El protagonismo lo absorbe todo. Como lo ha visto lúcidamente Gabriel Zaid, en su libro El secreto de la fama, es así como “nace la industria del montaje y producción de ‘hechos’ armados para ser noticia, de ‘bellezas’ diseñadas para ser fotogénicas, de ‘personalidades’ modeladas para ser mediáticas, de ‘libros’ escritos para ser best sellers”. Y aquí el término “libros” exige, necesariamente, el entrecomillado irónico, pues se trata de libros sólo en su aspecto exterior, sólo en su apariencia; en cuanto a su contenido, bien podrían estar únicamente en internet. Lo que ocurre es que la industria editorial ha descubierto que, dado que la gente sigue leyendo mayoritariamente en papel, nada mejor que reproducir, en formato impreso, el tipo de contenidos que circula en internet, para hacer dinero fácil. Esto es degradar el libro cultural para obtener abundantes, rápidas y fáciles ganancias económicas.
Añade Zaid: “Una vez puesta en marcha, la realidad artificial se alimenta a sí misma. Una declaración de primera plana se vuelve noticia por el hecho de estar en primera plana. Un best seller vende más porque ha vendido mucho. Una celebridad es conocida por su logro más notable: ser muy conocida. No porque la declaración, el libro o la persona tengan méritos admirables, sino porque están en el candelero”. Y para todo esto se necesita formar no lectores críticos, no personas analíticas, sino clientes convencidos. Y de esto se ha venido encargando la industria del espectáculo y el entretenimiento, con internet a la cabeza.
Tiene razón Zaid, “lo más difícil de explicar en esta degradación colectiva es la del público espectador, sin la cual el negocio no es posible”. ¿Cómo podemos explicar, por ejemplo, que tanta gente esté convencida de que un objeto como Destroza este diario, de Keri Smith, tenga un valor pedagógico o liberador? Lo peor de todo es que está publicado por una editorial (Paidós) que antes fue un pilar de la reflexión, de la paideia justamente: de la formación de los niños y jóvenes, entendida como la transmisión de valores, saberes y emoción inteligente.
La única explicación posible es que la industria del entretenimiento y el espectáculo se ha dedicado a formar y a deformar los públicos, en tanto que la educación y la cultura, sumidas en unas crisis verdaderamente dramáticas, sólo observan (a veces con consternación, hay que decirlo) cómo se arruinan las generaciones.
¿Es esta consternación una forma de moralismo? Para nada. En todo caso se trata de una postura ética. No se condena el placer; se echa de menos la inventiva de las personas (niños, jóvenes y adultos) para transformar su mundo. Que la gente se acostumbre a vivir con el seso dormido, y que los libros sean únicamente entretenimientos vacíos cuando no instructivos que les digan lo que tienen que hacer (incluso para divertirse, para realizar el acto sexual, para comer, para esto y para lo otro) es una pérdida del uso de nuestras capacidades lúdicas, reflexivas y cognitivas, de nuestras potencias sensibles e inteligentes, de nuestras fuerzas emocionales e intelectuales que a lo largo de la historia han conseguido mover este mundo con imaginación, escepticismo y nueva creación de sentido.
Esto ya nos lo avisaba el cineasta, escritor y filósofo Guy Debord (1931-1994) en su hoy casi olvidado libro La sociedad del espectáculo, publicado originalmente en París en 1967, hace exactamente medio siglo. Debord supo ver los comienzos de esta sociedad del espectáculo en tiempos en los que no se imaginaba siquiera el advenimiento de internet.
Sentenció, con enorme lucidez: “La sociedad que descansa sobre la industria moderna no es fortuita o superficialmente espectacular, es una sociedad fundamentalmente espectacularista. En el espectáculo, imagen de la economía reinante, la finalidad no es nada, el desarrollo es todo. El espectáculo no quiere llegar a ninguna otra cosa que a sí mismo”.
Siendo así, conforme la sociedad se fue haciendo cada vez más espectacularista, los hacedores de mercancías se dieron cuenta de que ese fin en sí mismo del espectáculo podía generar más dinero que cualquier empresa empeñada en el trabajo duro. Hoy, de la noche a la mañana, cualquier persona que genere banales programas de entretenimiento puede perfectamente vivir más que holgadamente, con grandes ingresos, sin prácticamente hacer nada. Lo que hace es lo que es: el vacío total que se consume por personas que también viven consumiéndose en el vacío.
Debord ya se refiere en su célebre libro a lo que él denomina “el movimiento de banalización que, bajo las multicolores diversiones del espectáculo, domina mundialmente a la sociedad moderna”. Lo dijo, lo escribió, hace cincuenta años. Hoy su aguda observación puede verse como una profecía cumplida.
Para Debord, “la cultura es el lugar de la búsqueda de la unidad perdida” entre el juego y el aprendizaje, entre lo lúdico y el conocimiento, entre la alegría de ser y la felicidad de saber. Es así como se construye el ser humano sin divisiones: en espíritu y en inteligencia, en bienestar físico y en centralidad emocional. Lo contrario de todo esto es la mercancía que se vuelve necesidad y el espectáculo que sustituye la realidad misma por medio de la imagen que se torna realidad, esto es irrealidad, simple representación.
Lo que adivinó Debord en esa naciente sociedad del espectáculo fue un “autismo generalizado” perfectamente identificable en un síntoma que hoy se ha agravado hasta extremos nunca vistos: “Todo lo que antes era vivido directamente se ha alejado en una representación”, en un “pseudomundo aparte” en donde “el espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente”. ¿Será acaso por esto que esta sociedad, sumida en lo trivial, tiene tanta fascinación por los zombis, por los muertos vivientes, por los monstruos y demás criaturas de la irrealidad y la realidad virtual que se han convertido de pronto en una y la misma cosa?
La idea de que, probablemente, no haya nada profundo en este mundo, nada trascendente, y todo sea vanidad de vanidades, era al menos antes una duda metafísica que podía asaltar a cualquiera, pero que ya entrañaba en sí un principio de reflexión. Hoy, en cambio, muchísimos “adultescentes” o adolescentes perpetuos viven únicamente para la frivolidad, la banalidad, el espectáculo, los videojuegos y los canales personales de internet que abren para hacer bromas y lanzar retos francamente pueriles que, por lo demás, se toman muy en serio, del mismo modo que lo asumen con seriedad quienes lo consumen, evidenciando que lo realmente importante de la realidad les tiene sin cuidado.
Refiero una simple anécdota: En cierta ocasión, mientras hacía fila para poner un paquete en una oficina de mensajería, dos jóvenes de entre 24 y 25 años tenían una amenísima charla que escuché durante al menos veinte minutos porque hablaban y gesticulaban con particular entusiasmo, como si no hubiese nada ni nadie a su alrededor. El tema único y de enorme relevancia que discutían era determinar (tratando de llegar a un acuerdo) cuáles eran los mayores poderes de Lord Voldemort. Eran universitarios sin duda.
El libro como mercancía
Todos hemos escuchado o leído, por ejemplo, que Hitler no murió en su búnker el 30 de abril de 1945: que huyó a América como otros tantos nazis y se refugió en Sudamérica. También hemos escuchado o leído que Elvis Presley y Michael Jackson fingieron su muerte y que hoy viven en el anonimato. Esto y todo lo relacionado con lo paranormal y las teorías de las conspiraciones son ingenuidades que no merecen llamarse siquiera especulativas. Sin embargo, mucha gente se lo toma en serio y afirma y divulga todo esto con el mayor candor crédulo. La sociedad del espectáculo y la industria del entretenimiento han conformado generaciones de crédulos. Por eso los libros de chismes, autoayuda y demás recetarios han usurpado el lugar del libro cultural. Con este tipo de cosas se hacen libros y se amasa dinero, pero también se pierde de vista lo importante. Mientras legiones de clientes viven en la irrealidad, la visión crítica del mundo languidece.
¿Por qué Jeff Bezos, fundador y director ejecutivo de Amazon, es uno de los hombres más ricos del mundo? Porque tiene un supermercado gigantesco en línea, en donde, entre otras cosas, vende libros, pero especialmente millones de ejemplares de libros que nada aportan a la cultura y que incluso la socavan. Lo que distribuye masivamente Bezos, por medio de Amazon, es especialmente, en gran abundancia, mercancía insustancial.
El escritor español Jorge Carrión tiene un ensayo (en realidad un manifiesto) muy esclarecedor desde su título: “Contra Amazon”. En él sostiene lo siguiente: “Si escribes en Google ‘Amazon librería’ te aparecen decenas de links a páginas de Amazon donde se venden estanterías. No me cansaré de repetirlo: Amazon no es una librería, sino un hipermercado. En sus almacenes los libros están colocados al lado de las tostadoras, los juguetes o los monopatines. En sus nuevas librerías físicas los libros están colocados de frente, porque sólo exhiben los cinco mil más vendidos y valorados por sus clientes, muy lejos de la cantidad y del riesgo que caracterizan a las auténticas librerías. Ahora se plantea repetir la misma operación con pequeños supermercados. Para Amazon no hay diferencia entre la institución cultural y el establecimiento alimenticio y comercial. La historia de Bezos es la de una larga expropiación simbólica. Escogió la venta de libros y no de aparatos electrónicos porque vio un nicho de mercado: no todos los títulos disponibles cabían en las librerías y él sí podía ofrecerlos todos. En los años noventa había pocos competidores de gran tamaño (sobre todo Barnes & Nobles y Borders) y los distribuidores ya tenían el catálogo adaptado a la época digital, con los códigos ISBN incorporados. Por eso hizo un curso de la Asociación de Libreros Americanos y se apropió en un tiempo récord del prestigio que los libros habían ido acumulando durante siglos”.
Esta expropiación simbólica del libro, por parte de una librería que no es estrictamente una librería, es la misma que han llevado a cabo los grandes consorcios editoriales que André Schiffrin denunció en su libro La edición sin editores. Las grandes corporaciones que producen lo mismo alimentos enlatados que armamento se interesaron en el objeto libro cuando se dieron cuenta, como bien señala Schiffrin, de que con las palabras también se pueden obtener altos rendimientos. Y, claro, los libros que dan mayores ganancias no son, por cierto, los que proporcionan mayor provecho intelectual.
Pero, además, las grandes corporaciones que, entre otras cosas, fabrican libros para las listas de los más vendidos, se han convertido en depredadoras de las pequeñas empresas editoriales que ofrecen alternativas culturales frente la dictadura de mercado. Estas pequeñas empresas deben, literalmente, nadar entre tiburones que, como es de esperarse, acaban engulléndoselas. En el prólogo a la edición española conjunta de sus libros El dinero y las palabras y La edición sin editores (Península, Barcelona, 2011), Schiffrin se refiere, por ejemplo, al “creciente control de las editoriales españolas sobre Hispanoamérica”. Refiere:
“El sector del libro está dominado allí totalmente por las principales empresas españolas. Las pequeñas empresas editoriales independientes apenas pueden sobrevivir. En 2009, mientras visitaba Santiago de Chile, fui testigo del asombroso espectáculo de una feria del libro nacional que estaba tan dominada por los grupos empresariales españoles que no había ningún espacio en el recinto para las muestras de las editoriales chilenas independientes. Los cerca de 40 editores locales se habían agrupado para construir un pabellón especial fuera del recinto ferial principal, de modo que sus libros también pudieran ser vistos por el público visitante. En vista de estos resultados, hay que admitir que la pesimista visión de La edición sin editores queda incluso lejos de lo que ocurriría en la próxima década”.
Lo cierto es que, en general, son estas editoriales independientes de cada país las que, en situación precaria, ofrecen libros con capital cultural, en tanto que los grandes consorcios inundan el mercado con materiales de alto valor calórico y muy escasos o nulos nutrientes intelectuales, lo que ocasiona, cada vez más, una erosión educativa y un empobrecimiento cultural innegables. Para los consorcios editoriales publicar libros se ha convertido únicamente en un negocio ausente de toda responsabilidad social.
Mucha gente ni siquiera intuye, no llega a pensar, siquiera por azar, que la miseria política que carcome a la sociedad, que el grito ensordecedor del dinero, al que se refiere Steiner, son causa y consecuencia de una sociedad que perdió el rumbo de la educación y la cultura al subordinarlo todo a los medios como fines y al espectáculo como principio.
Donald Trump en las alturas, ya no sólo económicas sino del poder político, es la confirmación más fehaciente de nuestro desinterés por la realidad, en un mundo donde el libro (sea impreso o no) ha dejado de ser “extensión de la imaginación y la memoria” (como bien dijo Borges) para convertirse tan solo en un vacuo entretenimiento para el cliente y en un mecanismo para alcanzar notoriedad y ganar dinero por parte del autor y los consorcios editoriales.
La crisis de la cultura
Hoy la sociedad del espectáculo y la gran industria editorial conspiran contra la construcción del conocimiento y la formación del saber. Cada semana se publica el nuevo libro necesario del nuevo autor indispensable que se ofrece a la clientela con la advertencia de que ignorarlo es casi perder el sentido de la vida.
Cada semana es lo mismo y, por ello, en las tierras de Manrique, Cervantes, Góngora, Quevedo, Machado, Unamuno y García Lorca se anestesian los espíritus con insustancialidades que dejan mucho provecho a los vendedores. Pero, como ya hemos visto, no sólo allá: también en las comarcas de Hölderlin, Novalis, Rilke, Kleist, Goethe, Nietzsche, Thomas Mann, Hesse y Grass; Descartes, Rabelais, Montaigne, Voltaire, Baudelaire, Maupassant, Balzac y Stendhal; Shakespeare, Jane Austen, Dickens, Melville, Chesterton, Wilde, Huxley, Stevenson y Virginia Woolf; José Maria Eça de Queiroz, Pessoa y Saramago; Melville, Twain, Thoreau, Poe, Hawthorne, Jack London, Edith Wharton, Emily Dickinson, Ezra Pound, Carson McCullers, Faulkner y Hemingway.
Se dirá que en toda época y lugar han convivido escritores y obras geniales con autores y libros insustanciales. En esto no hay duda. Pero lo que hoy ocurre es diferente e inédito. Venden más libros e influyen en más personas los analfabetos culturales que los escritores importantes, en cualquier país del mundo, y lo que mueve a la industria editorial no es la cultura sino el dinero, del mismo modo que lo que mueve a los autores no es la obra literaria, científica o filosófica, sino la notoriedad que también se convierte en dinero.
En el auge de la sociedad del espectáculo la cultura dejó de ser importante, a menos que llamemos cultura al entretenimiento trivial, la bulimia informativa y el conocimiento mutilado de internet. Si todo se subordina a internet (incluidos ya los libros impresos y los contenidos y formatos de las revistas y los periódicos en papel) lo que resulta es un producto desechable, nada parecido a un cimiento que pueda soportar y ensanchar el saber sólido.
Theodore Roszak, en su libro El culto a la información (Pantheon Books, Nueva York, 1986) aconsejó lo siguiente hace más de tres décadas, cuando esta crisis de la cultura revelaba sus peligros, para quienes quisieran verlos, ante la ceguera incluso de los centros de altos estudios: “Si queremos salvar el verdadero arte de pensar, sacarlo de esta confusión paralizadora, ante todo hemos de abrirnos paso por la espesura de la verborrea publicitaria. Pero una vez que hayamos desbrozado así el terreno, llegamos al núcleo filosófico del culto a la información, que es fruto de las academias y de los laboratorios tanto como del mercado”.
Cuando la educación y la cultura se reblandecen es fácil aceptar cualquier cosa en la política, la economía, la sociedad, el arte, la literatura, etcétera, porque la educación y la cultura son las fuentes nutricias que vienen del pasado oral y escrito, del patrimonio cultural tangible e intangible que está en las obras imperecederas. Incluso lo lúdico es cultural en tanto conlleve un aprendizaje para la vida, como bien lo advirtió Johan Huizinga en su libro ya clásico Homo ludens. El juego es también un fenómeno cultural y no sólo una función biológica, dice Huizinga. Homo faber (el hombre que crea, que trabaja y fabrica) y homo ludens (el hombre que juega) se complementan, porque del juego nace la imaginación que confiere al intelecto mayor fuerza y dirección.
Pero la puerilidad adocenada que se conforma con la receta ¡incluso para jugar! ha perdido del todo su sentido creador. Contra lo que suele decirse, no vivimos en la sociedad del conocimiento, vivimos en la sociedad de la sobreinformación y el espectáculo y en la era del negocio que ha encontrado su paraíso de mercado en el ocio.
En tanto todo se subordine a internet, en especial la cultura y la educación, todo estará también subordinado al mercado y a los intereses económicos, pero no al desarrollo emocional e intelectual de las personas. Esto es lo que tenemos hoy: una cultura empobrecida que se irá depauperando aun más si todo lo determina la ganancia económica.
El presente artículo es parte de la conferencia que dicté en el marco de la semana del idioma celebrada en la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, en Medellín, Colombia, y de la presentación oficial, en esta misma universidad, de la iniciativa Salón de la Palabra, una apuesta por la institucionalización de prácticas de lectura, escritura y oralidad desde una perspectiva humanística.
Fuente: http://campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=6895:sociedad-del-espectaculo-vs-construccion-del-conocimiento&Itemid=143