La escuela pública se dignifica en lo cotidiano: contra la tentación del exilio interior

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  • Ante la frustración y la impotencia experimentada en estos momentos por mucha gente, miremos “el horizonte de la posibilidad” que nos ofrece vivir como queremos vivir. Es volver a recordarnos que mientras llega otra oportunidad de cambiar a los que gestionan las políticas educativas públicas, el objetivo es trabajar cada día por hacer posible que todas las escuelas de titularidad pública sean cada vez más públicas.

Unos días antes de las elecciones a la comunidad de Madrid escribí un breve artículo invitando a defender en las urnas la opción que proponía el apoyo a una escuela pública de todos y para todos. Más de la mitad de los votantes han dicho que prefieren dejar las cosas como están y han apoyado las políticas públicas a favor de continuar con las privatizaciones que vienen haciéndose en Madrid desde hace más de 26 años. Tienen por delante dos años más, y si todo sigue así serán muchos años más, para seguir privatizando los servicios públicos y transformándolos en mercancía que se compra y se vende, al servicio de quienes los puedan pagar. Parece que a muchos les va bien así, si tenemos en cuenta el caldo de cultivo del éxito electoral de la derecha en Madrid: que el 38% de los madrileños tienen un seguro privado de salud o que el 48% de los estudiantes madrileños hasta llegar a la universidad están matriculados en un centro de titularidad privada.

Mirando desde la perspectiva de una vida que ha querido estar dedicada a trabajar por una educación pública emancipadora, tengo la sensación, engañosa sin duda, de haber vuelto al punto de partida

Mi tristeza, cargada de cierto disgusto por los resultados electorales, duró unos minutos. Mi lamento se difuminó en unos instantes. Pensé que nada ni nadie va a ponerme en una situación de pesimismo duradero y que la comprensión (casi incomprensible) de la realidad es un motivo más para seguir dispuesto a no refugiarme en la tentación de un exilio interior que pudiera llevarme a la inacción y a hundirme en la impotencia. Es una tentación manifestada por muchas personas que conozco.

Mirando desde la perspectiva de una vida que ha querido estar dedicada a trabajar por una educación pública emancipadora, tengo la sensación, engañosa sin duda, de haber vuelto al punto de partida. La que entonces, en la transición a la democracia, nos pareció posible a muchos fue la propuesta de hacer realidad la “alternativa democrática” de una escuela pública que escapara de la educación dictatorial del nacionalcatolicismo. Desde entonces pareciera que hemos vivido en un continuo fracaso de hacer realidad esta tentativa que nace a mediados de los setenta del siglo pasado, que es cuando el neoliberalismo comienza a asentarse en las políticas públicas de todo occidente. En nuestro país esas políticas se comienzan a sentir en el sistema educativo en los primeros años ochenta tras unos inicios esperanzadores de apertura democrática. Poco después las propuestas transformadoras del sistema educativo van diluyéndose en políticas cada vez más confusas, ambiguas y miedosas sobre la posibilidad y potencia transformadora de la educación pública.

Poco a poco van ganando terreno, por la vía de los hechos, las políticas educativas de asentamiento de un sistema educativo que contradice punto por punto el modelo de escuela pública que defiende el movimiento social de transformación de la educación. A la aspiración a una escuela democrática se opone una escuela menos participativa y más autoritaria, asentada en la verticalidad de las decisiones y en la institucionalización de una concepción de la dirección como correa de transmisión de la Administración para el control de una comunidad educativa servil y acrítica. A la propuesta de una escuela científica se responde con un currículum enciclopédico de materias inconexas, en un principio, y ahora con un currículum competencial que parece seguir situado lejos del espíritu científico en el marco de las concepciones neoliberales. A la demanda de una escuela laica se responde con la continuada presencia en el currículum escolar de la asignatura-catequesis de religión, porque se da una casi eterna incapacidad y la falta de voluntad política de revisar las relaciones con la Iglesia de un Estado que se dice aconfesional como el nuestro; todo porque la jerarquía católica se resiste a perder su influencia y su poder en una sociedad cada vez más secularizada. A la escuela pública inclusiva se le proponen leyes de educación que mantienen la segregación, la exclusión de forma estructural y sistemática. A una escuela pública plural, multicultural y diversa se responde con el mantenimiento de redes escolares que segregan, separan y expulsan las diferencias, en lugar de hacer realidad una escuela pública donde convive la misma diversidad y pluralidad que tiene nuestra sociedad: diferentes identidades y procedencias económicas, sociales, culturales, religiosas, de género… A la necesaria promoción de una escuela pública que garantice el derecho a la educación se opone una escuela que solo lo garantiza para unos pocos, porque selecciona a un alumnado que le asegure el negocio y sus intereses privados. Así podríamos ir desgranando otras características de la escuela pública que defendemos y que las actuales políticas educativas conservadoras niegan de hecho: su dimensión ético-política, ecosocial, feminista, convivencial-pacificadora, coeducativa, de inserción social, de cuidado, de cooperación, de …

Es la hora de traer las políticas educativas a nuestro terreno de juego. Hemos jugado demasiado tiempo en el campo al que los destructores del derecho a la educación han querido llevarnos. Y nos han entretenido ahí mientras han ido asentando sus políticas demoledoras del modelo de escuela pública que no hemos sabido proponer, defender y consolidar. Han logrado que nos entretengamos reivindicando lo que, siendo muy importante, no es esencial. Han trabajado lo intangible, lo ideológico y su modelo de educación, alimentando los instintos más bajos del ser humano: la diferenciación, el clasismo, los privilegios de los poderosos, el éxito de los mejores, la falsa superioridad de lo privado, el desprestigio de lo público y lo colectivo, la libre selección del alumnado por los centros y el desprecio al perdedor.

Se han hecho esfuerzos titánicos para defender la creación de escuelas terminadas en su tiempo frente a la construcción por fases, mientras ellos se dedicaban a asentar su modelo, hemos entrado en su juego defendiendo la libertad de elección en la escuela pública, y la imposible y falaz igualdad de oportunidades. Quizás hemos dejado en el segundo plano el trabajo cotidiano que se hace en las aulas y que hace que las escuelas públicas tengan cada día mayor y mejor calidad educativa, que hace que pueda ser la escuela deseable por y para todos. De tal manera que hagamos posible que la escuela pública de proximidad sea la que mejor responde a la educación de cada ciudadano en su medio y en su entorno. Ello requiere políticas educativas públicas centradas en el cuidado de las escuelas de titularidad pública y en prestigiarlas dándoles todos los recursos necesarios para que sean de la máxima calidad, con un profesorado estable, bien preparado y comprometido con su acción educadora cotidiana.

Cuando invitaba a votar a quien defiende lo público lo hacía sin poner mis esperanzas en que todo se pueda resolver desde las instituciones, aunque tenga cierta visión de lo que se puede hacer desde ellas. Es el momento de recordarnos que no podemos renunciar a nuestra acción política personal y colectiva, más allá de lo que nos pide la participación en los mecanismos democráticos que nos hemos dado. Se trata de repolitizar nuestra acción cotidiana en la dirección y el sentido de potenciar al máximo lo público, lo colectivo y lo común en la acción educadora de cada día. Porque sabemos que es en lo cotidiano donde se acoge y se cuida a cada uno de los miembros de la comunidad educativa. Es donde se hace vivo un proyecto educativo de centro que cuida los aprendizajes relevantes que conectan al alumnado con la vida.

Ante la frustración y la impotencia experimentada en estos momentos por mucha gente, miremos “el horizonte de la posibilidad” que nos ofrece vivir como queremos vivir. Es volver a recordarnos que mientras llega otra oportunidad de cambiar a los que gestionan las políticas educativas públicas, el objetivo es trabajar cada día por hacer posible que todas las escuelas de titularidad pública sean cada vez más públicas, acogedoras de toda la diversidad humana, que garanticen el cuidado de todos, inculquen la pasión por aprender y conocer, por vivir con dignidad, por compartir, por disfrutar de la belleza, que faciliten el desarrollo lo más pleno posible de las capacidades y potencialidades de la infancia, la convivencia positiva y el éxito de todos. Esa es nuestra tarea en estos momentos.

Fuente e Imagen: https://eldiariodelaeducacion.com/2021/06/03/la-escuela-publica-se-dignifica-en-lo-cotidiano-contra-la-tentacion-del-exilio-interior/

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La educatividad de lo cotidiano

Por: Carlos Aldana

Es en las microrealidades de la vida cotidiana donde se encuentra la enorme fuente de educación. Es en la vida cotidiana donde nos educamos, donde aprendemos a transformarnos.

No es la clase, no es el contenido, ni siquiera el método o la técnica. Lo que educa, en el sentido de crear transformaciones intelectuales, actitudinales o emocionales, es el conjunto de pequeñas situaciones que vivimos en el día a día. Educamos desde el intercambio entre personas.

Educatividad es un viejo concepto, poco discutido en la actualidad, pero que vale la pena tener presente por su gigantesca presencia en la vida pedagógica. Se refiere a la capacidad de educar. Es decir, a la capacidad de influir que puede tener una persona o un elemento no humano (pero que siempre está mediado por la mano humana, por ejemplo, la capacidad transformadora de un libro, un vídeo o una canción de Serrat).

Desde una perspectiva muy tradicionalista, este concepto fue asignado exclusivamente a docentes (o maestros, o enseñantes, o profesores, etcétera) y se fue dejando de comprenderlo o ubicarlo en dos ámbitos. En primer lugar, el de las personas que influyen, que cambian a los demás, que generan transformaciones, que educan, pero fuera de la institución escolar. Y en segundo plano, se dejó de comprender que, hechos, factores, elementos, objetos o situaciones (sin intencionalidad educativa desde alguna persona), también causan influencias y cambios que pueden llamarse educativos. En otras palabras, la educatividad de la vida en su conjunto.

Y, como consecuencia, dejamos de comprender y convencernos de que en las microrealidades de la vida cotidiana se encuentra la enorme fuente de educación, esa que todos los días la tenemos a la mano y no es motivo de reflexiones, diseños o análisis pedagógicos, mucho menos causa de esfuerzos curriculares o de consideración evaluativa. Y, sin embargo, desde el saludo inicial, hasta la mirada con la que despedimos a nuestros estudiantes cuando dejan el espacio en el que ejercemos de profesores, tenemos un sistema de interacciones muy influyente e impactante en la vida de ellas y ellos, mucho más que nuestros discursos emocionados, que nuestras sabias y preparadas clases magistrales, o que nuestras presentaciones audiovisuales. Pero como hemos ido abandonando la comprensión de que la educación surge del intercambio y la interrelación, apagamos los focos de nuestra atención a ese ecosistema diario y nos concentramos en el momento didáctico.

En el discurso dominante de las competencias y los estándares no existe posibilidad de que alguna consideración y valoración se tenga hacia la calidad y profundidad de las relaciones que se crean en el entorno del aula y de la institución. Solo tienen valor las acciones, recursos y métodos que hagan posible las respuestas esperadas (con un lenguaje previamente asumido, técnico, inflexible), esas que pueden ser motivo de medición cuantitativa, que todo mundo tiene que saber dar. Como lo que importa es lo que se ve y mide, entonces la afectividad, emocionalidad y subjetividad de lo cotidiano queda fuera de toda estima y de toda atención. ¡Semejante despropósito!

No se le asigna ningún valor pedagógico a lo que realmente tiene valor para la vida, y se coloca en la cima de los tesoros pedagógicos, a las conductas observables y medibles que resultan de un esfuerzo específico, puntual, didáctico, pero que con el paso del tiempo serán olvidadas o abandonadas por desuso o desinterés.

La sensación de sentirse escuchado, respetado, valorado, atendido y afirmado, la empatía en las interrelaciones, la manera como se resuelve una situación difícil, la forma de corregir que no abandona la dignidad y el buen trato (pero tampoco la firmeza), el estímulo, la cero tolerancia ante el irrespeto y la burla, constituyen ingredientes de la educatividad de lo cotidiano.

Y es que tampoco olvidemos que lo empaquetado y medible es más fácil. Construir entornos de discusión, diálogo horizontal y transferencia de poder es mucho más complicado y difícil. Pero la vida es así. La cotidianidad es la vida. Pero es allí donde nos educamos, donde aprendemos a transformarnos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/blog/2017/12/04/la-educatividad-de-lo-cotidiano/

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Filosofía para/en la vida

26 de julio de 2017 / Fuente: https://compartirpalabramaestra.org

Por: Jhon Izquierdo Martínez

Un nuevo paso, la redefinición de la cotidianidad de los invitados al discurso desde una lectura propia de las realidades es parte del carácter propio de la filosofía.

¿Qué tan bella puede llegar a ser la sabiduría? Lo pregunta una persona que, mirando a los ojos de la dificultad, comprendió que la asimilación de la belleza implica un gran esfuerzo: el de entregar una parte de sí al ocio de la contemplación, en otros términos, abandonarse al ejercicio de una lectura constante en realidades inmediatas y fugaces. Lo dice una sola persona sola ante la realidad, una supuesta orientadora de saberes arcaicos que se resiste a ver su saber desvirtuado, desvalorado. Ante tal cuestionamiento surge una pregunta: ¿Cómo transmitir el interés por tal lectura?

Como una locomotora cuyos carriles vemos pasar uno a uno frente a la estación, las preguntas se siguen ante la impotencia de la respuesta clara ¿debemos transmitirla? ¿Queremos transmitirla? ¿Podemos hacerlo? ¿Por qué hacerlo? A todas ellas podemos dar un valor pueril desde la oscuridad que impera frente al discurso, ya porque las discusiones no han sido suficientes, ya porque las mismas han quedado relegadas a un segundo, y hasta tercer plano los espacios para tal reflexión ¿a qué debemos tal fenómeno?

Es aquí donde la discusión sobre la llamada utilidad de la filosofía entra a jugar como titular. Al no reconocer su valor crítico (o al no querer evidenciarlo), su lugar como lectora soterrada de las realidades, como develadora[1] de principios y conceptos, y así mismo, denigrar su valor concreto, comparándola con la practicidad de la demás ciencias,  se le puede colocar en el anaquel de los recuerdos como una molesta compañera que se remite únicamente a forzar y, así mismo, a ejercitar nuestro intelecto desde el desacreditado ejercicio de la lectura. Esta limitación implícita en su misma definición superficial, hecha desde la misma academia, ha desvirtuado el valor de su ser primordial: la pregunta.

Es así como la pregunta en sí puede dar luces sobre lo que se consideró desde el principio como belleza. Y es que la capacidad que tiene la filosofía de reflexionarse a sí misma y a su práctica puede enamorar a quien se preocupe por las posibilidades del develamiento y su cercanía a la verdad. Pensarse la filosofía es una oportunidad para amarla.

La claridad se nos presenta en el camino de la reflexión (y en forma de pregunta): ¿podemos amar más a quien se nos muestra humilde, despojado de todo obstáculo o a quien echa mano de la apariencia para formarse una imagen con intensión de perfección pero carente de contenido? La comprensión de la intensión crítica de la filosofía nos lleva a darnos cuenta de nuestro papel como orientadores y se descubre en ella la necesidad de leer a quien recibe la filosofía desde un primer momento como un aprendiz del filosofar más no de la filosofía como dogma, como organizadora de pensamientos atemporales, sin espacio, sin lugar en la concreción de nuestras dinámicas actuales.

Un paso más hemos dado en la resolución de la pregunta que interroga por el bello camino del filosofar y nos topamos con una interpelación crucial ¿cómo preparamos al joven para el hecho mismo del filosofar? ¿Cómo ponemos en él o ella la inquietud que implica el filosofar?

Ese, quien recibe por primera vez la filosofía, se encuentra con el miedo natural que implica sentirse indefenso ante el esfuerzo que implica el filosofar, peor aún si se enfrenta a conceptos pétreos y sin lugar en su realidad.

Al pensar en lo anterior, por los pasillos de la academia se reflexiona sobre un concepto tan vacío como amplio, a saber, la motivación, mas ¿en dónde encontrar la piedra angular de su realización? El juego, el uso de las nuevas tecnologías, la apropiación de las dinámicas mentales de los jóvenes como excusa para la implementación de actividades o hasta la alteración de la estructura básica de la clase, se nos han presentado como posibles respuestas ante tal cuestionamiento, pero ¿hasta dónde se puede evidenciar la efectividad de tales estrategias cuando de lo que nos interesa hablar más del fondo que de la forma?[2] Y me refiero a esta relación ya que, como se enunció previamente, la actitud soterrada de la filosofía se interesa inicialmente en la pertinencia de las bases que sustentan el discurso más que en la apariencia del mismo. En tal caso, la filosofía impele a una revisión exhaustiva de los aspectos epistemológicos que sustentan las ciencias, las realidades y así, de la cotidianidad.

Un nuevo paso, la redefinición de la cotidianidad de los invitados al discurso desde una lectura propia de las realidades es parte del carácter propio de la filosofía. ¿Redefinición?

Sin lugar a dudas la actitud crítica de la filosofía[3] pide urgentemente una actualización constante de cada contenido y con ello exige repensar la realidad como posibilidad de comprensión y asimilación. “Como señala Alejandro Cerletti: “Lo filosófico” radica en la posibilidad de revisar los supuestos que presentan como obvio cierto estado de cosas y las preguntas que son propias de ese estado de cosas naturalizado”[4]. Este repensar implica poner en duda, cuestionar y, como hemos visto hasta el momento, comprometerse con la preminencia de la pregunta sobre la respuesta. Es así que la dificultad nos da el regalo de la apertura, de la conexión con el infinito, de la belleza.

El pensamiento inicia su camino a la liberación desde su reflexión sobre sí y pone en duda los presupuestos teóricos que definen la realidad como una oportunidad para impulsar la reconstrucción, la constante reorganización de los estatutos dogmáticos que nos limitan desde una actitud determinante, limitante.

Naturalmente se criticarán mis palabras desde la urgencia de institucionalidad pues, en tal imaginario, es solo a partir de la determinación que se puede mantener el orden, pero ¿no es acaso esta imperante concepción de la educación la que ha minado la capacidad productiva y propositiva de los estudiantes hasta el límite de propiciar la renegación y la deserción del modelo?

Es nuestro papel como coordinadoras el estimular al pensamiento libre y al mismo tiempo responsable de sus actos, en donde se tenga como premisa principal la continua construcción de realidades, su desmitificación y la implementación de muevas formas de comprensión que estimulen el desarrollo y el avance del conocimiento. Una actitud como esta, nacida de la propia reflexión y realidad de los iniciados en la filosofía, no puede más que propiciar un nuevo orden en donde el autocuidado, la responsabilidad, el cuidado del Otro, sirvan como regulador de las acciones, de las decisiones, de las relaciones, siempre en consonancia con el valor del respeto.

Es así que se precisa andar en busca de fundamentar la unión entre estudiantes-filósofos-realidades, propiciando la continua reflexión sobre los contenidos de los argumentos que, tanto uno como otro, instauren como posibilidad de verdad. Así mismo pretende recuperar el valor de la filosofía en el contexto académico como posibilitadora de cambios a partir de la constante discusión y crítica. Finalmente redefinir el hecho mismo del filosofar desde la admiración que produce la develación y la belleza que acarrea esto, desde el amor a la sabiduría.

[1] Se toma este concepto directamente de su traducción del latín develāre ‘descubrir’, ‘levantar el velo’. Ver: Diccionario de la lengua española, http://dle.rae.es/?id=DbTjbwX

[2] A pesar de la importancia de este cuestionamiento para la academia, no me concentraré en su resolución ya que se podría desvirtuar el verdadero objetivo del presente escrito.

[3] Cita tomada en: Filosofía y pensamiento crítico”. Juan Diego Ortiz Acosta Depto. de Filosofía CUCSH. Citado en: http://sincronia.cucsh.udg.mx/pdf/2013_a/ortiz_64_2013.pdf

[4] Roberto Miguel Azar, Ibid. Pag. 194. 

Fuente artículo: https://compartirpalabramaestra.org/columnas/filosofia-paraen-la-vida

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