Por: elmundo.es/ Verónica Gayá/ 06-06-2018
Los padres creen que todo sigue igual en las aulas: sillas, pupitres, pizarra y un profesor. Sin embargo, el protocolo, la tecnología,el lenguaje y hasta la indumentaria la han vuelto irreconocible para los mayores
Son las nueve de la mañana de un martes y Consuelo Martínez, profesora en la Facultad de Educación y Comunicación de la Universidad Francisco de Vitoria, entra en clase. La mitad de sus 50 alumnos ya tienen sus portátiles en marcha. No hay lápices, ni papel, ni grandes carpetas llenas de apuntes; no hay libros con hojas ni una reprografía incansable en vísperas de exámenes. El material de la asignatura se lo ha trabajado ella, la profesora, y lo ha colgado en el Aula Virtual, junto con algunos ejercicios para que practiquen. Luego ella los corregirá y allí mismo podrá dejarles también notas y comentarios.
En los últimos años, la tecnología ha marcado un antes y un después en la educación universitaria, pero también ha abierto una brecha entre el día a día académico que vivieron las generaciones anteriores y el de los actuales alumnos. Una brecha que, en ocasiones, hace que los padres de hoy en día no lleguen a asimilar el quehacer estudiantil de sus hijos y, por lo tanto, tengan más dificultades a la hora de echarles un cable. Pero la lista de transformaciones va más allá de la tecnología. También han cambiado el lenguaje, la indumentaria, el protocolo…
Moodle, Google Drive, Evernote, Prezi, Doodle… El aula universitaria tiene una tarima virtual. Los alumnos, y cada vez más profesores, manejan con soltura las nuevas herramientas de gestión de aprendizaje, los servicios de alojamiento de archivos, los de creación de documentos compartidos y las presentaciones virtuales. Irrumpieron en las aulas hace más de una década, costó un tiempo que se percibieran como un vehículo útil y un considerable esfuerzo que fluyeran como un canal más, pero finalmente han empapado el engranaje de los campus universitarios. «Nosotros utilizamos la tecnología para todo, desde compartir archivos, hasta quedar. Constantemente hacemos uso de las plataformas de la universidad…», relata Alberto Guerrero, delegado de alumnos de la Universidad Politécnica de Madrid (UPM).
A María José Carreira Nouche, profesora de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial en Santiago de Compostela, le llama la atención que «los chicos nuevos que van entrando en el centro de investigación no se están poniendo estanterías». No las necesitan, lo tienen todo en el ordenador. «Se olvidaron del papel y el lápiz, se resisten bastante a escribir, tanto que yo no sé si es bueno o malo», añade.
Como siempre, la tecnología tiene sus pros y sus contras. La utilidad, la inmediatez y la comodidad de tantos servicios es incuestionable, pero su enorme poder de distracción también.
En clase de Consuelo Martínez, un par de alumnos chequean sus móviles. No están prohibidos en la facultad, porque en unas aulas llenas de adultos estas cosas no se prohíben categóricamente, sino que se confía en que se sepa hacer buen uso de sus herramientas. La profesora ya ha tenido con ellos una charla en la que les preguntó si les parece apropiado estar constantemente con la vista clavada en su pequeña pantalla o interrumpir la clase de manera habitual para atender una llamada. Todos dijeron que no. Algunos lo respetan, otros sólo de vez en cuando, y otros tienen un serio problema de adicción al smartphone que se lo pone muy difícil. «Es una fuente de discusión permanente -lamenta Martínez-, a mí ningún profesor tuvo que recordarme cuál debía ser mi comportamiento en un aula, pero yo ahora sí que tengo que pedir que no se hagan ciertas cosas».
SEÑOR PROFESOR
La relajación en las formas no es sólo cosa de universitarios, los jóvenes de hoy tienen unas normas de convivencia mucho más laxas. Las relaciones son más cercanas, el profesor se ha bajado de la tarima y los alumnos le tutean. Ellos agradecen un trato de confianza, pero exigen un límite, y constantemente tienen que recordarles que no están al mismo nivel.
M.M., profesora de la UPM, lo achaca a la entrada en la universidad de los alumnos de la ley educativa de 1990: «Tras la LOGSE vimos un cambio radical. Pasamos de unos alumnos con unas normas de educación y de respeto, que llamaban a la puerta y hablaban de usted a otros que la abren y dicen ‘Oye, ¿qué tal?’».
Y lo mismo ocurre con el lenguaje escrito. «Yo no pretendo ser inaccesible, pero es que escriben como si lo hicieran en WhatsApp, y eso me preocupa», alega Belén Cuello de Oro, profesora del Máster de Formación del Profesorado en la Universidad Alfonso X El Sabio. «Un alumno me llegó a escribir en un mensaje cosas como ‘bonita, mueve el culo’, y tuvimos que abrirle un expediente», recuerda. Y si alguien sabe de tecnologías y educación son sus alumnos, que estudian el máster íntegramente online. «La pantalla protege, yo creo que eso pasa menos cuando la relación no es virtual».
M.M. cuenta que la tecnología aporta «mucha comodidad», pero su uso también ha hecho que los alumnos no dejen «ni respirar» a sus profesores. «Es la generación de la inmediatez, mandan un correo y piensan que les tenemos que contestar ya», explica esta docente. «Eso sí, luego les ponemos toda la información en el Moodle, en párrafos cortitos, porque sabemos que si no, no la leen; pero ni así: te fríen a correos sobre la información que ya hemos colgado», dice M.M.
Y si la tecnología, la Logse y las formas de las nuevas generaciones han renovado el aire de las clases universitarias, también lo ha hecho el Plan Bolonia. «Ha habido una evolución en el perfil del alumno y del profesor: las clases son mucho más prácticas, más dinámicas», cuenta Consuelo Martínez.
Pero esta frescura de clases, este dinamismo no ha sido bien acogido por algunos profesores, que lo perciben como ajeno a la cultura del esfuerzo y el sacrificio.«Bolonia les ha salvado la vida, hay muchos trabajitos, muchos examencitos, muchas prebendas, y se lo damos todo masticadito», plantea preocupada M.M. «Y así siguen, sin darse cuenta de cuál es la realidad que se van a encontrar al salir».
Los progenitores también notan el cambio. Ya no hay ratones de biblioteca ni noches en blanco tras una montaña de libros. «A los míos les cuesta entender que siempre esté con el ordenador, no conciben que pueda estar estudiando con él», cuenta Alberto Guerrero.
A algunos profesores como B.B. les preocupa lo que ven. Ella había dejado la docencia universitaria hace 15 años, y ha vuelto ahora para impartir un máster.Este es el relato de lo que se ha encontrado: «En mi primera clase, la mitad de los alumnos tenían el móvil encendido encima de la mesa. Ni un cuaderno, ni un bolígrafo, alguno incluso con su café. Durante toda la primera hora, nadie cogió ni un solo apunte en una clase en la que no hay libro. Al acabar, dos me dijeron que el nivel era muy alto y que estaban muy estresados», recuerda. «Esto me hace cuestionarme qué va a ser de esta sociedad, quiénes van a ser los siguientes biólogos, médicos, economistas… Me entra miedo», expone.
Otros, como Ángel Rodríguez Laso, profesor de Ciencias de la Salud en la Universidad Europea, están más tranquilos y creen que quizás no nos acordemos de cuando éramos jóvenes. Igual no éramos tan responsables y luchadores como pensamos. «No me atrevería a decir que son más acomodados. Sí que son más protestones, se enfadan y protestan airadamente, es algo que no me encaja en la relación que creo que deberíamos tener», concluye este profesor.
*Fuente: http://www.elmundo.es/papel/historias/2018/06/06/5b1680fb468aeb0a358b4588.html