La FEU de Cuba y el 71: Otra anatomía que debe conocerse

Por: Nestor del Prado

El 20 de diciembre del presente año 2017 la FEU de Cuba arribará a su 95 aniversario, aunque como ya expliqué en un artículo anterior,  también cumple este 22 de mayo 46 años de estructurarse oficialmente como federación nacional. El presente artículo que estuvo pensado originalmente como referencia al libro “El 71, anatomía de una crisis”, vio demorada su publicación; y ahora también rinde homenaje a nuestra única FEU de Cuba, la de Mella, Trejo, José Antonio, Fidel y tantos héroes de la Patria.

El prestigioso investigador Jorge Fornet abordó exento de juicios de valor a exprofeso, una bastante bien documentada cronología de los acontecimientos que ocurrieron en el año 1971, aunque haya dado prioridad a los relacionados con el desarrollo de la actividad artística y literaria y su pensamiento político e ideológico asociado. No con el ánimo de polemizar sino de complementar la historia escribo este breve artículo que por razones obvias no abundará en toda su profundidad en lo ocurrido en aquel año en que se lograron verdaderas proezas. Como fui dirigente estudiantil en aquel año, me centraré en la vida universitaria, en que la FEU jugó un rol protagónico.

El año 1971 denominado “Año de la productividad”, se caracterizó por un proceso de democratización de la sociedad cubana, en particular en el fortalecimiento de las organizaciones de masas. La FEU recobró su independencia organizacional, ya que desde 1968 hasta 1970 estuvo fusionada con la UJC en la llamada UJC-FEU.

Entre enero y marzo de ese año se produjo el proceso de elecciones en las cuatro universidades del país (UH, UCLV,UO y Centro Universitario de Camagüey); y en mayo por primera vez queda orgánicamente constituida la  FEU de Cuba, con un Secretariado Nacional electo el 22 de mayo en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.

Cuando se realizó el primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, que precisamente el pasado 30 de abril cumplió 46 años de su clausura por Fidel, todavía no estaba fundada la FEU de Cuba y la participación fue de las cuatro federaciones ya citadas.

Por razones de espacio, la descripción de la otra anatomía de aquel año, la haré casi a manera de titulares.

  • El proceso de universalización de la Universidad, propició el acceso de miles de trabajadores a sus aulas, en que jugó un papel importante el movimiento de alumnos instructores Julio Antonio Mella, para dar clases a la gran masa de trabajadores que ingresaron en las universidades. Fue una solución revolucionaria al déficit de profesores universitarios.
  • La integración docencia-producción, en que la mayoría de las carreras universitarias se volcaron a los centros de producción y servicios afines. Se crearon las Filiales Universitarias en las Fábricas más importantes del país, y se consolidaron los Hospitales-Docentes, en que los alumnos a partir de tercer año recibían sus clases y ejercían labores asistenciales.
  • Se crearon las Brigadas de la FEU como eslabón principal de la organización. Su principal tarea fue la de la calidad en el estudio y la erradicación del fraude en los exámenes.
  • En abril de 1971 se realiza el Primer Pleno ampliado de la FEU de la UH, la apertura en el Aula Magna, con la presencia de Sarah Pascual, compañera de lucha de Mella. Las sesiones de trabajo de las comisiones y la clausura en la Escuela de Letras y Artes de la UH. Participaron como invitados los tres Presidentes de las restantes universidades. Guardo con celo un ejemplar (ojalá que no único) del suplemento de la Revista Alma Máter, más bien tirada especial, con los resultados de aquel histórico Pleno.
  • Reactivación de la actividad internacional de la FEU. Participación en la Unión Internacional de Estudiante (sede en Praga). Brigada universitaria que construyó el Parque José Martí en Santiago de Chile. Destacada participación de la FEU en el Primer encuentro de solidaridad con Vietnam, Laos y Camboya, realizado en Chile en agosto de 1971. Participación activa en la Brigada Venceremos de estudiantes norteamericanos principalmente. Preparación del V CLAE, que se realizó en Santiago de Chile en mayo de 1973.
  • Se revitalizó el movimiento deportivo universitario con la celebración de los juego Caribes, Tainos y Mambises, teniendo como colofón los Juegos Nacionales Universitarios
  • Igualmente se revitalizó el movimiento artístico de aficionados de la FEU, desde las escuelas, facultades y universidades, que culminaron en el Primer Festival de Aficionado de la FEU celebrado en Santiago de Cuba. Se rescató la carroza y comparsa de la FEU así como las elecciones de la estrella y los luceros de facultades y universidades.
  • Se produjo un movimiento de masas en la promoción del estudio de la historia de la FEU teniendo como motivación la conmemoración del Centenario del fusilamiento de los ocho estudiante de medicina, el 27 de noviembre de 1871. Miles de estudiantes universitarios se prepararon y realizaron conversatorios en centros de trabajo y unidades militares sobre la historia de la FEU. Se produjo un número especial de la Revista Alma Máter que recogió el devenir histórico desde Mella, José Antonio hasta la etapa 1972.
  • Se realizó el Primer Congreso Nacional Científico Estudiantil Universitario, en que participaron decenas de estudiantes con sus ponencias en todas las manifestaciones del quehacer científico. Ese congreso fue clausurado por el entonces Presidente de la República, el Dr. Osvaldo Dorticós Torrado.
  • Se produjo un fuerte movimiento de trabajo voluntario, tanto en la agricultura como en la industria, en los puertos, en la remodelación del estadio Latinoamericano, en las microbrigadas para la construcción e viviendas.
  • Se revitalizó la emulación socialista, se creó la distinción 27 de noviembre y se organizó la Avanzada Estudiantil homónima, que participó en el Acto Central realizado en el mausoleo de La Punta, luego de una masiva y combativa peregrinación desde la Escalinata, y que culminó con un histórico discurso del Dr. Carlos Rafael Rodríguez.

La universidad para los revolucionarios

Para no evadir responsabilidades desarrollaré esta última importante acción que es precisamente a la que el libro de Jorge Fornet en buena medida toma como foco.

El 26 de marzo luego de culminar el acto de recibimiento de la brigada juvenil José Martí, que construyó un parque con el nombre del apóstol en Santiago de Chile, llegó Fidel a la Plaza Cadenas. Preguntó por mí y me dijo que si yo pensaba que me había tocado un periodo fácil en la dirección de la FEU, a lo que le respondí que sabía que era difícil.

Fidel estuvo conversando con más de 300 estudiantes y profesores alrededor de  la pequeña escalinata del rectorado hasta pasada las 12 de la noche. Un tema principal fue el de las declaraciones del poeta Heberto Padilla.

Fidel nos dijo que debíamos garantizar que a la Universidad entrarán los revolucionarios, que no se trataba de que no entraran contrarrevolucionarios, sino que entraran revolucionarios, que los neutros eran claudicantes en potencia. Un periodista uruguayo-por cierto Tupamaro-, le preguntó si no estaba siendo muy severo con algunos intelectuales y Fidel le argumentó con firmeza sus apreciaciones; el periodista se desmayó y el Rector J.M. Miyar le pidió al Dr. Oscar García que lo atendiera. Pasada media hora Fidel se interesó por el periodista Martirena, ese era su apellido, y le informaron que ya estaba recuperado. Lo mando a buscar y conversó amistosamente con él, quien respondió que era el colmo de un periodista, venir a desmayarse en el evento periodístico más importante de su vida y le pidió autorización para publicar un reportaje de aquella visita en Prensa Latina, para la que trabajaba. Esa noche Fidel nos llevó a Castro Palomino-Primer Secretario del Comité Universitario de la UJC y a mí para su oficina en la Plaza de la Revolución y allí estuvimos conversando junto al comandante Ramiro Valdés por más de dos horas, sobre el proceso de universalización de la Universidad y de otros temas de suma importancia.

En una conversación amistosa con Jorge Fornet, le hice un comentario y dos preguntas sobre su libro. Le comenté que citar mi discurso del 20 de abril de 1971 en homenaje a los mártires de Humboldt 7, de manera parcial no era consecuente con su investigación histórica, que era una manera de manipulación de la opinión. Las pregunta fueron: que si decidió citarme por qué no intentó hablar conmigo antes; y la segunda fue si él sabía de la realización de la reunión de Jaimanitas, que se realizó el 4 de abril, varios días antes del Congreso de Educación que por decisión de sus participantes tuvo también el apellido de Cultura. Me respondió a la primera pregunta que no sabía si yo vivía y si estaba en Cuba; y de la segunda me dijo que no sabía de tal reunión. Tal vez en algún otro momento escriba mis vivencias de aquella reunión de Fidel con los dirigentes de las organizaciones sociales y de masas en Jaimanitas, en que hubo dirigentes de instituciones afines y varios intelectuales cubanos (Roa, Mendoza, Carlos Rafael, Alfredo Guevara, Miyar, Serguera,…) que expusieron sus ideas y criterios sobre la política cultural de la Revolución. Hubo un vivo debate.

Concluyo planteando que efectivamente se cometieron excesos en algunas decisiones y sus acciones correspondientes, que años después  fueron rectificadas. Entre las más connotadas estuvieron la batida contra los melenudos, la discriminación por preferencias sexuales y por creencias religiosas. También considero que hubo medidas drásticas con jóvenes escritores que la historia se encargó de reivindicar como genuinos revolucionarios y patriotas. Los simbolizo en Eduardo Heras León.

El 71 (1971) no ha de ser signado como un ataque a la cultura, ya que como reseñé y puedo profundizar se realizaron trascendentales y luminosos procesos y obras genuinamente revolucionarias y participativas, que también forman parte de la cultura.

Termino mis palabras con el legítimo orgullo de haber formado parte activa de la FEU, y de seguir llevándola en mi mente y en mi corazón.

Valoro la importancia de lo que la actual dirección de la FEU de Cuba viene impulsando en dos vertientes fundamentales: el diálogo franco y profundo con  y entre los estudiantes, y su participación extramuros en los cruciales procesos que la Revolución lleva adelante, en que la Unidad dentro de la Diversidad ha de ser factor clave del éxito.

Viva el 95 Aniversario de la FEU de Cuba.

Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2017/05/22/la-feu-de-cuba-y-el-71-otra-anatomia-que-debe-conocerse/#.WSdy47jau00

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Impactos del «fracking» en el sur de Argentina

América del Norte/Argentina/Marzo 2017/Ecoportal.net

«Quizás la parte más dolorosa porque afecta a mucha gente tiene que ver con la fruticultura. Muchos productores han vendido o rentado sus campos a las petroleras y se han ido de la ciudad».

s “petroleros”, como llaman los lugareños a las empresas norteamericanas Apache, Chevron y otras, llegaron en el año 2012 a la ciudad de Allen, ubicada a 1.120 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires con promesas de prosperidad y grandes ganancias. Sin embargo, en estos cinco años los efectos del Fracking han provocado una crisis social y ambiental.Visita de Uruguay Libre a la Provincia de Río Negro.

Dos integrantes del movimiento Uruguay Libre, Ana Filippini e Isabel Dominguez, invitadas por la organización internacional 350.org. visitaron comunidades de la Provincia de Rio Negro, al sur de la Argentina, afectadas por los impactos ambientales y sanitarios del Fracking, la explotación de hidrocarburos no convencionales con la técnica de fracturación hidráulica.

La ciudad de Allen es una de las ciudades medianas, de unos 26.000 habitantes, ubicadas dentro del Alto Valle del Rio Negro. Conocida como la Capital de la Pera, la fruticultura era una de sus actividades principales. El centro de la ciudad se ubica a 6 km al norte de la costa del río y muy próxima al borde de la meseta (conocida regionalmente como barda).

Uno de los principales problemas se ha generado por la gran cantidad de lodos tóxicos acumulados provenientes de las perforaciones. Los lodos son depositados en piletones en las mesetas altas, las bardas, y ya ha sucedido que las lluvias arrastran esos lodos hasta el valle. Las autoridades no tienen conciencia del grado de toxicidad de esos lodos e incluso han propuesto rellenar con ellos los pozos de las calles de la ciudad. El especialista Roberto Ochandio (1) asegura que hay muchas interrogantes para las cuales las autoridades no tienen respuesta aun. Entre otras, cuál es exactamente la composición química de esos desechos del Fracking, si están contaminados con elementos radioactivos, quien está a cargo del control, quien se hará cargo de los análisis de laboratorio necesarios para determinar la peligrosidad de los residuos y de la disposición final de los mismos. Con relación a los problemas de salud, los lugareños aseguran que se están produciendo más abortos espontáneos, que nacen más niños con malformaciones y hay más niños con asma. Ochandio asegura que esto es así dado que en Estados Unidos se llevaron a cabo estudios en zonas de Fracking donde se pudieron constatar los efectos que relata la gente de Allen. Muchos profesionales de la salud conocedores de esta situación han abandonado la ciudad, por lo que además existen problemas derivados de la falta de profesionales en los servicios asistenciales. Esto trae aparejado un malestar social, ya que la gente acusa a los profesionales de falta de ética por no realizar denuncias ni llevar estadísticas de los problemas nuevos de salud existentes en la ciudad. Hay problemas con el agua. Además de estar contaminado con hidrocarburos y metales pesados, el Rìo Negro, la fuente de agua más cercana a la ciudad de Allen, existen problemas de abastecimiento de agua potable a la población. En marzo de 2016 la Suprema Corte de Justicia de la Nación dictaminó que el agua de Allen contenía combustible y que no era potable. Hasta hubo que cerrar escuelas para que los niños no bebieran el agua que salía de las canillas, con olor a gasoil, aspecto aceitoso y con partículas similares a talco o ceniza.

Quizás la parte más dolorosa porque afecta a mucha gente tiene que ver con la fruticultura. Muchos productores han vendido o rentado sus campos a las petroleras y se han ido de la ciudad. Los que todavía producen tienen dificultades para vender su producción y el hecho de que el mercado haya sido invadido por manzanas chilenas con un sello que dice “Manzanas Chilenas Libres de Fracking” sólo empeora aún más la situación. Existen problemas con los pozos abandonados por las petroleras que no tienen ningún plan racional de cierre. Las filtraciones subterráneas de estos pozos han afectado los frutales y hay campos donde han muerto todos los árboles.El colmo de la extracción de gas es que las casas cercanas a los pozos, la mayoría resquebrajadas por las vibraciones, en el duro invierno que hasta el agua se congela, no tienen gas!

Muchas poblaciones de la Provincia de Rio Negro se encuentran movilizadas para lograr la prohibición del fracking. 37 ciudades en la provincia de Entre Rios, 70 municipios de Brasil, 5 departamentos de Uruguay, 3 estados de EUA, y 4 países europeos ya han prohibido el fracking. La visita de Uruguay Libre a la Provincia argentina de Río Negro nos proporcionó una evidencia más sobre los impactos negativos del fracking. En Uruguay tenemos un proyecto de ley de prohibición de Fracking a estudio en el Parlamento. Es imperioso que se apruebe lo antes posible.

 

Fuente:

http://www.ecoportal.net/Eco-Noticias/Impactos-del-fracking-en-el-sur-de-Argentina

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/HJWuvhdwMUAJ9TcgWLAHr3MiUMEsOW0VcTGC_8va4fH5KCLQqY6n1f7xsl96mBvp5aQD9A=s85

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Prólogo a “El último combate de Lenin”, de Moshé Lewin

Viento Sur

 

Traducción de Lluis Rabell

Cuando – hará de eso más de diez años – Moshe Lewin pronunció en París sus conferencias acerca de los últimos escritos de Lenin, sus oyentes le instaron a que escribiese un libro, una novela, una obra de teatro… De modo mucho más sencillo, Lewin optó por ceder la palabra al propio Lenin, en su último combate. Las breves líneas del célebre testamento eran ya conocidas; el diario de sus secretarias lo era mucho menos; sus otros artículos permanecían mal contextualizados. Para todo aquel que emergiese de la historiografía estalinista en la que el PCF, más que cualquier otro, seguía varado, este librito produjo el efecto de una revelación. El último combate de Lenin fue publicado por vez primera en 1967. Era el año en que la burocracia china, desbordada por la comuna obrera de Shangai, arriaba la bandera de la revolución cultural y emprendía el retorno al orden bajo la égida de la triple alianza. Era el año del asesinato del Che Guevara en Bolivia. El año de los bombardeos americanos sobre Hanoi. La huelga general de mayo del 68 y la primavera de Praga aún estaban gestándose. Los rumores acerca del Gulag tan sólo llegaban hasta los oídos atentos e informados. Acogido discretamente por la prensa del movimiento obrero, en una época en que el PCF renqueaba a paso de tortuga en su proceso de desestalinización y en que el maoísmo erigía nuevos mausoleos en honor de Stalin, este libro riguroso y lúcido se situaba al margen de las modas. En las antípodas de las nuevas filosofías de los años siguientes, se inscribía en la única vía de una lucha radical contra el estalinismo, sus raíces y sus prolongaciones: la vía de una crítica histórica, en la línea de Deutscher o Liebman. (1) A partir de un trabajo metódico sobre los documentos rusos, Moshe Lewin se hace invisible. La escena la ocupan exclusivamente Lenin, sus últimos meses patéticos, su energía desesperada, su voluntarismo – eso que Moshe Lewin llama su “elitismo”. Como si el fundador del bolchevismo viviese en el espacio de algunos días, sin tener tiempo para asimilarlo y domeñarlo, ese terrible futuro de una revolución que se le escapaba entre los dedos. Como si todo ello le matase de impotencia y de agotamiento. Fuerzas colosales se habían puesto en movimiento: las del asedio imperialista, las de una burguesía agraria que resurgía una y otra vez, las de una burocracia capilar que iba insinuándose en todos engranajes del aparato administrativo. No obstante, Lenin, hasta su último aliento, sigue apostando a favor de la consciencia de la vanguardia, a favor del partido de nuevo tipo estrictamente delimitado y seleccionado, distinto de la gran socialdemocracia alemana de antes de 1914. Ese partido bolchevique que, abriendo así una nueva era, supo tender un puente entre las tareas de la revolución antifeudal, “democrático-burguesa”, y las tareas de la revolución proletaria. Cuando el propio partido se revela contaminado por el virus burocrático, Lenin no renuncia a su propósito. Se dirige a la vanguardia de la vanguardia, a lo que de sano pueda aún subsistir en la dirección del partido. De ahí un subjetivismo paradójico tratándose de un marxista: Lenin consume sus últimos instantes de lucidez tratando de influir individualmente sobre las personas y corrigiendo sus anotaciones sobre los principales dirigentes. Sin embargo, no hay nada sorprendente en semejante proceder. El año 1923 certifica el fin de la crisis revolucionaria que, a lo largo de cinco años, ha sacudido toda Europa. Hasta entonces, la joven revolución rusa ha resistido, aferrada a la esperanza de una revolución victoriosa en Alemania, sin la cual su propio futuro resultaba teóricamente impensable. El fracaso del Octubre alemán despeja el camino para el futuro ascenso del nazismo y constituye el preludio de la derrota de la Oposición de izquierdas en Rusia. La burocracia teoriza ese aislamiento duradero y se dispone a encerrar la revolución en las fronteras del “socialismo en un solo país”. Esa trayectoria contradice, sin lugar a dudas, toda la historia y la educación del partido. Pero, tras la guerra civil, ¿qué es lo que permanece todavía en pié del partido y de sus relaciones con las masas? La mitad del proletariado industrial se ha esfumado. Así, por ejemplo, las fábricas Putilov apenas cuentan en 1922 con 6.000 obreros frente a los 30 o 40.000 que había en 1917. El Partido se ha integrado a las funciones del Estado. La supresión del derecho de tendencia y de fracción, adoptada en el X Congreso de marzo de 1921, no ha hecho más que acelerar esa asimilación funcional. La tradición del bolchevismo refluye pues hacia la cima del Partido. El enfrentamiento entre los hombres que encarnan esa tradición reviste entonces un alcance histórico. Simbólicamente, Lenin ha callado en la víspera de esa derrota, reducido para siempre al silencio, quebrado por la enfermedad, pero también por el bofetón que Ordjonikidze propina a un comunista georgiano para zanjar un debate o por el comportamiento brutal de Stalin hacia Krupskaia. Enfrentado a las fuerzas desbocadas de la historia, desde su lecho, Lenin propone a Trotsky un pacto para jugar una última baza contra la burocracia. Una siniestra ironía hace que Trotsky yaga convaleciente en otro lado del Kremlin. Lewin subraya la fuerza que todavía hubiese podido representar, en 1923, la alianza de las dos figuras más prestigiosas de Octubre. Correlativamente, estima que la agonía de Lenin contenía la semilla de la derrota de Trotsky. Quizás éste tuviese ya en aquel momento una sorda conciencia de ello… Pero lo que importa ante todo, a pesar y frente a las falsificaciones estalinistas, es la fidelidad fundamental de Trotsky respecto al último combate de Lenin. Fuese cual fuese su desenlace inmediato, ese combate era en efecto necesario. De él dependía que la esperanza suscitada por la primera revolución comunista no acabase confundiéndose con su caricatura reaccionaria. Ese combate permitía que la alternativa histórica permaneciese abierta de cara al futuro, que la historia que estaba escribiéndose bajo la fuerza de la evidencia burocrática pudiese ser desmentida en nombre de otra hipótesis estratégica. Una vez más “a contracorriente”: ¿acaso aquel puñado de internacionalistas agrupados en Zimmerwald no tuvo razón, en 1915, frente a la oleada de social-chovinismo que sumergió al movimiento obrero? ¿No prepararon ellos el renacimiento del internacionalismo? Para que la historia no perdiese todo su sentido ante los ojos de las futuras generaciones, para que pudiesen retomar el hilo de la continuidad, era necesario que una voz distinta a la oficial se hiciese oír. Que la primera en escucharse, ahogada, fuese la voz de Lenin no hace sino reforzar aquellas que, tras su muerte, se elevaron contra la teoría del socialismo en un solo país, contra la política suicida de la Internacional comunista en China (2), contra las locuras del “tercer período” que desarmaron al proletariado alemán frente al ascenso del nazismo, contra los procesos de Moscú y las purgas. Los mismos términos de su lucha – la cuestión del monopolio del comercio exterior, la problemática de las nacionalidades, la de la organización y del Estado – desembocan en los problemas fundamentales de nuestro tiempo tales como la caracterización de la URSS y de la burocracia en el poder o las relaciones (de oposición y no de filiación) entre leninismo y estalinismo.

En 1923, la práctica de la revolución iba por delante de su teoría. La complejidad de la economía de transición hace que el análisis se torne incómodo. Ese contexto de dificultades económicas y sociales, dos años después de Cronstadt y el cerco imperialista, constituye el terreno de la última batalla emprendida por Lenin. El libro de Moshe Lewin establece, sin ninguna ambigüedad, que toma resueltamente partido contra la burocracia, situándose en los orígenes de la Oposición de izquierdas. Pero ese compromiso no puede esquivar ciertas confusiones, que tendrán más adelante importantes consecuencias. En primer lugar, por cuanto se refiere a las relaciones entre el Partido y el Estado. Lúcidamente, Lenin constata que los soviets, “que eran por naturaleza los órganos del gobierno ejercido por los propios trabajadores, se han convertido en órganos de gobierno para los trabajadores en manos de la capa más avanzada del proletariado, pero ya no de la misma masa laboriosa”. A partir de ahí, en su último texto público, saca la conclusión lógica de una fusión pura y simple entre el Partido y las funciones estatales: “Tales son las grandes tareas con que sueño para nuestra Inspección obrera y campesina. He aquí porque proyecto para ella la fusión del organismo supremo del Partido con un simple comisariado del pueblo”. Siempre atrevido en la innovación, Lenin no distingue aquí demasiado entre la excepción y la regla. Tiende a disolver lo principal en lo circunstancial. Ese desliz resulta tanto más grave cuanto que los dos primeros congresos de la Internacional comunista, oponiendo radicalmente la dictadura del proletariado a la democracia parlamentaria, no habían reconocido claramente la soberanía de los órganos soviéticos en el ejercicio del poder. A partir del momento en que el Partido y el Estado pueden fusionar, la petición de principios a favor del pluripartidismo o de la libre confrontación de programas en el marco unitario de los consejos, los comités o los soviets, se convierte en gran medida en una demanda formal. Topamos de nuevo con la misma confusión entre la excepción y la regla cuando Lenin hace adoptar por el X Congreso la prohibición del derecho de tendencia y de fracción. Trotsky insistirá más tarde, en particular a través de La revolución traicionada, acerca del carácter excepcional de tales medidas. El argumento resultaría más convincente si las declaraciones de Lenin hubiesen sido explícitas al respecto. Pues, si bien define efectivamente como “excepcional” la posibilidad de que el comité central excluya a uno de sus miembros por una mayoría de dos tercios, se muestra mucho menos preciso en cuanto al derecho de tendencia y de fracción. El remedio imaginado durante el X Congreso atajaba mucho más los efectos que el mal. Basta con tener presente el uso que hicieron y siguen haciendo los estalinistas del referente de ese Congreso contra cualquier vida democrática organizada en sus partidos para medir el alcance del perjuicio. Hay que recordar sin embargo a descargo de Lenin que la suspensión de las fracciones no significaba para él ahogar los debates: el boletín de discusión permanecía abierto y la Oposición obrera, objeto de las medidas del X Congreso, pudo, cuatro meses más tarde, presentar y defender sus posiciones ante el III Congreso de la Internacional comunista. No deja de ser significativo, sin embargo, que en 1921 el ataque de Lenin se dirigiese simultáneamente contra el régimen de tendencias en el partido y contra la reivindicación, denostada como corporativista, de un “congreso de los productores”: la restricción de la democracia en el partido va de par con la restricción de la democracia obrera fuera del partido, bajo todas sus formas. Esas dos confusiones, cargadas de consecuencias, tienen que ver finalmente con el debate indirecto que había opuesto Lenin a Rosa Luxemburg en 1918 acerca de las condiciones de disolución de la Constituyente y la limitación de los derechos democráticos (libertad de reunión, de asociación, de prensa). Rosa no contestaba el recurso a determinadas medidas excepcionales, pero se esforzaba por circunscribir más escrupulosamente los límites de las mismas y alertaba sobre sus peligros: las restricciones a la democracia “obstruyen el manantial de donde hubiesen podido brotar los correctivos a las imperfecciones congénitas de las instituciones sociales”. En Lenin, la excepción mal definida resbala hacia la arbitrariedad. Lewin cita una carta a Kursky, fechada en mayo de 1922, en la que defiende la interpretación más amplia posible de la noción de “actuaciones contrarrevolucionarias”, asociando su definición a la amenaza de la “burguesía internacional”. Hoy sabemos todo aquello que Lenin no podía prever: hasta qué punto la arbitrariedad burocrática se apoderó de los procedimientos excepcionales. Arrastrados por la vorágine de una lucha sin cuartel, Lenin y Trotsky tendieron a veces a transformar la necesidad en virtud. Pero la sensibilidad escrupulosa que demuestra Lenin sobre la cuestión de las nacionalidades revela los límites que él mismo no hubiese tardado en asignar a las transgresiones de la norma. No se trata de dar aquí, a posteriori, lecciones de principios, sin tener en cuenta la situación concreta de aquellos años terribles, sino de comprender en qué medida ciertos errores de Lenin y de Trotsky pudieron contribuir a deseducar a los cuadros del Partido y a desarmarlos parcialmente frente al ascenso de la contrarrevolución burocrática.

“Si Lenin se encuentra en minoría en un debate que juzga primordial, busca la ayuda de Trotsky contra Stalin y otros dirigentes; a él se dirige cuando de algún modo se siente a la deriva…” Moshe Lewin no duda en defender esta tesis, difícilmente admitida apenas hace diez años por el marxismo universitario. Desarrollada a partir de una documentación rigurosa, ese análisis concuerda plenamente con el sentido de la historia. El principal obstáculo a la alianza antiburocrática que se esboza y se impone reside en las vacilaciones del propio Lenin: percibe y denuncia el “burocratismo” sin comprender aún plenamente la verdadera dimensión y la verdadera naturaleza de la burocracia. Razona en términos de deformaciones en el ejercicio del poder, pero no capta en toda su amplitud y su alcance la tendencia hacia la autonomía de ese cuerpo parásito. Esa vacilación guarda también relación con la sorpresa e incredulidad de Lenin ante la traición de la socialdemocracia alemana el 4 de agosto de 1914. Sobre la cuestión de la burocracia, Rosa Luxemburg se había mostrado más clarividente que Lenin, incluso si no había deducido todas las implicaciones organizativas que se reinaban de su propio análisis. El esbozo teórico acerca de la burocracia que figura en La quiebra de la II Internacional parece rudimentario en comparación con el célebre folleto que Rosa publicó bajo el seudónimo de “Junius”, La crisis de la socialdemocracia. Sin embargo, la actitud de Lenin frente a la burocracia plantea frontalmente el problema, hoy apasionadamente discutido, de su posición teórica respecto al Estado. En 1922-23, se encuentra al frente de un aparato de Estado que se sostiene sobre la punta de un alfiler. No se trata ya de la clase obrera masivamente movilizada, sino de su vanguardia. Un poder en equilibrio inestable, situado en el frágil punto de encuentro entre los intereses anticapitalistas de la clase obrera y los intereses antifeudales del campesinado. En las antípodas del economismo de que le acusan a la ligera algunos críticos tardíos del estalinismo (3), Lenin sabía, escribe Moshe Lewin, que, “en la situación en la que se encontraba su régimen, la política primaba sobre la economía, pero la idea de que esa preponderancia pudiese prolongarse duraderamente le intranquilizaba. No se resignaba a utilizar exclusivamente la palanca política que mucha gente considera hoy en día como el resorte más poderoso y decisivo”. Ahí llegamos a un nudo de contradicciones. Se ha convertido en una moda intelectual reprochar a Lenin su subestimación del problema del Estado. Muy al contrario, Lenin parte de la especificidad estructural de la revolución proletaria: una revolución en la cual la conquista del poder político no representa, como en el caso de la revolución burguesa, el coronamiento, sino la clave de la emancipación social y cultural de los explotados. No es casual que, como nos lo recuerda Lewin, Lenin feche la fase específicamente proletaria de la revolución rusa alternativamente el 5 de enero de 1918 (disolución de la Constituyente) o entorno a la movilización autónoma de los campesinos pobres (junio de 1918): en cualquier caso, tomando como referencia un acto político de toma de poder mucho más que tal o cual decreto sobre la colectivización de las tierras o de la industria. De ello resulta que la cuestión del Estado se plantea principalmente a sus ojos, desde el punto de vista del proletariado, a través de la cuestión del Partido que prepara conscientemente la conquista del poder, que establece un nexo entre las luchas parciales y ese objetivo final. Pero Lenin no extrae todas las conclusiones que se desprenderían de su enfoque. Tan solo una costosísima experiencia histórica nos permite hoy en día entreverlas. Si la revolución proletaria comienza con la conquista del poder político por una clase radicalmente desposeída, explotada y alienada, eso quiere decir que, durante todo un período, la partida decisiva se juega al nivel del ejercicio del poder y de sus mecanismos. Lenin sitúa de entrada la diferencia entre el capitalismo de Estado propiamente dicho y las nuevas relaciones sociales instauradas en Rusia al nivel de la naturaleza del poder político: “Nuestro capitalismo de Estado se distingue del otro capitalismo en el sentido literal del término en que nosotros tenemos entre las manos del Estado proletario, no sólo la tierra, sino las partes más importantes de la industria”. Esa definición no supone ninguna modificación cualitativa del proceso de trabajo. Lo que ha cambiado es la existencia de un Estado proletario. Pero, ¿quién responde precisamente del carácter de clase de ese Estado? No podemos contentarnos con invocar al respecto la estatización de los medios de producción. Eso sería entrar en un círculo vicioso. El Estado no es proletario porque nacionaliza, sino porque ha surgido de una revolución por medio de la cual la clase trabajadora ha roto la vieja maquinaria estatal burguesa y se ha amparado del poder político. De ahí la novedad y la importancia de la cuestión que entonces se plantea: si el proletariado se ha visto desposeído del poder político, ¿quién lo ejerce pues en su nombre? La estatización de la mayor parte del aparato productivo se produjo entre 1918 y 1921, mucho más deprisa de lo previsto, bajo la presión de la guerra civil. Con eso, resulta suficiente para modificar radicalmente las relaciones existentes entre el Estado y la sociedad civil. Incluso burocrática, la planificación que se deriva de semejante transformación colma la fractura que les separa, quebrando los mecanismos presuntamente naturales de la competencia. El Plan expresa el significado social y político de las opciones económicas. Si hay paro, ya no puede explicarse como una fatalidad irracional que resulta de las leyes ciegas del mercado. La prioridad otorgada a la industria pesada o a la producción de forraje, las atribuciones presupuestarias hallan directamente su traducción en términos de prioridades políticas y de alianzas sociales. El trabajador ya no se encuentra ante el Capital y la mercancía, erigiéndose ante él como fuerzas extrañas, sino, directamente, frente al Estado. Una sociedad en la que se ha restablecido la unidad orgánica de la sociedad civil y del Estado sólo puede funcionar según dos lógicas contradictorias. O bien la sociedad se hace Estado, y la simple cocinera, tal como imaginaba Lenin, puede empezar a dirigir. En ese caso, el Estado ya no es un Estado propiamente dicho: se socializa, empieza a debilitarse y a desvanecerse. Ese es el proyecto de El Estado y la revolución. O bien, por el contrario, es el Estado quien se ampara de la sociedad y la invade, la sociedad se estatiza, y el Estado, de acuerdo con la tesis estalinista, se fortalece en lugar de debilitarse. La extracción del excedente del trabajo no se opera a través de la punción de plusvalía que caracteriza la relación entre el asalariado y el capital, sino mediante el ejercicio de un constreñimiento directamente político. El terror se convierte en tal caso en un engranaje esencial del mecanismo social. Las diferentes instituciones, desde la justicia a la prensa, pasando por la familia o la escuela, ya no pretenden, como era el caso bajo la democracia burguesa, alimentar la ilusión de una autonomía y neutralidad de la esfera privada. Muy al contrario, aparecen entonces como entidades directamente funcionales y explícitamente regidas por criterios políticos. Para convencerse de ello, basta con leer los requisitorios de Vychinsky, los tratados de pedagogía oficial, o simplemente los motivos de internamiento psiquiátrico. Lenin no ignoró ni subestimó el problema del Estado. Pero lo planteó según los términos mistificadores de la herencia hegeliana: los de un Estado exterior a la sociedad civil que rige; cuando, en realidad, el Estado burgués, apoyándose en la división del trabajo, se hace omnipresente en el tejido social. No basta con romper la máquina de dominación para extirpar sus raíces. Precisamente en esa transición toma cuerpo el poder específico de la burocracia, capa parásita enquistada en el ejercicio del poder del que se nutre y a través del cual se perpetúa.

Lenin y Trotsky se oponen con firmeza a la naciente teoría del socialismo en un solo país, al mismo tiempo que son los principales defensores del monopolio del comercio exterior. Trotsky mostrará más adelante cómo ese monopolio permite a la economía soviética desconectarse de los flujos de acumulación internacional del capital, pero en absoluto edificar a puerta cerrada una economía “socialista”. Para Lenin, se trata ante todo de ganar tiempo, ofreciendo concesiones al campesinado a través de la NEP, pero impidiendo al mismo tiempo que ese campesinado se inserte en las leyes del mercado mundial. El significado del monopolio es pues plenamente político (de autodefensa) y no de racionalidad económica abstracta. La burocracia en formación se muestra dispuesta, por el contrario, a toda forma de compromiso que le permita salvaguardar su poder: a la abolición del monopolio del comercio exterior n 1922, al llamamiento a favor de masivas inversiones extranjeras en 1928 (4), y luego a la colectivización forzosa. Pero, más allá de todos esos zigzag, la burocracia no consiguió desembarazarse de las conquistas sociales de Octubre. Para lograrlo sería necesaria una auténtica contrarrevolución social en detrimento de una clase obrera que se ha reforzado considerablemente a lo largo de medio siglo. Lo que, en última instancia, distingue a la formación social soviética, sin atenuar por ello la crueldad del terror burocrático, es el hecho de que la fuerza de trabajo y los bienes de producción no tienen el estatuto de mercancías; la utilización de los recursos humanos y materiales se rige en función de un Plan y no a través del mercado; y, en tales condiciones, la intensidad del trabajo, impuesta por la coerción jerárquica y no por la ley de la competencia, es más débil que en los países capitalistas. Aunque la transición pueda resultar larga, el régimen burocrático sólo puede desembocar en esta alternativa: restauración capitalista o revolución política. Hasta ahora, las tendencias a la restauración han topado regularmente con la resistencia de la clase obrera ante el cuestionamiento de sus conquistas, así como con las divisiones sociopolíticas de la propia burocracia. La revolución política, de la que Trotsky trazó el programa en los años treinta, ha ido revelando sus formas embrionarias a través de los levantamientos de Berlín Este en 1953, de Polonia y Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968, otra vez de Polonia en 1969 y 1975. Cada vez que la clase obrera se ha movilizado contra un aumento de precios o contra la arbitrariedad burocrática, ha puesto a la orden del día las mismas exigencias: supresión de la policía política, libertad de reunión y de asociación, separación de los sindicatos y del Estado, libertad sindical y pluripartidismo, restablecimiento de los consejos. Por el contrario, nunca la restauración de la propiedad privada de los medios de producción ha aparecido como una reivindicación de masas. Hablar de revolución política no implica en modo alguno referirse a una “revolución suave”, una especie de democratización pacífica de las “superestructuras”. La propia revolución burguesa es una revolución política, en la medida en que se apoya sobre relaciones sociales previamente establecidas. No por ello dejó de ser radical y violenta, sobre todo en Francia. La lucha por el derrocamiento de la burocracia también lo será.

Manuel Azcarate, miembro del buró político y responsable de cuestiones internacionales del partido comunista español, declaraba recientemente en una entrevista: “Lo que hace falta es que los trabajadores lleguen a ser dueños de su propio futuro. ¿Cómo lo lograrán? ¿Con ese Partido que constituye un elemento del Estado? ¿Con ese Estado autoritario? No veo otra solución más que una revolución política a través de la cual los trabajadores empezarán a dirigir realmente los destinos de su país”. (5) El concepto de revolución política ha sido pues admitido. Pero la cuestión de su contenido permanece enteramente planteada. En efecto, puede tratarse de una fórmula vacía si no se traduce en actos y en un compromiso claro y preciso: Azcarate y los dirigentes de los partidos comunistas, ¿están dispuestos a apoyar las luchas contra la burocracia en la URSS y en los países del Este? No sólo las reivindicaciones democráticas de los intelectuales disidentes, sino las reivindicaciones sociales de los trabajadores, como las que plantearon los obreros polacos en 1975 o los mineros rumanos en 1977, y las demandas de los opositores comunistas como Rudolf Bahro, actualmente encarcelado en la RDA. ¿Están dispuestos a respetar desde ahora mismo en sus propios países, en España, en Francia y en cualquier lugar, los principios de la democracia socialista a través de la lucha por la soberanía de los órganos unitarios de lucha de que se dotan los trabajadores (asambleas, comités de huelga elegidos y revocables)? ¿A través del respeto hacia la democracia sindical sobre una base federativa? ¿Mediante el reconocimiento del pluralismo en el seno del movimiento obrero, lo que implica acabar con todas las exclusiones que pesan sobre organizaciones que se reclaman de la clase trabajadora? ¿O restableciendo el derecho de tendencia y de fracción en sus propios partidos? A partir de 1968, los partidos comunistas occidentales, sin romper por ello con la URSS, se han visto abocados a redefinir sus relaciones con los dirigentes del Kremlin: la subordinación directa en vigor durante la época del pacto entre Stalin y Laval, en tiempos del pacto germano-soviético o a lo largo de la guerra fría se ha transformado en una alianza conflictiva y negociada (6).Esas modificaciones abren un interrogante acerca de la propia naturaleza de la URSS y sobre la historia de sus relaciones con los partidos comunistas. La publicación en Francia de un libro colectivo de intelectuales del PCF, titulado La URSS y nosotros, se inscribe en ese movimiento de revisión. La obra se fija explícitamente el objetivo de elaborar una “concepción coherente de la URSS”. Sin embargo, la concepción anterior, la que prevaleció a lo largo de los años de apogeo del estalinismo, era una concepción perfectamente coherente. Ponerla ahora en tela de juicio no es algo que pueda hacerse a medias, mediante una política que sospese a cada paso el por y el contra, las ventajas y los inconvenientes, los progresos económicos realizados por un lado y los “perjuicios causados a las libertades” por otro. La puesta a prueba de una coherencia teórica reside en su implicación práctica. Y, tratándose de la URSS, esa implicación práctica consiste en definir la actitud fundamental frente a las reivindicaciones de los contestatarios y a las aspiraciones de la clase trabajadora. ¿Se trata de reconducir el Partido de Stalin y democratizar el Estado? ¿O bien se trata de la defensa de los derechos democráticos y las reivindicaciones proletarias, mediante el restablecimiento de la democracia de los consejos y los derechos de las nacionalidades, el reconocimiento de la libertad sindical y el derrocamiento de la opresión burocrática? Aquí llegamos a la frontera que separa el liberalismo pequeño-burgués de la continuidad del “último combate de Lenin”. Algunos toman sus distancias respecto al terror burocrático para rendir mejor homenaje a la “democracia burguesa”, cerrando obstinadamente los ojos sobre su decadencia y su reverso autoritario. Para otros, sin embargo, la democracia socialista es indivisible y significa más – y no menos – democracia que en los países capitalistas. Para éstos, la lucha por los derechos humanos, tanto si se encarna en la defensa de Grigorenko o de Soljenitsin, de Orlov o de Bahro, de Rostropovitch o de Biermann, no admite ningún regateo. Jean Ellenstein ha calificado los juicios contra Guinzburg, Orlov o Chtcharansky como los “casos Dreyfus” de nuestro tiempo. De acuerdo. A condición de recordar que, en su día, Zola y Jaurès necesitaron mucho tiempo y determinación para arrancar la rehabilitación de Dreyfus. Y a condición también de no abandonar a su suerte a los Dreyfus de ayer, los de los procesos de Moscú, los de los campos de Vorkuta y de Kolima. La lucha contra la burocracia pasa por el restablecimiento de la memoria y la continuidad histórica. El último combate de Lenin constituye, en ese sentido, un retorno a los orígenes.

6/9/1978

(1) Isaac Deutscher, Staline (Livre de poche), Trotsky (Julliard). Marcel Libman, Le léninisme sans Lénine (Seuil).

(2) Acerca de la revolución china de 1926-1927, ver Harold Isaacs, La tragédie de la révolution chinoise (Gallimard).

(3) Louis Althusser en Réponse à John Lewis (Maspero) ; Nicos Poulantzas en Fascisme et dictatures (Maspero) ; Charles Bettelheim en Les luttes de classe en U.R.S.S. (Seuil).

(4) Ver David Rousset, La société éclatée (Grasset).

(5) Entrevista publicada en la revista Viejo Topo (edición extraordinaria nº 2).

(6) Ernest Mandel, Critique de l’eurocommunisme (Maspero) y “L’Eurocommunisme”, número especial de la revista Recherches internationales, 88-89.

Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=114136
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https://lh3.googleusercontent.com/WisT2W5Iu5ezGZHGAkpxMEV3e2aiDbWRQNHETVIzL_B42WPJU-pRp1X5O_tLBZ68G5UDEko=s88
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