Opinión | ¿Deberíamos seguir enseñando debate?

Por: Sofía García-Bullé

Más de dos tercios de las personas encuestadas por ‘More in common’ consideran que el debate público se está volviendo más agresivo.

Históricamente, el debate ha sido un recurso básico para trabajar con dos ideas opuestas y encontrar la razón entre ambas, o encontrar mayor validez o sentido en una de ellas. Los políticos debaten para presentarse como el mejor candidato, los académicos debaten para llegar a un conocimiento más sólido a través del consenso, los estudiantes debaten para aprender autoconfianza y gestión de emociones en situaciones de desacuerdos. La utilidad del debate como ejercicio cognitivo, comunicativo y humano es evidente.

Sin embargo, factores externos que influyen la forma y fondo de la práctica argumentativa pueden haber impactado negativamente la actividad del debate. En artículos anteriores, hemos hablado acerca de cómo las cámaras de eco y los sesgos cognitivos juegan un papel importante en la manera en que nos comunicamos y discutimos con otros. Pero ¿qué diferencia existe entre la definición básica del debate y cómo lo usamos hoy en día?

¿Qué es el debate?

La práctica se refiere a una técnica de comunicación que confronta ideas u opiniones diferentes sobre un tema en particular. La palabra viene del latín debattuĕre, que significa ‘discutir’, ‘combatir’. Podríamos decir entonces que es el acto de “pelear con palabras”. Sin embargo, la idea del debate no es ser violento, se trata más bien de ser articulado, sólido y conocedor del tema que se maneja. Debatir, más que atacar un punto contrario, significa validar el propio por encima de la duda razonable.

El flujo de un debate consistente y útil no es muy diferente de la ética hegeliana, existe una tesis, una antítesis, y al final del proceso, idealmente una síntesis. Esto no quiere decir que los participantes del debate saldrán de acuerdo en un solo punto, cada uno puede conservar el argumento con el que comenzó. El objetivo principal de un debate no es convencer, sino enriquecer ese argumento inicial a través de la escucha y los contrapuntos que ofrece este ejercicio. El valor de un debate no estriba en un cambio de opinión, más bien en aprender más sobre el tema que se aborda y sobre las personas con las que se discute. Este conjunto de aspectos en particular son los que han estado ausentes en las formas de debatir después la explosión de las redes sociales, las burbujas de contenido y las cámaras de eco. Hoy en día, se trata más de pelear que de aprender.

Argumentación vs. Odio

Una creciente polarización entre los que sostienen posiciones ideológicas o políticas distintas está poniendo en riesgo la efectividad de la comunicación colectiva y nuestra capacidad de humanizar a las personas con las que no concordamos. Esto no quiere decir que no haya ideas o causas que sean merecedoras de una defensa férrea, como los derechos reproductivos, o la validez en la existencia de personas diversas, pero habría que preguntarse ¿qué tan efectivos estamos siendo en la defensa de puntos tan cruciales si nos interesa más destruir un argumento (y a la persona detrás de éste) que probar el nuestro?

Una encuesta conducida por la firma More in Common encontró que más de dos tercios de los encuestados consideraban que el debate público se estaba volviendo cada vez más agresivo. El 42 % declaró que no sentía la seguridad para expresar su opinión libremente. La razón de este retroceso puede ser el intenso enfoque en el contenido emocional por encima del neutro o sobrio. Se vuelve más viral una publicación que proyecte sentimientos que una que hable de hechos, o apele a una lectura más racional.

La expresión de emociones no es algo negativo en sí mismo, pero si tenemos un espacio público, en el que podemos ser anónimos y expresar estas emociones sin contacto humano real ni consecuencias; es la tormenta perfecta para que una opinión, conversación o debate deje de ser un ejercicio de comunicación y se convierta en algo menos útil, y más violento. Ante la manera en que estos factores han afectado la práctica del debate. ¿Es buena idea que se siga enseñando y practicando en las escuelas y universidades?

¿Cómo aprovechar el debate?

El debate como herramienta educativa puede seguir vigente, más que eso, debería seguirse enseñando, para mostrar la diferencia entre un intercambio de ideas, una discusión y un ataque. Lo que sí es necesario reevaluar es bajo qué valores o criterios lo podemos seguir incluyendo en el currículum. ¿Qué aspectos necesitamos destacar o repensar sobre el debate en general?

Para empezar, como docentes o moderadores, es importante dejar de pensar en el debate como la solución a un problema o una competencia en la que un participante gana y el otro pierde, el ganador en cualquier debate debe ser la razón, la escucha y la ampliación de lo que se conoce sobre determinado tema o perspectiva. Es crítico también entender que si bien nuestra experiencia de vida y emociones ligadas a una postura política o ideológica son más que válidas, y pueden ser parte de nuestro argumento; estas no pueden comprender toda nuestra postura ni guiar por completo la discusión. Nuestra posición debe estar fundamentada con investigación, datos comprobables, discurso eficiente y relacionable, así como una actitud civil hacia los que defienden un punto contrario.

Desarrollar la habilidad de discernir qué espacios y conversaciones están generando un debate y cuáles no representa un aprendizaje valioso para cualquier estudiante, aún si no es de su interés practicar su discurso. Saber cuándo retirarse de una conversación sin utilidad antes de caer en agresiones o ser agredidos es básico para mantener una comunicación efectiva y una relación saludable con las redes sociales. Aprender a pensar cuando nuestras ideas son retadas, a no estar de acuerdo, a llegar a puntos medios y quizás hasta convencer (aún si no es el objetivo), sin comprometer nuestra humanidad ni la de la persona con la que debatimos es lo que hace al debate un recurso didáctico importante que no debería abandonar las aulas. Sin embargo, los docentes deben ser vigilantes de que sean estos aspectos los que dejan huella en los estudiantes.

¿Organizas debates en tus clases? ¿Sobre qué temas? ¿Qué aprenden los estudiantes cuando les asignas este ejercicio? ¿Piensas que el debate ha sido afectado por la polarización actual? ¿Cómo mantienes el debate útil en el aula? Cuéntanos en los comentarios.

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx
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El pensamiento relativo

Por: Enrique Gismero

La mirada del hombre sobre su entorno es siempre incompleta. Umberto Eco, en su libro La definizione dell´arte, propone un magnífico ejemplo para ilustrar la incapacidad del individuo a la hora de abarcar todos los aspectos y conocimientos de la vida. En su modelo, Eco nos habla de dos filósofos fotógrafos que, con sendas cámaras, tratan de fijar en imágenes los acontecimientos de la historia para después reflexionar sobre ellos. El primero, más humilde, se conforma con ir encuadrando las cosas de una en una y detalladamente, con lo que el fondo de sus retratos queda necesariamente difuminado e impreciso. El otro, en cambio, decide dirigir su mirada a todo el conjunto y enfoca un inmenso paisaje formado por picos y cadenas montañosas., y por lo tanto los que quedan desenfocados son los objetos situados en un primer plano. Al cabo del tiempo, el filósofo humilde tendrá una visión parcial y un tanto vaga de lo que ha sucedido, pero el otro sólo ha visto montañas que apenas han sufrido modificaciones: ante él, en primer término, el hombre ha ido evolucionando y ha pasado de construir palafitos a edificar pirámides, pero el filósofo fotógrafo no se ha dado cuenta de nada.

Esta incapacidad de adoptar simultáneamente varios puntos de vista obliga al ser humano a acudir a la reflexión si quiere primero aprehender y luego articular los múltiples dominios de su entorno, y es precisamente esa reflexión sobre la vida lo que conduce a lo que Ortega llamaba “el instinto de fuga”: la relación del hombre con la realidad se basa en la idea que el propio hombre tiene de lo real, en las creencias que se forman según las distintas experiencias y conocimientos, por lo que la tendencia natural es ir alejándose paulatinamente de la realidad para acomodarse en el andamiaje intelectual que la construye. O dicho de otro modo: cada individuo construye la verdad según sus pensamientos. Cervantes lo dejó claramente apuntado en El Quijote, en tanto que el protagonista de la obra creía que la realidad era lo que él pensaba, y no lo que veía; y de la misma forma la evolución de las artes plásticas a lo largo de la última centuria es un claro ejemplo desde el momento en que se ha dejado de pintar lo que se ve para plasmar en el lienzo lo que se piensa, en teoría para mejor abundar en la verdad.

Pero, si bien la verdad sólo es un concepto formado por la mente de cada uno, la realidad no es nunca relativa: lo negro es negro, una mesa es una mesa y una rosa es una rosa es una rosa. Somos nosotros los que buscamos relativizar la realidad para acomodarla a nuestras ideas, y tanto más cuanto más seamos prisioneros de nuestros prejuicios. El famoso ejemplo del hombre de elevada estatura que de repente se convierte en bajito cuando es contemplado por otro más alto que él es la mejor ilustración de nuestra falta de mesura: un señor que mide dos metros diez será siempre y objetivamente alto, por mucho que se empeñe en negarlo el caballero que mide dos metros treinta; éste sólo tiene más talla que aquél, y ninguno de los dos puede considerarse ejemplo de medida proporcionada para el hombre corriente. Pero puestos a discutir sobre el asunto –sobre éste y sobre todos los demás–, lo que importa al final de la conversación no es encontrar la razón que nos conduzca a la verdad común, sino la victoria moral de imponer nuestro punto de vista. Afirmaciones tales como “Esa es mi opinión, y cada cual tiene la suya”, “Yo te estoy contando mi verdad” o “Mi razonamiento es tan respetable como cualquier otro” son ejemplos de lo reacios que somos a dejarnos convencer, de lo difícil que en ocasiones resulta el intercambio de ideas y, sobre todo, de que no nos importa tanto encontrar la verdad de lo que se discute como decir la última palabra.

Esta tendencia del hombre a hacer de todo un algo relativo supone un claro freno a la hora de alcanzar conclusiones certeras. Si todas son igualmente válidas y respetables, ¿con cuál nos quedamos? ¿Y de qué sirve dedicar años de estudio y ponderación para elaborar una tesis, si luego, de un plumazo, cualquier ocurrencia puede venir a rebatirla? ¿Es lo mismo engarzar conocimiento, palabra y pensamiento que lanzar agudezas al azar?

El relativismo, desde luego, no es una tendencia nueva. El arte, que siempre es un ejemplo de la evolución del pensamiento de una sociedad, nos muestra que desde el principio de los tiempos la relatividad de las cosas ha sido el núcleo a partir del cual han nacido y se han desarrollado corrientes de opinión, tendencias estéticas e incluso verdades posteriormente inamovibles. Petronio, en el Satiricón, ya cuestionaba las verdades y las reglas de la sociedad romana del siglo I; la inclusión de la subjetividad del punto de vista de un pícaro como Lázaro de Tormes fue el germen de la novela realista, que alcanzó la mayoría de edad a través de los engañados y desencantados ojos del Quijote; Calderón, en La vida es sueño, ya advirtió que la realidad carece de sustancia por sí misma y que la verdad se construye a través de una relación entre lo que acontece y lo que el hombre piensa. El arte –y como él, la ciencia, la tecnología y todos los campos del pensamiento humano– se nutre de novedades e ideas que provienen de puntos de vista distintos al común.

Pero el arte también nos enseña que para su evolución ha necesitado siempre apoyarse en criterios previamente establecidos, bien para ahondar en ellos y desarrollarlos, bien para alejarse y rebatirlos. De igual forma, cuando nosotros decimos que algo es relativo –no olvidemos que relativo sólo significa “lo que no es absoluto”–, no estamos excluyendo otras perspectivas, sino que asumimos que esas miradas distintas son complementarias y pueden ser matizadas por distintos juicios y argumentos. No importa que éstos sean subjetivos, indeliberados o menores: la explicación de las cosas también es una reflexión sobre cómo esas cosas pueden relacionarse con nosotros. Y por otra parte, y como afirma Umberto Eco en la obra citada, los juicios subjetivos no deben provocar recelo, ya que una civilización no sólo está constituida por razonamientos ponderados, rectos o científicos, sino que también forman parte de ella las reflexiones personales, las que carecen de eficiencia o las difícilmente mensurables.

El error reside, por tanto, en utilizar el argumento de la relatividad para anular otros argumentos, para no renunciar a nuestras premisas o prejuicios, para hacer de la relatividad la conclusión final de todo pensamiento. El “a mí me gusta” es válido, siempre y cuando luego seamos capaces de explicar por qué nos gusta. ¿Dónde residen las virtudes que nos inclinan a apreciar más un poema que otro? ¿Cuál es la causa de nuestras preferencias? ¿Cómo se organizan los elementos de una obra –los técnicos, los artísticos, los indeterminados– para que ésta nos parezca mejor que aquélla? La relatividad no puede ni debe convertirse en la estación término de nuestra reflexión; en todo caso, constituirá siempre el punto de partida.

Fuente: https://analytiks.es/otros-temas/el-pensamiento-relativo/

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