Por: Oscar Sánchez.
En la provincia de Tumaco-Barbacoas, que tiene cerca de 400.000 habitantes y diez municipios (La Tola, El Charco, Magüí Payán, Mosquera, Barbacoas, Olaya Herrera-Bocas de Satinga, Francisco Pizarro-Salahonda, Roberto Payán, Santa Bárbara-Iscuandé y Tumaco), solamente uno de cada diez niños logra convertirse en bachiller, y si se va más allá de la ciudad de Tumaco, esas cifras se disparan.
Gracias a programas como Vive la Educación, que adelantan allí Save the Children y el Consejo Noruego para los Refugiados con recursos de la cooperación canadiense (https://www.elespectador.com/noticias/educacion/falla-educacion-del-pacifico-colombiano-articulo-501105), las comunidades, los docentes y los propios jóvenes comienzan a sentir que el derecho a la educación hay que valorarlo, exigirlo y adaptarlo a la realidad. Pero conversar con los chicos y chicas que han persistido en la escolaridad rompe el corazón, pues en esas zonas rurales extremadamente aisladas, donde las economías ilegales campean, sus sueños de éxito tienen pocas posibilidades de cumplirse por el camino tradicional. ¿Y nos preguntamos por qué esos chicos son la excepción y muchos se dedican a cultivar coca?
Hace 250 años, al finalizar el período colonial, en el litoral Pacífico la explotación de oro en minas cuyos propietarios vivían en el mundo andino llevaba dos siglos de historia. Varios de estos municipios fueron fundados en el siglo XVI. En el siglo XVIII se definía como libre en los censos a quien no pertenecía a ninguna de las otras cuatro categorías con las que se ordenaba esa sociedad de castas (eclesiásticos, blancos, indios, esclavos y… libres). En las provincias del Pacífico, la población indígena había sido menguada, la población esclava estaba dejando de ser importante porque el auge de la minería del oro estaba decayendo, y comenzaba a volverse mayoritaria una población negra que había comprado su libertad o nacido de padres cimarrones, dedicada a la agricultura de subsistencia, la pesca, la caza y el lavado de oro, muy dispersa a lo largo de los innumerables ríos y quebradas y que, unida a algunos mestizos y mulatos aventureros, el censo de 1787 denominó “libres de varios colores”.
Las comunidades, los docentes y los propios jóvenes comienzan a sentir que el derecho a la educación hay que valorarlo, exigirlo y adaptarlo a la realidad
Pasaron otros dos siglos; Colombia se independizó, la urbanización se disparó en el mundo andino, se construyeron, para bien y para mal, las instituciones y dinámicas socioeconómicas que hoy nos definen, y el mundo negro del Pacífico siguió viviendo una realidad aparte. Las tasas de mortalidad infantil, analfabetismo e ingreso comenzaron a ser noticia hace 40 años, cundo vivieron un terremoto y tsunami sin precedentes en el país, y aún hoy tienen niveles de desarrollo humano semejantes a los de Congo y Haití. Tuvo que llegar el siglo XXI para que se terminara de construir y pavimentar la única carretera para comunicarse con el centro del país.
Y entre tanto, la cultura oral y musical, de la solidaridad, de la movilidad humana; el sentido del tiempo, una gran capacidad de producción orgánica de productos como el cacao y hasta la relación comercial intensa con otros países en esas sociedades y su territorio megadiverso e hiperdotado habrían podido mostrarnos a todos los colombianos una nueva idea sostenible del progreso. Pero en los últimos años, del centro de Colombia (Estado, comercio, guerrillas y paramilitares), y de sus propias élites políticas regionales, esos pueblos han recibido unos cuantos programas asistenciales, una pizca de modernidad excluyente y depredadora y lo peor de la guerra y la corrupción.
Comunidades como la que vivió la masacre de la semana pasada tienen cada vez mayor conciencia de su realidad y cada vez mayor interés en una educación pertinente y sólida para que sus jóvenes tengan alternativas. Es lo que hemos visto quienes visitamos escuelas allí en estos tiempos recientes de tregua (que por lo visto se acabaron).
Pero si no hay respuesta para sus nuevas generaciones, mucho me temo que mientras más estudien y su proyecto colectivo de bienestar tenga mayor claridad, ante la crudeza de las circunstancias, cada vez van a protestar más. Esperemos que el país consiga ofrecerles algo más que coca y plomo, para que sean al fin libres. O, mejor dicho, para que algún día en Colombia podamos ser genuinamente “libres de todos los colores”.
Fuente: http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/oscar-sanchez/libres-de-varios-colores-educacion-en-tumaco-140194
Imagen: https://encolombia.com/wp-content/uploads/2012/12/sistema-educacion-colombiano.jpg