promover la igualdad
Corría de un continente a otro, pero le perseguía una constante. Anastasia Mikova cruzaba el planeta, visitaba escenarios y gentes de lo más distintos y volvía a asistir a la misma escena, como aquella vez en un rincón remoto de Bangladés. “Las mujeres nos miraban con suspicacia, nos preguntaban qué hacíamos allí. Los hombres, en cambio, estaban deseando ponerse delante de la cámara”, relata. Aquello, en realidad, le confirmaba que el proyecto iba por el camino correcto. Porque la periodista y cineasta ucrania buscaba precisamente lo contrario.
Junto con el codirector, Yann Arthus-Bertrand, y su equipo visitaron 50 países y colocaron su micrófono ante unas 2.000 mujeres. Les preguntaron por sus sueños, sus miedos, su pasado y su futuro. Por la guerra y el acoso sexual, por su gran amor y su mayor herida, por la menstruación y la maternidad. Les pidieron que, por una vez, salieran de las sombras y se situaran bajo los focos, normalmente reservados a sus padres, maridos, hermanos y amigos. “Muchas nunca habían visto una cámara. Cuando se sentaban y se les daba la oportunidad, veíamos que su necesidad de hablar y ser escuchadas era enorme”, agrega Mikova. El resultado es el documental Woman, que debuta en el festival de Venecia, ante de poner rumbo a las salas. La fecha prevista para su estreno es otro mensaje: el 8-M.
Hace cuatro años, Arthus Bertrand y Mikova ya habían lanzado una iniciativa parecida. “Human es el padre de Woman”, se ríe ahora la directora. Aquel filme daba voz a cientos de personas para mostrar que los seres humanos pueden vivir en una chabola o una mansión, en Australia o en Guatemala, pero su sonrisa y sus lágrimas se parecen y se contagian. “Dudé de que pudiéramos hacer algo más poderoso y personal”, reconoce Mikova. A posteriori considera, sin embargo, que lo han logrado.
La fórmula es la misma: un fondo negro, un rostro y lo que quiera contar. Pero las protagonistas solo son ellas. “Y el efecto espejo es aún mayor”, defiende la directora. Se refiere al impacto que Woman suscita en el espectador: una entrevistada recuerda eufórica cuando aprendió a escribir su nombre; una anciana reivindica que ya no está “para mordiscos” en la cama; y dos mujeres rememoran la mutilación más íntima y dolorosa de su vida. El público escucha, reflexiona y compara con sus propias experiencias. Woman quiere conmover y entristecer, helar la sangre y provocar carcajadas. “No es un filme solo para mujeres. Es importante que los hombres lo vean. Nuestras películas van de vivir todos juntos y de cómo nos entendemos mejor”, lo resume Mikova.
Para ello, pasaron horas y horas en compañía de sus entrevistadas. Tenían un cuestionario de partida, con ciertas cuestiones que repetían. Pero no había “ninguna fórmula milagrosa”, asegura la cineasta. A veces, nada salía de una charla eterna. Otras, se desataba lo que Mikova define como “tormenta”: “Si encontraba la puerta apropiada, salía todo. Mucho más de lo que se pueda imaginar. Seguía haciendo preguntas, pero a partir de ahí esa mujer ya estaba hablando consigo misma”. Hasta el punto de compartir con un grupo de desconocidos confesiones jamás pronunciadas en voz alta: en Woman hay víctimas del ISIS vendidas por “cinco dólares o un paquete de cigarros”, una india atacada con ácido por su pareja y una rusa que pidió ayuda a su madre tras los desencuentros con su marido. “¿Tan difícil es abrir las piernas?”, le espetó su progenitora. Todo ello lo cuentan las voces y los ojos de sus protagonistas, las que lo vivieron en su piel.
Aunque los codirectores se esmeraron en que la película mantuviera un equilibrio. Que hubiera mozambiqueñas, venezolanas, francesas o vietnamitas; mujeres que se coronaron en Wall Street y otras que batallan por comer cada día; adolescentes y ancianas, felices y melancólicas, ordinarias y excéntricas. Básicamente, el mundo. Mikova se empeñó también en que las temáticas oscilaran entre lo más impactante y lo cotidiano. Woman debía hablar de la ablación o del cáncer de pecho, pero también del deseo de ser guapa. La cineasta, por ejemplo, convenció al director de que la regla debía tener su espacio en el corte final. Al fin y al cabo, sus protagonistas la sufren cada mes. Mikova detectó otro denominador común a todas: “La resiliencia”.
Ella misma, con Arthus, debió adaptarse a las exigencias comerciales. De las cuatro horas originales, lograron reducir el metraje a los 105 minutos y 100 testimonios que llegarán a los cines. De entre todos, Mikova recuerda especialmente el que abre Woman: “Norma llegó a la grabación tan bella, tan segura de sí misma. Entendí que tenía algo único, pero no lo que yo creía”. Contó que, de niña, sufrió los abusos de su abuelo, hasta que encontró una vía de escape hacia Japón. Resultó, sin embargo, el atajo hacia otro infierno: acabó esclavizada en la prostitución. Pero siguió adelante, se compró su libertad y huyó a Canadá. Allí, encontró una pareja y tuvo un hijo. Aunque la vida apenas le concedió descanso: descubrió que, por una enfermedad, su niño estaba destinado a quedarse ciego. Norma se derrumbó, y se refugió en el alcohol. Hasta que un día agarró la botella, volvió a soltarla sin probar ni un trago y salió a correr.
Hoy tiene el récord Guinness por el triatlón más largo. Y ofrece conferencias en las que repasa la historia que relata en Woman: “Me aterrorizaba compartirlo, pero quería romper el silencio porque es lo que hace posible la violencia. Dicen que las víctimas no tienen voz: si la tenemos, pero no queréis escucharnos”. El mensaje resonará ahora en las salas de medio mundo. Al fin, hablan ellas.
El miércoles 12 de junio, la Asociación Educativa Waldorf Sevilla Girasol presenta en el Centro Cívico La Sirenas el documental ‘Waldorf, semillas para el futuro’
https://youtu.be/KCzo3vZ0zeo
https://youtu.be/3b3HBuDSlc4
El miércoles 12 de junio, a las 18:00, la Asociación Educativa Waldorf Sevilla Girasol presenta en el Centro Cívico La Sirenas el documental ‘Waldorf, semillas para el futuro’, dirigido por la periodista Sandra Díaz Siachoque.
El documental relata la pedagogía Waldorf a través de la experiencia de profesores, alumnos, padres y madres, quienes explican este método educativo avalado por la Unesco y que cuenta con un único centro homologado en Sevilla, la Escuela Internacional Waldorf Sevilla Girasol, ubicada en Mairena del Aljarafe.
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