América latina, más allá de la filosofía de la historia

América del Sur / Colombia/ Septiembre 2016/ Santiago Castro Goméz/http://www.ensayistas.org

«La historia, genealógicamente dirigida, no tiene
por meta encontrar las raíces de nuestra identidad,
sino, al contrario, empeñarse en disiparla»
M. Foucault

En un estudio reciente, el filósofo e historiador de las ideas José Luis Gómez-Martínez ha resaltado el lugar primordial que ocupa la figura de Ortega y Gasset en el desarrollo de la filosofía latinoamericana del siglo XX. Dos fueron, en opinión de Gómez-Martínez, las tesis del maestro español que se convirtieron en baluartes fundamentales para la reflexión latinoamericana: en primer lugar el circunstancialismo o teoría de las circunstancias, que postulaba la necesidad de asumir el propio contexto socio-cultural como problema filosófico; y en segundo lugar el generacionalismo o teoría de las generaciones, que pretendía ofrecer un modelo de análisis para explicar la evolución histórica. Estas dos tesis fueron sometidas a un desarrollo creador por sus discípulos José Gaos y Leopoldo Zea, quienes a través de una reinterpretación del pasado filosófico hispanoamericano colocarían las bases sobre las que se construiría el actual pensamiento de la liberación (Gómez-Martínez, 9-18

A continuación quisiera explorar la conexión que señala Gómez-Martínez entre las figuras de la «circunstancia», la «generación» y la «liberación». Mostraré de qué manera se inscriben estas figuras en la narrativa orteguiana, y la forma en que son resemantizadas posteriormente en el discurso de José Gaos. En un segundo momento, examinaré su tránsito hacia el registro «filosofía de la historia» en el pensamiento de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Finalmente, y aprovechando las posibilidades heurísticas que brinda el concepto foucaultiano de episteme, intentaré mostrar en qué tipo de red arqueológica se generan las tres figuras mencionadas, y cuáles son los mecanismos de exclusión a ellas vinculados. Mi propósito es examinar en qué consiste la «violencia epistémica» (G. Spivak) que lleva consigo el metarrelato de una «filosofía de la historia» aplicada al ámbito latinoamericano.

  1. La «razón histórica» en Ortega y Gaos

El punto de partida del historicismo orteguiano es su oposición a la fe en la razón objetiva, que dominó el panorama intelectual europeo desde el siglo XVII. A partir de Descartes, el hombre europeo creyó haber descubierto que el mundo posee una estructura racional coincidente con la forma más pura del intelecto humano, que es la razón matemática. Orgulloso de tal descubrimiento, el racionalismo proclamó el comienzo de una época en la que ya no existiría secreto alguno para los hombres. Bastaría con no dejarse obnubilar la mente por las pasiones y con usar serenamente la facultad universal del pensamiento, para que el sujeto pensante, independientemente de sus circunstancias históricas, pudiera tranquilamente hundirse en los fondos abisales del universo, seguro de extraer consigo la esencia última de la verdad (Ortega y Gasset 33-37). Pero, según Ortega, esta visión racionalista conllevaba en el fondo una renuncia total a la vida. Al poner su fe en las capacidades de un sujeto abstracto que se basta a sí mismo, el racionalismo se convirtió en una visión ahistórica, opuesta a todo lo espontáneo y natural de la existencia. Bajo la máscara de la objetividad y la verdad, el racionalismo dejó la propia vida humana sin cimientos y sin encaje profundo. Frente a los problemas más urgentes y subjetivos del hombre, la «razón pura», orientada hacia el análisis de estructuras objetivas, nada podía ni tenía que decir (Ortega y Gasset 46, 49). Pues, en opinión de Ortega, la «realidad radical», aquel ámbito al cual se refieren necesariamente todas las demás realidades, no es el cogito cartesiano sino la vida humana (63 ss).

En efecto, para el filósofo español la razón humana es siempre «razón práctica», pues se orienta a resolver problemas que afectan directamente la vida del sujeto que piensa. Vivir consiste fundamentalmente en tener que vérselas con el mundo que nos circunda, con lascircunstancias. Como la vida no está hecha, sino por hacer, el hombre tiene que elegir constantemente entre las posibilidades que el mundo le ofrece. Pero elegir significa pensar, y pensar es, a su vez, la capacidad de inventar proyectos que respondan satisfactoriamente a las dificultades impuestas por la circunstancia (Ortega y Gasset 66). El pensamiento funciona, entonces, como un órgano de comprensión de la realidad que le indica al hombre cuáles posibilidades le conviene más elegir y qué proyectos debe inventar, en orden a conservar y perpetuar su vida. Tales proyectos se articulan alrededor de lo que Ortega llama «creencias fundamentales», que son el repertorio de ideas básicas sobre las que el individuo y la sociedad fundamentan su existencia (29-32). Se trata de un conjunto de creencias de orden técnico, filosófico, moral o político, que no son derivadas a priori de una razón metahistórica, sino que emergen a posteriori como fruto de la relación dinámica entre el sujeto y su mundo. Es, por ello, una razón vital e histórica.

Para Ortega, la misión de esta «razón histórica» es diagnosticar el presente de la sociedad mediante una comprensión de lo que ella ha sidoen el pasado, con el fin de darle herramientas para la proyección de su futuro. «El hombre —escribe— es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como el vagabundo el hatillo de su haber… Las experiencias de vida estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado» (77). La comprensión del pasado es, entonces, la clave para la salvación del presente. Ya no es posible apelar más a ideales construidos a priori que le digan al hombre lo que debe o no debe hacer, sino que debemos mirar hacia lo único que tenemos, nuestra propia historia, para aprender a evitar los errores del pasado. Es necesario mirar qué tipo de creencias fundamentales hemos ido construyendo en el pasado y entender cuál ha sido la función de las ideas filosóficas en este proceso. Aquí, en la aclaración de la función social del pensamiento, radica justamente el papel de la razón histórica. «La idea —escribe Ortega en otro lugar— no tiene su auténtico contenido, su propio y preciso ‘sentido’, sino cumpliendo el papel activo o función para que fue pensada, y ese papel o función es lo que tiene de acción frente a una circunstancia. No hay, pues, ‘ideas eternas’. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función» (128).

En realidad, Ortega está convencido de que los cambios históricos obedecen a la debilitación o intensificación de las «creencias fundamentales» de una sociedad. Y si la vida social es sostenida por un repertorio de creencias, entonces es claro que los cambios históricos son influenciados directamente por aquel grupo de personas que se ocupan de elaborar y redefinir esas ideas: las élites intelectuales. Ellos son el verdadero motor de la historia, pues son los encargados de generar aquellas ideas que sustituyen los usos vigentes ya debilitados con el paso de los años. Al transformar el sistema vigente de creencias mediante el ejercisio crítico del pensamiento y la meditación filosófica, los intelectuales ejercen una misión salvífica en el seno de la colectividad.

Estas ideas de Ortega tuvieron gran aceptación en América Latina durante los años veinte y treinta, especialmente en la obra de pensadores como Haya de la Torre, Antenor Orrego y Samuel Ramos (Medin 46-72). Pero fue indudablemente José Gaos quien, desde su llegada a México en 1939, consolidó definitivamente esta recepción y señaló el camino por donde habría luego de marchar el pensamiento historicista de Roig y de Zea. De hecho, el mérito de Gaos consiste en haber «latinoamericanizado» la filosofía de Ortega, en especial la tesis de que los cambios históricos obedecen a la manera como, en un momento dado, se percibe intelectualmente la realidad circundante. Esto abría las puertas al entendimiento de la filosofía como «filosofía de las circunstancias», y consecuentemente, a la postulación de una filosofía auténticamente hispano-americana. Tal invitación a recuperar la circunstancia venía muy bien en una época de fuerte reivindicación autoctonista en México, donde la creación de una cultura nacional se encontraba bien arriba en el orden de las prioridades políticas (Gómez-Martínez 66-100, Villegas 145 ss.).

Recuperar filosóficamente la circunstancia significaba, de acuerdo al programa de Gaos, examinar cómo ciertas ideas se han convertido en agentes de transformación socio-política en la historia de América Latina. Tal programa podría entenderse, utilizando la terminología orteguiana, como el intento de aclarar por qué razón algunas ideas lograron imponerse en una determinada época como «creencias fundamentales», transformando la manera como la sociedad entera reacciona frente a ciertas circunstancias. Ello suponía necesariamente la elaboración de una «Historia de las ideas» que mostrara la forma en que el pensamiento se ha ido manifestando a diferentes niveles: sociológico, económico, religioso, estético, político. Lo que se buscaba era saltar al escenario de la historia para ver de qué manera los pensadores latinoamericanos habían dado cuenta de su propia circunstancia (Gómez-Martínez: 1991). El programa de una «filosofía latinoamericana» derivó así en la reconstrucción del pasado hecha desde una «sensibilidad vital» (Ortega) anclada firmemente en el presente. Para el filósofo hispano-mexicano, la reflexión histórica se convertía en una manera de salvarse a sí mismo, salvando también las circunstancias iberoamericanas en las que discurría su propia vida. Esto representaba naturalmente una ruptura con el paradigma universalista que concebía al filósofo como vocero de un pensamiento que se piensa a sí mismo, y a la filosofía como un saber desarraigado que nada tiene que ver con la «sensibilidad vital» de una cultura. Lo que Gaos consigue mostrar es que la filosofía no se articula solamente en ciertas circunstancias, sino que es siempre filosofía de esas circunstancias. La realidad histórica desde donde se filosofa determina no solo la forma como se piensa, sino también los contenidos del filosofar. Hablamos así de una filosofía griega, alemana, francesa, anglosajona, que se diferencian entre sí tanto por el talante en que se expresan, como por el tipo de problemas que atraen su interés.

Con estos argumentos, Gaos creía haber despejado el camino para elaborar una caracterología de la filosofía hispanoamericana, programa que inició en 1945 con la publicación de su libro Pensamiento de lengua española. Ahí expresó Gaos su convicción de que el talante específico del pensamiento hispanoamericano se halla vinculado a los procesos históricos de conformación de los estados nacionales, tanto en España como en América Latina. En lo referente a sus contenidos, se trata de un pensamiento que otorga prioridad a los temas socio-políticos, y de manera especial a la problemática de la identidad cultural. Esto se explica por el hecho de que, a raíz de la independencia política en el siglo XIX, las jóvenes naciones se inclinaron a definir su identidad frente al legado cultural recibido de España y, posteriormente, frente al tipo de cultura difundida por el imperialismo norteamericano (Gaos 37-44). No es extraño, entonces, que los pensadores latinoamericanos hayan adoptado siempre una actitud «inmanentista», ajena por completo a preocupaciones metafísicas, y orientada más bien a la meditación crítica sobre la propia circunstancia. En lo referente a la forma, se trata de un pensamiento estético y asistemático, que prefiere el ensayo, el artículo, la conferencia y el discurso como vehículos de expresión. Esto, según Gaos, debido a las características especiales de la lengua española, tan favorable a los registros poéticos y literarios (58-69). Definido en estos términos, el pensamiento hispanoamericano se halla plenamente incrustado en la tradición inmanentista y crítica de la modernidad occidental (Gaos 50-55); aquella que, siguiendo los postulados definidos por la ilustración, se propone tomar la «realidad radical», la vida del hombre concreto, como punto de partida del filosofar (Gaos 47 ss). Como veremos posteriormente, tal visión de la filosofía latinoamericana como un «pensamiento de salvación» tributario de la modernidad europea se encuentra en el centro mismo de la filosofía de la historia latinoamericana desarrollada por el mexicano Leopoldo Zea y por el argentino Arturo Andrés

. Zea, Roig y la filosofía de la historia latinoamericana

Antes de considerar los contenidos específicos de la filosofía de la historia en Zea y Roig, convendría examinar primero cuáles son loselementos formales que estos dos pensadores adoptan del concepto de «razón histórica» elaborado por Ortega y Gaos. Se trata, a nuestro juicio, de tres elementos centrales. El primero —y más importante de ellos— es la tesis de que los discursos tienen su origen en lasintenciones de un sujeto cognoscente. Tanto Ortega como Gaos consideran que las ideas son «respuestas» del sujeto viviente a los desafíos que le plantea la circunstancia. En caso de tratarse de un sujeto colectivo, tenemos entonces el concepto de «generación», que en Ortega se refiere a la actividad cognoscitiva de las élites intelectuales en un momento histórico determinado. En ambos pensadores, la vinculación de las ideas a las intenciones del sujeto encuentra su mejor expresión en el tema de la «salvación» de las circunstancias. El segundo elemento —derivado del anterior— es la tesis de que la historia se articula como un proceso continuo, dotado de una «lógica» inmanente a las relaciones sujeto-circunstancia, y que es, por tanto, susceptible de ser reconstruido a través del pensamiento. Ortega y Gaos piensan que las «creencias fundamentales» de una sociedad son como el hilo de Ariadna que le permite al filósofo reconstruir paso por paso, y sin dejar vacíos en el medio, el pasado histórico de esa sociedad. Lo que se ha pensado es fiel reflejo de lo que se ha hecho, por lo cual bastará con adentrarse en el mundo de los antecedentes cronológicos, las influencias intelectuales y las crisis ideológicas, para saber cuál ha sido la lógica del devenir histórico, e identificar la «sensibilidad vital» que informa a la sociedad en un momento dado. El tercer elemento —que se desprende de los dos anteriores— es la postulación del saber historiográfico como un instrumento de autopercepción. Para los dos filósofos españoles, mirar al pasado equivale a saber cómo hemos sido y, por ello, a reconocer los elementos que definen nuestra identidadcultural.

Es precisamente este motivo de la identidad cultural el que explica la gran recepción que gozó el historicismo de Ortega y Gaos en toda Latinoamérica. Pues lo que más atrajo a Zea, Ramos, Roig, Ardao y tantos otros, fue la desmitificación hecha por los dos filósofos españoles del pensamiento europeo, al ligarlo a circunstancias históricas concretas. La filosofía aparecía como un saber histórico y no como producto de una «razón pura» que trasciende las coordenadas del tiempo y el espacio, lo cual permitía la superación del servilismo acrítico que los filósofos latinoamericanos habían guardado tradicionalmente frente al pensamiento europeo. De este modo quedaba abierta la puerta para una reflexión filosófica sobre la propia historia y, consecuentemente, para la elaboración de una filosofía auténticamente universal. La misión de esa filosofía sería traer a la conciencia aquello que hace del latinoamericano un ser diferente del europeo, propiciando así una recuperación y valorización de su propia cultura.(1) Veamos primero cómo aparecen estos motivos en el pensamiento de Leopoldo Zea.

En el espíritu de Gaos y Ortega, el filósofo mexicano se propone realizar una interpretación filosófica de la historia latinoamericana que fuera capaz de colocar las bases ideológicas para una recuperación del pasado, así como para la formulación de un programa político orientado hacia el futuro. Para ello toma como hipótesis de trabajo dos premisas fundamentales. Una es el célebre dictum hegeliano de que la filosofía es la «época puesta en conceptos», en donde tanto «filosofía» como «época» son expresiones entendidas en el sentido definido por Gaos y Ortega: meditación sobre la propia circunstancia. La segunda premisa, también de corte hegeliano, es que la «salvación» de esa circunstancia es un movimiento de apropiación y cancelación (Aufhebung) que tiene lugar en la «conciencia» y se articula como una asimilación crítica del propio pasado, con el fin de no volverlo a repetir. Apoyado en estas dos premisas, Leopoldo Zea inicia una reconstrucción de la historia tendiente a descubrir —análogamente a lo realizado por Hegel en la Fenomenología del Espíritu— el tortuoso camino seguido por el pensamiento latinoamericano hacia la conciencia de su propia universalidad.(2)

Este camino se inició, según Zea, a mediados del siglo XVII con la generación de ilustrados criollos que se rebelaron frente al señorío del colonialismo español en sus territorios americanos (Zea, 1976: 65-66). Los ideales de la ilustración sirvieron entonces como instrumento para una primera «toma de conciencia» de la propia circunstancia. Este despertar del largo sueño colonial enseñó a los hispanoamericanos a conocer y amar su realidad natural y a sentirse hondamente ligados con ella. Aprendieron que la América española tenía una personalidad propia y que los problemas de esa circunstancia podían ser entendidos exclusivamente por sus propios hijos, los criollos. Se comenzó a pensar, entonces, en la autonomía política, pero la incomprensión de España obligó a la formulación de un «proyecto libertario» que desembocaría en el gran movimiento independentista. Pensadores como Bolívar, Miranda y Rodríguez formularon la utopía de la nación americana, la Gran Colombia que reuniría a todos los pueblos de origen hispánico e ibérico en una comunidad de hombres libres (Zea, 1987: 188 ss). Pero una vez lograda la independencia, se hicieron evidentes las limitaciones inherentes al primer momento dialéctico de la «conciencia americana». Los ilustrados criollos pensaron ingenuamente que bastaría con imitar las constituciones vigentes en Europa y los Estados Unidos para que las naciones hispanoamericanas alcanzaran milagrosamente la libertad. Pero esa libertad que prometían las arengas revolucionarias no parecía corresponder a la realidad de las jóvenes repúblicas, sumidas ahora en sangrientas y dolorosas guerras civiles. El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se tornó muy pronto en hondo pesimismo. A mediados del siglo XIX, había llegado ya la hora en que el pensamiento latinoamericano debía avanzar hacia un segundo momento de autoconciencia.

Descubrir cuál era el obstáculo que impedía a Hispanoamérica ingresar al camino de la libertad es la tarea que, de acuerdo a la narrativa de Zea, se impuso la generación que siguió a las guerras de independencia. Pensadores como Lastarria, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Samper y Bilbao, se dieron cuenta de que la libertad política no había sido acompañada por una «emancipación mental» con respecto al pasado colonial (Zea, 1976: 68 ss). Sin haber logrado la autonomía del intelecto, los hábitos mentales adquiridos durante la colonia seguirían acompañando al hombre latinoamericano, sin importar qué tan racionales e ilustradas fuesen sus constituciones políticas. Por eso, de lo que se trataba ahora era de formar un hombre nuevo, semejante al que había hecho posible una cultura como la europea o la estadounidense. Mediante una reforma de las instituciones políticas y educativas debería lograrse la completa desespañolización de la cultura. Había que redimir a Hispanoamérica de los hábitos y costumbres sembrados por España para inscribirla en el movimiento de la historia universal, en el flujo de todas las naciones hacia el reino de la libertad. Se empezó a hablar de la nación, pero no como si se tratara de un retorno a las raíces culturales del pasado, sino, todo lo contrario, como una tarea orientada hacia el futuro. La construcción de la nación debería fundarse solamente en los ideales a realizar, sin amarres directos con el pasado realizado. Su unidad no reposaba en una cultura ya decantada, sino en una cultura que estaba toda por hacer. Era necesario crear, como de la nada, una gramática, una literatura y una filosofía nacionales (Zea, 1976: 70). Y el instrumento ideológico para lograr este objetivo era el positivismo. Así lo entendió la generación que asumió la jefatura espiritual de Hispanoamérica hacia el último tercio del siglo XIX. Quienes enarbolaron esta doctrina trataron de realizar el «proyecto civilizador» esbozado por Sarmiento, Alberdi, Echeverría y todos los demás pensadores de la generación anterior: establecer el «orden» mediante una reforma de los hábitos y costumbres heredados de la colonia (Zea, 1976: 77; 1987: 244).

Pero —continúa el relato de Zea— no pasaría mucho tiempo antes de que comenzaran a revelarse las limitaciones de este segundo momento dialéctico de la conciencia americana. Las promesas de cambio mental, político y social anunciadas por el positivismo no se cumplieron en absoluto y la gran mayoría de la población se encontraba en una situación que en poco o nada se diferenciaba de la establecida durante la colonia. De otro lado, la burguesía emergente comenzaba a ser consciente de estar sujeta a la subordinación económica con respecto a una nueva potencia imperialista, los Estados Unidos, que encarnaba justamente aquellos valores exaltados por el positivismo. El «proyecto civilizador» fracasó, en opinión de Zea, por las mismas razones que había fracasado el «proyecto libertario»: ambos se habían empeñado en salvar las circunstancias, pero sin atreverse a asumir dialécticamente la herencia del pasado. Buscando asimilar los logros de la modernidad, los latinoamericanos del siglo XIX quisieron ser semejantes a Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Quisieron, en otras palabras, ser otros para llegar a ser sí mismos. Pero de esta paradoja se hizo consciente la generación que empezaba a tomar el relevo de la anterior hacia finales de siglo. Al reparar que el ingreso en la modernidad pasaba necesariamente por una recuperación de la propia historia, aquella generación puso en marcha el tercer momento de la conciencia latinoamericana en su recorrido hacia sí misma.

Este tercer momento, denominado por Zea el «proyecto asuntivo» —y que corresponde a la última figura de la tríada definida por Hegel en la Fenomenología—, es obra conjunta de tres generaciones. La primera de ellas está representada por pensadores como Martí, Rodó, Ugarte, Torres, Vasconcelos y García Calderón, entre otros muchos, quienes combatieron el positivismo de las generaciones anteriores tomando como punto de partida el espíritu latino de «Nuestra América» (Zea, 1976: 424 ss). Para todos estos pensadores, Latinoamérica debía volver los ojos hacia sí misma y buscar en ella no sólo la solución a sus problemas, sino el elemento que le permitiera incorporarse, sin complejo de inferioridad alguno, a una tarea de alcance universal. Este es el programa de Aufhebung que hizo suyo la generación posterior, la de pensadores como Arciniegas, Ramos, Orrego, Paz, Francovich, Martínez Estrada, Reyes, Ardao, Romero y Buharque de Holanda, quienes hacia la década del cuarenta se dieron a la tarea de «salvar» los valores no solo de la cultura latinoamericana en particular, sino de la civilización occidental en su totalidad, amenazados por los embates del fascismo en Europa (para su repercusión en Zea véase Gómez-Martínez 1995). Es así como, de acuerdo a la interpretación de Zea, tomó cuerpo un «nuevo humanismo» en la conciencia filosófica latinoamericana. No se trataba ya del humanismo ilustrado, que había convertido una manifestación concreta de lo humano, la de la cultura europea, en arquetipo universal frente al cual tenían que justificarse todos los pueblos de la tierra. La verdad tan penosamente alcanzada por la conciencia latinoamericana es que se es hombre únicamente al interior de una determinada circunstancia histórica, y en la medida en que las posibilidades ofrecidas por ésta son libremente utilizadas. Y esta verdad es el aporte más genuino de Latinoamérica al concierto de la cultura universal. Así lo entendieron también los pensadores de la generación que empieza a irrumpir hacia mediados de los años sesenta (Zea, 1976). Gentes como Fanon, Cesaire, Ribeiro, Gutiérrez, Salazar Bondy, Cardoso, Freire, Dussel, Roig, Miró Quesada y tantos otros pensadores de esta época, fueron conscientes de que la verdadera libertad humana es no solamente la del colonizado, sino también la del colonizador. Con ellos, el pensamiento latinoamericano consiguió elevarse finalmente —y después de recorrer un largo camino— hasta la esfera de la universalidad.

Como puede observarse, la recepción del circunstancialismo orteguiano está mediada en Leopoldo Zea por la filosofía de la historia de Hegel, a partir de la cual busca descubrir el camino de América Latina hacia su verdadera humanización. También este será el propósito de Arturo Roig, si bien aquí ya no es primeramente Hegel sino Kant —concretamente el Kant de los opúsculos tardíos— quien le permite al argentino organizar los materiales de la «historia de las ideas» en una filosofía latinoamericana de la historia.(3) Como se sabe, la filosofía de la historia no fue objeto de estudio sistemático por parte de Kant, sino que apareció diseminada en breves opúsculos que tienen su centro de gravedad en el concepto de «Razón práctica» desarrollado en la segunda crítica. En esos opúsculos, y principalmente en Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, Kant define su tarea como el intento de concebir una historia según la idea de la marcha que el mundo tendría que seguir para adecuarse a ciertos fines racionales. Es decir que el sentido de la historia no es para Kant una realidad que brote de la observación empírica de los hechos, sino un ideal orientador a priori que debería guiar la marcha de los sucesos humanos. La meta ideal de la historia no debe ser otra que la realización plena y absoluta de todas las potencias racionales del hombre, la humanización plena de la humanidad. No se trata de saber si esta humanización completa es posible o no, sino de actuar como si este supuesto, que tal vez nunca se realice, debiera, no obstante, realizarse. Se trata, entonces, de un imperativo moral.

Precisamente esta idea kantiana de localizar un hilo conductor de la historia latinoamericana a partir de principios a priori, será el punto de partida del pensamiento de Roig. Sólo que, para el filósofo argentino, estos principios no se encuentran anclados en las estructuras cognoscitivas de un sujeto ubicado más allá del tiempo y del espacio, sino en el devenir histórico de un sujeto empírico. Las luchas concretas libradas por ese sujeto para convertirse en autor de su propia historia, libre de todas las coerciones exteriores, se organizan, según Roig, en una normatividad fundamental llamada el «a priori antropológico» (Roig, 1981: 9-23). Estamos frente a un acto originario de autoafirmación a partir del cual un sujeto empírico se «pone a sí mismo como valioso», es decir, se constituye como sujeto. Pero no se trata, como en Descartes, de un proceso que se opera a nivel de la conciencia solipsista, ni tampoco, como en Kant, de un despliegue anclado en las disposiciones racionales de la «especie humana», sino de una lucha por el reconocimiento a nivel de la praxis social. En este punto es donde Roig echa mano del pensamiento de Hegel, concretamente de la famosa figura del amo y el esclavo diseñada por el filósofo alemán en la Fenomenología (Roig, 1981: 79 ss). El hombre se autoconstituye como sujeto —y, por tanto, se «humaniza»—, sólo en la medida en que se enfrenta directamente contra los poderes heterónomos, los que le imponen un dominio desde afuera. Y estos poderes se expresan sobre todo a nivel de las relaciones sociales, específicamente en el ámbito de las relaciones económicas de trabajo. «Ponerse a sí mismo como valioso» es ejercer un acto originario de rebeldía, en el cual el esclavo se niega a contemplarse a sí mismo bajo la mirada del amo, es decir, deja de verse como un medio, para empezar a valorarse como un fin (Roig, 1981: 50, 73, 79). Este acto fundamentalmente axiológico requiere, en un segundo momento, avanzar hacia una «toma de conciencia» de la propia situación dependiente, esto es, hacia la articulación de un pensamiento que haga posible desenmascarar los mecanismos ideológicos de la opresión. La autoconstituición del sujeto conlleva, entonces, una batalla por la des-alienación, por la transformación de todas aquellas estructuras sociales que impiden al hombre humanizarse. Batalla en la cual la filosofía, en tanto pensamiento crítico, jugará un papel fundamental.

Con estos elementos teóricos, Roig emprende una reconstrucción de la historia de las ideas latinoamericanas que le conducirá finalmente a la formulación de una filosofía de la historia. El propósito de esta filosofía puede reducirse a tres elementos centrales: primero, indicar en qué momentos de la historia se han dado procesos de autoconstitución de un «sujeto latinoamericano»; segundo, examinar el papel jugado por el «pensamiento» en todos estos procesos; y tercero, investigar cuáles son aquellas utopías decantadas en la tradición filosófica latinoamericana que pudieran servir como «ideales regulativos» para orientar la historia del continente según fines racionales. Veamos brevemente cómo desarrolla Roig estos tres aspectos fundamentales.

Al igual que en Zea, Gaos y Ortega, el leitmotiv de la filosofía de Roig es la idea de la «salvación de las circunstancias» mediante la «toma de conciencia» que un sujeto hace de su propia historia (Roig, 1981: 310).(4) Ya vimos cómo en Zea el conocimiento de las circunstancias es también una forma de autoconciencia, que en el caso latinoamericano ha pasado por tres etapas diferentes comenzando por el proyecto libertario de los criollos ilustrados en el siglo XVIII. Roig reconoce que ya antes de esta época se habían configurado subjetividades que se afirmaron como un «nosotros», frente a imperativos de fuerza que pretendieron someterlos. Pero coincide con Zea en que fueron los criollos los primeros que se identificaron como un «nosotros los americanos», inaugurando de este modo la autoafirmación del «sujeto latinoamericano». Aquí se empezó a operar el proceso de «transmutación axiológica» que caracteriza, según Roig, al momento dialéctico de la autoconciencia: el esclavo asume como propio el lenguaje del amo y lo pone a su servicio, cambiándole de signo valorativo (Roig, 1981: 51). La cultura española, que durante todo el período colonial había servido para oprimir a los habitantes de América, fue asimilada por los criollos y utilizada como arma para luchar contra el dominio de los españoles. El habla de dominación, que había servido para reducir a los criollos a la condición de medios, es utilizada por éstos como habla de liberación para valorarse a sí mismos como fines. Lo mismo ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando otros sujetos sociales empezaron a reivindicar la necesidad de un «discurso propio», anclado en la realidad americana. Fue la «generación argentina del 37», la del joven Alberdi, Sarmiento y Echeverría, quien pidió la elaboración de un discurso vinculado a una estructura axiológica que lo pudiera constituir como «palabra nuestra». No se trataba, según Roig, de crear una filosofía de la nada, sino de apropiarse del legado de la cultura europea, y especialmente del pensamiento francés, para construir un discurso de «nuestras cosas» (Roig, 1981: 284-312). Luego vino la «generación del 900» (Rodó, Ugarte), que reaccionó contra las agresiones del imperialismo estadounidense y reivindicó el «espíritu latino» propio de las naciones hispanoamericanas (Roig, 1981: 64, 69). En todos estos casos —afirma Roig— estamos frente a diferentes grupos sociales que, en un determinado momento de la historia, reconfiguraron axiológicamente el discurso del dominador para «ponerse a sí mismos como valiosos».

Claro que, por tratarse de un proceso dialéctico —nos dice Roig—, las afirmaciones de todos estos sujetos conllevaron un «ocultamiento» de otros sujetos. Así por ejemplo, los criollos ilustrados se pusieron a sí mismos como valiosos, pero a costa de los indios, los negros y los mestizos. Algo similar ocurrió con la generación argentina del 37 y con la generación arielista del 900. Tan sólo unos pocos pensadores, como Francisco Bilbao y José Martí, lograron formular un concepto más universal del «nosotros los latinoamericanos» (Roig, 1981: 32-37). No obstante, Roig piensa que esta universalidad se encontraba ya implícitamente contenida en todos los proyectos de autoafirmación, ya que el «a priori antropológico» demanda (como en el imperativo categórico de Kant) que ese «nosotros» incluya también a todos los demás sujetos latinoamericanos por el solo hecho de ser hombres. Por eso, aunque la enunciación del «nosotros» se dio, en los tres casos mencionados, desde diferentes horizontes de comprensión, había en ellos un elemento común: la postulación de América Latina como idea regulativa. La unidad política y moral de América Latina, aparece en todos ellos como un «deber-ser», como el interés conductor en función del cual transcurre nuestra historia (Roig, 1981: 19). Y fue Bolívar quien formuló con mayor precisión esta idea en la Carta de Jamaica, proyecto que sería recogido posteriormente por Alberdi, Bilbao, Martí, Rodó, Ugarte, Vasconcelos y otros tantos (Roig, 1981: 56-59, 70). América Latina convertida en fin en sí misma, y no en medio para lograr fines ajenos: esta es la idea regulativa que, de ser algún día realizada, deberá incorporar al continente en el «largo y doloroso proceso de humanización» por el que atraviesa toda la humanidad (Roig, 1981: 75, 50).

  1. Hacia una genealogía del «pensamiento latinoamericano»

Resulta fácil advertir que el historicismo filosófico de Zea y Roig expresa legítimamente el «malestar en la cultura» generado en Latinoamérica —y en todo el «tercer mundo» en general— por la experiencia periférica de la occidentalización. Ya en Ortega mismo, el pensamiento historicista es, ante todo, una señal de alarma frente a la crisis de la modernidad europea. Ortega era consciente de estar viviendo un momento histórico (comienzos del siglo XX, primera guerra mundial) en el que la sensibilidad europea daba un viraje radical con respecto a los ideales humanistas que habían sostenido a Occidente durante más de cuatro siglos. En esto, el filósofo español coincidía con pensadores como Nietzsche, Dilthey, Simmel, Weber y Heidegger, para quienes el racionalismo había dado a luz una maquinaria técnica, política y burocrática, que amenazaba con ahogar completamente la vida individual. Por su parte, Gaos entendió que este viraje histórico representaba la crisis definitiva de un discurso filosófico que, aunque asociado vitalmente a circunstancias específicas (la ilustración europea), insistía en presentarse a sí mismo como portador de un saber universal y necesario. Consecuentes con esta reacción, Leopoldo Zea y Arturo Roig se dan a la tarea de elaborar una crítica filosófica a la modernidad europea mediante una latinoamericanización de sus contenidos humanísticos. Al igual que en el drama de Shakespeare, donde el esclavo Calibán utiliza el lenguaje de su amo Próspero para maldecirle, los dos filósofos articulan su crítica en el mismo lenguaje filosófico de la modernidad —y concretamente, a través del registro «filosofía de la historia»—, para criticar a la modernidad misma y superar sus manifestaciones patológicas. Pero, —nos preguntamos— ¿qué pasaría si las «patologías» de la modernidad se encontrasen vinculadas justamente a ese tipo de lenguaje? ¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos «deshumanizantes» de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas? ¿En dónde quedarían las críticas de Roig y de Zea si lo que se considera el remedio para la enfermedad, fuese en realidad la causa de la enfermedad misma?

Tanto Ortega y Gaos como Roig y Zea organizan su filosofía sobre la base que sustenta todo el pensamiento de la modernidad europea: la idea del hombre como un ser dotado de capacidades susceptibles de ser racionalmente dirigidas, ora en el plano de la organización social y política, ora en el plano de la cultura. El hombre como «centro» de la realidad y como dueño absoluto de su propia historia. El hombre como «sujeto», es decir, como realidad fundamental que está «debajo» y garantiza la unidad de todos los procesos de cambio. El sujeto concebido humanísticamente como «autoconciencia», esto es, como sede y origen del lenguaje y el sentido. Así, por ejemplo, Ortega estaba convencido de que los cambios políticos y económicos son fenómenos de superficie, que dependen en realidad de las ideas y de las preferencias estéticas y morales predominantes. Esto le llevó a plantear la tesis —aceptada en su totalidad por Zea y Roig— de que la historia es un proceso anclado en la intencionalidad de sujetos agrupados generacionalmente. Ya no es el Espíritu absoluto de Hegel, ni el héroe solitario de Carlyle quienes funcionan como sujetos de la historia, sino el «nosotros» que se sabe perteneciente a una tradición y que adquiere conciencia de sí mismo a través de las élites intelectuales. La generación de los letrados se convierte así, como diría Ortega mismo, en el «gozne sobre el cual la historia ejecuta sus movimientos». Ellos, los letrados, tienen la misión —y la responsabilidad moral— de salvar la circunstancia mediante el pensamiento; de elaborar «proyectos» tendientes a humanizar su propio mundo.

No obstante, a finales del siglo XX han comenzado a elaborarse otro tipo de lecturas sobre la historia latinoamericana. Lecturas que en lugar de ver los discursos como reacciones vitales de un sujeto autónomo, los entienden más bien como fenómenos históricos sin relación alguna con la «naturaleza humana». Teóricos como Angel Rama y Walter Mignolo, para colocar sólo dos ejemplos, han creado narrativas en las que los discursos aparecen como reverberaciones que ya no se configuran al interior de las «conciencias», sino de marcos epistemológicos y relaciones de fuerzas que generan sus propias normas de verdad. Se crea, de este modo, un escenario en el que la letraha sido despojada de su misión salvífica, y en donde ya no queda lugar alguno para una «filosofía de la historia» en el estilo de Leopoldo Zea y Arturo Roig.

Concentrémonos, por el momento, en el soberbio enfoque genealógico del pensamiento latinoamericano que nos ofrece Angel Rama. La tesis central de Rama es que la letra ha funcionado tradicionalmente en las sociedades latinoamericanas como un instrumento de control. Ya desde la época colonial, pero especialmente a raíz de los procesos de urbanización iniciados en Latinoamérica desde finales del siglo XIX, se puso en marcha una dinámica social en la que los lenguajes simbólicos, y concretamente la escritura, empezaron a adquirir una existencia autónoma (Rama 32 ss). Se configuró una élite urbana de letrados, estrechamente vinculados con el poder político, cuya función era controlar la producción y circulación de las ideas en medio de una sociedad analfabeta. Abogados, escribanos, burócratas de la administración e intelectuales tomaron en sus manos el manejo de aquellos lenguajes simbólicos que legitimaban la institucionalidad del poder (ideales políticos, documentos, leyes, edictos, constituciones, etc.) (Rama 57). Se fue instaurando de este modo un profundo divorcio entre la «ciudad real», donde predomina la comunicación oral, y la «ciudad letrada» en donde lo único que vale es la palabra escrita (Rama 41). Los letrados —y en el caso que más nos interesa, los pensadores—, convertidos ahora en directores espirituales de la sociedad, asumieron la «misión» de producir ideologías y políticas culturales destinadas a reglamentar la vida pública. Modelos que, al absorber el mundo pluriforme de las identidades empíricas en los esquemas monolíticos de la escritura ilustrada, conllevaban de por sí una fuerte tendencia a la homogeneización de la vida colectiva.(5)

Como ya puede adivinarse, la lectura que hace Rama de la «conciencia latinoamericana» choca frontalmente con los metarrelatos creados por Arturo Roig y Leopoldo Zea. Tomemos, por ejemplo, el caso del siglo XIX, y concretamente el período de la llamada «emancipación mental», cuando, en opinión de ambos filósofos, pensadores como Alberdi, Bello, Echeverría, Bilbao y Lastarria habrían inaugurado el «para-sí» de la conciencia americana. Si seguimos la interpretación de Rama, lo que estos letrados hicieron no fue otra cosa que consolidar un tipo de legalidad tendiente a unificar racionalmente el tejido entero de la sociedad. Había que «construir la nación» y dotarla de una «identidad» perfectamente definida. Para ello se hacía imprescindible crear una «idiosincrasia» que debería ser reflejada fielmente por la lengua, la historia y la literatura. Nacieron así los proyectos de una reforma de la gramática española (Bello) y de una «historiografía nacional» —con su culto a los héroes y a las acciones patrióticas— que deberían ser institucionalizados a nivel de la escuela. Y, por supuesto, nació también el proyecto de una «filosofía americana» expresado en el famoso manifiesto de Alberdi. Estos proyectos no obedecieron a la necesidad de «salvar la circunstancia» (Gaos / Zea) ni de elevar al «sujeto americano» como «valioso en sí mismo» (Roig), sino de crear una sociedad que pudiera ser administrada desde instancias políticas claramente definidas, y en las que los letrados mismos tendrían participación activa. Una sociedad organizada sobre la idea moderna de la «nación», en donde no había lugar alguno para las «pequeñas historias», aquellas articuladas desde la oralidad y la diferencia. La pluralidad heterogénea de sujetos sociales debería quedar integrada en las «grandes Historias» creadas por los letrados y enseñadas en las escuelas. Desde la interpretación de Rama queda, entonces, mal parada la idea de una «conciencia latinoamericana» libre de las rapiñas, los disfraces y las astucias del poder. Pues lo que el pensador uruguayo muestra es, justamente, que el conocimiento de «lo propio» ha estado ligado siempre a la pasión de los letrados, a sus odios recíprocos, sus discusiones fanáticas y sus ambiciones políticas.

En Rama encontramos ciertamente una ruptura frente al paradigma moderno que atribuye a la «conciencia» la creación de nobles ideales humanísticos tendientes a «salvar las circunstancias». Detrás de los discursos latinoamericanistas ya no se ubica un «sujeto», entendido como origen de los mismos, sino un conjunto de relaciones de fuerzas, intereses de clase y luchas de poder, que «generan» tanto a los sujetos como a los discursos. Por eso, al mostrar las discontinuidades inherentes a la conciencia latinoamericanista, Rama dio un paso importante hacia una genealogía del pensamiento latinoamericano. Pues como bien lo afirma Foucault, «la genealogía no pretende remontar el tiempo para reestablecer una gran continuidad más allá de la dispersión del olvido… Nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. [Su tarea] es, al contrario,… localizar los accidentes, las mínimas desviaciones, los errores, las faltas de apreciación, los malos cálculos que han dado nacimiento a lo que existe y es válido para nosotros» (Foucault 1992: 27). Es decir que, en lugar de crear narrativamente una serie de continuidades que harían posible reconstruir la evolución del pensamiento latinoamericano, tal como nos propone Zea, la genealogía se ocupa de mostrar las rupturas, los vacíos, las fisuras y las líneas de fuga presentes en la historia. Y esto no lo hace impulsada por algún malvado placer destructivo, sino porque sospecha que es justamente ahí, en el espacio de las discontinuidades, donde se articulan las voces (que no los textos) de aquellos que habitan la «ciudad real» de la que nos habla Rama.(6)Detrás de las máscaras totalizantes del «sujeto latinoamericano» (Roig) y del «proyecto asuntivo» (Zea), elaboradas por la filosofía de la historia, se encuentran preocupaciones muchísimo menos heroicas y profanas: las de una multiplicidad de sujetos híbridos que elaboranestrategias orales de resistencia para transitar las contingencias del presente. Mostrar esos espacios de heterogeneidad es, por tanto, la tarea de la genealogía, en contraposición a los grandes metarrelatos elaborados por la filosofía latinoamericana de la historia.(7)

Pero este primer paso hacia la genealogía debe ser complementado con una reflexión que nos muestre en qué tipo de orden del saber se inscriben los discursos historicistas de la filosofía latinoamericana.(8) Si miramos la descripción que hace Foucault de la episteme moderna en su libro Las palabras y las cosas, nos daremos cuenta de que el registro «filosofía de la historia» pertenece al sistema de discursos científicos que logró imponerse en los medios académicos europeos a mediados del siglo XIX (Foucault 1984: 217 ss). En ese sistema de signos, el saber ya no podía desplegarse sobre el fondo unificado y unificador de la mathesis universalis, tal como había sucedido en laepisteme clásica, sino que requería necesariamente de un fundamento infundamentado que diese coherencia y unidad a los contenidos. Este fundamento será buscado, desde Kant, en las condiciones a priori del conocimiento establecidas por un sujeto capaz de darse representaciones objetivas de sí mismo. Aparece de este modo la figura de la reflexión, que en Hegel se convierte ya en el retorno histórico de la conciencia a sí misma para buscar allí los fundamentos últimos de su propia esencia. Retorno que atribuye al pensamiento una función liberadora, a la manera de una promesa que se va revelando lentamente a los hombres, y cuya concreción histórica tiene lugar en el ámbito de la política. El registro «filosofía de la historia» se comporta, entonces, como la representación que un sujeto preexistente hace de su devenir en la historia, y en la que ésta aparece como el lugar en donde se va cumpliendo poco a poco, a través de revoluciones y contrarrevoluciones, la promesa de su propia liberación. De este modo, la historia es narrada como un proceso dialéctico de autoconstitución de la «conciencia» mediante la reflexión crítica. A través de la crítica, el «sujeto de la historia» avanza hacia la configuración de nuevas formas de autoconciencia que recogen los contenidos de la época anterior y los asume en un movimiento de síntesis.

Foucault mismo ha señalado cuáles son los problemas del ordenamiento moderno del saber en general, y de la filosofía de la historia en particular. En un marco epistemológico en el que la verdad del conocimiento es sostenida por las representaciones de un sujeto único, resulta evidente que las «pequeñas historias» carecen de significación. Las reivindicaciones de sexo, raza, edad y condición social, o bien los simples avatares afectivos de los sujetos empíricos, son integrados en un espacio omnicomprensivo de carácter trascendental, en donde deberá buscarse el «sentido mayor» de nuestras vidas. La mirada se aparta de lo más próximo y se dirige hacia donde siempre quisieron mirar los letrados: hacia las formas más puras y abstractas, hacia los ideales más nobles, hacia los pensamientos más elevados. Allá, en esa lejanía, deberá buscarse el secreto del encadenamiento entre las palabras y las cosas. Conocerlo será la clave para saber quiénes somos, para descubrir nuestra «identidad», para romper las cadenas que nos atan a la «minoría de edad». Las diferencias son subsumidas de este modo en un orden discursivo que señala a cada uno su papel en el escenario de la historia y le prescribe metas a realizar.

Pues bien, precisamente a este orden discursivo pertenecen las narrativas historicistas de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Su «filosofía de la historia» funciona utilizando todos los motivos y figuras definidos por aquella red arqueológica del saber que Foucault llama la episteme moderna. Existe una «lógica» de la historia, un sujeto trascendental, unos ideales a priori, unas «objetivaciones» de la conciencia, y unos intelectuales críticos que descubren el secreto de «lo nuestro». Para Zea, la lógica de la historia es la yuxtaposición de proyectos a través de los cuales la «conciencia americana» ha logrado elevarse penosamente hasta el reconocimiento de sí misma. Las guerras de independencia en el siglo XIX, la revolución mexicana, los nacionalismos y populismos del siglo XX, las revoluciones en Cuba y Nicaragua, son vistos por él como «momentos» de lo que llama la «Dialéctica de la conciencia americana» (Zea 1976b). Todo ha sido un proceso histórico de aprendizaje, de «toma de conciencia» y de afirmación de lo «propio» frente a las injerencias del colonialismo; la lenta pero efectiva emergencia de un concepto más amplio y universal de humanidad. Pero de las víctimas humanas y del sufrimiento causado por este «aprendizaje», así como de las estructuras homogeneizantes que de él han resultado, nada nos dice el pensador mexicano. Tampoco nos explica por qué ciertos pensadores o corrientes ideológicas son seleccionados en su reconstrucción de la «historia de las ideas» latinoamericanas, mientras que otros son misteriosamente excluidos.(9) No es extraño: para la «filosofía de la historia», las palabras guardan siempre su sentido, los deseos su dirección y las ideas su lógica. En ella no queda lugar alguno para la disonancia, la hibridez y la discontinuidad.

Por su parte, Arturo Roig presenta la historia latinoamericana como un proyecto asentado en ideales regulativos de carácter antropológico y que tiene, por ello, unas metas específicas: la realización de una «América para nosotros», tal como la pensó Bolívar. El deber serkantiano se mezcla con la dialéctica histórica de Hegel para construir un metarrelato en el que la utopía bolivariana juega como eje central sobre el que se ordena toda la historia del pensamiento latinoamericano. Nada se dice de los mecanismos de exclusión que acompañaron el surgimiento de esa utopía, como tampoco de la existencia de otro tipo de representaciones utópicas, quizás menos fáusticas y diferenciadas, pero que también cumplen una función autovalorativa. La «unidad moral y política» de América Latina es el gran imperativo humanístico al que deberán someterse todas las fuerzas sociales del continente. Y el ámbito burocratizado, corrupto y autorreferencial de la gran política —¿cuál otro podría realizar semejantes metas?— es presentado como el lugar donde se cumplirá la promesa de liberación. Al igual que Kant, y en concordancia con los ideales de la modernidad, Roig parece estar convencido de que el problema político es el problema crucial de la especie humana, ya que de su resolución dependen la felicidad y la «paz perpetua». La aproximación lenta pero segura hacia una «liga de naciones» kantiana —en donde la unidad latinoamericana sería tan sólo un momento previo y necesario—, adquiere las características de un imperativo moral.

Al activar el registro moderno de la «filosofía de la historia», los dos pensadores latinoamericanos reproducen un tipo de discurso que le señala un curso normativo a la vida y a la historia. Un discurso que, además, otorga a los letrados el papel de legisladores e intérpretes de esa vida y de esa historia. La oralidad de la «ciudad real», en donde priman los accidentes, las rupturas y las desviaciones, es «fijada» en los discursos de la «ciudad letrada», que acentúan las unidades, las continuidades y las totalizaciones. Quizás podríamos hablar, con Foucault, de una «historia efectiva» que se contrapone al mito de la «filosofía de la historia». Mientras que ésta aparece como una totalidad en la que la economía, la sociedad y la cultura se encuentran engarzadas «dialécticamente», como si entre ellas existiese una especie de «armonía preestablecida», aquella se presenta como el ámbito propio de la diferencia. O, como bien lo dice Foucault:

«La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia: nada en el hombre es lo suficientemente fijo como para comprender a los demás hombres y reconocerse en ellos… Saber, incluso en el orden histórico, no significa «reconocer» y mucho menos «reconocernos». La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser» (Foucault 1992: 46-47).

Notas

  1. José Luis Gómez-Martínez describe esta idea como el «proyecto fundamental» de la filosofía latinoamericana. cf. Pensamiento de la liberación., pp. 107-201.
  2. La lectura que haré de Zea se basa fundamentalmente en su libro El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976.
  3. El estudio de la presencia de Kant en pensadores como Roig, Hinkelammert y el último Dussel, es un capítulo que, por desgracia, permanece todavía inédito en la historiografía filosófica latinoamericana.
  4. Roig se apartará, sin embargo, del circunstancialismo de Ortega por considerarle una posición «no dialéctica». cf. id., «La Historia de las ideas cinco lustros después», en: id., Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá, USTA, 1993, pp. 63-64.
  5. Por supuesto no todos los «letrados» del siglo XIX y hasta mediados del XX pueden ser leídos desde este esquema. El mismo Rama menciona el caso de Simón Rodríguez como un intelectual alejado de la tentación del poder y cercano, por ello, a los afanes más profanos de la «ciudad real». cf. Ibid., pp. 62-67.
  6. La genealogía no pretende en ningún momento «representar» esas voces. Todo lo contrario, ella busca excavar bajo el suelo de aquellos discursos que sí han pretendido hablar en nombre del «pueblo» y mostrar cuales son las capas heterogéneas sobre las que se construyen.
  7. Sobre este problema, véase: R. Salazar Ramos, «Los grandes meta-relatos en la interpretación de la historia latinoamericana», enReflexión histórica en América Latina. Ponencias VII Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, Santafé de Bogota, Universidad Santo Tomás, 1993, pp. 63-108.
  8. Este tema lo he desarrollado ampliamente en mi tesis de maestría Die Philosophie der Kalibane. Das Projekt zur «Überwindung Hegels» in der lateinamerikanischen Geschichts-philosophie, Universidad de Tubinga (Alemania), Facultad de Filosofía, 1996. Aquí presento un resumen muy esquemático de algunos argumentos allí trabajados.

No han pensado acaso las mujeres —para quedarnos sólo con el ejemplo más evidente— durante los últimos quinientos años en América Latina? Pero atrapada en los cánones panópticos de la episteme moderna, la filosofía de Zea es incapaz de ver otro pensamiento distinto al de los «letrados»

Bibliografía de obras citadas

  • Foucault, M. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos, 1992.
  • Foucault, M. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Barcelona: Planeta-Agostini, 1984.
  • Gaos, José. Pensamiento de lengua española. En Obras Completas. Tomo VI, pp. 31-328. México: UNAM, 1990.
  • Gómez-Martínez, José Luis. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega y Gasset en Iberoamérica. Madrid: Ediciones EGE, 1995.
  • Gómez-Martínez, José Luis. «Una influencia decisiva: El legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.» Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-86.
  • Medin, Tzvi. Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana. México: F.C.E., 1994.
  • Ortega y Gasset, José. «La historia como sistema». En Historia como sistema y otros ensayos filosóficos. Madrid: Sarpe, 1984, pp. 29-95.
  • Rama, Angel. La ciudad letrada: Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
  • Roig, Arturo Andrés. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: F.C.E., 1981.
  • Roig, Arturo Andrés. Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá: USTA, 1993.
  • Villegas, Abelardo. El pensamiento mexicano en el siglo XX. México: F.C.E., 1993.
  • Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. Barcelona: Ariel, 1976.
  • Zea, Leopoldo. Dialéctica de la conciencia americana. México: Alianza Editorial, 1976b.

Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. México: F.C.E., 1987

Fuente:

http://www.ensayistas.org/critica/generales/castro4.htm

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/0SN6Was0qf-1zajqh0-KDBAzpny3pwedMIWYTCkkPBmIg4Gl3dLWha5uZKC-lsq62rdO7qI=s85

 

Comparte este contenido: