Escuela digital y clase inversa: dos virus troyanos del liberalismo escolar

Por: Nico Hirtt


Una amplia coalición de autoproclamados expertos, pedagogos aventureros y economistas biempensantes han aprovechado la crisis del coronavirus y el subsiguiente cierre de las escuelas para avanzar dos piezas maestras del liberalismo en el tablero de los debates escolares. A saber, la escuela digital y la «clase inversa”. En este artículo analizamos estas dos estrategias desde tres ángulos: el de la transmisión del saber, el de las desigualdades escolares y el del contexto económico que subyace en esta ofensiva. Este artículo es una versión ligeramente reelaborada de una videoconferencia llevada a cabo por el autor el 30 de junio de 2020, a iniciativa del Partido de la Izquierda Europea.

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Sobre el terreno, el confinamiento resultante de la COVID-19 ha permitido a los profesores constatar, en su gran mayoría, lo que presentían desde hace tiempo: la enseñanza a distancia y el autoaprendizaje a domicilio, especialmente vía tecnologías digitales de comunicación, no pueden ser, en el mejor de los casos, más que un último recurso impuesto por unas circunstancias excepcionales o un complemento ocasional de la enseñanza «presencial». A la hora de la verdad, los inmensos y voluntariosos esfuerzos realizados por muchos de ellos por mantener una relación pedagógica con sus alumnos, ya sea por correo electrónico, por videoconferencia o por medio de una plataforma dedicada al e-learning, no han evitado la ruptura del vínculo social, la avalancha de abandonos ni la agudización de las desigualdades sociales.

Según los partidarios de la escuela digital, la responsabilidad de este triste balance debería buscarse en la falta de recursos informáticos a disposición de los centros y en el déficit de formación en el uso correcto de estas tecnologías por parte de los docentes. Para estos defensores de una pretendida «modernidad educativa», era necesario aprovechar al máximo la crisis para «velar por que todas las escuelas participen en un movimiento general de transformación pedagógica hacia una enseñanza a distancia de calidad» [1]. Parafraseando a Enrique IV, prometen que, Dios mediante, velarán por que no haya ni un hijo de obrero en nuestra escuela capitalista sin PC o tablet sobre su pupitre [2].

Clase inversa

El confinamiento también ha dado un estímulo a otra doctrina de moda: la de la «clase inversa» o «pedagogía inversa». ¿Otra? En realidad no, pues parece haberse desarrollado una simbiosis natural entre esta pedagogía y las estrategias de digitalización de la enseñanza.

El principio de la clase inversa se basa en la idea de que sería inútil perder el tiempo en clase transmitiendo saberes teóricos: esto podría hacerse fácilmente en casa, a través de un vídeo, un curso grabado al que acceder en línea, un curso programado, etc. Así, el tiempo de presencia en clase se utilizaría para preguntar, profundizar y movilizar los saberes que el estudiante habría estudiado previamente por su cuenta en su casa, probablemente frente a una pantalla de ordenador o de tablet. Véase la definición que el Servicio del Digital Educativo de la Federación Valonia-Bruselas:

La clase inversa o flipped learning consiste en invertir el concepto tradicional de la clase. La parte magistral del curso se imparte utilizando las TICE [3] (cápsulas de vídeo, lecturas personales, visitas virtuales, podcasts…). El descubrimiento y el aprendizaje de los saberes se hacen fuera del aula, al ritmo del alumno, mientras que el tiempo de clase se consagra a las actividades de aprendizaje activas, a los debates y a las discusiones. Puede decirse, por lo tanto, que la parte transmisora de la enseñanza se lleva a cabo a distancia, fuera de las paredes del aula, mientras que la parte “aprendizaje” basada en las actividades, interacciones e intercambios con el enseñante, los otros alumnos, se lleva a cabo presencialmente, en clase [4].

Estas pretensiones de la «pedagogía inversa» revelan un doble error —¿o una doble mentira?—. Por una parte, vehiculan una visión caricaturizada del «concepto tradicional de clase». Pero, por otra parte, pretendiendo distanciarse de este concepto tradicional, en realidad lo llevan paradójicamente a su forma más extrema.

Según el autor del texto anterior, el docente «tradicional» se limitaría, en clase, a recitar conocimientos teóricos frente a unos alumnos dedicados a escuchar y grabar pasivamente su mensaje. Sin duda, no es posible excluir que existan algunos maestros o profesores que actúen de semejante forma. Pero entre nuestros colegas —y entre los profesores que tuve el placer de sufrir hace más de medio siglo— la mayor parte no se ajusta a esta descripción despectiva. La «parte transmisora» de sus cursos, en realidad, no solo está hecha de… ¡transmisión! Incluso durante las sesiones de trabajo calificadas de «magistrales» o «ex cátedra”, introducen pausas en la «transmisión», preguntan a sus alumnos, los invitan a expresar sus dudas o su asombro, se aseguran de que hayan comprendido bien, suscitan su curiosidad a través de pequeñas digresiones reales o simuladas; alternan explicaciones con preguntas, pruebas, diálogos, pequeños problemas; fomentan intercambios con los alumnos y entre los alumnos, leen su perplejidad o su incomprensión en sus miradas.

En cambio, tanto en la clase inversa como en la escuela digital, es decir, cuando «la parte transmisora de la enseñanza se realiza a distancia», esta se reduce efectivamente a una escucha pasiva, por parte del estudiante, de un discurso pregrabado. La comunicación en sentido único, que algunos creen necesario denunciar en lo que ellos llaman «educación tradicional» se materializa, en realidad y de la manera más radical, en su propio proyecto. Bastaría, dicen, con “acotar bien los objetivos de la lección», tras lo cual no habría más que «elegir la forma de trabajo fuera del aula: videoclips, documentales, visitas virtuales a lugares o museos, audiolibros, podcasts, libros, artículos […] vídeos existentes o vídeos producidos por el enseñante” [5].

Teoría y práctica

En realidad, la pedagogía inversa, así como la pedagogía llamada de «enfoque por competencias”, comparten con la pedagogía «tradicional» —al menos en la acepción caricaturesca que ellos difunden— una misma visión reduccionista de la relación entre teoría y práctica. Según estas tres concepciones, el saber teórico sería una vulgar «información», y bastaría con oírla de boca de un profesor, leerla en la Wikipedia o descubrirla en C’est pas sorcier [6] para poder asimilarla. A continuación, no se habría más que utilizar este saber en ejercicios y problemas, que se hacen a domicilio en la visión llamada «tradicional» o en clase en la concepción «inversa». En el enfoque por competencias, se plantea primero el problema («definición del contexto»), antes de mandar a los alumnos a visionar un vídeo o buscar en la Wikipedia los elementos teóricos que les faltan para resolverlo. Tanto en un caso como en el otro, se afirma que la teoría solo toma sentido en la medida en que está al servicio de la práctica.

Ahora bien, ya sea en el plano pedagógico o en el epistemológico —es decir, en la producción y validación del saber—, la relación entre teoría y práctica es en realidad mucho más compleja. En el proceso de desarrollo de los conocimientos, la práctica está primero en el origen de conocimientos «empíricos», es decir, simplemente factuales: al andar, el senderista descubre un vado que le permite cruzar un río; al jugar, el niño descubre que el sonajero cae al suelo cuando lo suelta; al investigar o trabajar en barrios populares, Marx y Engels descubren las condiciones de vida de la clase obrera…

Pero a base de prácticas recurrentes y de acumulación de conocimientos empíricos, estos suscitarán interrogantes cuya respuesta depende de la teoría, es decir, de una representación abstracta que intente aportar una respuesta universal a preguntas específicas: ¿cómo encontrar más rápidamente un vado?; ¿qué ley general describe la caída de los cuerpos?; ¿por qué la clase obrera se empobreció en el siglo XIX, a pesar del formidable progreso técnico de la mecanización?

Las respuestas a tales preguntas son teorías. Son el producto de un proceso de construcción abstracta, que puede comportar etapas de generalización, de deducción, de conceptualización, de inducción… Por ejemplo, se puede formular la idea según la cual los vados se encontrarían allí donde los ríos se ensanchan; que los cuerpos caerán más rápido cuanto más pesan; que las máquinas, al aumentar la productividad del trabajo, deberían acabar por enriquecer a todos.

Pero la teoría se confronta entonces con la práctica, con la observación, generando choques, contradicciones que a veces requieren una revisión de las concepciones existentes: para encontrar un vado, es necesario que el río se ensanche, pero también que la corriente sea rápida, porque en caso contrario podría tratarse de un lago; en ausencia de fricción del aire, o cuando esta es insignificante, todos los cuerpos caen siguiendo el mismo movimiento uniformemente acelerado, independientemente de su masa; al remplazar el trabajo complejo por trabajo simple y repetitivo y al romper las antiguas relaciones sociales que ligaban al obrero cualificado con su patrón, la mecanización permitió a los capitalistas del siglo XIX aumentar la explotación de la clase obrera, provocando su empobrecimiento y no su enriquecimiento.

Así, la práctica no es solo la meta del conocimiento teórico. Es también la fuente de interrogantes a los cuales la teoría está llamada a responder. Origina, además, los saberes empíricos cuya acumulación acaba por engendrar saberes «teóricos», abstractos. Produce observaciones que ponen en cuestión totalmente o en parte las teorías existentes y nos obligan a revisar nuestras concepciones. Finalmente, la práctica es el criterio último y único de validez del conocimiento teórico.

Añadamos a todo esto que las teorías existentes pueden a su vez engendrar nuevas teorías. Los matemáticos hacen otras cosas desde hace siglos y siglos; la representación teórica de la acción de la fricción del aire junto con la del movimiento acelerado por la gravedad permite construir una teoría más correcta de la caída de los cuerpos; el análisis marxista de la explotación obrera en el siglo XIX, combinado con el estudio del impacto de las tecnologías de la información y de la comunicación en el trabajo en el siglo XXI, permiten aprehender mejor la naturaleza actual de esta explotación… y su efecto indirecto sobre las políticas educativas, como veremos más adelante.

Todo este proceso de construcción del saber es el que el buen enseñante va a esforzarse por reproducir con sus alumnos. Ello no implica necesariamente pedagogías llamadas «activas», y mucho menos que el enseñante se esfume y olvide su papel de maestro y de transmisor de saberes explícitos. En cambio, requiere que se asegure un vaivén incesante entre teoría y práctica, esa confrontación reiterada de las concepciones del alumno con la observación y/o con otras teorías. En pocas palabras, supone una interacción profesor-alumno que constituye el alma de la relación pedagógica. Y es justamente de esta relación, de esta interacción, de lo que la escuela digital pretende prescindir; y lo que la clase inversa pretende relegar al día siguiente, cuando dicha relación debe, precisamente, ser concomitante con la transmisión del saber: pues es la transmisión real y eficaz del saber.

Entendámonos. Existen vídeos educativos apasionantes. Existen cursos en línea admirablemente bien construidos. Y, ciertamente, no está contraindicado llevar poco a poco a los alumnos a ejercitarse en el uso autónomo de nuevas teorías. El peligro no está en el uso ocasional de herramientas digitales o de los principios de la clase inversa, sino en erigirlos en principio pedagógico, de sistema. Porque entonces ya no estamos en el aprendizaje de la autonomía, sino en el abandono de nuestra misión pedagógica o, al menos, de lo más arduo y preciado de ella: construir saber.

¿De dónde proviene la desigualdad social escolar?

Ciertas críticas a la escuela digital se focalizan en el hecho de que el acceso socialmente desigual a los ordenadores generaría desigualdad de oportunidades en el aprendizaje. Y, desde luego, no se equivocan. En las familias en que cada niño disponía de su ordenador personal, ha sido indudablemente más fácil seguir las instrucciones de aprendizaje a distancia durante el confinamiento que en las familias en las que padres e hijos debían compartir un solo equipo o, a fortiori, en aquellas que no disponían de conexión ni PC o tablet alguna.

Sin embargo, si solo se tratara de eso, bastaría con dotar a todos los niños con un ordenador ad hoc y una conexión a la red. Pero esto sería pasar por alto otros factores generadores de inequidad [7], más importantes que el acceso al hardware y cuyo efecto se ve exacerbado por la escuela digital o por la pedagogía inversa.

Para empezar, las condiciones materiales para un trabajo de estudio autónomo a domicilio son evidentemente muy desiguales. Algunos niños disponen de una habitación individual para trabajar con calma, otros tienen que instalarse en la mesa de un espacio común, compartida con hermanos, hermanas, padres.

Por otra parte, ciertos niños pueden recurrir con mayor facilidad o eficacia a un adulto para que les ayude con el estudio a domicilio. Cuando la institución escolar abandona su rol esencial, a saber, la transmisión activa de saberes mediante esa relación pedagógica de la que hablé anteriormente, entonces, más que nunca, solo salen adelante en la escuela quienes encuentran fuera de la escuela el marco individualizado, el apoyo, la atención, las respuestas a sus preguntas… que todo niño necesita para lograr salir adelante. Es un error garrafal esperar reducir las desigualdades reemplazando los deberes por el estudio individual de la teoría: la asistencia de un adulto competente es, como mínimo, igual de indispensable para guiar y acompañar al alumno en el dominio conceptual de nuevas nociones que para su puesta en práctica.

Finalmente, los niños no gozan de forma «natural» de una relación positiva con el saber escolar ni, por ende, con las exigencias de disciplina, de rigor y de esfuerzo que exige el trabajo a domicilio, así sea ante una pantalla de ordenador. Algunos han asimilado plenamente el hecho de que el éxito escolar es el camino «normal» en su entorno; la vía obligada para convertirse en ingeniero, médico, abogado, profesor… como papá o mamá. Pero entre los hijos del pueblo, que no albergan a menudo tales ambiciones profesionales, la relación con la escuela y los saberes debe construirse día a día, hora a hora, en un diálogo constante entre el profesor y los alumnos. A la eterna pregunta: «¿de qué me sirve aprender física e historia para trabajar en McDonald’s?», hay que responder multiplicando las alusiones a la actualidad, a la vida social, a los grandes problemas ambientales y sociales que les preocupan (o para que empiecen a preocuparse por ellos…). Se trata de aprovechar las oportunidades que se presentan, no antes o después de la «transmisión» del saber, sino precisamente a lo largo de este trabajo, en el momento en que emerge una cuestión interesante o en el momento en que uno observa que la atención se relaja.

Está de moda la reducción del tiempo en la escuela: jornadas de clases más cortas, periodos de 45 minutos en lugar de 50, horas de clase suprimidas en favor del «trabajo interdisciplinario», de la «coordinación pedagógica» o de formaciones de utilidad no siempre muy convincente. Esta moda puede verse aún más reforzada si las doctrinas de la «clase inversa» y de la escuela digital continúan su penetración. Sin duda, esto les viene bastante bien a los niños de clases altas y medias, que pueden así disfrutar de un ritmo de vida más confortable, mientras se benefician en casa de la ayuda, el seguimiento y el apoyo lúcido del que se les habrá privado en la escuela. Pero para los niños de las clases populares, una escolaridad ambiciosa y exitosa supone la elección contraria: ¡más escuela!, ¡más tiempo en la escuela! Y también una escuela abierta después de clase, durante el fin de semana y las vacaciones.

Al servicio de los mercados

Para comprender el éxito —a menos, mediático— de la escuela digital y de la clase inversa, no hay pues que buscar en el campo de la pedagogía. La verdad es que estas doctrinas llegan en el momento preciso para responder a las nuevas expectativas educativas del capitalismo.

Socavado por las sobrecapacidades de producción, el sistema económico mundial, jadeante, tiene dificultades para encontrar nuevas oportunidades de crecimiento. Esto genera, de entrada, un excedente de capital y, por consiguiente, una búsqueda de nuevos mercados en la cual la educación aparece como objetivo privilegiado. De ahí una primera explicación, muy elemental, del discurso sobre el «indispensable viraje digital» de la escuela anhelada por las empresas Gafam [8].

Por otra parte, la exacerbación de la competición económica y la tensión permanente que el contexto económico impone a las finanzas públicas se conjugan para crear un entorno en el que la escuela es conminada a reducir sus costes —o, al menos, a detener su crecimiento— y a concentrarse en sus «prioridades», a saber, sus misiones al servicio de la economía. Ahora bien, las expectativas educativas del mundo económico también han cambiado, especialmente bajo la presión de las mutaciones en el mundo laboral.

Desarrollemos este punto.

La inestabilidad económica junto con el ritmo acelerado de la innovación tecnológica reduce cada vez más el horizonte de previsibilidad de los mercados, de las relaciones técnicas de producción y, por lo tanto, de las necesidades de mano de obra y de capacitaciones. Por ello la adaptabilidad y la flexibilidad de los trabajadores son consideradas, ahora ya, más importantes que sus cualificaciones. Es necesario, dice el Consejo de Ministros europeos, «preparar a los ciudadanos para que sean aprendices motivados y autónomos […] capaces de interpretar las exigencias de un mercado laboral precario, en el que los empleos ya no duran toda una vida». Deben «hacerse cargo de su formación a fin de mantener sus competencias al día y de preservar su valor en el mercado laboral» [9].

Otra consecuencia: la ampliación, o sea, la polarización de los niveles de formación requeridos por el mercado de trabajo. Para los muchos empleos denominados «poco cualificados», cuyo volumen crece explosivamente en los sectores de servicios —venta en mostrador, recepción de clientes, trabajadores de fast food, operadores de call centers, repartidores, empaquetadores…—, el bagaje intelectual esperado se reduce a una exigencia de adaptabilidad y a algunas «competencias básicas»: comprensión lectora, comunicación elemental en una o dos lenguas extranjeras, algunas nociones de matemáticas, de ciencias y de tecnología, una buena dosis de fluidez para desenvolverse en el ámbito digital, así como algunas habilidades relacionales y sociales. La OCDE es clara: “No todos proseguirán una carrera en el dinámico sector de la ‘nueva economía’. De hecho, la mayoría no lo hará, de modo que los planes de estudios escolares no pueden concebirse como si todos debieran llegar lejos” [10].

Las «escuelas», concluye el servicio europeo Eurydice, se ven, pues, «obligadas a limitarse a dotar a los alumnos de las bases que les permitirán desarrollar sus conocimientos por sí mismos» [11].

Las facciones más poderosas del capital —las empresas tecnológicas punteras y las multinacionales del sector servicios— exigen que la escuela común se concentre en esta doble misión: flexibilidad y competencias básicas universales. Que lo haga bien pero que no intente ir más lejos. Hay que garantizar que cada cual alcance un nivel conveniente en las bases comunes a todos los empleos, que cada cual haya aprendido a apañárselas por sí mismo frente a informaciones o conocimientos nuevos. Pues a partir del momento en que son compartidas por todo el mundo, estas competencias ya no tienen que ser reconocidas como cualificaciones en el mercado de trabajo y pueden, pues, ser exigidas a los trabajadores pagados como «no cualificados». Por el contrario, es inútil, desde el punto de vista este capital, apuntar a una escolaridad común más ambiciosa. No son necesarias ni grandes teorías ni literatura clásica, no es necesario profundizar en la historia o las ciencias, no es necesaria una amplia formación politécnica o humanista: todo eso se enseñará escasamente, en función de las exigencias necesarias para los empleos que requieran un nivel más alto de cualificación.

Al promover la individualización de los aprendizajes y al atribuir más tiempo e importancia a la capacidad de usar los saberes (competencias) que a su dominio conceptual (teoría), la terna escuela digital, pedagogía inversa y enfoque por competencias responde perfectamente a estas exigencias de reducción de costes, de flexibilidad y de reorientación hacia las necesidades de la economía.

Contradicciones

Hoy, esta visión de la enseñanza es promovida por grandes instancias internacionales, como la OCDE, el Banco Mundial o la Comisión Europea, pero también por consultoras poderosas como el grupo McKinsey. Frecuentemente se justifica en nombre de una pretendida «modernidad» y de un simulacro de «equidad». Sus promotores se declaran generalmente favorables a la organización de un tronco común de enseñanza hasta los 15 o 16 años, centrado en las competencias básicas y el aprendizaje autónomo. Ello permite conciliar la consecución de sus objetivos educativos mínimos, requeridos para todos los ciudadanos, trabajadores y consumidores, con la voluntad de limitar su coste. Los años de estudio siguientes se dedicarán a itinerarios diferenciados y claramente jerarquizados. Esta concepción ya está ampliamente implementada en la mayoría de los países más avanzados. En la Bélgica francófona, se corresponde bastante bien con los propósitos del Pacte d’excellence.

Sin embargo, esta visión tropieza con contradicciones internas, incluso en el seno de las clases sociales dominantes.

Una parte de la patronal nutre, en realidad, expectativas algo diferentes en materia de formación inicial de la mano de obra. Los empresarios de sectores más tradicionales, como el de la construcción o el de las construcciones metálicas, se quejan desde hace tiempo de que no encuentran suficientes trabajadores cualificados: albañiles, electricistas, soldadores… Frecuentemente, sus recriminaciones reflejan menos una escasez real que un hándicap competitivo en relación a los sectores que pueden contentarse con reclutar trabajadores «no cualificados» (es decir, flexibles y con «multicompetencias básicas»). Pero la contradicción entre estas expectativas minoritarias y el discurso dominante es muy real; unos abogan por una orientación rápida de los alumnos más «motivados» hacia sectores técnicos o profesionales, los otros preconizan un tronco común más largo para garantizar el acceso universal a las competencias básicas.

Otra contradicción, más sutil todavía, opone los intereses colectivos de la burguesía a las expectativas particulares de las familias burguesas. En tanto que poseedoras de carteras de acciones, estas están objetivamente interesadas en respaldar la política educativa dominante, descrita anteriormente: un tronco común minimalista, con miras a la adquisición por todos de las competencias básicas y de una buena adaptabilidad, preferiblemente al menor coste, y por tanto sin repeticiones, recurriendo a lo digital, reduciendo el volumen de horas de clase, etc. Pero en tanto que familias, en tanto que padres de hijos que serán mañana competidores en el mercado laboral, intentan también privilegiar a su propia descendencia y, por lo tanto, respaldan sistemas educativos que favorecen la segregación social (y académica) en beneficio de las élites, en particular mediante una ramificación precoz y un libre mercado escolar.

Esta oposición se traduce en políticas que parecen a veces poco coherentes por parte de los partidos políticos. Se observa que, grosso modo, las formaciones socialdemócratas defienden más bien las posiciones colectivas del gran capital, mientras que los partidos tradicionales de derechas, que cuentan con más electores entre las familias burguesas y los pequeños empresarios, más bien le tienen apego a la selección y a la «libertad» de enseñanza. Igualmente se puede observar una alianza objetiva entre el capital y ciertas capas de la pequeña burguesía intelectual de izquierdas —base importante de reclutamiento de los partidos socialdemócratas—, que tienden a veces a asimilar las exigencias de «rigor», de «disciplina» o de «esfuerzo» en la educación a formas de opresión o a factores generadores de desigualdades. La verdadera naturaleza de clase de tales posturas radica, evidentemente, en que los propios hijos de las familias de intelectuales pequeñoburguesas necesitan menos que el resto a la escuela para instruirse y desarrollarse. Para ellos, la escuela inversa, la escuela digital, todo eso bien podría funcionar. Y, desgraciadamente, resulta que los enseñantes y los pedagogos también forman parte de esa clase social y, de este modo, padecen a menudo de la misma ceguera…

¿Y el pueblo, a todo esto?

Para los hijos del pueblo y sus padres, el problema se plantea de manera completamente diferente. Ciertamente, desde un punto de vista individual, lo que esperan de la escuela es que les asegure el acceso al empleo, que les aporte una formación que optimice su competitividad en el mercado de trabajo. Así, se podría ver en ello cierta convergencia con las expectativas del capital.

Sin embargo, los intereses objetivos y colectivos de las clases populares son diametralmente opuestos. La crisis COVID ha mostrado hasta qué punto las relaciones de producción actuales, de las que dichas clases son las primeras víctimas, son superadas por la amplitud de los desafíos sanitarios, ambientales, culturales, económicos y sociales de las sociedades modernas. Mal utilizado, sin planificación, pues se encuentra enmarcado en el capitalismo, el progreso técnico genera más problemas de los que puede resolver. Como miembros de una clase social explotada, que nada tiene que ganar con la salvaguardia del capitalismo, los hijos del pueblo deberían ser los portadores de los intereses a medio y largo plazo de una humanidad que debe deshacerse urgentemente de relaciones económicas y sociales colectivamente suicidas.

Conducir las clases populares a hacer pasar esta tarea histórica, estos intereses colectivos, por delante de sus intereses particulares, cortoplacistas, en la competición por el empleo, requiere un enorme trabajo de educación. Y además, sobre todo, en el combate por cambiar el mundo, el conocimiento es un arma cada vez más importante. Comprender la economía, comprender la historia, comprender las ciencias y las técnicas, dominar múltiples formas de expresión y lenguajes, de la forma escrita literaria a las matemáticas, del discurso oral a la expresión corporal… Eso es lo que necesitan hoy las clases explotadas, objetivamente, para comprender el mundo y para cambiarlo. Porque nadie más lo hará por ellas.

Ahora bien, resulta que los hijos del pueblo no disponen hoy más que de un único medio y un único lugar para aprender todo esto: la relación privilegiada y viva con un enseñante debidamente formado, en el seno de esa instancia pública, dispensadora de instrucción, formación y educación, que llamamos “escuela”.

Notas

[1] Jean Hhindriks y John Rizzo, miembros del Institut Itinera, La Libre Belgique, 20 de marzo de 2020.

[2] Se atribuye a Enrique IV esta promesa: “Si Dios me da vida, haré que a ningún labrador de mi reino le falte los medios para poner una gallina en su cocido los domingos”.

[3] Acrónimo de Tecnologías de la Información y la Comunicación para la Educación.

[4] Hedwige D’Hoine, dossier TICE, “La classe inversée : historique, principe et possibilités”, enseignement.be, 2017.

[5] Ibíd.

[6] “No es brujería”. Se trata de un conocido programa de divulgación científica para niños de la televisión francesa. (N de la t.)

[7] Aquí me limito a evocar la dimensión pedagógica de las desigualdades sociales. Estos factores son los que producen desigualdad durante los aprendizajes. Además, los factores estructurales —orientación, mercado escolar— vienen a multiplicar estas desigualdades mediante segregaciones sociales y académicas que hemos descrito ampliamente en otros lugares.

[8] Acrónimo de los gigantes de internet: Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft.

[9] Consejo Europeo (2012b), “Conclusiones del Consejo del 26 de noviembre de 2012 sobre la educación y la formación en el contexto de la estrategia Europa 2020. La contribución a la educación y la formación a la recuperación económica, al crecimiento y al empleo”.

[10] OCDE (2001), L’école de demain. Quel avenir pour nos écoles?

[11] Unidad Eurydice de la Comisión Europea (1997).

Nico Hirtt es un profesor y sindicalista belga, fundador del movimiento Appel pour une École Démocratique. Su última publicación es el libro El menosprecio del conocimiento, con R. Cañadell y A. Corominas, Icaria, 2020. Traducción de Vera Sacristán.

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-194/ensayo/escuela-digital-y-clase-inversa-dos-virus-troyanos-del-liberalismo-escolar

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Emilio Tenti Fanfani “La meritocracia les permite dormir tranquilos a los ricos”

Las demandas crecientes a la escuela, la necesidad de focalizar su tarea en aquello que otras instituciones no están en condiciones de enseñar, los mitos sobre la educación, la paradoja de desear la inclusión, pero preferir lo exclusivo y la reformulación de la formación docente inicial, son algunos de los temas abordados en la entrevista al destacado sociólogo Emilio Tenti Fanfani, en su paso por Córdoba para dictar un seminario del ISEP.

“El tema es la injusticia, no la desigualdad”, afirma el profesor titular e investigador de la Universidad Pedagógica Nacional y autor de más una docena de libros donde aborda la cuestión educativa, para diferenciar entre una competencia, en donde parte del juego es que haya ganadores y perdedores, y lo que ocurre en las instituciones escolares, donde el contexto socioeconómico condiciona los logros académicos de los estudiantes: “Nadie cuestiona los resultados en los Panamericanos, porque hay las mismas reglas para todos, las condiciones son más o menos iguales, todos parten en la misma línea. Resulta que en la escuela no es así, unos largan sabiendo escribir y otros nunca vieron un lápiz, un cuaderno, un libro”.

Invitado por el ministerio de Educación de Córdoba para brindar la conferencia organizada por el Instituto Superior de Estudios Pedagógicos, La producción de las desigualdades escolares: estructuras y estrategias en sociologías de la educación de Francois Dubet, Emillio Tenti Fanfani señala que “uno de los problemas de la escuela contemporánea es la tensión que existe entre las demandas crecientes que se le hacen y sus capacidades limitadas”.

—¿Por qué, entre otras cuestiones, se le pide a la escuela que luche contras las desigualdades sociales?

—Las demandas crecientes tienen que ver con esta creencia, que les gusta mucho a los políticos, de que la escuela sirve para todo: con educación va a crecer la economía, porque vivimos en sociedades del ­conocimiento; va a haber más justicia e igualdad social, porque la gente va a conseguir trabajo; va a haber menos violencia porque la escuela enseña valores morales; va a haber menos enfermedades porque las mujeres con más educación cuidan mejor a sus hijos; vamos a proteger el medio ambiente…

La pregunta es qué es lo importante para el crecimiento de los chicos, para su desarrollo y bienestar, que solo la escuela puede hacer o, al menos, está en mejores condiciones para hacerlo que la familia, los medios, la iglesia, la publicidad.

—¿Eso qué consecuencias trae?

—Estas expectativas se traducen en una sobrecarga del currículum escolar: no alcanza el tiempo para cumplir con el programa. En la primera investigación que se hizo sobre evaluación de la calidad en Argentina, en el cuestionario complementario se les preguntó a los docentes cuánto alcanzaron a desarrollar el programa ese año. El promedio era entre el 60 y 70 por ciento. Entonces, uno debe hacerse una autocrítica, preguntarse para qué están las instituciones educativas: ahí hay un problema de sentido. La escuela no puede competir con otras instituciones.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, para desarrollar los principios de una buena alimentación: si estamos preocupados por lo mal que comen los chicos; presionemos a los que producen alimentos, a los que hacen publicidad para que sean más responsables y éticos con la promoción de comida basura. Pero no carguemos a la escuela. Tampoco tenemos el monopolio para enseñar valores… La pregunta es qué es lo importante para el crecimiento de los chicos, para su desarrollo y bienestar, que solo la escuela puede hacer o, al menos, está en mejores condiciones para hacerlo que la familia, los medios, la iglesia, la publicidad.

—¿Y la respuesta sería…?

—El conocimiento. El niño no va a aprender a leer y a escribir, no va a aprender cálculo, ni siquiera los principios básicos del funcionamiento de la sociedad en la que vive a través de los medios masivos de comunicación o la inserción en redes sociales: el conocimiento del mundo natural y social requiere de un trabajo sistemático, obra de especialistas, de pedagogos, que son los que saben qué hay que enseñar, en qué etapa evolutiva. Hay dos competencias que son fundamentales. Primero, las competencias expresivas (orales, gestuales, con imágenes). Implica, usar el lenguaje —y ya no basta el español— para poder dar forma a tus pensamientos, tus necesidades, tus angustias, fantasías. Esta es una competencia transversal, no solo de la señorita de Lengua, también de Ciencias, de Historia. Desarrollar la lectoescritura debería ser un objetivo central de la institución escolar.

—Se supone que de eso se encarga la educación primaria…

—La obligatoria. Para mí, ahora, la primaria y la secundaria son un paquete para la educación de todos los ciudadanos. Dubet insiste mucho en esto: hay que prolongar la escolaridad general, básica, común, hasta los 16 años. Si no sabés leer, no vas a poder aprender nunca Física, ni Historia, ni Geografía. Y si no sabés cálculo, no vas a aprender ninguna de las otras Ciencias. Son básicas en ese sentido, son dos grandes herramientas de conocimiento, hay que poner el foco ahí. Yo puedo enseñar la diversidad, pero escribamos sobre la diversidad, hablemos, leamos: no importa el contenido, sino desarrollar la competencia básica esta, que tiene tres grandes funciones.

—¿Cuáles serían?

—El primer objetivo es desarrollar la reflexividad. ¿Para qué queremos la escuela?: para hacer ciudadanos libres, autónomos, reflexivos. ¿Con qué pensamos? Con el lenguaje, cuantas más palabras tenés, más posibilidades de reflexionar. Segundo, si “tenemos que desarrollar las capacidades productivas, facilitar la inserción de los individuos en las nuevas relaciones del mercado de trabajo”, como se plantea; debemos saber que la mayoría de los trabajos modernos tienen que ver con servicios personales, para lo cual es necesario tener competencias expresivas, saber hablar, emitir y entender mensajes. Incluso en la gran industria moderna es indispensable el trabajo en equipo: hablar en público, argumentar, proponer, escuchar, saber cómo hablar de acuerdo al interlocutor, al contexto, armar grupos, dividir las tareas. El lenguaje se ha convertido en instrumento poderosísimo para la inserción, es una competencia laboral. Y la tercera gran expectativa es “formar ciudadanos, aprender a convivir juntos, en democracia”. ¿Cómo se participa en democracia? A través de la representación. ¿A quién se elige normalmente de representante? Al que tiene la capacidad de decir en público lo que otros solamente piensan. Cuando está muy concentrada esa capacidad, tenemos una democracia renga. ¿Cómo puede contribuir la escuela a la ciudadanía y la democracia? Lo digo claramente: desarrollando la competencia expresiva.

—¿De qué otra manera puede contribuir?

—El verbo contribuir es muy importantes: contribuye, no resuelve por sí misma. Luego la escuela puede proveer a los chicos de oportunidades para que aprendan, participando en experiencias de vida democrática en las instituciones educativas. Solo después vienen la teoría, los conceptos. Pero primero la práctica: no empezamos con teoría de la democracia. Hay que enseñarle a hablar a ese chico, en público. Me pasa en la facultad, que hay gente que no habla, no porque no sepa sino porque no se siente autorizada, no se anima, no tiene seguridad. ¿Viste que los sectores populares son calladitos? La humildad es una virtud de los pobres ¿por qué no les pedimos que sean humildes los ricos? Las clases humildes parece que no hablaran. “No. Vos tenés derecho a hablar”, esa es la contribución de la lengua. Después está el cálculo, la medición, la lógica y la matemática. Estas dos herramientas te permiten darle contenido a esa frase “hay que enseñar a aprender”.

De paradojas y desigualdades

Tenti Fanfani señala que la desigualdad existente en la sociedad se replica en las instituciones educativas, con circuitos diferenciados de escuelas para ricos y para pobres. Interrogado acerca de cómo se hace para desarticular esos mecanismos de elección familiar, que muchas veces no están vinculados con la calidad de la educación, sino con la creencia de que la escuela privada es mejor, señala con ironía: “Ese es el libro de Dubet ¿Por qué preferimos la desigualdad? (Aunque digamos lo contrario). Todos estamos con la igualdad, pero para mi nene busco el colegio más selectivo. La inclusión es para los otros. Yo quiero vivir en el country, en una sociedad exclusiva, para pocos”. “Hay otro libro interesante de Dubet —prosigue— que se llama Las sociedades y su escuela, donde plantea que, incluso en sociedades desiguales, hay escuelas que son más justas que otras, en términos de resultados, donde los chicos pobres aprenden y aprenden más que en otras. O sea que hay factores institucionales”.

—¿Cómo ayudan las políticas educativas para que la escuela no reproduzca las desigualdades?

—Hay que enriquecer la institución: no puede ser que haya escuelas en donde se mueran de frío en invierno, calor en verano, los baños den asco, el espacio esté todo deteriorado, sucio. Hay que hacer más atractivas las escuelas públicas, también desde el punto de vista pedagógico, para que no las abandonen los sectores medios, y achicar diferencias en lo que es la oferta educativa. El mito de la meritocracia permite dormir tranquilos a los ricos —“Yo estoy acá por mi mérito, mi esfuerzo, mi trabajo, mi inteligencia”— y también a los pobres, que se culpabilizan de su suerte, como si fuera un problema de esfuerzo —“A mí no me gustaba estudiar”— y, entonces, no se rebelan —“Este es el lugar que a mí me corresponde en la sociedad”—. Como si no hubiera factores externos: el capitalismo, la explotación, las relaciones de clase… Cada uno obtiene lo que se merece por su trabajo, su esfuerzo: esa es la creencia que te permite explicar —y trata de hacerlo la sociología— por qué en sociedades tan desiguales hay paz social, no hay una revolución. Ojo, que hay momentos en que también explota, como Francia con los chalecos amarillos: es la desigualdad lo que les molesta, que los ricos sean cada vez más ricos. Otro es el tema de la evaluación. Como dice el sociólogo uruguayo Pedro Ravela, hay que volver a la evaluación formativa, de todos los días, que no es para la acreditación, que no tiene que ser con nota, ni estableciendo jerarquías, ni méritos, ni ordenando, sino para darle a cada uno una devolución.

Yo apostaría todo a la formación inicial. Replicar el modelo finlandés, donde no hay disciplinas. Ellos estudian temas, por ejemplo, familia y escuela, y ven los aportes de la antropología, la psicología, la sociología…

—Recién señalabas cuales son las condiciones objetivas, vinculadas a brindar cuestiones materiales, pedagógicas, institucionales…, ¿qué pasa con las condiciones subjetivas?

—En los institutos de formación docente (ISFD) hay que volver a estudiar y discutir toda la tradición de estudios que hay sobre Pigmalión en la escuela y la profecía autocumplida. Cada uno tiende a ser como es visto. Si vos le decís a tu nena que es inteligente, va a tener autoestima; en cambio, si le decís: “Sos una burra”, no. No hay que enjuiciar a los chicos por sus cualidades (“Este para la matemática no sirve”); en todo caso se puede decir que no hizo bien la tarea o el ejercicio. En este caso un aplazo no sirve para nada. Lo que hay que hacer es hacerlo reflexionar para que él mismo perciba lo que hizo mal y logre hacer las correcciones correspondientes… Hicimos una encuesta en los ISFD de la provincia de Buenos Aires, el 30 o 40% de los profesores creía que muchos de sus alumnos no iban a terminar la secundaria. Si vos creés que no van terminar, entonces vas a contribuir para que no la terminen, con lo cual vas a reproducir tus prejuicios.

—¿Cómo hace el Estado, para modificar estas cuestiones que hacen a las políticas subjetivas, para convencer al docente de que el chico puede aprender?

—Hace falta formación. Yo apostaría todo a la formación inicial. Replicar el modelo finlandés, donde no hay disciplinas. Ellos estudian temas, por ejemplo, familia y escuela, y ven los aportes de la antropología, la psicología, la sociología… Hay que formar una nueva generación de docentes para el siglo XXI, mejorar las condiciones de trabajo (si no quién va a querer ser docente después). Cambiar las leyes es fácil. El tema es cómo hacemos para cambiar la subjetividad. Eso requiere tiempo, generar un escalafón aparte, como en Colombia, que tienen dos estatutos, uno en el que avanzás por la antigüedad y otro por mérito académico. Acá lo primero que habría que hacer es que los profesores de los ISFD tengan una maestría. Argentina debe ser el único país en Latinoamérica donde los docentes no tienen un título de licenciatura, después 4 años de estudio. Es simbólico, pero no es una pavada.

La entrevista está finalizando, pero antes de que eso ocurra Tenti Fanfani, quizás para zanjar posibles cuestionamientos, señala: “La separación entre la teoría y la práctica es otro verso que hay que erradicar completamente de la educación”. Esta diferenciación —afirma— “solo ocurre en este campo; no se da en un congreso de física, ni de economía, ni de medicina” y replica el argumento que utiliza cuando se enfrenta a un auditorio de docentes: “No es que ustedes no tienen teoría y yo no tengo práctica. Tenemos ambas, pero con diferentes puntos de vista. Mi interés es cognoscitivo, para lo cual necesito un distanciamiento; el tipo que está en la escuela necesita un conocimiento práctico para actuar; en vez de estar discutiendo, mejor les cuento qué se ve de lejos y ustedes me cuentan cómo ven y sienten la escuela de cerca, así ambos salimos enriquecidos”.

 

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