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Para qué sirve de verdad la filosofía: el circo sin fin de la política educativa española

Por: Hector G. Barnés

Lo que parece una buena noticia –la recuperación de las humanidades en los currículos escolares– es también un síntoma de cómo se toman en nuestro país las decisiones.

Si usted es uno de los que se llevaron las manos a la cabeza cuando la ley Wert relegó a un rol secundario a la filosofía, tenemos buenas y malas noticias. La buena es que el Partido Popular tiene la intención de dar marcha atrás, tras las reuniones de este año por el pacto educativo, y devolver a la asignatura el papel que tenía en ESO y Bachillerato antes de la LOMCE. ¿La mala? Que el PP tiene la intención de dar marcha atrás tras las reuniones de este año por el pacto educativo y devolver a la asignatura el papel que tenía antes en ESO y Bachillerato antes de la LOMCE. No, no es un error.

No me malinterpreten: volver a dar relevancia a la filosofía y sus disciplinas contiguas (la ética) es motivo de celebración. Sobre todo porque en un gesto sin precedentes en la historia de la política educativa, Sandra Moneo, portavoz de Educación del PP llegó a “entonar el ‘mea culpa’” por este arrinconamiento de la asignatura (un gesto que, de paso, mostraba el poco ‘feeling’ entre Wert y gran parte del partido). Si es una mala noticia es porque, después de meses de ponencias, negociaciones y demás, nos recuerda cuál ha sido la dinámica de la política educativa española: cambiar las cosas para volver a dejarlas como estaban. O, en otras palabras, solo podemos ponernos de acuerdo en lo que ya estuvimos de acuerdo un día.

La filosofía es otro gladiador en el campo de batalla en el que se dirimen las diferencias ideológicas de los distintos sectores de la política española

Muy probablemente, el retorno de la filosofía servirá para que aquellos que la relegaron se pongan una medalla: todos conocemos la fascinante capacidad de nuestros políticos de vender una cosa y la contraria y sacar provecho de ello. Moneo recordaba que “en este mundo, cada vez más tecnológico, es importante la formación humanística, con un replanteamiento de la filosofía”. No es de extrañar que los últimos meses hayan circulado globos sonda muy útiles para trazar una línea divisoria entre el contaminado Wert y el amable Méndez de Vigo o que en la ponencia coordinada por la vicesecretaria de estudios y programas, Andrea Levy, se incidiese en la importancia de historia, filosofía y literatura a la hora de formar “una conciencia libre, crítica y reflexiva”.

Levy ha coordinado la ponencia de Educación y Cultura en el XVIII Congreso del PP. (Efe)
Levy ha coordinado la ponencia de Educación y Cultura en el XVIII Congreso del PP. (Efe)

También porque la filosofía es, más que una asignatura, otro gladiador en el campo de batalla en el que se dirimen las diferencias ideológicas de los distintos sectores de la política española. Una guerra en la que se han enfrentado la religión, la educación para la ciudadanía, la propia filosofía o la asignatura de valores constitucionales que el PP anunció este febrero. Todas ellas tienen en común la transmisión de ciertos principios a los estudiantes, de ahí que sean desde hace décadas una de las guerras por excelencia de la política educativa española, quizá por encima de otros problemas más acuciantes.

Cómo defender el pensamiento

No volveré a reproducir una vez más los motivos por los que la filosofíaimporta. Por una parte, porque es estéril: los conversos ya están convencidos y los detractores no cambiarán de opinión. Por otra, porque ya lo han hecho antes personas (filósofos) mucho más inteligentes y con mejor oratoria que yo. Sin ir más lejos, Antonio Campillo el pasado mayo en la Subcomisión del Congreso para el pacto educativo, en la que recordaba que “la Filosofía ha sido tratada como un chicle que se estira y se encoge, como un comodín del que servirse para crear nuevas materias, e incluso como un arma arrojadiza en la confrontación política”. Quizá, por lo tanto, sea más útil entender en qué se basa la argumentación antifilosofía.

Es una profecía autocumplida: si se reduce la filosofía, se necesitarán menos profesores y, por lo tanto, estos tendrán menos salidas laborales

Basta con referirse a las palabras de Wert en aquel ya lejano 2013, en las que calificaba a materias optativas como la Educación Artística o la Música de “asignaturas que distraen” y, sobre todo, recordaba que “los universitarios no deben estudiar lo que quieren sino lo que propicie su empleabilidad”. De sus palabras se desprendía un paternalismo atroz que sugería que el problema era de los estudiantes de humanidades por su escaso pragmatismo. “No estamos siendo eficaces a la hora de enviar señales a quienes entran en el mundo universitario”, añadía. Y además, un paro juvenil del 55,13% quedaba fatal en las encuestas.

Pero el humor de la España de 2013 era quizá diferente al de hoy, y por ello resultaba más fácil vender que hacía falta sacrificar la filosofía para fortalecer materias instrumentales como las matemáticas o los idiomas, que esas sí daban trabajo. Era una sensación común durante los peores años de la crisis: hemos perdido demasiado tiempo estudiando cosas que no daban trabajo y ahora hay que centrarse en lo que de verdad da dinero. Un sentimiento que se ha atenuado, no sé si porque hemos descubierto que nada garantiza tener empleo o porque ya lo hemos aceptado como una realidad que está aquí para quedarse. Desde entonces, el paro juvenil ha descendido desde el 55,13% hasta el 42,9%, que tampoco es para tirar cohetes.

El PP ha intentado marcar diferencias con la etapa Wert a través de Méndez de Vigo. (Efe/Zipi)
El PP ha intentado marcar diferencias con la etapa Wert a través de Méndez de Vigo. (Efe/Zipi)

Ese paternalismo a la hora de orientar a los jóvenes a las carreras “que sí sirven” tenía también algo de profecía autocumplida, de perverso círculo vicioso. Si se reducía la importancia de la filosofía, y con ello el número de alumnos que la cursaba, se necesitarían menos profesores especializados en ella. Y, dado que la principal salida laboral de los licenciados en esta carrera suele ser la docencia, sus posibilidades de conseguir trabajo serían mucho menores. ¿Lo ven cómo tenían razón, y la filosofía no da trabajo?

El “yo” empleable

La filosofía moderna, precisamente, se ha mostrado preocupada por lo que se ha llamado el “homo economicus”, el ser humano de la edad capitalista que es “maximizador de sus opciones, racional en sus decisiones y egoísta en su comportamiento”. Un modelo antropológico que se encuentra en la base del ser humano en la era neoliberal y que considera irracionales los gestos altruistas o los que no tienen una utilidad clara. Un ser que debe aumentar sus posibilidades laborales potenciando su empleabilidad a través de una pragmática elección de su carrera, y que debe descartar las tentaciones sentimentales de cursar estudios “románticos” como la filosofía.

El margen de cambio para la educación es pequeño, porque la sensación entre los grandes partidos es que hay mucho que perder y poco que ganar

Lo explican los profesores Carlos Fernández LiriaOlga García Fernández Enrique Galindo Ferrández en su último libro, ‘Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda’ (Akal): “La transmisión cultural queda, para la gran mayoría, vedada y sustituida por nociones como ‘empleabilidad’, ‘emprendimiento’ o ‘aprendizaje a lo largo de la vida’ bajo la amenaza de ‘sobrecualificación’ de la mano de obra y sus riesgos para la ‘gobernanza’ del sistema”. La educación según la lógica del ‘homo economicus’, por lo tanto, debe estar encaminada a equilibrar esos desajustes del mercado laboral evitando que los jóvenes estudien lo incorrecto. Pero hay otro riesgo aún mayor, recuerdan los autores: “Ni siquiera queda claro que las nuevas directrices educativas puedan lograr los objetivos que declaran perseguir en términos de crecimiento económico y cohesión social”.

De ahí que defender la importancia de las asignaturas de humanidades en general y la filosofía en particular porque últimamente están siendo reclamadas en puestos de cierta importancia en las grandes empresas americanas sea una trampa. Al aceptar dicha lógica para poder enarbolar el “¿veis como la filosofía sí sirve para algo?” se acepta la misma argumentación de aquellos que desprecian dicha disciplina, y es que algo solo sirve si tiene una rentabilidad laboral. Defender, como se hace cada vez más, que las humanidades son importantes porque tienen un importante rol a la hora de gestionar equipos o trazar planes estratégicos, es participar del mismo razonamiento perverso.

Que es el mismo que caracteriza la política moderna, regida por los mismos principios de hiperracionalidad, a pesar de que paradójicamente no deje de apelar a los sentimientos más primarios de su electorado. La política de partido es el arte de la continua valoración de costes y beneficios y que tiene como objetivo último garantizar la permanencia del partido en el poder. De ahí que el más que probable retorno de la filosofía por la puerta grande pueda ser visto como otra expresión más de esta lógica, una vez se ha comprobado que las protestas y el descrédito de la LOMCE no resultaban rentables. Pero que también nos recuerda una triste realidad: que el margen de cambio para la educación española es muy pequeño, porque la sensación entre los grandes partidos es que hay mucho que perder y poco que ganar.

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/tribuna/2017-09-03/filosofia-educacion-espana_1436585/

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Religion in Australian schools: an historical and contemporary debate

Australia/Agosto de 2017/Fuente: The Conversation

Resumen: Australia mantiene una de las más altas concentraciones de escuelas religiosas en comparación con otros países de la OCDE. Esta proporción encaja con la mayor proporción de estudiantes que están matriculados en escuelas privadas en Australia. Aproximadamente el 30% de todas las escuelas en Australia están afiliadas a una religión, o el 94% de las escuelas privadas. La investigación del Centro de Estudios Independientes comparó esta proporción de escuelas religiosas en Australia con países como Suecia (el 2% de las escuelas son religiosas), los Estados Unidos (10% de todas las escuelas) y los Países Bajos (60% de todas las escuelas).

Australia maintains one of the highest concentrations of religious schools compared to other OECD countries. This proportion fits with the higher proportion of students who are enrolled in private schools in Australia.

Approximately 30% of all schools in Australia are affiliated with a religion, or 94% of private schools.

Research from the Centre For Independent Studies compared this proportion of religious schools in Australia to countries such as Sweden (2% of schools are religious), the US (10% of all schools), and the Netherlands (60% of all schools).

Religious schools in Australia predominantly consist of Anglican and Christian. But there are numerous religious affiliations represented in schools, and also diverse ways of practising religion.

Contextually, our population is shifting (and increasing). We have a rising population of minority religious groups; a sharp increase of people identifying with “no religion” on the census (29.6%); and a declining population of individuals identifying with Christianity. However, Christianity continues to be the dominant religion (57.7%).

But how an individual identifies on the Census does not readily translate to choosing a religious or non-religious school.

A brief history of religious schools in Australia

Historically speaking, religion in schools has always been contentious. This is a contentious issue in many parts of the world. The question of whether to include religion in schools is conflated with our views around the purpose of education.

In other words, what is the social purpose of education? What kind of views, ideologies and values do we want our children to learn in school? The topic of sex education and abstinence education is often paired with this debate.

As a democratic society, we will all have various responses to these questions.

The fact that religion is contentious, and not a unified consensus, was a motivation for the original foundation of our state or public schooling system.

In the state of Victoria, the Education Act founded our schools on the principle of “free, secular and compulsory”.

It was argued that secular education would remove religious discrimination and unite the community. Leading campaigners arguedthat religion should be taught in church and at home, rather than in schools.

Even though state schools were founded on secular principles, they were far from equitable or accessible for all.

The education acts were established in the context of the Stolen Generations, genocide and endemic racism towards Indigenous children. Indigenous people did not gain the right to vote until much later, in 1965.

Historians claim that our earlier schools were largely influenced by arguments around biological determinism and eugenics. Reportedly, leading commentators argued that you could measure a child’s head to determine their ability for academic work. Biological determinism disadvantaged poor children and Indigenous children.

Religious schools in contemporary times

Historically speaking, and also constitutionally, Australia is a secularcountry. Following this, each state and territory maintains slightly different policies around the inclusion or exclusion of religion in schools.

In Victoria, for example, the state department follows the Education and Training Reform Act. This act stipulates that public school education must be secular. Schools are not permitted to promote “any particular religious practice, denomination or sect, and must be open to adherents of any philosophy, religion or faith”.

Some groups, such as the Australian Secular Lobby, argue that the policy commitment to secularism in state schools is being eroded.

They have identified four key areas of concern:

  • the National School Chaplaincy Program, which provides funding for schools to employ a chaplain (government funding for this program has recently increased);
  • religious instruction classes conducted during school hours, predominantly by evangelical religious groups (this can be an “opt-out” or “opt-in” arrangement. In the state of Victoria, this is now held at lunchtime or out of school hours);
  • state funding for religious schools; and
  • the teaching of creationism in schools.

On the other hand, lobbyist groups such as the Australian Christian Lobby are highly active in campaigning for greater inclusion of religion in schools.

The Australian Christian Lobby has been very proactive in lobbying against the Safe Schools program. This is an example of how sex education, and sexuality, becomes conflated with religion.

A commitment to secularism?

Constitutionally, Australia is committed to secularism. However, the way in which this translates to schools, and the inclusion or exclusion of religion in schools, is slippery.

Religion and religious instruction is taken up differently across states and territories. This is influenced by the state political party, and fluctuates across voting periods. This often results in rapid changes to policy, and volatility.

It is fair to argue, then, that religion in schools is an ongoing contentious issue. This is strongly indicated by the ongoing debates and controversies surrounding government funding for religious schools.

While we may be secular on paper, government policy takes a largely empathetic approach to religion in schools, with a stronger preference for Christianity.

Fuente: http://theconversation.com/religion-in-australian-schools-an-historical-and-contemporary-debate-82439

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Lucha ideológica, imprescindible

Por: Marcelo Colussi

Si a alguien que no conoce los intrincados vericuetos de lo humano (pongamos, como ejemplo, un ser extraterrestre), se le intentaran explicar muchas de las conductas que tenemos quienes hollamos este planeta, nos veríamos en serias dificultades.

Entre otras, solo para graficarlo: ¿cómo es posible que una pequeña minoría en el poder pueda manejar a una tan amplia masa de congéneres? Porque la historia nos muestra que ésta es una estructura dominante desde hace unos cuantos milenios, al menos desde que aparece la idea de propiedad privada. Un muy reducido grupo, a veces una sola persona, dirige el destino de mayorías infinitamente más numerosas: el monarca (emperador, faraón, rey, zar, sultán, Inca, sacerdote supremo o como quiera llamársele), el mandarín, el señor feudal, el patrón de finca, el estanciero, el empresario capitalista, el banquero -¿podría agregarse el burócrata de la Nomenklatura?- toman las decisiones y se aprovechan del trabajo de grandes mayorías… ¡y nadie de esas mayorías levanta la cabeza!

Aunque -¡esa es la buena noticia!- de tanto en tanto se producen cataclismos sociales y la sociedad cambia: se cortan las cabezas de los amos y se instaura un nuevo modelo social. Esa es la historia de las sociedades: la perenne lucha de clases. Cuando Marx y Engels lo formularon hace 150 años, derrumbaron todas las especulaciones metafísicas al respecto del funcionamiento de una sociedad. Hoy día, esa verdad sigue siendo incontrastable. Pero hay un elemento nuevo, no tan evidente un siglo y medio atrás: la lucha ideológico-cultural alcanzó ribetes insospechados, apelando a las técnicas más refinadas y eficientes.

El sistema socio-económico -para el caso: el capitalismo- se mantiene a sangre y fuego. Las luchas de clases siguen tan presentes ahora como antaño (¿de dónde surgió la tamaña estupidez que la historia y esas luchas habían terminado?). Continúan absolutamente al rojo vivo, y ahí está la represión continuada de la que el campo popular sigue siendo objeto. La preconizada “resolución pacífica de conflictos” no puede pasar de ser una fórmula “políticamente correcta”. La roca viva de la propiedad privada de los medios de producción se mantiene inamovible.

Lo curioso a destacar en este breve escrito es cómo la derecha, las fuerzas conservadoras, aquellas que detentan la propiedad privada de esos medios, y por tanto el poder a nivel social, han profundizado -y de momento ganado- la lucha ideológico-cultural. Que la ideología mantiene al sistema y es la otra pata -junto a la represión violenta, junto a las armas- en que se apoya el edificio social, no es nuevo. Que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante” ya es sabido. Expresado de otro modo: que el esclavo piensa con la cabeza del amo. Lo llamativo es el grado de profundidad y eficiencia que ese manejo ideológico ha alcanzado.

Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes transformaciones.

Entre las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera, aparición y profundización de propuestas revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumismo y antibélico, incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a la vista.

Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.

Hoy, cuatro décadas después, el mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. En medio de ese retroceso fabuloso de las luchas populares, propuestas de redistribución -con mucho de asistencialismo, capitalistas en definitiva, como lo que se vive hace unos años en Venezuela- pueden ser vistas como una avanzada. Eso, pareciera, es lo máximo a que se puede aspirar en este momento como opción socialista.

El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla.

Las represiones brutales que siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.

Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral. Muy probablemente, la mayoría de quienes lean este texto trabajan en esas condiciones. La idea de sindicato luchador por los derechos de los trabajadores salió de escena. Hoy día, sindicato es casi sinónimo de mafia, de corrupción, de desprotección de los trabajadores.

Pero las luchas siguen, sin dudas. Justamente ahí está el punto que queremos remarcar: el golpe sufrido en el campo popular ha sido grandísimo, y no solo por las montañas de cadáveres y ríos de sangre con que se le frenó, sino con la monumental lucha ideológica que se ha impuesto estos años, que sirve como freno con más fuerza aún que las masacres, las torturas, las desapariciones forzadas.

En esto de la lucha ideológica, hay que reconocerlo -reconocerlo para, laboriosamente, estudiar el fenómeno y buscar las alternativas del caso- la derecha ha tomado la delantera. La hegemonía ideológico-cultural, en este momento, está de su lado, completamente.

En términos globales se ha entronizado un discurso derrotista, casi de resignación, adaptacionista: “¡sálvese quien pueda!”. Una forma de entender el mundo donde pareciera que la idea de cambio se ha ido esfumando. Claro que eso no se dio por arte de magia: hay un poderosísimo y muy bien articulado trabajo detrás, donde se complementa la represión sangrienta, la precarización laboral (tener trabajo es casi un lujo, y hay que cuidarlo como tesoro) y los aparatos ideológico-culturales funcionando a pleno.

Los dueños del capital saben lo que hacen, y sus tanques de pensamiento, todo su monumental aparato ideológico-propagandístico -realizado con las más refinadas técnicas de control social- tienen claro el cometido: mantener el sistema a cualquier costo.

Sin dudas, lo saben hacer muy bien. Los resultados están a la vista: una pequeñísima, casi insignificante minoría tiene el control del mundo. Las grandes mayorías estamos desorientadas, adormecidas. ¿Por qué no reaccionamos? Porque el trabajo de amansamiento está muy bien realizado.

¿Cómo podría explicarse que una posición de derecha, reaccionaria, conservadora, mezquina e indolente ante el sufrimiento de la humanidad, se imponga sobre propuestas progresistas? ¿Cómo es posible, contrariando todo principio de solidaridad y de racionalidad social, que ganen en las urnas propuestas antipopulares como Berlusconi en Italia, o Donald Trump en Estados Unidos? ¿Por qué crecen los grupos neonazis? ¿Por qué los argentinos votan por Macri, o los guatemaltecos por Jimmy Morales? “Nueve de cada diez estrellas son de derecha”, se mofaba Pedro Almodóvar; pero la burla encierra verdad. ¿Por qué las propuestas de derecha conservadora se imponen? ¿Qué ha pasado que buena parte de la humanidad puede pensar que Nicolás Maduro es un dictador y que los venezolanos huyen hambrientos de su país? ¿Cómo ha sido posible que enormes cantidades de ciudadanos latinoamericanos, en vez de buscar su liberación político-social, terminen en iglesias neo-evangélicas fundamentalistas? ¿Por qué interesa más el último gol de Messi que la situación de precariedad económica? Si, como dijera Salvador Allende, la vocación revolucionaria de los jóvenes es una cuestión “casi biológica”, ¿por qué hoy las juventudes piensan más en la droga que en el cambio social? ¿Qué mecanismo obró para que el discurso revolucionario de décadas atrás de muchos honestos luchadores sociales -con armas en la mano en muchas ocasiones- se tornara un aguado cliché “posibilista”, haciendo el coro de la avanzada neoliberal, siendo cooptados por el sistema con algún cargo menor incluso?

Todo esto se responde con una sola fórmula: ¡lucha ideológica! Más allá de la provocadora bravuconada de Francis Fukuyama que acompañó el derrumbe del campo socialista con su triunfal “fin de las ideologías”, la ideología es el corazón de la lucha de clases actualmente. La llamada guerra de cuarta generación -la estrategia del control de mentes y corazones a escala planetaria, hecha desde unos pocos centros de poder global- está en su cenit. Hoy día la lucha ideológica es de primerísima importancia.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=230443&titular=lucha-ideol%F3gica-imprescindible-

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Contra la ideología

Alberto Benegas

He apuntado en otros escritos que el uso generalizado de la expresión ‘ideología’ no calza con la definición del diccionario de conjunto de ideas (también en el sentido utilizado primeramente por Antoine Destutt de Tracy en 1786), ni con la marxista de “falsa conciencia de clase”, sino de algo terminado, cerrado e inexpugnable; en otros términos, una pseudocultura alambrada. Como también he escrito, esta última acepción, la más común, es la antítesis del espíritu liberal, puesto que esta tradición de pensamiento requiere puertas y ventanas abiertas de par en par al efecto de incorporar nuevo conocimiento, ya que este demanda debates entre teorías rivales, puesto que el conocimiento es siempre provisorio, abierto a refutaciones.

Una vez precisado lo anterior, conviene enfatizar que, al contrario de lo que sostienen algunos profesionales de la economía en cuanto a que hay que “manejarse con los hechos”, en ciencias sociales, a diferencia de las físico-naturales, no hay hechos con el mismo significado de este último campo de estudio fuera del andamiaje conceptual que interpreta los diversos sucesos. Sin duda que las físico-naturales también requieren de interpretación, pero en un sentido distinto, debido a que, como decimos, los llamados “hechos” son de naturaleza distinta.

No es que se patrocine el relativismo epistemológico en ciencias sociales debido a la interpretación de fenómenos complejos. Muy por el contrario, quienes mejor interpreten esos fenómenos estarán más cerca de la verdad, lo cual se va puliendo en un azaroso camino que, como señalamos, es de corroboraciones provisorias y refutaciones. En un proceso abierto de competencia, los estudiosos que mejor interpreten y mejor explican esos fenómenos serán los de mayor rigor. Esto no sólo sucede con los economistas y los cientistas sociales, sino también con los historiadores.

Esta cuestión de confundir planos científicos en las ciencias sociales empuja a que se aluda a los “hechos” como si se tratara de constatar la mezcla de líquidos en un tubo de ensayo del laboratorio, puesto que, a diferencia del campo de las ciencias físicas, se trata de acción humana (las piedras y las rosas no tienen propósito deliberado).

El premio Nobel en economía Friedrich Hayek, en su ensayo titulado “The Facts of the Social Sciences” (Ethics, octubre de 1943, expandido en tres números sucesivos de Economica), explica que los llamados hechos en ciencias sociales “no se refieren a ciertas propiedades objetivas como las que poseen las cosas o las que el observador puede encontrar en ellas, sino a las visiones que otros tienen sobre las cosas […]. Se deben abstraer de todas las propiedades físicas de las cosas. Son instancias de lo que se suelen llamar conceptos teleológicos, esto es, se pueden definir solamente indicando la relación entre tres términos: un propósito, alguien que mantiene ese propósito y el objeto que la persona considera apropiado como medio para ese propósito”. Por eso, cuando el historiador “explica por qué se hace esto o aquello, se refiere a algo que se encuentra más allá de lo observable”, nos indica Hayek en el mismo ensayo en el que concluye: “La teoría social […] es lógicamente previa a la historia”. Es decir, prestamos atención a los fenómenos basados en un esqueleto teórico previo, ya que no se trata de cosas que se miran en el mundo físico, sino de nexos causales subyacentes e inseparablemente unidos a la interpretación de los sujetos actuantes.

Lo dicho en modo alguno permite suponer que el buen historiador interponga sus juicios de valor en la descripción de lo que interpreta. Ludwig von Mises destaca (en Theory and History, Yale University Press, 1957) que resulta impropio que en la descripción histórica se pasen de contrabando los valores del que describe. Entonces, una cosa es la subjetividad presente en la selección de los fenómenos y su respectiva interpretación, y otra bien distinta es incrustar juicios de valor, sin desconocer, claro está, que la declaración de esforzarse con seriedad y honestidad intelectual por realizar una interpretación adecuada constituye en sí mismo un juicio de valor.

Como se ha dicho, cuando se trasmite la noticia circunscrita a que fulano murió, esto corresponde al campo de las ciencias naturales (un fenómeno biológico), pero si se notifica que fulano dejó una carta antes de morir, estamos ubicados en el territorio de las ciencias sociales, donde necesariamente cabe la interpretación de la referida misiva y todas las implicancias que rodean al caso. En realidad, no cabe la refutación empírica para quien sostenga que la Revolución francesa se originó en los estornudos de Luis XVI, sólo se puede contradecir en el nivel del razonamiento sobre interpretaciones respecto a las conjeturas sobre los propósitos de los actores presentes en ese acontecimiento. En ciencias sociales, no tiene sentido referirse a “los hechos”, extrapolando la idea de las ciencias físico-naturales.

Todo esto nada tiene que ver con la objetividad del mundo que nos rodea, es decir, que posee una naturaleza, propiedades y atributos, independientemente de lo que los sujetos consideren que son. Es otro plano de debate. Lo que estamos ahora considerando son las apreciaciones y las evaluaciones respecto a las preferencias, los gustos y los propósitos de seres humanos.

Es por cierto también paradójico que resulte muy frecuente que los partidarios de sistemas autoritarios tilden de “ideólogos” a los que se inclinan por la sociedad abierta, que son, por definición, los que promueven procesos pluralistas en el contexto de debates en los que se exploran y contrastan todas las tradiciones en libertad, cuando en realidad aquellos, los autoritarios, son por su naturaleza ideólogos impermeables a otras ideas en libertad, debido a su cerrazón mental. Hay que distinguir con claridad los que reclaman que entre aire fresco a una habitación con un pesado tufo a encierro de los que pretenden mantener y acrecentar esa situación hasta la asfixia total.

Robin Collingwood (en The Idea of History, Oxford Univesity Press, 1946) escribe: “En la investigación histórica, el objeto a descubrir no es el mero evento sino el pensamiento expresado en él”. Y en su autobiografía (Fondo de Cultura Económica, 1939-1974) subraya que, a diferencia de la historia: “Las ciencias naturales, tal como existen hoy y han existido por casi un siglo, no incluyen la idea de propósito entre las categorías con que trabajan […] el historiador debe ser capaz de pensar de nuevo, por sí mismo, el pensamiento cuya expresión está tratando de interpretar” y, en ese contexto rechaza “la historia de tijeras y engrudo, donde la historia repite simplemente lo que dicen las ´autoridades´ [… ] El ser humano que, en su capacidad de agente moral, político y económico, no vive en un mundo de ´estrictos hechos´a los cuales no afectan los pensamientos, sino que vive en un mundo de pensamientos que cambian las teorías morales, políticas y económicas aceptadas generalmente por la sociedad en que él vive, cambia el carácter de su mundo”.

Por todo esto es que Umberto Eco (en su disertación “Sobre la prensa” en el Senado romano y dirigido a directores de periódicos italianos, en 1995) consigna: “Con excepción del parte de las precipitaciones atmosféricas [que son del área de las ciencias naturales], no puede existir la noticia verdaderamente objetiva”, en el sentido a que nos hemos referido en las ciencias sociales, a lo que agregamos que dado que en las ciencias sociales tiene un gran peso la hermenéutica, debe destacarse que la comunicación no opera como un escáner, ya que el receptor no recibe sin más el mensaje tal como fue emitido.

En resumen —y esto no es un juego de palabras— podrá decirse que la objetividad precisamente consiste en la adecuada interpretación subjetiva de los fenómenos bajo la lupa. Pero, insistimos, hay que tener bien en cuenta que no es objetiva en la acepción habitual del término, en cuyo contexto las deliberaciones en las que hemos incursionado aquí tal vez sirvan para poner en perspectiva las consecuencias y la importancia de separar metodológicamente las ciencias naturales y las sociales, al efecto de no confundir planos y no llegar a conclusiones apresuradas.

Entonces, es del todo inconducente mantener que el economista, el historiador o el cientista social “no hacen ideología” (en un sentido irónico y peyorativo) para referirse impropiamente al antedicho andamiaje conceptual, sino que se basan en “los hechos”, como si esto tuviera algún sentido en ciencias sociales, tal como subrayan Hayek y tantos otros filósofos de la ciencia.

El ideólogo es por naturaleza un dogmático clausurado a las contribuciones de nuevas ideas y teorías que explican de una mejor manera el fenómeno estudiado. Al ideólogo no le entran balas ni es capaz de contraargumentar, se encapricha en circunscribir lo que recita, sin someter a revisación ninguna parte de su verso, que machaca hasta el hartazgo.

Sólo a través del estudio crítico y el debate abierto es que resulta posible el progreso en el conocimiento, tal como lo han puesto de manifiesto autores de la talla de Karl Popper. Por su parte, cientistas sociales empecinados en “guiarse sólo por los hechos” demuestran su ignorancia supina en la materia que pretenden conocer, con lo que contribuyen a difundir un ejercicio metodológico incompatible con su propio campo y así, en definitiva, introducen una férrea ideología.

Fuente del autor: http://opinion.infobae.com/alberto-benegas-lynch/2016/06/04/contra-la-ideologia/index.html#more-1472

Fuente de la imagen: http://definicionyque.es/wp-content/uploads/2015/08/ideologia-e1439480304469.jg

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Héctor Navarro ¨Situación de la Educación en Venezuela¨

Seminario ¨Claves para la Reconstrucción del Proyecto Nacional¨

América del Sur/Venezuela/ Centro de Estudios de la Realidad Latinoamericana

El Seminario «Claves para la Reconstrucción del Proyecto Nacional» fue la actividad de lanzamiento de la fundación Centro de Estudios de la Realidad Latinoamericana CER-LA, en conjunto con Visor Consultores 360 y el portal informativo Aporrea.org.

Héctor Navarro es ingeniero de formación, ex ministro de Educación de Chávez, y ex integrante de la dirección nacional del PSUV. Actualmente forma parte de la Plataforma en Defensa de la Constitución. En su exposición en el Seminario «Claves para la Reconstrucción del Proyecto Nacional» Navarro explica que ¨el sistema educativo actual esta basado en el entrenamiento para la competencia. Así no puede ser concebida la educacion. Solamente hay un camino para superar esos males y ese es el socialismo¨.

Navarro profundiza «Una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realizacion del socialismo comprende resolver problemas muy complejos: cómo se puede evitar la consolidación de una burocracia arrogante es uno de ellos. Muchas de esas ideas las planteo Albert Einstein en 1949 y siguen vigentes el día de hoy¨

Vea la ponencia de Héctor Navarro en el Seminario «Claves para la Reconstrucción del Proyecto Nacional»

Fuente: https://www.aporrea.org/educacion/n309904.html

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Dancing With the Devil: Trump’s Politics of Fascist Collaboration

by Henry A. Giroux

Donald Trump’s election has sparked a heated debate about the past, particularly over whether the Trump administration represents a continuum, if not an echo, of the protean origins of fascism. This is an argument that combines the resources of historical memory with current analyses of the distinctive temper of a new and dangerous historical moment in the United States. For instance, an increasing number of pundits across the ideological spectrum have identified Trump as a fascist or neo-fascist, while resurrecting some of the key messages of an earlier period of fascist politics. On the left/liberal side of politics, this includes writers, such as Chris Hedges, Robert Reich, Cornel West, Drucilla Cornell, Peter Dreier and John Bellamy Foster. Similar arguments have been made on the conservative side by writers, such as Robert Kagan, Jeet Heer, Meg Whitman and Charles Sykes.

Historians of fascism, such as Timothy Snyder and Robert O. Paxton have argued that Trump is not Hitler but that there are sufficient similarities between them to warrant some concerns about surviving elements of a totalitarian past crystalizing into new forms in the United States. Paxton, in particular, argues that the Trump regime is closer to a plutocracy than to fascism. But, I think Paxton overplays the differences between fascism and Trump’s style of authoritarianism, particularly underemphasizing Trump’s ultra-nationalism, militarism and his embrace of the neoliberal state which does not suggest the rule of free-market capitalism but a more extreme example of the corporate state or what Mussolini called the corporatist state. In this case, traditional state power has been replaced by the rule of major corporations and the financial elite. At the same time, the social cleansing and state violence inherent in totalitarianism has been amplified under Trump. Both Hannah Arendt and Sheldon Wolin, the great historians of totalitarianism, have argued that the conditions that produce authoritarian logics have persisted well after their mid-twentieth century expressions. Wolin, in particular, insisted in 2010 that the United States was evolving into an authoritarian society.

Recently, though, numerous critics have denied the persistence of fascism and totalitarianism. They have argued that Trump is either a sham, right-wing populist, or simply a reactionary Republican. Three notable examples of the latter positions can be found in the work of cultural critic Neal Gabler, who argues that Trump is mostly a self-promoting con artist and pretender president whose greatest crime is to elevate pretense, self-promotion and appearance over substance, all of which proves that he lacks the capacity and will to govern. Andrew O’Hehir claims we have to choose between whether Trump is just a clown or a fascist dictator and in the end seems to pivot more toward the clown argument, though he admits Trump is nonetheless dangerous. A more sophisticated version of this argument can be found in the work of historian Victoria de Grazia, who has argued that Trump bears little direct resemblance to either Hitler or Mussolini and is just a reactionary conservative.

Certainly, Trump is not Hitler, and the United States at the current historical moment is not the Weimar Republic. But it would be irresponsible to consider Trump to be a either a clown or aberration given his hold on power and the ideologues who support him. What appears indisputable is that Trump’s election is part of a sustained effort over the last 40 years on the part of the financial elite to undermine the democratic ethos and highjack the institutions that support it. Consequently, in the midst of the rising tyranny of totalitarian politics, democracy is on life support and its fate appears more uncertain than ever. Such an acknowledgment should make clear that the curse of totalitarianism is not a historical relic and that it is crucial that we learn something about the current political moment by examining how the spread of authoritarianism has become the crisis of our times, albeit in a form suited to the American context.

History, once again, offers us a framework in which a global constellation of authoritarian economic, social  and political forces are coming together that speak to tensions and contradictions animating everyday lives that transcend national boundaries for which there is not yet a comprehensive, coherent and critical language. What has emerged is a climate of precarity, fear, angst, paranoia and incendiary passion. Drawing upon Hannah Arendt, it would be wise to resurrect one of the key questions that emerges from her work on totalitarianism, which is whether the events of our time are leading to totalitarian rule.

Whether or not Trump is a fascist in the exact manner of earlier totalitarian leaders somewhat misses the point, because it suggests that fascism is a historically fixed doctrine rather than an ideology that mutates and expresses itself in different forms around a number of commonalities. There is no exact blueprint for fascism, though echoes of its past haunt contemporary politics. As Adam Gopnik observes:

            … to call [Trump] a fascist of some variety is simply to use a historical label that fits. The arguments about whether he meets every point in some static fascism matrix show a misunderstanding of what that ideology involves. It is the essence of fascism to have no single fixed form — an attenuated form of nationalism in its basic nature, it naturally takes on the colors and practices of each nation it infects. In Italy, it is bombastic and neoclassical in form; in Spain, Catholic and religious; in Germany, violent and romantic. It took forms still crazier and more feverishly sinister, if one can imagine, in Romania, whereas under Oswald Mosley, in England, its manner was predictably paternalistic and  aristocratic. It is no surprise that the American face of fascism would take on the forms of celebrity television and the casino greeter’s come-on, since that is as much our symbolic scene as nostalgic re-creations of Roman splendors once were Italy’s.

The undeniable truth is that Trump is the product of an authoritarian movement and ideology with fascist overtones. In responding to the question of whether or not he believes Trump is a fascist, historian Timothy Snyder makes clear that the real issue is not whether Trump is a literal model of other fascist leaders but whether his approach to governing and the new political order he is producing are fascistic. He writes:

I don’t want to dodge your question about whether Trump is a fascist or not. As I see it, there are certainly elements of his approach which are fascistic. The straight-on confrontation with the truth is at the center of the fascist worldview. The attempt to undo the Enlightenment as a way to undo institutions, that is fascism. Whether he realizes it or not is a different question, but that’s what fascists did. They said, ‘Don’t worry about the facts, don’t worry about logic, think instead in terms of mystical unities and direct connections between the mystical leader and the people.’ That’s fascism. Whether we see it or not, whether we like it or not, whether we forget, that is fascism. Another thing that’s clearly fascist about Trump were the rallies. The way that he used the language, the blunt repetitions, the naming of the enemies, the physical removal of opponents from rallies, that was really, without exaggeration, just like the 1920s and the 1930s. And Mr. [Steve] Bannon’s preoccupation with the 1930s and his kind of wishful reclamation of Italian and other fascists speaks for itself.

To date, Trump’s ascendancy has been compared to the discrete emergence of deeply reactionary nationalisms in Italy, Germany, France and elsewhere. I would like to broaden the lens with which we view these incipient events in ways that allow for a deeper historical understanding of the international scope and interplay of critical forces that respond to the shifts and contradictions brought about by a globalizing world increasingly brought to the brink of catastrophe by technological disruption, massive inequities in wealth and power, ecological disaster, mass migrations, relentless permanent warfare and the threat of a nuclear crisis. In the United States, shades of a growing authoritarianism are present in Trump’s eroding of civil liberties, the undermining of the separation of church and state, health care policies that reveal an egregious indifference to life and death, his manufactured spectacles of self-promotion, contempt for weakness and dissent, and his attempts to shape the political realm through a process of fear, if not tyranny itself, as Snyder insists in his book On Tyranny: Twenty Lessons from the Twentieth Century.

History contains dangerous memories and this is particularly true for Trump given the ideological features and legacies of fascism that are deeply woven into his rhetoric of hate and demonization, his mix of theater and violence, his frenzied defiance of basic laws and his policies supportive of ultra-nationalism and racial cleansing. All the more reason for Trump and his acolytes to treat historical memory as a dangerous ghost that harbors critical tools for understanding how the present has become the past and the past informs the future. Historical memory matters because it serves as a form of moral witnessing, and in doing so becomes a crucial asset in preventing new forms of fascism from becoming normalized. We cannot pretend as if the current conditions exist outside of history in some ethereal space in which everything is measured against the degree of distraction it promises.

Echoes of Trump’s fascist impulses  have been well documented, but what has been overlooked is a sustained analysis of his abuse and disparagement of historical memory, particularly in light of his association with a range of current right-wing dictators and political demagogues across the globe. Trump’s ignorance of history was on full display with his misinformed comments about former president Andrew Jackson and nineteenth-century abolitionist Frederick Douglas. Trump’s comments about Jackson having strong views on the civil war were widely ridiculed, given that Jackson died 16 years before the war started. Trump was also criticized for comments he made during Black History Month when he spoke about Frederick Douglass as if he were still alive, though he died 120 years ago. For the mainstream press, these historical missteps largely reflect Trump’s ignorance of American history. But I think there is more at stake than simply ignorance, given the appeal of Trump’s comments to white nationalists.

Trump’s comments provide a window into his ongoing practice of stepping outside of history so as to deny its relevance for understanding both the economic and political forces that brought him to power and the historical lessons to be drawn, given his egregious embrace of a number of authoritarian elements that resemble the plague of a fascist past. His alleged ignorance is also a cover for enabling a post-truth culture in which dissent is reduced to «fake news,» the press is dismissed as the enemy of the people and a mode of totalitarian education is enabled whose purpose, as Hannah Arendt wrote in The Origins of Totalitarianism, is «not to instill convictions but to destroy the capacity to form any.» Trump may appear to be an ignoramus and a clown, but such behavior points to something more profound politically, such as an attack on any viable notion of thoughtfulness and moral agency. His forays into international politics offer another less remarked upon form of fascistic embrace.

There are important lessons to be mined historically regarding how we examine Donald Trump’s support from and for a number of ruthless dictators and political demagogues. Trump’s endorsements of and by a range of ruthless dictators are well-known and include Egyptian President Abdel-Fattah el-Sisi, Turkish President Recep Tayyip Erdoğan, Russian President Vladimir Putin and Philippine President Rodrigo Duterte and the [recently defeated] French presidential candidate Marine Le Pen, the leader of the National Front party. All of these politicians have been condemned by a number of human rights groups, including Human Rights Watch, Amnesty International and Freedom House. Less has been said about the support Trump has received from controversial right-wing bigots and politicians from around the world, such as Nigel Farage, the former leader of the right-wing UK Independence Party; Matteo Salvini, the right-wing Italian politician who heads the North League [Lega Nord]; Geert Wilders, the founder of the Dutch Party for Freedom; and Viktor Orbán, the reactionary prime minister of Hungary. All of these politicians share a mix of ultra-nationalism, xenophobia, Islamophobia, anti-Semitism, homophobia and transphobia. While the mainstream press and others have expressed moral outrage over these associations, they have refused to examine these relationships within a broader historical context. In an age when totalitarian ideas and tendencies inhabit the everyday experiences of millions of people and create a formative culture for promoting massive human suffering and misery, Trump’s affinity for indulging right-wing demagogues becomes an important signpost for recognizing the totalitarian nightmare that marks a terrifying glimpse of the future.

Historical memory suggests that a better template for understanding Trump’s embrace of rogue states, dictators and neo-fascist politicians can be found in the reprehensible history of collaboration between individuals and governments, and the fascist regimes of Italy and Germany before and during the Second World War. For instance, one of the darkest periods in French history took place under Marshall Philippe Petain, the head of the Vichy regime, who collaborated with the Nazi regime between 1940 and 1944.

As Helene Fouquet and Gregory Viscusi have noted, the Vichy regime was responsible for «about 76,000 Jews [being] deported from France, only 3,000 of whom returned from the concentration camps…. Twenty-six percent of France’s pre-war Jewish population died in the Holocaust.» For years, France refused to examine and condemn this shameful period in its history by claiming that the Vichy regime was an aberration, a position that has been recently taken up by Marine Le Pen, the neo-fascist National Front candidate. Not only has Le Pen denied the French government’s responsibility for the roundup of Jews sent to concentration camps between 1940 and 1944, she has also used a totalitarian script from the past in appealing to economic nationalism in order «to cover up her fascist principles.» During the election [campaign], as Angela Charlton has noted, [now President] Emmanuel Macron repeatedly «paid homage … to the tens of thousands of French Jews killed in the Holocaust, with a somber, simple message to voters: Never Again,» which served as a powerful reminder «of the anti-Semitic past of his rival Marine Le-Pen’s far-right National Front party.» Of course, such comments should not be read as an extraordinary political intervention for a mediocre neoliberal presidential candidate. These comments should be acknowledged by all candidates.

The deeply horrifying acts of collaboration with twentieth-century fascism were not limited to France and included collaborators in Belgium, Croatia, the IRA [in Ireland], Greece, Holland and other countries. At the same time that millions of people were being killed by the Nazis, many businesses collaborated with them in order to profit from the fascist machinery of death. Business that collaborated with the Nazis included Kodak, which used slave laborers in Germany. Hugo Boss, the clothing company, manufactured clothes for the Nazis. IBM created the punch cards and a sorting system used for identifying Jews and other marginalized people and sending them to the gas chambers. BMW and IG Farben used forced laborers in Germany along with Audi, the giant car company that «used thousands of forced laborers from the concentration camps … to work in their plant.»

The political and moral stain for collaboration with the Nazis was also at work in the United States and was evident in both FDR’s and the American business community’s initial supportive views of Mussolini. Moreover, as Noam Chomsky has pointed out, «In 1937 the State Department described Hitler as a kind of moderate who was holding off the dangerous forces of the left, meaning of the Bolsheviks, the labor movement … and of the right, namely the extremist Nazis. [They believed] Hitler was kind of in the middle and therefore we should kind of support him.» One telling incident of collaboration suggesting America’s deeply rooted affinity with fascist principles is visible in the America First movement of the 1930s. America First was the motto of Americans friendly to Nazi ideology and Hitler’s Germany. Its most famous spokespersons were Charles Lindbergh and William Randolph Hearst. The movement had a long history of anti-Semitism evident in Lindbergh’s claim that American Jews were pushing America into war. Historian Susan Dunn has argued that the phrase, America First, which was appropriated and used by Donald Trump before and after his election, is a «toxic phrase with a putrid history.»

The concept of collaboration functions historically to deepen our understanding of Trump’s associations with right-wing demagogues as a warning sign that offers up a glimpse of both the contemporary recurrence of fascist overtones from the past and what Richard Falk has called «a pre-fascist moment.» Trump’s endorsement of right-wing demagogues, such as Duterte, Le Pen and Erdoğan, in particular, is more than an aberration for a US president: It suggests more ominously his disregard for human rights, the suppression of dissent, human suffering and the principles of democracy itself. Trump’s collaboration with dictators and right-wing rogues also suggests something more ominous. As Michael Brenner observes, » … authoritarian movements and ideology with fascist overtones are back — in America and in Europe. Not just as a political expletive thrown at opponents, but as a doctrine, as a movement, and — above all — as a set of feelings.»

It is against this historical backdrop of collaboration that Trump’s association with various dictators should be analyzed. The case of Rodrigo Duterte is particularly telling. Warning signs of a «pre-fascist moment» abound in Trump’s invitation to Rodrigo Duterte to visit the White House. Duterte has supported and employed the use of death squads both as mayor of Davao and as the president of the Philippines. The New York Times has reported that «more than 7,000 suspected drug users and dealers, witnesses and bystanders — including children — have been killed by the police or vigilantes in the Philippines» under Duterte’s rule. Moreover, he has supported a nationwide killing machine that includes giving «free license to the police and vigilantes» to kill drug users and pushers while allowing children, innocent bystanders and others to be caught in the indiscriminate violence. He has called former president Obama «the son of a whore,» has compared himself to Hitler, has stated that Trump approves of his drug war, and has threatened to assassinate journalists. Duterte’s ruthlessness is captured by photographer, Daniel Berehulak, who while working in the Philippines stated that he had «worked in 60 countries, covered wars in Iraq and Afghanistan, and spent much of 2014 living inside West Africa’s Ebola zone, a place gripped by fear and death» but added that what he experienced in the Philippines «felt like a new level of ruthlessness: police officers’ summarily shooting anyone suspected of dealing or even using drugs, vigilantes’ taking seriously Mr. Duterte’s call to «slaughter them all.'»

Trump’s support for Duterte may arise out of his admiration for his law-and-order campaign, his hatred of the press, and his utter embrace of one-man rule. It may also have to do with Trump’s various business ventures in the Philippines, including ownership of a new «$150 million tower in Manila’s financial district.» All of these issues represent in more extreme form elements of Trump’s own anti-democratic policies and serve as a warning as to how far he might want to push them.

Trump’s affinity for what borders on collaboration with overt racists and authoritarians has played out within a global configuration of economic nationalism and right-wing politics among people, such as Le Pen, Erdoğan, Putin and el-Sisi who look to Trump for support and tacit approval.

Trump’s tacit support for Le Pen’s failed bid for the presidency of France rests on his sympathies with her anti-immigration policies, her ultra-nationalism and her claim to speak for the people. Like Le Pen, he deflects attention away from real problems, such as rising inequality, a carceral state, human rights violations, racial injustice and climate change, while demonizing and scapegoating marginalized people. Trump wants to join hands with those other right-wing leaders who want to build walls, beef up the security state and enable his white nationalist and white supremacist followers. His affinity for collaboration with Le Pen feeds his own narcissistic impulses, bigotry, hatred of Muslims and what Juan Cole calls «economic patriotism.»

At the same time, Trump’s disdain for human rights, the critical media and dissent has enamored him to Putin in Russia, Erdoğan in Turkey and el-Sisi in Egypt. These men are all ideological bedfellows of Trump who harbor a great deal of contempt for the rule of law, the courts and any other check on their power. Erdoğan, in particular, has not only imposed a state of emergency on his country and then later installed himself as a virtual dictator, but he has also purged and arrested dissidents in the critical media and in academia. After Erdoğan assumed dictatorial powers through what many believe was a rigged election, Trump congratulated him in a phone call. As Jennifer Williams and Zack Beauchamp have noted, el-Sisi, a brutal military dictator, «overthrew his country’s democratically elected president in a 2013 coup, killed more than 800 protesters in a single day, and has imprisoned tens of thousands of dissidents since he took power.» Williams and Beauchamp add that Trump’s response to his human rights violations and the turning of Egypt into a police state was to publicly announce that he was «very much behind President el-Sisi. He’s done a fantastic job in a difficult situation.» Trump has also offered to meet with Thailand prime minister, Prayuth Chan-ocha, a junta head who is responsible for jailing dissidents after he took power through a coup. He has also called one of the most brutal dictators in the world, North Korean leader Kim Jong-un, «a smart cookie.» Ironically, such praise comes at a time when Trump is threatening North Korea with a frightening and terrifying military confrontation.

In his endorsement, support and legitimation of a range of dictators and right-wing extremists, Trump has emulated a period in history of shameless complicity with the ideologies, policies and practices associated with fascism itself. Situating Trump within the historical legacy of collaboration with fascist states and leaders provides a new language for examining how far Trump might go in pushing authoritarian policies, and how historical memory can be used to prevent such practices from being normalized. Trump’s collaborationist endorsements offer insights into what the prelude to authoritarianism looks like in contemporary terms by enabling the public to understand how fascism can be normalized by escaping from history.

The politics of collaboration reminds us that the current crisis facing Americans is really about the crisis of memory, justice and democracy and not simply about Trump’s poor judgment or aberrant behavior. Historical memory, in this case, is a crucial referent for gaining insights into the violent forces and totalitarian forms emerging under the Trump regime. It also provides a referent for salvaging possibilities for individual and collective resistance against the evolving dynamics of an American-style fascism that poses a dire threat to democracy at home and abroad.

Source:

http://www.truth-out.org/news/item/40593-dancing-with-the-devil-trump-s-politics-of-fascist-collaboration

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España: CC OO insta al Ejecutivo regional a que apueste por la educación laica

España/Mayo de 2017/Fuente: Extremadura

CC OO de Extremadura ha instado al Ejecutivo regional a que haga una «apuesta decidida por la escuela laica» como respuesta a la «sorprendente decisión» del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura (TSJEx) de recuperar las horas de Religión en la enseñanza de Secundaria y Bachillerato en la región.

La Federación de enseñanza de CC OO insiste de nuevo en que siempre ha propugnado «no sólo una educación de calidad, gratuita, pluralista e igualitaria, gestionada democráticamente, sino también una educación científica y laica».

«No se puede concebir una escuela donde se integre una asignatura no científica, basada en creencias, y muchas veces teñidas de ideologías propias del pasado que llevan incluso a la segregación por género, separando las niñas de los niños, en centros en los que la religión es el eje central o único de sus idearios», indica CC OO en nota de prensa. Asimismo, el sindicato considera que tampoco se puede aceptar que una asignatura que «no responde a ninguna ciencia del conocimiento forme parte de la nota media» de los alumnos.

«CC OO exige nuevamente al Gobierno de Extremadura que cumpla con sus preceptos programáticos, que luche por esa escuela pública y laica», indica.

Postura de PIDE

El sindicato del profesorado PIDE ha mostrado su apoyo a la Junta en su decisión de interponer un recurso de reposición contra el auto del TSJEx que obliga a la Consejería de Educación a implantar el currículo anterior de ESO y Bachillerato, recuperando así las horas lectivas de Religión que han sido reducidas este curso.

Según el sindicato, el auto «persigue que la carga horaria de las asignaturas troncales sea reducida en favor de la Religión, ya que va en contra de la normativa vigente».

Fuente: http://www.hoy.es/extremadura/201705/13/insta-ejecutivo-regional-apueste-20170513002521-v.html

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