Distópica

Por: Marta Sanz. 

 

Al principio, fue una exageración que mutó en extrañeza, atontamiento, incredulidad. En la sensación, tan literaria, de vivir una distopía. La literatura duró poco o quizá persistió proporcionando un lugar para rescatar la alegría y resistir. El lobo —más literatura— enseñó las orejas. Suspensión, cancelación, aplazamiento. Tachones en el cuadernito contable. Al principio, más que el miedo a la enfermedad fue el miedo a no poder trabajar. La radical patología del capitalismo avanzado: la indefensión que se experimenta cuando intuyes que, si no te salvas tú, nadie lo va a hacer. Ahora, mientras corro a lo largo del pasillo de mi casa, me sitúo en otro escenario: tomo conciencia de la gravedad no de mi situación, sino de la de todo el mundo, confío en la responsabilidad colectiva y expreso mi apoyo a los trabajadores y trabajadoras de la salud. Especialmente, al colectivo de la sanidad pública, que lleva expuesto desde el principio, es vulnerable y sufre un agotamiento extremo.

Me interesan las lecturas que Morelli y David Trueba hacen de esta crisis sanitaria. Ahora, italianos, alemanas, españolas somos foco de contagio e infección. Somos ese virus extranjero, con el que Trump enladrilla racismo y xenofobia, y que debemos contener para no masacrar a quienes son endémicamente débiles: países sin infraestructura sanitaria, con hambruna, en guerra. El coronavirus nos obliga a pensar de un modo en que se hacen evidentes contradicciones de difícil resolución dialéctica: la deshumanización, que conlleva evitar la vida social, se palia con el vínculo blando de nuevas tecnologías hoy imprescindibles que, sin embargo, intensifican ciertas desigualdades y no pueden sustituir la fisicidad y la socialización fuerte, fundamentales para una educación integral —sobre todo, de la infancia—; el higienismo, objeto de burlas, se opone a un hedonismo que no podemos perder, pero que resulta obsceno cuando, en plena alerta sanitaria, nos vamos de vacaciones a nuestras segundas residencias; reajustamos la idea de lo leve y lo grave, lo prioritario; revisamos las nociones de autoexplotación y explotación laboral en un contexto en el que puntualmente el teletrabajo nos salva, aunque más adelante pueda exhibir el lado oscuro de la flexibilización e hiperconexión: la disponibilidad eterna y el deseo inducido de estar siempre disponible, la ansiedad por no estarlo; la libertad individual, simplificada en el “yo me tomo una cerveza cuando me sale de los cojones”, se sitúa frente al bien común y reinterpretamos solidaridad, egoísmo, empatía…

Repienso hasta que mi amiga Ángeles manda un audio y temo que, hoy, que el humor nos libra del ahogo, esta incitación no sea broma: “¡Cofrades, a la calle, que no va a pasar absolutamente nada, tenemos que ir a besapiés y besamanos, no os pongáis nerviosos, que nos quieren atacar, no temer nada, ahora, cofrades, a la calle!”. Entonces yo, que también espero que la piel, los abrazos y las librerías regresen, me planteo en qué consiste mi percepción distópica, recuerdo la España de charanga y pandereta, histeria colectiva, lágrimas de sangre, y me pregunto cómo vamos a frenar esta pandemia mientras echo de menos la racionalidad, el espíritu ilustrado y, pese a sus efectos privatizadores, la mismísima desamortización de Mendizábal.

Fuente del artículo: https://elpais.com/elpais/2020/03/13/opinion/1584120502_159516.html

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