Por: Lidia Falcón
La mujer que cuentan como primera víctima de violencia machista de 2018 fue apuñalada en Tenerife hace pocos días. Había presentado denuncia por amenazas y maltrato unos días antes y el juzgado la había archivado por no ser de riesgo. Jennifer H.S., la mujer asesinada el viernes 19 de enero por su expareja en Los Realejos (Tenerife), había denunciado el 8 de enero al hombre por violencia de género, en concreto por agresiones verbales.
El subdelegado del Gobierno en Santa Cruz de Tenerife, Guillermo Díaz Guerra, en unas declaraciones a los medios de comunicación aseguró que la mujer afirmó no necesitar medidas de protección. A los dos días de la denuncia se celebró un juicio rápido y el juez de guardia archivó la causa. Informan de que la policía la llamó después para preguntarle cómo se encontraba y le dio unos consejos para autoprotegerse: no convivir en el mismo domicilio o cesar definitivamente esa relación y acudir a servicios sociales. “Y a partir de ahí –lamentó la policía interrogada- la siguiente información que tenemos es el fallecimiento de la víctima”. Ni siquiera utiliza la palabra asesinato, como si hubiese muerto de un infarto.
Nunca sabremos qué escrito de acusación presentó el fiscal, qué pensó el juez para ordenar el archivo, ni que atestado instruyó la policía a la que fue a pedir ayuda la víctima. Pero no es ningún caso extraordinario. Según los repetidos informes que mensualmente elabora el Observatorio de Violencia de Género, el 60 por ciento de las víctimas de feminicidio no habían presentado denuncia. ¿Y qué sucedió con el 40% restante? ¿Se les dio consejos para autoprotegerse? ¿Se archivaron las denuncias por no ser de riesgo? ¿Se sospechó que la denunciante estaba mintiendo? ¿Se celebró algún juicio y se absolvió al denunciado? Estas y otras muchas preguntas nunca son contestadas por los responsables de la protección de las mujeres, si es que nuestras instituciones creen que las mujeres merecen la misma protección que otros ciudadanos.
Hace diez años que murió Carmen Fernández, madre de Iván y Sara, cuya tutela le fue retirada por la Junta de Andalucía cuando los niños contaban con 5 y 4 años. Fue la madre coraje de Sevilla. La crónica de ABC nos cuenta que Carmen, de 49 años, murió sola en una residencia para enfermos terminales y sin poder cobrar los 1,7 millones de euros de indemnización que ordenó la Audiencia Provincial que debía recibir del gobierno por la retirada irregular de sus hijos.
Carmen Fernández falleció de un cáncer el 7 de diciembre de 2007, unas semanas antes de que el Tribunal constitucional confirmase definitivamente su derecho a ser indemnizada por la Junta de Andalucía por el “tortuoso calvario” –dice el TC- sufrido debido a la retirada de la custodia de sus hijos.
El calvario comenzó cuando los servicios sociales de la Junta le retiraron a Carmen, que era limpiadora de pisos, la custodia de sus hijos alegando que se encontraban en desamparo por el alcoholismo que padecía. Pero cuando demostró que se había rehabilitado ni la Junta ni el juzgado ni los servicios sociales dieron marcha atrás al proceso de preadopción de los niños a una familia del pueblo Dos Hermanas.
Carmen acumuló hasta diez sentencias a su favor que le permitían mantener la custodia de sus hijos, y a pesar de ello ni la Audiencia ni el gobierno de Andalucía ejecutaron la sentencia. Su abogado Gabriel Velamazán la calificó de madre coraje y resumió su triste historia: “Luchó en absoluta inferioridad por sus hijos. Vivió pobre y sufrió muchísimo”. Nadie de los responsables de esta tragedia: la Junta, los servicios sociales, los jueces, los fiscales, han sido sancionados por estas negligencias que permiten sospechar la prevaricación, y que llevaron a la desgracia y a la muerte a Carmen Fernández.
Mujeres asesinadas por su maltratador o acosador después de haber presentado una o varias denuncias ante las instituciones correspondientes: policías varias, fiscalía, judicatura, que no actuaron; madres a las que se priva de la custodia y convivencia con sus hijos por parte de la Administración de la Comunidad en que viven porque son pobres o están enfermas, para entregarlas en adopción a otra familia, de cuya transacción no tenemos datos; madres que denuncian abusos sexuales a sus hijos por parte del padre y son tachadas de mentirosas, acusadas de padecer el SAP y en consecuencia se entrega la custodia de los menores al pederasta; mujeres violadas por uno o varios machos y que cuando denuncian son tratadas por la policía, el fiscal, el juez, como falseadoras de la realidad ya que los violadores arguyen que las relaciones sexuales fueron consentidas; mujeres acosadas sexualmente por empresarios y capataces que son despedidas del trabajo cuando lo denuncian y los juzgados absuelven al denunciado. Mujeres, en definitiva, víctimas del sistema patriarcal que considera que el hombre siempre tiene razón.
En el año 2000 el Tribunal Supremo dictó una sentencia en la que afirmaba que el testimonio de una mujer valía lo mismo que el de un hombre. Hizo falta que entrara el siglo XXI para el que TS de nuestro país, democrático, europeo, tuviese que advertir formalmente, en una sentencia, de tal consideración. Porque es repetido el caso en que ni en la policía ni en los tribunales se considera el testimonio de una mujer con el mismo peso y veracidad que el de un hombre. Como en los países musulmanes donde todavía rige la disposición del Corán que establece que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre.
A la tortura de recibir maltrato continuado del hombre con el que convive, o de ser violada por conocidos o desconocidos, o acosada en la calle y en el trabajo, humillada por la sociedad que considera a la mujer pieza de caza masculina, despedida del empleo si se opone a las salaces pretensiones del empleador, la mujer que se atreva a pedir protección a las instituciones establecidas para ello, puede unir el desprecio y la sospecha de aquellos que deben protegerla, la espera del interminable proceso que se inicia, los interrogatorios infamantes de fiscales, jueces y abogados, y la sentencia absolutoria de sus verdugos, o como en el caso de Carmen Fernández, la burla de su gobierno que se negó a ejecutar las diez sentencias que acumuló a su favor. En los estudios realizados por profesoras de la Universidad de Barcelona se concluyó que una mujer maltratada, que denuncia, sólo tiene el 6% de posibilidades de ver en la cárcel a su maltratador.
Hay países que han aprobado una ley de violencia contra la mujer en la que incluyen la violencia institucional, tipificada como la que ejercen las instituciones negándose a proteger a la víctima cuando acude a solicitar su amparo.
En esta ya famosa Ley de Violencia de Género española, que tantas satisfacciones proporciona a quienes la aprobaron, no está establecido nada parecido. Se aprobó para cumplir el trámite de presumir ante el mundo de que nos dotábamos de la mejor ley del mundo -así alguna institución europea le dio un premio- pero desde diciembre de 2004 en que vio la luz hasta hoy son 1.200 las mujeres asesinadas, cientos los niños que han corrido la misma suerte a manos de sus propios padres o padrastros, miles las violadas, incontables las abusadas y despedidas del trabajo. Sin que ninguno de los responsables de las instituciones que tienen que protegerlas hayan sido nunca encausados ni condenados por negligencia o prevaricación. Porque la Ley no lo contempla.
La violencia institucional contra las mujeres está también institucionalizada.
En el 41 aniversario de los asesinatos de los abogados de Atocha.
Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2018/01/25/violencia-institucional/