La educación es de todos

Por: Santiago Gómez. 

 

La importancia que debe tener la educación para soportar la reconciliación de este país debe continuar siendo el centro de lo público. Las banderas de una educación para la tolerancia deben ondear durante lo que queda de este gobierno.

Lo aprobado para el sector educativo dentro del Plan de Desarrollo está armonizado con lo establecido en el Plan Decenal de Educación 2016-2026. En parte, reconoce tareas que habían quedado pendientes de los gobiernos anteriores, pero adicionalmente impone al Estado asumir retos de no poca monta para continuar dando un salto cualitativo importante.

En primera infancia se brindará atención a través de estrategias graduales de inclusión al sistema a 2 millones de niños y niñas, aumentando la cobertura en ese rango de edad a 68%. Adicionalmente, el gobierno plantea atender para 2022 un total de 1.8 millones de estudiantes en Jornada Única y se pretende reducir en 17% la brecha en cobertura urbana-rural. El Plan materializa la apuesta por Generación E, que destina recursos para fortalecer 61 instituciones de educación superior del sector público y genera nuevas oportunidades de acceso a 336.000 jóvenes.

También el Plan establece que el Estado asumirá retos estructurales como la revisión del Sistema General de Participaciones –SGP- que debió haber sido reformado en 2016, lo que implicaría un aumento significativo en los recursos para el sector educativo, creando una comisión de alto nivel que debe empezar a deliberar este segundo semestre del año; la reforma del ICETEX, en su gobernanza y su estructura financiera; la creación también de una Unidad Administrativa de Alimentación Escolar para fortalecer los esquemas de financiación, ampliar la cobertura, promover la transparencia y la calidad en la prestación de dicho servicio a los escolares y finalmente, la reforma del Fondo de Infraestructura lo que implicará 7.065 nuevas aulas funcionales y 5.606 que se entregarían en 2022.

El de Educación es el Ministerio que ha demostrado mayores logros durante el primer año de gobierno de Duque y además ha sido quizás el que ha enfrentado los retos más importantes desde el 7 de agosto pasado. La importancia que debe tener la educación para soportar la reconciliación de este país debe continuar siendo el centro de lo público. Las banderas de una educación para la tolerancia deben ondear durante lo que queda de este gobierno.

Fuente del artículo: https://www.vanguardia.com/opinion/columnistas/santiago-gomez/la-educacion-es-de-todos-GC1235008

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Michel foucault y la colonialidad del poder Santigago Castro Gomez

América del Sur/Colombia/Septiembre 2016/Santiago Castro Gómez/http://www.scielo.org.co/

Resumen

Al contrario de gran parte de los planteamientos asociadas a corrientes de los estudios postcoloniales y a algunas vertientes del enfoque de la modernidad/colonialidad, en este artículo se argumenta la relevancia una teoría heterárquica del poder inspirada en las Lecciones del College de France menos conocidas de Foucault para comprender las articulaciones en diferentes planos del sistema mundo moderno colonial. Palabras clave: estudios postcoloniales, teoría heterárquica del poder, colonialidad, sistema mundo, Foucault

castro

Uno de los temas más importantes y discutidos de la teoría social contemporánea durante las últimas décadas ha sido la relación entre modernidad y colonialidad. Las teorías poscoloniales en el mundo anglosajón han contribuido mucho a mostrar la complicidad entre el proyecto científico, económico y político de la modernidad europea con las relaciones coloniales de poder establecidas desde el siglo XVI y los imaginarios sociales allí generados. Los Estados Unidos y América Latina tambien han producido importantes reflexiones sobre este tema, alimentadas de tradiciones intelectuales diferentes a las asumidas por los Postcolonial Studies (me refiero aquí a la red de investigación modernidad/colonialidad). Por último hay que mencionar las contribuciones hechas desde la perspectiva del Análisis del sistema-mundo desarrollado por Immanuel Wallerstein

El objetivo de este artículo es cuestionar la influencia metodológica que en estas propuestas ha tenido lo que llamamos una representación jerárquica del poder. Me refiero con ello a la idea según la cual el poder colonial es una «estructura de larga duración» que se encuentra alojada en el corazón mismo de la economíamundo capitalista desde hace 500 años, y cuya lógica macro se reproduce en otros ámbitos de la vida social. Como pueden ver, hablamos de la influencia del marxismo y del estructuralismo en su forma de concebir el funcionamiento del poder. Argumentaremos que la dificultad de esa representación jerárquica recae en su incapacidad de pensar la independencia relativa de lo local frente a los imperativos del sistema (sobre todo en aquellos ámbitos que tienen que ver con la producción autónoma de la subjetividad).

Mi tesis será que en sus Lecciones del College de France, particularmente en Defender la sociedad (1975-76), Seguridad, Territorio, Población (1977-78) y El nacimiento de la biopolítica (1978-79), Foucault desarrolla una teoría heterárquica del poder que puede servir como contrapunto para mostrar en qué tipo de problemas caen las teorías jerárquicas desde las que se ha pensado el tema de la colonialidad. De hecho, y aunque – como digo – no es un tema central de estas lecciones, mi estrategia será rastrear el modo en que Foucault entiende allí el problema de la colonialidad y tratar de establecer una relación con su teoría heterárquica del poder. Para ello primero examinaré la relación entre racismo y biopolítica, para seguir con un análisis del modo en que Foucault entiende el funcionamiento de regímenes globales de poder. Finalmente, haré unas precisiones en torno al concepto de heterarquía y mostraré su utilidad epistemológica y heurística.

1. Biopolítica y racismo: dejar morir a las malas razas

Consideremos primero un texto proveniente de las lecciones que Foucault dictó en el College de France durante el curso de 1975-1976, y que fueron publicadas bajo el título Defender la sociedad. Nos concentraremos en la clase del día 17 de marzo de 1976, cuando Foucault disertaba sobre una tecnología de poder surgida durante la segunda mitad del siglo XVIII que denomina la biopolítica. Su tesis es que, a diferencia de lo que ocurría en la sociedades medievales europeas, el «arte de gobernar» hacia finales del siglo XVIII ya no consistía en «hacer morir y dejar vivir», sino en «hacer vivir y dejar morir». Esto quiere decir que la autoridad del soberano ya no se definía tanto por su capacidad de quitar o perdonar la vida de los súbditos que transgredían la ley, infringiendo castigos violentos en sus cuerpos, por el contrario, ahora se definía por su capacidad de producir la vida de sus súbditos, es decir, de generar unas condiciones sociales para que los cuerpos pudieran convertirse en herramientas de trabajo al servicio del reino. La biopolítica es, entonces, una tecnología de gobierno que intenta regular procesos vitales de la población tales como natalidad, fecundidad, longevidad, enfermedad, mortalidad, y que procura optimizar unas condiciones (sanitarias, económicas, urbanas, laborales, familiares, policiales, etc.) que permitan a las personas tener una vida productiva al servicio del capital.

Foucault intenta pensar cómo la biopolítica buscaba favorecer la emergencia de un tipo deseado de población (como prototipo de normalidad) a contraluz y mediante la exclusión violenta de su «otredad».3 La biopolítica declara como «enemigos»

de la sociedad a todas aquellas razas que no se ajusten a la norma poblacional deseada. En otras palabras, la biopolítica es una tecnología de gobierno que «hace vivir» a aquellos grupos poblacionales que mejor se adaptan al perfil de producción necesitado por el Estado capitalista y en cambio, «deja morir» a los que no sirven para fomentar el trabajo productivo, el desarrollo económico y la modernización. Frente al peligro inminente que representan estos enemigos, la sociedad debe «defenderse» y para ello está justamente la biopolítica.

En este contexto, Foucault introduce la siguiente reflexión:

El racismo va a desarrollarse, en primer lugar, con la colonización, es decir, con el genocidio colonizador; cuando haya que matar gente, matar poblaciones, matar civilizaciones […]. Destruir no solamente al adversario político, sino a la población rival, esa especie de peligro biológico que representan para la raza que somos, quienes están frente a nosotros […]. Podemos decir que lo mismo con respecto a la criminalidad. Si ésta se pensó en términos de racismo, fue igualmente a partir del momento en que, en un mecanismo de biopoder, se plantó la necesidad de dar muerte o apartar a un criminal. Lo mismo vale para la locura y las diversas anomalías. En líneas generales, creo que el racismo atiende a la función de muerte en la economía del biopoder, de acuerdo con el principio de que la muerte de los otros significa el fortalecimiento biológico de uno mismo en tanto miembro de una raza o población (Foucault, 2001:232-233).

Muchas cosas vienen a la mente cuando uno lee este texto. La primera es de orden conceptual y tiene que ver con la relación que Foucault establece entre racismo y colonialismo. Parece claro que en las Lecciones de 1976-1976 Foucault no se interesa tanto por el racismo ejercido por los Estados imperiales hacia fuera, como por el racismo de los Estados europeos hacia adentro, es decir al interior de las fronteras europeas.

La pregunta es: ¿por quiénes y contra quiénes se ejerció este racismo intraeuropeo? Responder este interrogante demanda una lectura atenta de los argumentos ofrecidos por Foucault en su clase del 21 de enero de 1976, incluida en el ya mencionado libro Defender la sociedad. Allí, Foucault aclara que su propósito es hacer una genealogía del modo en que aparece en Europa un discurso que presenta a la sociedad dividida en dos poblaciones irreconciliables y en guerra permanente.

El texto considerado pone en claro que para Foucault el racismo moderno no es un discurso que nace con la experiencia colonial europea y luego se difumina por otros ámbitos de la vida social adentro y afuera de Europa. La razón para esta tesis antidifusionista es que el racismo es una formación discursiva que se vincula con diversos contextos de guerra social y circula por diferentes cadenas de poder. Foucault examina varias de estas cadenas y contextos. Analiza, por ejemplo, las querellas revolucionarias del siglo XVII cuando la clase burguesa en Inglaterra pretende deslegitimar la autoridad del rey, con el argumento de que su soberanía se funda en la invasión de la raza de los normandos en el siglo 11 y su dominio despótico sobre la raza nativa de los sajones, de los cuales supuestamente desciende la burguesía. La lucha de clases (aristocracia vs. burguesía) es presentada por los revolucionarios ingleses como una guerra de razas. También examina el modo en que el discurso racista se integra estructuralmente a la biopolítica del Estado moderno europeo a finales del siglo XVIII y es utilizado para el mejoramiento de la vitalidad y capacidad productiva de la población, la cual requiere que las poblaciones biológicamente incapaces sean sistemáticamente eliminadas. Por último, Foucault considera el caso del nazismo a mediados del siglo XX, que es la muestra más clara del modo en que el viejo derecho soberano de destruir la vida se junta sin contradicciones con la nueva biopolítica moderna que busca producir la vida.

2. El nacimiento de la idea de «Europa»

Consideremos ahora un texto contenido en las Lecciones tituladas Seguridad, territorio, Población, dictadas por Michel Foucault en su curso de 1977-1978 en el College de France. Recordemos brevemente que el propósito de estas lecciones era desarrollar el concepto de gubernamentalidad, trazando su genealogía desde el pastoreado

cristiano de la edad media hasta la biopolítica estatal de los siglos XVIII y XIX. La tesis central de Foucault es que las técnicas de gobierno sobre la conducta humana que aparecieron de la mano del poder pastoral, se transforman con la modernidad en una tecnología de gobierno y regulación sobre las poblaciones. Pasaríamos así, de la ratio pastoralis a la ratio gubernatoria, de tal modo que las promesas de «salvación» y «seguridad» dispensadas antes por la Iglesia cristiana, son retomadas ahora por el Estado moderno en clave biopolítica. Mediante la creación de una serie de «dispositivos de seguridad», el Estado procura ejercer ahora control racional sobre las epidemias, las hambrunas, la guerra, el desempleo, la inflación y todo aquello que pueda amenazar el bienestar de la población.

3. La colonialidad del poder: ¿jerarquía o heterarquía?

En las dos secciones anteriores hemos rastreado el modo en que Foucault aborda el problema del colonialismo, a la luz de una teoría del poder que plantea la existencia de diferentes cadenas que operan en distintos niveles de generalidad. He llamado heterárquica a esta teoría del poder, contraponiéndola a las teorías jerárquicas desde las cuales se ha pensado tradicionalmente el tema de la colonialidad. Pero antes de entrar a reflexionar sobre estos dos conceptos, heterarquía y jerarquía, quisiera despejar primero un interrogante que aunque parezca banal, para algunos puede ser importante: ¿es la analítica foucaultiana del poder una metodología eurocéntrica? Mi respuesta sería que sí, en consideración a sus contenidos, pero no en consideración a su forma. En primer lugar, y como queda claro en los textos arriba considerados, Foucault entiende el colonialismo como un fenómeno derivado de la formación de los estados nacionales al interior de Europa. Esto significa, paradójicamente, que el colonialismo es un fenómeno intraeuropeo. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, para Foucault solo puede hablarse de colonialismo, en sentido estricto, desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, es decir, cuando se consolida plenamente la hegemonía de algunos estados nacionales en Europa (Francia, Inglaterra y en menor medida Alemania).

Es por eso que el racismo es visto por Foucault como una tecnología de poder que acompaña la consolidación de la burguesía imperial y los nacionalismos europeos durante el siglo XIX, tal como lo muestran Hannah Arendt (en el tercer tomo de Los orígenes del totalitarismo) y, sobre todo, Ann Laura Stoler en su estudio titulado Race and the education of Desire (Stoler, 1995). Allende a esto, en Foucault se aprecia la tendencia manifiesta de pensar el sistema interestatal y la idea concomitante de «Europa» desde una perspectiva intraeuropea. De hecho, Foucault parece creer que las tecnologías de poder que operan en los distintos niveles de generalidad (micro, meso y macro) fueron generadas en Europa y posteriormente se extendieron hacia el resto del mundo.

Lo que hace Foucault, como ya vimos, es mirar el modo en que el racismo opera en distintos niveles y en diferentes coyunturas estratégicas. Una cosa es el racismo de la burguesía inglesa en el siglo XVII, otro el de la aristocracia francesa del XVIII, otro el de la biopolítica estatal que se impone en el siglo XIX, y otro muy distinto el de los nazis hacia mediados del siglo XX. No existe él racismo ni existe tampoco la lógica del racismo. Lo que hay son diferentes lógicas de poder, que aparecen en diferentes coyunturas históricas y que en algún momento pueden llegar a «enredarse» temporalmente, sin que ello signifique que haya una «subsunción real» de unas en la lógica dominante de las otras. Por eso, la tesis de que el racismo es un fenómeno que se origina en el siglo XVI con el surgimiento de la economíamundo y que esa misma lógica se reproduce luego en todas las diferentes formas de racismo hasta el día de hoy, es el argumento típico de una teoría jerárquica del poder. Por el contrario, desde una teoría heterárquica diríamos que hay muchas formas de racismo y que no todas ellas son conmensurables; a veces se cruzan formando entramados complejos (sobre todo cuando se cruzan con otro tipo de relaciones también diferentes entre sí como las de género, clase y sexualidad), pero que muchas otras veces operan de forma independiente.

Otro ejemplo que puede servir para ilustrar la diferencia entre una teoría jerárquica y una teoría heterárquica del poder es el de la historicidad de los diferentes regímenes. El Análisis del sistema-mundo plantea que los regímenes globales de poder son «estructuras de larga duración», tomando este concepto del historiador francés Ferdinand Braudel, quien hacia mediados del siglo pasado reveló la importancia de pensar el cambio histórico desde una perspectiva macroscópica y no, como tradicionalmente han hecho los historiadores, desde una perspectiva microscópica que privilegia los períodos cortos de tiempo. Wallerstein toma este argumento de Braudel para mostrar que los cambios de un régimen histórico de poder como el sistema-mundo son de larga duración y no pueden explicarse sino en términos de «tendencias seculares».

Epílogo Las heterarquías son estructuras complejas en las cuales no existe un nivel básico que gobierna sobre los demás, sino que todos los niveles ejercen algún grado de influencia mutua en diferentes aspectos particulares y atendiendo a coyunturas históricas específicas.

En una heterarquía, la integración de los elementos disfuncionales al sistema jamás es completa, como en la jerarquía, sino únicamente parcial. Lo cual significa que el grado de control ejercido por el nivel global sobre los niveles más locales, aunque tiende a ser jerárquico, nunca es absoluto y, en el mejor de los casos, se mantiene estable sólo a través de la violencia (política, social, económica y epistémica)18

Una de las grandes contradicciones en las que se cae cuando pensamos la colonialidad desde una teoría jerárquica del poder es que se le otorga al sistemamundo una gran cantidad de poderes mágicos, invistiéndolo así de un carácter sagrado. De hecho la palabra griega de la que proviene nuestro vocablo «jerarquía» significa «autoridad sagrada» y es precisamente eso lo que hacemos cuando pensamos el sistema-mundo moderno/colonial como una jerarquía: terminamos sacralizándolo, pensándolo como poder constituido y no como potencia de ser otra cosa. Por eso, quizás la mejor enseñanza que brindó Michel Foucault a la teoría poscolonial haya sido exponer que los análisis molares, si bien necesarios, corren el peligro de terminar en una suerte de «platonismo metodológico» al ignorar los microagenciamientos que se dan a nivel del cuerpo y los afectos, privilegiando en cambio, las «tendencias seculares» y los cambios de «larga duración».19

A este tipo de agenciamiento molecular, que conlleva la creación de un habitus poscolonial y poscapitalista, quisiera llamarlo la decolonialidad del Ser, pero este es un tema que seguramente tendré oportunidad de abordar en otra ocasión.

Bibliografía

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Fuente:

http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1794-24892007000100008

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Ciencias sociales, violencia epistémica y el problema de la invención del otro Santiago Castro Gómez

 

América del Sur/ Colombia/Septiembre 2016/Santiago Castro Gómez/http://www.clacso.org.ar/

Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR, de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá.

Durante las últimas dos décadas del siglo XX, la filosofía posmoderna y los estudios culturales se constituyeron en importantes corrientes teóricas que, adentro y afuera de los recintos académicos, impulsaron una fuerte crítica a las patologías de la occidentalización. A pesar de todas sus diferencias, las dos corrientes coinciden en señalar que tales patologías se deben al carácter dualista y excluyente que asumen las relaciones modernas de poder. La modernidad es una máquina generadora de alteridades que, en nombre de la razón y el humanismo, excluye de su imaginario la hibridez, la multiplicidad, la ambigüedad y la contingencia de las formas de vida concretas. La crisis actual de la modernidad es vista por la filosofía posmoderna y los estudios culturales como la gran oportunidad histórica para la emergencia de esas diferencias largamente reprimidas.

A continuación mostraré que el anunciado «fin» de la modernidad implica ciertamente la crisis de un dispositivo de poder que construía al «otro» mediante una lógica binaria que reprimía las diferencias. Con todo, quisiera defender la tesis de que esta crisis no conlleva el debilitamiento de la estructura mundial al interior de la cual operaba tal dispositivo. Lo que aquí denominaré el «fin de la modernidad» es tan solo la crisis de una configuración histórica del poder en el marco del sistema-mundo capitalista, que sin embargo ha tomado otras formas en tiempos de globalización, sin que ello implique la desaparición de ese mismo sistema-mundo. Argumentaré que la actual reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre la producción de las diferencias y que, por tanto, la afirmación celebratoria de éstas, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo. Defenderé la tesis de que el desafío actual para una teoría crítica de la sociedad es, precisamente, mostrar en qué consiste la crisis del proyecto moderno y cuáles son las nuevas configuraciones del poder global en lo que Lyotard ha denominado la «condición posmoderna».

Mi estrategia consistirá primero en interrogar el significado de lo que Habermas ha llamado el «proyecto de la modernidad», buscando mostrar la génesis de dos fenómenos sociales estrechamente relacionados: la formación de los estados nacionales y la consolidación del colonialismo. Aquí pondré el acento en el papel jugado por el conocimiento científico-técnico, y en particular por el conocimiento brindado por las ciencias sociales, en la consolidación de estos fenómenos. Posteriormente mostraré que el «fin de la modernidad» no puede ser entendido como el resultado de la explosión de los marcos normativos en donde este proyecto jugaba taxonómicamente, sino como una nueva configuración de las relaciones mundiales de poder, esta vez ya no basada en la represión sino en la producción de las diferencias. Finalizaré con una breve reflexión sobre el papel de una teoría crítica de la sociedad en tiempos de globalización.

1. El proyecto de la gubernamentabilidad

¿Qué queremos decir cuando hablamos del «proyecto de la modernidad»? En primer lugar, y de manera general, nos referimos al intento fáustico de someter la vida entera al control absoluto del hombre bajo la guía segura del conocimiento. El filósofo alemán Hans Blumemberg ha mostrado que este proyecto demandaba, a nivel conceptual, elevar al hombre al rango de principio ordenador de todas las cosas2. Ya no es la voluntad inescrutable de Dios quien decide sobre los acontecimientos de la vida individual y social, sino que es el hombre mismo quien, sirviéndose de la razón, es capaz de descifrar las leyes inherentes a la naturaleza para colocarlas a su servicio. Esta rehabilitación del hombre viene de la mano con la idea del dominio sobre la naturaleza mediante la ciencia y la técnica, cuyo verdadero profeta fue Bacon. De hecho, la naturaleza es presentada por Bacon como el gran «adversario» del hombre, como el enemigo al que hay que vencer para domesticar las contingencias de la vida y establecer el Regnum hominis sobre la tierra3. Y la mejor táctica para ganar esta guerra es conocer el interior del enemigo, oscultar sus secretos más íntimos, para luego, con sus propias armas, someterlo a la voluntad humana. El papel de la razón científico-técnica es precisamente acceder a los secretos más ocultos y remotos de la naturaleza con el fin de obligarla a obedecer nuestros imperativos de control. La inseguridad ontológica sólo podrá ser eliminada en la medida en que se aumenten los mecanismos de control sobre las fuerzas mágicas o misteriosas de la naturaleza y sobre todo aquello que no podemos reducir a la calculabilidad. Max Weber habló en este sentido de la racionalización de occidente como un proceso de «desencantamiento» del mundo.

Quisiera mostrar que cuando hablamos de la modernidad como «proyecto» nos estamos refiriendo también, y principalmente, a la existencia de una instancia central a partir de la cual son dispensados y coordinados los mecanismos de control sobre el mundo natural y social. Esa instancia central es el Estado, garante de la organización racional de la vida humana. «Organización racional» significa, en este contexto, que los procesos de desencantamiento y desmagicalización del mundo a los que se refieren Weber y Blumemberg empiezan a quedar reglamentados por la acción directriz del Estado. El Estado es entendido como la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar una «síntesis», esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos. Para ello se requiere la aplicación estricta de «criterios racionales» que permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo. Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa de ella para «dirigir» racionalmente las actividades de los ciudadanos, de acuerdo a criterios establecidos científicamente de antemano.

El filósofo social norteamericano Immanuel Wallerstein ha mostrado cómo las ciencias sociales se convirtieron en una pieza fundamental para este proyecto de organización y control de la vida humana4. El nacimiento de las ciencias sociales no es un fenómeno aditivo a los marcos de organización política definidos por el Estado-nación, sino constitutivo de los mismos. Era necesario generar una plataforma de observación científica sobre el mundo social que se quería gobernar5. Sin el concurso de las ciencias sociales, el Estado moderno no se hallaría en la capacidad de ejercer control sobre la vida de las personas, definir metas colectivas a largo y a corto plazo, ni de construir y asignar a los ciudadanos una «identidad» cultural6. No solo la reestructuración de la economía de acuerdo a las nuevas exigencias del capitalismo internacional, sino también la redefinición de la legitimidad política, e incluso la identificación del carácter y los valores peculiares de cada nación, demandaban una representación científicamente avalada sobre el modo en que «funcionaba» la realidad social. Solamente sobre la base de esta información era posible realizar y ejecutar programas gubernamentales.
Las taxonomías elaboradas por las ciencias sociales no se limitaban, entonces, a la elaboración de un sistema abstracto de reglas llamado «ciencia» – como ideológicamente pensaban los padres fundadores de la sociología -, sino que tenían consecuencias prácticas en la medida en que eran capaces de legitimar las políticas regulativas del Estado. La matriz práctica que dará origen al surgimiento de las ciencias sociales es la necesidad de «ajustar» la vida de los hombres al aparato de producción. Todas las políticas y las instituciones estatales (la escuela, las constituciones, el derecho, los hospitales, las cárceles, etc.) vendrán definidas por el imperativo jurídico de la «modernización», es decir, por la necesidad de disciplinar las pasiones y orientarlas hacia el beneficio de la colectividad a través del trabajo. De lo que se trataba era de ligar a todos los ciudadanos al proceso de producción mediante el sometimiento de su tiempo y de su cuerpo a una serie de normas que venían definidas y legitimadas por el conocimiento. Las ciencias sociales enseñan cuáles son las «leyes» que gobiernan la economía, la sociedad, la política y la historia. El Estado, por su parte, define sus políticas gubernamentales a partir de esta normatividad científicamente legitimada.

Ahora bien, este intento de crear perfiles de subjetividad estatalmente coordinados conlleva el fenómeno que aquí denominamos «la invención del otro». Al hablar de «invención» no nos refirimos solamente al modo en que un cierto grupo de personas se representa mentalmente a otras, sino que apuntamos, más bien, hacia los dispositivos de saber/poder a partir de los cuales esas representaciones son construidas. Antes que como el «ocultamiento» de una identidad cultural preexistente, el problema del «otro» debe ser teóricamente abordado desde la perspectiva del proceso de producción material y simbólica en el que se vieron involucradas las sociedades occidentales a partir del siglo XVI7. Quisiera ilustrar este punto acudiendo a los análisis de la pensadora venezolana Beatriz González Stephan, quien ha estudiado los dispositivos disciplinarios de poder en el contexto latinoamericano del siglo XIX y el modo en que, a partir de estos dispositivos, se hizo posible la «invención del otro».

González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura. Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad de ordenar e instaurar la lógica de la «civilización» y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones. Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria8.

La formación del ciudadano como «sujeto de derecho» sólo es posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución. La función jurídico-política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad. La constitución venezolana de 1839 declara, por ejemplo, que sólo pueden ser ciudadanos los varones casados, mayores de 25 años, que sepan leer y escribir, que sean dueños de propiedad raíz y que practiquen una profesión que genere rentas anuales no inferiores a 400 pesos9. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual. Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la «ciudad letrada», recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye.

Pero si la constitución define formalmente un tipo deseable de subjetividad moderna, la pedagogía es el gran artífice de su materialización. La escuela se convierte en un espacio de internamiento donde se forma ese tipo de sujeto que los «ideales regulativos» de la constitución estaban reclamando. Lo que se busca es introyectar una disciplina sobre la mente y el cuerpo que capacite a la persona para ser «útil a la patria». El comportamiento del niño deberá ser reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le permitan asumir un rol «productivo» en la sociedad. Pero no es hacia la escuela como «institución de secuestro» que Beatriz González dirige sus reflexiones, sino hacia la función disciplinaria de ciertas tecnologías pedagógicas como los manuales de urbanidad, y en particular del muy famoso de Carreño publicado en 1854. El manual funciona dentro del campo de autoridad desplegado por el libro, con su intento de reglamentar la sujeción de los instintos, el control sobre los movimientos del cuerpo, la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada como «bárbara»10. No se escribieron manuales para ser buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser «buen ciudadano»; para formar parte de la civitas, del espacio legal en donde habitan los sujetos epistemológicos, morales y estéticos que necesita la modernidad. Por eso, el manual de Carreño advierte que «sin la observacia de estas reglas, más o menos perfectas, según el grado de civilización de cada país […] no habrá medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y el progreso de los pueblos y la existencia de toda sociedad bien ordenada»11.

Los manuales de urbanidad se convierten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las más diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas dependerá su mayor o menor éxito en la civitas terrena, en el reino material de la civilización. La «entrada» en el banquete de la modernidad demandaba el cumplimiento de un recetario normativo que servía para distinguir a los miembros de la nueva clase urbana que empezaba a emerger en toda Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX. Ese «nosotros» al que hace referencia el manual es, entonces, el ciudadano burgués, el mismo al que se dirigen las constituciones republicanas; el que sabe cómo hablar, comer, utilizar los cubiertos, sonarse las narices, tratar a los sirvientes, conducirse en sociedad. Es el sujeto que conoce perfectamente «el teatro de la etiqueta, la rigidez de la apariencia, la máscara de la contención»12. En este sentido, las observaciones de González Stephan coinciden con las de Max Weber y Norbert Elias, para quienes la constitución del sujeto moderno viene de la mano con la exigencia del autocontrol y la represión de los instintos, con el fin de hacer más visible la diferencia social. El «proceso de la civilización» arrastra consigo un crecimiento del umbral de la vergüenza, porque se hacía necesario distinguirse claramente de todos aquellos estamentos sociales que no pertenecían al ámbito de la civitas que intelectuales latinoamericanos como Sarmiento venían identificando como paradigma de la modernidad. La «urbanidad» y la «educación cívica» jugaron, entonces, como taxonomías pedagógicas que separaban el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie.

En este proceso taxonómico jugaron también un papel fundamental las gramáticas de la lengua. González Stephan menciona en particular la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, publicada por Andrés Bello en 1847. El proyecto de construcción de la nación requería de la estabilización lingüística para una adecuada implementación de las leyes y para facilitar, además, las transacciones comerciales. Existe, pues, una relación directa entre lengua y ciudadanía, entre las gramáticas y los manuales de urbanidad: en todos estos casos, de lo que se trata es de crear al homo economicus, al sujeto patriarcal encargado de impulsar y llevar a cabo la modernización de la república. Desde la normatividad de la letra, las gramáticas buscan generar una cultura del «buen decir» con el fin de evitar «las prácticas viciosas del habla popular» y los barbarismos groseros de la plebe13. Estamos, pues, frente a una práctica disciplinaria en donde se reflejan las contradicciones que terminarían por desgarrar al proyecto de la modernidad: establecer las condiciones para la «libertad» y el «orden» implicaba el sometimiento de los instintos, la supresión de la espontaneidad, el control sobre las diferencias. Para ser civilizados, para entrar a formar parte de la modernidad, para ser ciudadanos colombianos, brasileños o venezolanos, los individuos no sólo debían comportarse correctamente y saber leer y escribir, sino también adecuar su lenguaje a una serie de normas. El sometimiento al orden y a la norma conduce al individuo a sustituir el flujo heterogéneo y espontáneo de lo vital por la adopción de un continuum arbitrariamente constituido desde la letra.

Resulta claro, entonces, que los dos procesos señalados por González Stephan, la invención de la ciudadanía y la invención del otro, se hallan genéticamente relacionados. Crear la identidad del ciudadano moderno en América Latina implicaba generar un contraluz a partir del cual esa identidad pudiera medirse y afirmarse como tal. La construcción del imaginario de la «civilización» exigía necesariamente la producción de su contraparte: el imaginario de la «barbarie». Se trata en ambos casos de algo más que representaciones mentales. Son imaginarios que poseen una materialidad concreta, en el sentido de que se hallan anclados en sistemas abstractos de carácter disciplinario como la escuela, la ley, el Estado, las cárceles, los hospitales y las ciencias sociales. Es precisamente este vínculo entre conocimiento y disciplina el que nos permite hablar, siguiendo a Gayatri Spivak, del proyecto de la modernidad como el ejercicio de una «violencia epistémica».

Ahora bien, aunque Beatriz González ha indicado que todos estos mecanismos disciplinarios buscaban crear el perfil del homo economicus en América Latina, su análisis genealógico, inspirado en la microfísica del poder de Michel Foucault, no permite entender el modo en que estos procesos quedan vinculados a la dinámica de la constitución del capitalismo como sistema-mundo. Para conceptualizar este problema se hace necesario realizar un giro metodológico: la genealogía del saber-poder, tal como es realizada por Foucault, debe ser ampliada hacia el ámbito de macroestructuras de larga duración (Braudel / Wallerstein), de tal manera que permita visualizar el problema de la «invención del otro» desde una perspectiva geopolítica. Para este propósito resultará muy útil examinar el modo en que las teorías poscoloniales han abordado este problema.

2. La colonialidad del poder o la «otra cara» del proyecto de la modernidad

Una de las contribuciones más importantes de las teorías poscoloniales a la actual reestructuración de las ciencias sociales es haber señalado que el surgimiento de los Estados nacionales en Europa y América durante los siglos XVII al XIX no es un proceso autónomo, sino que posee una contraparte estructural: la consolidación del colonialismo europeo en ultramar. La persistente negación de este vínculo entre modernidad y colonialismo por parte de las ciencias sociales ha sido, en realidad, uno de los signos más claros de su limitación conceptual. Impregnadas desde sus orígenes por un imaginario eurocéntrico, las ciencias sociales proyectaron la idea de una Europa ascéptica y autogenerada, formada históricamente sin contacto alguno con otras culturas14. La racionalización – en sentido weberiano – habría sido el resultado de un despliegue de cualidades inherentes a las sociedades occidentales (el «tránsito» de la tradición a la modernidad), y no de la interacción colonial de Europa con América, Asia y Africa a partir de 149215. Desde este punto de vista, la experiencia del colonialismo resultaría completamente irrelevante para entender el fenómeno de la modernidad y el surgimiento de las ciencias sociales. Lo cual significa que para los africanos, asiáticos y latinoamericanos el colonialismo no significó primariamente destrucción y expoliación sino, ante todo, el comienzo del tortuoso pero inevitable camino hacia el desarrollo y la modernización. Este es el imaginario colonial que ha sido reproducido tradicionalmente por las ciencias sociales y la filosofía en ambos lados del Atlántico.

Las teorías poscoloniales han mostrado, sin embargo, que cualquier recuento de la modernidad que no tenga en cuenta el impacto de la experiencia colonial en la formación de las relaciones propiamente modernas de poder resulta no sólo incompleto sino también ideológico. Pues fue precisamente a partir del colonialismo que se generó ese tipo de poder disciplinario que, según Foucault, caracteriza a las sociedades y a las instituciones modernas. Si como hemos visto en el apartado anterior, el Estado-nación opera como una maquinaria generadora de otredades que deben ser disciplinadas, esto se debe a que el surgimiento de los estados modernos se da en el marco de lo que Walter Mignolo ha llamado el «sistema-mundo moderno/colonial»16. De acuerdo a teóricos como Mignolo, Dussel y Wallerstein, el Estado moderno no debe ser mirado como una unidad abstracta, separada del sistema de relaciones mundiales que se configuran a partir de 1492, sino como una función al interior de ese sistema internacional de poder.

Surge entonces la pregunta: ¿cuál es el dispositivo de poder que genera el sistema-mundo moderno/colonial y que es reproducido estructuralmente hacia adentro por cada uno de los estados nacionales? Una posible respuesta la encontramos en el concepto de la «colonialidad del poder» sugerido por el sociólogo peruano Aníbal Quijano17. En opinión de Quijano, la expoliación colonial es legitimada por un imaginario que establece diferencias inconmensurables entre el colonizador y el colonizado. Las nociones de «raza» y de «cultura» operan aquí como un dispositivo taxonómico que genera identidades opuestas. El colonizado aparece así como lo «otro de la razón», lo cual justifica el ejercicio de un poder disciplinario por parte del colonizador. La maldad, la barbarie y la incontinencia son marcas «identitarias» del colonizado, mientras que la bondad, la civilización y la racionalidad son propias del colonizador. Ambas identidades se encuentran en relación de exterioridad y se excluyen mutuamente. La comunicación entre ellas no puede darse en el ámbito de la cultura – pues sus códigos son inconmensurables – sino en el ámbito de la Realpolitik dictada por el poder colonial. Una política «justa» será aquella que, mediante la implementación de mecanismos jurídicos y disciplinarios, intente civilizar al colonizado a través de su completa occidentalización.

El concepto de la «colonialidad del poder» amplía y corrige el concepto foucaultiano de «poder disciplinario», al mostrar que los dispositivos panópticos erigidos por el Estado moderno se inscriben en una estructura más amplia, de carácter mundial, configurada por la relación colonial entre centros y periferias a raíz de la expansión europea. Desde este punto de vista podemos decir lo siguiente: la modernidad es un «proyecto» en la medida en que sus dispositivos disciplinarios quedan anclados en una doble gubernamentabilidad jurídica. De un lado, la ejercida hacia adentro por los estados nacionales, en su intento por crear identidades homogéneas mediante políticas de subjetivación; de otro lado, la gubernamentabilidad ejercida hacia afuera por las potencias hegemónicas del sistema-mundo moderno/colonial, en su intento de asegurar el flujo de materias primas desde la periferia hacia el centro. Ambos procesos forman parte de una sola dinámica estructural.

Nuestra tesis es que las ciencias sociales se constituyen en este espacio de poder moderno/colonial y en los saberes ideológicos generados por él. Desde este punto de vista, las ciencias sociales no efectuaron jamás una «ruptura epistemológica» – en el sentido althusseriano – frente a la ideología, sino que el imaginario colonial impregnó desde sus orígenes a todo su sistema conceptual18. Así, la mayoría de los teóricos sociales de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Bossuet, Turgot, Condorcet) coincidían en que la «especie humana» sale poco a poco de la ignorancia y va atravesando diferentes «estadios» de perfeccionamiento hasta, finalmente, obtener la «mayoría de edad» a la que han llegado las sociedades modernas europeas19. El referente empírico utilizado por este modelo heurístico para definir cuál es el primer «estadio», el más bajo en la escala del desarrollo humano, es el de las sociedades indígenas americanas tal como éstas eran descritas por viajeros, cronistas y navegantes europeos. La característica de este primer estadio es el salvajismo, la barbarie, la ausencia completa de arte, ciencia y escritura. «Al comienzo todo era América», es decir, todo era superstición, primitivismo, lucha de todos contra todos, «estado de naturaleza». El último estadio del progreso humano, el alcanzado ya por las sociedades europeas, es construido, en cambio, como «lo otro» absoluto del primero y desde su contraluz. Allí reina la civilidad, el Estado de derecho, el cultivo de la ciencia y de las artes. El hombre ha llegado allí a un estado de «ilustración» en el que, al decir de Kant, puede autolegislarse y hacer uso autónomo de su razón. Europa ha marcado el camino civilizatorio por el que deberán transitar todas las naciones del planeta.

No resulta difícil ver cómo el aparato conceptual con el que nacen las ciencias sociales en los siglos XVII y XVIII se halla sostenido por un imaginario colonial de carácter ideológico. Conceptos binarios tales como barbarie y civilización, tradición y modernidad, comunidad y sociedad, mito y ciencia, infancia y madurez, solidaridad orgánica y solidaridad mecánica, pobreza y desarrollo, entre otros muchos, han permeado por completo los modelos analíticos de las ciencias sociales. El imaginario del progreso según el cual todas las sociedades evolucionan en el tiempo según leyes universales inherentes a la naturaleza o al espíritu humano, aparece así como un producto ideológico construido desde el dispositivo de poder moderno/colonial. Las ciencias sociales funcionan estructuralmente como un «aparato ideológico» que, de puertas para adentro, legitimaba la exclusión y el disciplinamiento de aquellas personas que no se ajustaban a los perfiles de subjetividad que necesitaba el Estado para implementar sus políticas de modernización; de puertas para afuera, en cambio, las ciencias sociales legitimaban la división internacional del trabajo y la desigualdad de los términos de intercambio y comercio entre el centro y la periferia, es decir, los grandes beneficios sociales y económicos que las potencias europeas estaban obteniendo del dominio sobre sus colonias. La producción de la alteridad hacia adentro y la producción de la alteridad hacia afuera formaban parte de un mismo dispositivo de poder. La colonialidad del poder y la colonialidad del saber se encuentraban emplazadas en una misma matriz genética.

3. Del poder disciplinar al poder libidinal

Quisiera finalizar este ensayo preguntándome por las transformaciones sufridas por el capitalismo una vez consolidado el final del proyecto de la modernidad, y por las consecuencias que tales transformaciones pueden tener para las ciencias sociales y para la teoría crítica de la sociedad.

Hemos conceptualizado la modernidad como una serie de prácticas orientadas hacia el control racional de la vida humana, entre las cuales figuran la institucionalización de las ciencias sociales, la organización capitalista de la economía, la expansión colonial de Europa y, por encima de todo, la configuración jurídico-territorial de los estados nacionales. También vimos que la modernidad es un «proyecto» porque ese control racional sobre la vida humana es ejercido hacia adentro y hacia afuera desde una instancia central, que es el Estado-nación. En este orden de ideas viene entonces la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando hablamos del final del proyecto de la modernidad? Podríamos empezar a responder de la siguiente forma: la modernidad deja de ser operativa como «proyecto» en la medida en que lo social empieza a ser configurado por instancias que escapan al control del Estado nacional. O dicho de otra forma: el proyecto de la modernidad llega a su «fin» cuando el Estado nacional pierde la capacidad de organizar la vida social y material de las personas. Es, entonces, cuando podemos hablar propiamente de la globalización.

En efecto, aunque el proyecto de la modernidad tuvo siempre una tendencia hacia la mundialización de la acción humana, creemos que lo que hoy se llama «globalización» es un fenómeno sui generis, pues conlleva un cambio cualitativo de los dispositivos mundiales de poder. Quisiera ilustrar esta diferencia entre modernidad y globalización utilizando las categorías de «anclaje» y «desanclaje» desarrolladas por Anthony Giddens: mientras que la modernidad desancla las relaciones sociales de sus contextos tradicionales y las reancla en ámbitos postradicionales de acción coordinados por el Estado, la globalización desancla las relaciones sociales de sus contextos nacionales y los reancla en ámbitos posmodernos de acción que ya no son coordinados por ninguna instancia en particular.

Desde este punto de vista, sostengo la tesis de que la globalización no es un «proyecto», porque la gubernamentabilidad no necesita ya de un «punto arquimédico», es decir, de una instancia central que regule los mecanismos de control social20. Podríamos hablar incluso de una gubernamentabilidad sin gobierno para indicar el carácter espectral y nebuloso, a veces imperceptible, pero por ello mismo eficaz, que toma el poder en tiempos de globalización. La sujeción al sistema-mundo ya no se asegura mediante el control sobre el tiempo y sobre el cuerpo ejercido por instituciones como la fábrica o el colegio, sino por la producción de bienes simbólicos y por la seducción irresistible que éstos ejercen sobre el imaginario del consumidor. El poder libidinal de la posmodernidad pretende modelar la totalidad de la psicología de los individuos, de tal manera que cada cual pueda construir reflexivamente su propia subjetividad sin necesidad de oponerse al sistema. Por el contrario, son los recursos ofrecidos por el sistema mismo los que permiten la construcción diferencial del «Selbst». Para cualquier estilo de vida que uno elija, para cualquier proyecto de autoinvención, para cualquier ejercicio de escribir la propia biografía, siempre hay una oferta en el mercado y un «sistema experto» que garantiza su confiabilidad21. Antes que reprimir las diferencias, como hacía el poder disciplinar de la modernidad, el poder libidinal de la posmodernidad las estimula y las produce.

Habíamos dicho también que en el marco del proyecto moderno, las ciencias sociales jugaron básicamente como mecanismos productores de alteridades. Esto debido a que la acumulación de capital tenía como requisito la generación de un perfil de «sujeto» que se adaptara fácilmente a las exigencias de la producción: blanco, varón, casado, heterosexual, disciplinado, trabajador, dueño de sí mismo. Tal como lo ha mostrado Foucault, las ciencias humanas contribuyeron a crear este perfil en la medida en que formaron su objeto de conocimiento a partir de prácticas institucionales de reclusión y secuestro. Cárceles, hospitales, manicomios, escuelas, fábricas y sociedades coloniales fueron los laboratorios donde las ciencias sociales obtuvieron a contraluz aquella imagen de «hombre» que debía impulsar y sostener los procesos de acumulación de capital. Esta imagen del «hombre racional», decíamos, se obtuvo contrafácticamente mediante el estudio del «otro de la razón»: el loco, el indio, el negro, el desadaptado, el preso, el homosexual, el indigente. La construcción del perfil de subjetividad que requería el proyecto moderno exigía entonces la supresión de todas estas diferencias.

Sin embargo, y en caso de ser plausible lo que he venido argumentando hasta ahora, en el momento en que la acumulación de capital ya no demanda la supresión sino la producción de diferencias, también debe cambiar el vínculo estructural entre las ciencias sociales y los nuevos dispositivos de poder. Las ciencias sociales y las humanidades se ven obligadas a realizar un «cambio de paradigma» que les permita ajustarse a las exigencias sistémicas del capital global. El caso de Lyotard me parece sintomático. Afirma con lucidez que el metarelato de la humanización de la Humanidad ha entrado en crisis, pero declara, al mismo tiempo, el nacimiento de un nuevo relato legitimador: la coexistencia de diferentes «juegos de lenguaje». Cada juego de lenguaje define sus propias reglas, que ya no necesitan ser legitimadas por un tribunal superior de la razón. Ni el héroe epistemológico de Descartes ni el héroe moral de Kant funcionan ya como instancias transcendentales desde donde se definen las reglas universales que deberán jugar todos los jugadores, independientemente de la diversidad de juegos en los cuales participen. Para Lyotard, en la «condición posmoderna» son los jugadores mismos quienes construyen las reglas del juego que desean jugar. No existen reglas definidas de antemano22.

El problema con Lyotard no es que haya declarado el final de un proyecto que, en opinión de Habermas, todavía se encuentra «inconcluso»23. El problema radica, más bien, en el nuevo relato que propone. Pues afirmar que ya no existen reglas definidas de antemano equivale a invisibilizar – es decir, enmascarar – al sistema-mundo que produce las diferencias en base a reglas definidas para todos los jugadores del planeta. Entendámonos: la muerte de los metarelatos de legitimación del sistema-mundo no equivale a la muerte del sistema-mundo Equivale, más bien, a un cambio de las relaciones de poder al interior del sistema-mundo, lo cual genera nuevos relatos de legitimación como el propuesto por Lyotard. Sólo que la estrategia de legitimación es diferente: ya no se trata de metarelatos que muestran al sistema, proyectándolo ideológicamente en un macrosujeto epistemológico, histórico y moral, sino de microrelatos que lo dejan por fuera de la representación, es decir, que lo invisibilizan.
Algo similar ocurre con los llamados estudios culturales, uno de los paradigmas más innovadores de las humanidades y las ciencias sociales hacia finales del siglo XX24.

Ciertamente, los estudios culturales han contruibuido a flexibilizar las rígidas fronteras disciplinarias que hicieron de nuestros departamentos de sociales y humanidades un puñado de «feudos epistemológicos» inconmensurables. La vocación transdisciplinaria de los estudios culturales ha sido altamente saludable para unas instituciones académicas que, por lo menos en Latinoamérica, se habían acostumbrado a «vigilar y administrar» el canon de cada una de las disciplinas25. Es en este sentido que el informe de la comisión Gulbenkian señala cómo los estudios culturales han empezado a tender puentes entre los tres grandes islotes en que la modernidad había repartido el conocimiento científico26.

Sin embargo, el problema no está tanto en la inscripción de los estudios culturales en el ámbito universitario, y ni siquiera en el tipo de preguntas teóricas que abren o en las metodologías que utilizan, como en el uso que hacen de estas metodologías y en las respuestas que dan a esas preguntas. Es evidente, por ejemplo, que la planetarización de la industria cultural ha puesto en entredicho la separación entre cultura alta y cultura popular, a la que todavía se aferraban pensadores de tradición «crítica» como Horkheimer y Adorno, para no hablar de nuestros grandes «letrados» latinoamericanos con su tradición conservadora y elitista. Pero en este intercambio massmediático entre lo culto y lo popular, en esa negociación planetaria de bienes simbólicos, los estudios culturales parecieran ver nada más que una explosión liberadora de las diferencias. La cultura urbana de masas y las nuevas formas de percepción social generadas por las tecnologías de la información son vistas como espacios de emancipación democrática, e incluso como un locus de hibridación y resistencia frente a los imperativos del mercado. Ante este diagnóstico, surge la sospecha de si los estudios culturales no habrán hipotecado su potencial crítico a la mercantilización fetichizante de los bienes simbólicos.

Al igual que en el caso de Lyotard, el sistema-mundo permanece como ese gran objeto ausente de la representación que nos ofrecen los estudios culturales. Pareciera como si nombrar la «totalidad» se hubiese convertido en un tabú para las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas, del mismo modo que para la religión judía constituía un pecado nombrar o representar a Dios. Los temas «permitidos» – y que ahora gozan de prestigio académico – son la fragmentación del sujeto, la hibridación de las formas de vida, la articulación de las diferencias, el desencanto frente a los metarelatos. Si alguien utiliza categorías como «clase», «periferia» o «sistema-mundo», que pretenden abarcar heurísticamente una multiplicidad de situciones particulares de género, etnia, raza, procedencia u orientación sexual, es calificado de «esencialista», de actuar de forma «políticamente incorrecta», o por lo menos de haber caído en la tentación de los metarelatos. Tales reproches no dejan de ser justificados en muchos casos, pero quizás exista una alternativa.

Considero que el gran desafío para las ciencias sociales consiste en aprender a nombrar la totalidad sin caer en el esencialismo y el universalismo de los metarelatos. Esto conlleva la difícil tarea de repensar la tradición de la teoría crítica (aquella de Lukács, Bloch, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Sartre y Althusser) a la luz de la teorización posmoderna, pero, al mismo tiempo, de repensar ésta a la luz de aquella. No se trata, pues, de comprar nuevos odres y desechar los viejos, ni de echar el vino nuevo en odres viejos; se trata, más bien, de reconstruir los viejos odres para que puedan contener al nuevo vino. Este «trabajo teórico», como lo denominó Althusser, ha sido comenzado ya en ambos lados del Atlántico desde diferentes perspectivas. Me refiero a los trabajos de Antonio Negri, Michael Hardt, Fredric Jameson, Slavoj Zizek, Walter Mignolo, Enrique Dussel, Edward Said, Gayatri Spivak, Ulrich Beck, Boaventura de Souza Santos y Arturo Escobar, entre otros muchos.

La tarea de una teoría crítica de la sociedad es, entonces, hacer visibles los nuevos mecanismos de producción de las diferencias en tiempos de globalización. Para el caso latinoamericano, el desafío mayor radica en una «descolonización» las ciencias sociales y la filosofía. Y aunque éste no es un programa nuevo entre nosotros, de lo que se trata ahora es de desmarcarse de toda una serie de categorías binarias con las que trabajaron en el pasado las teorías de la dependencia y las filosofías de la liberación (colonizador vesus colonizado, centro versus periferia, Europa versus América Latina, desarrollo versus subdesarrollo, opresor versus orpimido, etc.), entendiendo que ya no es posible conceptualizar las nuevas configuraciones del poder con ayuda de ese instrumental teórico27. Desde este punto de vista, las nuevas agendas de los estudios poscoloniales podrían contribuir a revitalizar la tradición de la teoría crítica en nuestro medio28.

Notas

  1. Instituto de Estudios Sociales y Culturales PENSAR, de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá.
    2. Cf. H. Blumemberg, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt 197, parte II.
    3. Cf. F. Bacon, Novum Organum # 1-33; 129.
    4. Cf. I. Wallerstein, Unthinking Social Science. The Limits of Nineteenth-Century Paradigms. Polity Press, Londres, 1991.
    5. Las ciencias sociales son, como bien lo muestra Giddens, «sistemas reflexivos», pues su función es observar el mundo social desde el que ellas mismas son producidas. Cf. A. Giddens, Consecuencias de la modernidad. Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 23 ss.
    6. Sobre este problema de la identidad cultural como un constructo estatal me he ocupado en el artículo «Fin de la modernidad nacional y transformaciones de la cultura en tiempos de globalización», en: J. Martín-Barbero, F. López de la Roche, Jaime E. Jaramillo (eds.), Cultura y Globalización. CES – Universidad Nacional de Colombia, 1999, pp. 78-102.
    7. Por eso preferimos usar la categoría «invención» en lugar de «encubrimiento», como hace el filósofo argentino Enrique Dussel. Cf. E. Dussel, 1492: El encubrimiento del otro. El orígen del mito de la modernidad. Ediciones Antropos, Santafé de Bogotá, 1992.
    8. B. González Stephan, «Economías fundacionales. Diseño del cuerpo ciudadano», en: B. González Stephan (comp.), Cultura y Tercer Mundo. Nuevas identidades y ciudadanías. Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1996.
    9. Ibid., p. 31.
    10. Id., «Modernización y disciplinamiento. La formación del ciudadano: del espacio público y privado», en: B. González Stephan / J. Lasarte / G. Montaldo / M.J. Daroqui (comp.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina. Monte Avila Editores, Caracas, 1995.
    11. Ibid., p. 436.
    12. Ibid., p. 439.
    13. B. González Stephan, «Economías fundacionales», p. 29.
    14. Cf. J.M. Blaut, The Colonizer`s Model of the World. Geographical Diffusionism and Eurocentric History. The Guilford Press, New York, 1993.
    15. Recordar la pregunta que se hace Max Weber al comienzo de La ética protestante y que guiará toda su teoría de la racionalización: «¿Qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que, al menos como solemos representárnoslos, parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?» Cf. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Madrid, 1984, p. 23.
    16. Cf. W. Mignolo, Local Histories / Global Designs. Coloniality, Subaltern Knowledges and Border Thinking. Princenton University Press, Princenton, 2000, p. 3 ss.
    17. Cf. A. Quijano, «Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina», en: S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999, p. 99-109.
    18. Una genealogía de las ciencias sociales debería mostrar que el imaginario ideológico que luego impregnaría a las ciencias sociales tuvo su origen en la primera fase de consolidación del sistema-mundo moderno/colonial, es decir, en la época de la hegemonía española.
    19. Cf. R. Meek, Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981.
    20. La materialidad de la globalización ya no está constituída por las instituciones disciplinarias del Estado nacional, sino por corporaciones que no conocen territorios ni fronteras. Esto implica la configuración de un nuevo marco de legalidad, es decir, de una nueva forma de ejercicio del poder y la autoridad, así como de la producción de nuevos mecanismos punitivos – una policía global – que garanticen la acumulación de capital y la resolución de los conflictos. Las guerras del Golfo y de Kosovo son un buen ejemplo del «nuevo orden mundial» que emerge después de la guerra fría y como consecuencia del «fin» del proyecto de la modernidad. Cf. S. Castro-Gómez / E. Mendieta, «La translocalización discursiva de Latinoamérica en tiempos de la globalización», en: Id., Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, Poscolonialidad y Globalización en debate. Editorial Porrúa, México, 1998, p. 5-30.
    21. El concepto de la confianza (trust) depositada en sistemas expertos lo tomo directamente de Giddens. Cf. op.cit., p. 84 ss.
    22. Cf. J.-F. Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Rei, México, 1990.
    23. Cf. J. Habermas, Die Moderne – Ein Unvollendetes Projekt. Reclam, Leipzig, 1990, p. 32-54.
    24. Para una introducción a los estudios culturales anglosajones, véase: B. Agger, Cultural Studies as Critical Theory. The Falmer Press, London / New York, 1992. Para el caso de los estudios culturales en América Latina, la mejor introducción sigue siendo el libro de W. Rowe / V. Schelling, Memoria y Modernidad. Cultura Popular en América Latina. Grijalbo, México, 1993.
    25. Es preciso establecer aquí una diferencia en el significado político que han tenido los estudios culturales en la universidad norteamericana y latinoamericana respectivamente. Mientras que en los Estados Unidos los estudios culturales se han convertido en un vehículo idóneo para el rápido «carrerismo» académico en un ámbito estructuralmente flexible, en América Latina han servido para combatir la desesperante osificación y el parroquialismo de las estructuras universitarias.
    26. Cf. I. Wallerstein, et.al, Open the Social Sciences. Report of the Gulbenkian Commission on the Restructuring of the Social Sciences. Stanford University Press, Stanford, 1996, p. 64-66.
    27. Para una crítica de las categorías binarias con las que trabajó el pensamiento latinoamericano del siglo XX, véase mi libro Crítica de la razón latinoamericana, Puvill Libros, Barcelona, 1996.
    28. S. Castro-Gómez, O. Guardiola-Rivera, C. Millán de Benavides, «Introducción», en: Id. (eds.), Pensar (en) los intersticios. Teoría y práctica de la crítica poscolonial. CEJA, Santafé de Bogotá, 1999.

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Fuente

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América latina, más allá de la filosofía de la historia

América del Sur / Colombia/ Septiembre 2016/ Santiago Castro Goméz/http://www.ensayistas.org

«La historia, genealógicamente dirigida, no tiene
por meta encontrar las raíces de nuestra identidad,
sino, al contrario, empeñarse en disiparla»
M. Foucault

En un estudio reciente, el filósofo e historiador de las ideas José Luis Gómez-Martínez ha resaltado el lugar primordial que ocupa la figura de Ortega y Gasset en el desarrollo de la filosofía latinoamericana del siglo XX. Dos fueron, en opinión de Gómez-Martínez, las tesis del maestro español que se convirtieron en baluartes fundamentales para la reflexión latinoamericana: en primer lugar el circunstancialismo o teoría de las circunstancias, que postulaba la necesidad de asumir el propio contexto socio-cultural como problema filosófico; y en segundo lugar el generacionalismo o teoría de las generaciones, que pretendía ofrecer un modelo de análisis para explicar la evolución histórica. Estas dos tesis fueron sometidas a un desarrollo creador por sus discípulos José Gaos y Leopoldo Zea, quienes a través de una reinterpretación del pasado filosófico hispanoamericano colocarían las bases sobre las que se construiría el actual pensamiento de la liberación (Gómez-Martínez, 9-18

A continuación quisiera explorar la conexión que señala Gómez-Martínez entre las figuras de la «circunstancia», la «generación» y la «liberación». Mostraré de qué manera se inscriben estas figuras en la narrativa orteguiana, y la forma en que son resemantizadas posteriormente en el discurso de José Gaos. En un segundo momento, examinaré su tránsito hacia el registro «filosofía de la historia» en el pensamiento de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Finalmente, y aprovechando las posibilidades heurísticas que brinda el concepto foucaultiano de episteme, intentaré mostrar en qué tipo de red arqueológica se generan las tres figuras mencionadas, y cuáles son los mecanismos de exclusión a ellas vinculados. Mi propósito es examinar en qué consiste la «violencia epistémica» (G. Spivak) que lleva consigo el metarrelato de una «filosofía de la historia» aplicada al ámbito latinoamericano.

  1. La «razón histórica» en Ortega y Gaos

El punto de partida del historicismo orteguiano es su oposición a la fe en la razón objetiva, que dominó el panorama intelectual europeo desde el siglo XVII. A partir de Descartes, el hombre europeo creyó haber descubierto que el mundo posee una estructura racional coincidente con la forma más pura del intelecto humano, que es la razón matemática. Orgulloso de tal descubrimiento, el racionalismo proclamó el comienzo de una época en la que ya no existiría secreto alguno para los hombres. Bastaría con no dejarse obnubilar la mente por las pasiones y con usar serenamente la facultad universal del pensamiento, para que el sujeto pensante, independientemente de sus circunstancias históricas, pudiera tranquilamente hundirse en los fondos abisales del universo, seguro de extraer consigo la esencia última de la verdad (Ortega y Gasset 33-37). Pero, según Ortega, esta visión racionalista conllevaba en el fondo una renuncia total a la vida. Al poner su fe en las capacidades de un sujeto abstracto que se basta a sí mismo, el racionalismo se convirtió en una visión ahistórica, opuesta a todo lo espontáneo y natural de la existencia. Bajo la máscara de la objetividad y la verdad, el racionalismo dejó la propia vida humana sin cimientos y sin encaje profundo. Frente a los problemas más urgentes y subjetivos del hombre, la «razón pura», orientada hacia el análisis de estructuras objetivas, nada podía ni tenía que decir (Ortega y Gasset 46, 49). Pues, en opinión de Ortega, la «realidad radical», aquel ámbito al cual se refieren necesariamente todas las demás realidades, no es el cogito cartesiano sino la vida humana (63 ss).

En efecto, para el filósofo español la razón humana es siempre «razón práctica», pues se orienta a resolver problemas que afectan directamente la vida del sujeto que piensa. Vivir consiste fundamentalmente en tener que vérselas con el mundo que nos circunda, con lascircunstancias. Como la vida no está hecha, sino por hacer, el hombre tiene que elegir constantemente entre las posibilidades que el mundo le ofrece. Pero elegir significa pensar, y pensar es, a su vez, la capacidad de inventar proyectos que respondan satisfactoriamente a las dificultades impuestas por la circunstancia (Ortega y Gasset 66). El pensamiento funciona, entonces, como un órgano de comprensión de la realidad que le indica al hombre cuáles posibilidades le conviene más elegir y qué proyectos debe inventar, en orden a conservar y perpetuar su vida. Tales proyectos se articulan alrededor de lo que Ortega llama «creencias fundamentales», que son el repertorio de ideas básicas sobre las que el individuo y la sociedad fundamentan su existencia (29-32). Se trata de un conjunto de creencias de orden técnico, filosófico, moral o político, que no son derivadas a priori de una razón metahistórica, sino que emergen a posteriori como fruto de la relación dinámica entre el sujeto y su mundo. Es, por ello, una razón vital e histórica.

Para Ortega, la misión de esta «razón histórica» es diagnosticar el presente de la sociedad mediante una comprensión de lo que ella ha sidoen el pasado, con el fin de darle herramientas para la proyección de su futuro. «El hombre —escribe— es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable trayectoria de experiencias que lleva a su espalda, como el vagabundo el hatillo de su haber… Las experiencias de vida estrechan el futuro del hombre. Si no sabemos lo que va a ser, sabemos lo que no va a ser. Se vive en vista del pasado» (77). La comprensión del pasado es, entonces, la clave para la salvación del presente. Ya no es posible apelar más a ideales construidos a priori que le digan al hombre lo que debe o no debe hacer, sino que debemos mirar hacia lo único que tenemos, nuestra propia historia, para aprender a evitar los errores del pasado. Es necesario mirar qué tipo de creencias fundamentales hemos ido construyendo en el pasado y entender cuál ha sido la función de las ideas filosóficas en este proceso. Aquí, en la aclaración de la función social del pensamiento, radica justamente el papel de la razón histórica. «La idea —escribe Ortega en otro lugar— no tiene su auténtico contenido, su propio y preciso ‘sentido’, sino cumpliendo el papel activo o función para que fue pensada, y ese papel o función es lo que tiene de acción frente a una circunstancia. No hay, pues, ‘ideas eternas’. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función» (128).

En realidad, Ortega está convencido de que los cambios históricos obedecen a la debilitación o intensificación de las «creencias fundamentales» de una sociedad. Y si la vida social es sostenida por un repertorio de creencias, entonces es claro que los cambios históricos son influenciados directamente por aquel grupo de personas que se ocupan de elaborar y redefinir esas ideas: las élites intelectuales. Ellos son el verdadero motor de la historia, pues son los encargados de generar aquellas ideas que sustituyen los usos vigentes ya debilitados con el paso de los años. Al transformar el sistema vigente de creencias mediante el ejercisio crítico del pensamiento y la meditación filosófica, los intelectuales ejercen una misión salvífica en el seno de la colectividad.

Estas ideas de Ortega tuvieron gran aceptación en América Latina durante los años veinte y treinta, especialmente en la obra de pensadores como Haya de la Torre, Antenor Orrego y Samuel Ramos (Medin 46-72). Pero fue indudablemente José Gaos quien, desde su llegada a México en 1939, consolidó definitivamente esta recepción y señaló el camino por donde habría luego de marchar el pensamiento historicista de Roig y de Zea. De hecho, el mérito de Gaos consiste en haber «latinoamericanizado» la filosofía de Ortega, en especial la tesis de que los cambios históricos obedecen a la manera como, en un momento dado, se percibe intelectualmente la realidad circundante. Esto abría las puertas al entendimiento de la filosofía como «filosofía de las circunstancias», y consecuentemente, a la postulación de una filosofía auténticamente hispano-americana. Tal invitación a recuperar la circunstancia venía muy bien en una época de fuerte reivindicación autoctonista en México, donde la creación de una cultura nacional se encontraba bien arriba en el orden de las prioridades políticas (Gómez-Martínez 66-100, Villegas 145 ss.).

Recuperar filosóficamente la circunstancia significaba, de acuerdo al programa de Gaos, examinar cómo ciertas ideas se han convertido en agentes de transformación socio-política en la historia de América Latina. Tal programa podría entenderse, utilizando la terminología orteguiana, como el intento de aclarar por qué razón algunas ideas lograron imponerse en una determinada época como «creencias fundamentales», transformando la manera como la sociedad entera reacciona frente a ciertas circunstancias. Ello suponía necesariamente la elaboración de una «Historia de las ideas» que mostrara la forma en que el pensamiento se ha ido manifestando a diferentes niveles: sociológico, económico, religioso, estético, político. Lo que se buscaba era saltar al escenario de la historia para ver de qué manera los pensadores latinoamericanos habían dado cuenta de su propia circunstancia (Gómez-Martínez: 1991). El programa de una «filosofía latinoamericana» derivó así en la reconstrucción del pasado hecha desde una «sensibilidad vital» (Ortega) anclada firmemente en el presente. Para el filósofo hispano-mexicano, la reflexión histórica se convertía en una manera de salvarse a sí mismo, salvando también las circunstancias iberoamericanas en las que discurría su propia vida. Esto representaba naturalmente una ruptura con el paradigma universalista que concebía al filósofo como vocero de un pensamiento que se piensa a sí mismo, y a la filosofía como un saber desarraigado que nada tiene que ver con la «sensibilidad vital» de una cultura. Lo que Gaos consigue mostrar es que la filosofía no se articula solamente en ciertas circunstancias, sino que es siempre filosofía de esas circunstancias. La realidad histórica desde donde se filosofa determina no solo la forma como se piensa, sino también los contenidos del filosofar. Hablamos así de una filosofía griega, alemana, francesa, anglosajona, que se diferencian entre sí tanto por el talante en que se expresan, como por el tipo de problemas que atraen su interés.

Con estos argumentos, Gaos creía haber despejado el camino para elaborar una caracterología de la filosofía hispanoamericana, programa que inició en 1945 con la publicación de su libro Pensamiento de lengua española. Ahí expresó Gaos su convicción de que el talante específico del pensamiento hispanoamericano se halla vinculado a los procesos históricos de conformación de los estados nacionales, tanto en España como en América Latina. En lo referente a sus contenidos, se trata de un pensamiento que otorga prioridad a los temas socio-políticos, y de manera especial a la problemática de la identidad cultural. Esto se explica por el hecho de que, a raíz de la independencia política en el siglo XIX, las jóvenes naciones se inclinaron a definir su identidad frente al legado cultural recibido de España y, posteriormente, frente al tipo de cultura difundida por el imperialismo norteamericano (Gaos 37-44). No es extraño, entonces, que los pensadores latinoamericanos hayan adoptado siempre una actitud «inmanentista», ajena por completo a preocupaciones metafísicas, y orientada más bien a la meditación crítica sobre la propia circunstancia. En lo referente a la forma, se trata de un pensamiento estético y asistemático, que prefiere el ensayo, el artículo, la conferencia y el discurso como vehículos de expresión. Esto, según Gaos, debido a las características especiales de la lengua española, tan favorable a los registros poéticos y literarios (58-69). Definido en estos términos, el pensamiento hispanoamericano se halla plenamente incrustado en la tradición inmanentista y crítica de la modernidad occidental (Gaos 50-55); aquella que, siguiendo los postulados definidos por la ilustración, se propone tomar la «realidad radical», la vida del hombre concreto, como punto de partida del filosofar (Gaos 47 ss). Como veremos posteriormente, tal visión de la filosofía latinoamericana como un «pensamiento de salvación» tributario de la modernidad europea se encuentra en el centro mismo de la filosofía de la historia latinoamericana desarrollada por el mexicano Leopoldo Zea y por el argentino Arturo Andrés

. Zea, Roig y la filosofía de la historia latinoamericana

Antes de considerar los contenidos específicos de la filosofía de la historia en Zea y Roig, convendría examinar primero cuáles son loselementos formales que estos dos pensadores adoptan del concepto de «razón histórica» elaborado por Ortega y Gaos. Se trata, a nuestro juicio, de tres elementos centrales. El primero —y más importante de ellos— es la tesis de que los discursos tienen su origen en lasintenciones de un sujeto cognoscente. Tanto Ortega como Gaos consideran que las ideas son «respuestas» del sujeto viviente a los desafíos que le plantea la circunstancia. En caso de tratarse de un sujeto colectivo, tenemos entonces el concepto de «generación», que en Ortega se refiere a la actividad cognoscitiva de las élites intelectuales en un momento histórico determinado. En ambos pensadores, la vinculación de las ideas a las intenciones del sujeto encuentra su mejor expresión en el tema de la «salvación» de las circunstancias. El segundo elemento —derivado del anterior— es la tesis de que la historia se articula como un proceso continuo, dotado de una «lógica» inmanente a las relaciones sujeto-circunstancia, y que es, por tanto, susceptible de ser reconstruido a través del pensamiento. Ortega y Gaos piensan que las «creencias fundamentales» de una sociedad son como el hilo de Ariadna que le permite al filósofo reconstruir paso por paso, y sin dejar vacíos en el medio, el pasado histórico de esa sociedad. Lo que se ha pensado es fiel reflejo de lo que se ha hecho, por lo cual bastará con adentrarse en el mundo de los antecedentes cronológicos, las influencias intelectuales y las crisis ideológicas, para saber cuál ha sido la lógica del devenir histórico, e identificar la «sensibilidad vital» que informa a la sociedad en un momento dado. El tercer elemento —que se desprende de los dos anteriores— es la postulación del saber historiográfico como un instrumento de autopercepción. Para los dos filósofos españoles, mirar al pasado equivale a saber cómo hemos sido y, por ello, a reconocer los elementos que definen nuestra identidadcultural.

Es precisamente este motivo de la identidad cultural el que explica la gran recepción que gozó el historicismo de Ortega y Gaos en toda Latinoamérica. Pues lo que más atrajo a Zea, Ramos, Roig, Ardao y tantos otros, fue la desmitificación hecha por los dos filósofos españoles del pensamiento europeo, al ligarlo a circunstancias históricas concretas. La filosofía aparecía como un saber histórico y no como producto de una «razón pura» que trasciende las coordenadas del tiempo y el espacio, lo cual permitía la superación del servilismo acrítico que los filósofos latinoamericanos habían guardado tradicionalmente frente al pensamiento europeo. De este modo quedaba abierta la puerta para una reflexión filosófica sobre la propia historia y, consecuentemente, para la elaboración de una filosofía auténticamente universal. La misión de esa filosofía sería traer a la conciencia aquello que hace del latinoamericano un ser diferente del europeo, propiciando así una recuperación y valorización de su propia cultura.(1) Veamos primero cómo aparecen estos motivos en el pensamiento de Leopoldo Zea.

En el espíritu de Gaos y Ortega, el filósofo mexicano se propone realizar una interpretación filosófica de la historia latinoamericana que fuera capaz de colocar las bases ideológicas para una recuperación del pasado, así como para la formulación de un programa político orientado hacia el futuro. Para ello toma como hipótesis de trabajo dos premisas fundamentales. Una es el célebre dictum hegeliano de que la filosofía es la «época puesta en conceptos», en donde tanto «filosofía» como «época» son expresiones entendidas en el sentido definido por Gaos y Ortega: meditación sobre la propia circunstancia. La segunda premisa, también de corte hegeliano, es que la «salvación» de esa circunstancia es un movimiento de apropiación y cancelación (Aufhebung) que tiene lugar en la «conciencia» y se articula como una asimilación crítica del propio pasado, con el fin de no volverlo a repetir. Apoyado en estas dos premisas, Leopoldo Zea inicia una reconstrucción de la historia tendiente a descubrir —análogamente a lo realizado por Hegel en la Fenomenología del Espíritu— el tortuoso camino seguido por el pensamiento latinoamericano hacia la conciencia de su propia universalidad.(2)

Este camino se inició, según Zea, a mediados del siglo XVII con la generación de ilustrados criollos que se rebelaron frente al señorío del colonialismo español en sus territorios americanos (Zea, 1976: 65-66). Los ideales de la ilustración sirvieron entonces como instrumento para una primera «toma de conciencia» de la propia circunstancia. Este despertar del largo sueño colonial enseñó a los hispanoamericanos a conocer y amar su realidad natural y a sentirse hondamente ligados con ella. Aprendieron que la América española tenía una personalidad propia y que los problemas de esa circunstancia podían ser entendidos exclusivamente por sus propios hijos, los criollos. Se comenzó a pensar, entonces, en la autonomía política, pero la incomprensión de España obligó a la formulación de un «proyecto libertario» que desembocaría en el gran movimiento independentista. Pensadores como Bolívar, Miranda y Rodríguez formularon la utopía de la nación americana, la Gran Colombia que reuniría a todos los pueblos de origen hispánico e ibérico en una comunidad de hombres libres (Zea, 1987: 188 ss). Pero una vez lograda la independencia, se hicieron evidentes las limitaciones inherentes al primer momento dialéctico de la «conciencia americana». Los ilustrados criollos pensaron ingenuamente que bastaría con imitar las constituciones vigentes en Europa y los Estados Unidos para que las naciones hispanoamericanas alcanzaran milagrosamente la libertad. Pero esa libertad que prometían las arengas revolucionarias no parecía corresponder a la realidad de las jóvenes repúblicas, sumidas ahora en sangrientas y dolorosas guerras civiles. El optimismo que había antecedido al movimiento de independencia se tornó muy pronto en hondo pesimismo. A mediados del siglo XIX, había llegado ya la hora en que el pensamiento latinoamericano debía avanzar hacia un segundo momento de autoconciencia.

Descubrir cuál era el obstáculo que impedía a Hispanoamérica ingresar al camino de la libertad es la tarea que, de acuerdo a la narrativa de Zea, se impuso la generación que siguió a las guerras de independencia. Pensadores como Lastarria, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Samper y Bilbao, se dieron cuenta de que la libertad política no había sido acompañada por una «emancipación mental» con respecto al pasado colonial (Zea, 1976: 68 ss). Sin haber logrado la autonomía del intelecto, los hábitos mentales adquiridos durante la colonia seguirían acompañando al hombre latinoamericano, sin importar qué tan racionales e ilustradas fuesen sus constituciones políticas. Por eso, de lo que se trataba ahora era de formar un hombre nuevo, semejante al que había hecho posible una cultura como la europea o la estadounidense. Mediante una reforma de las instituciones políticas y educativas debería lograrse la completa desespañolización de la cultura. Había que redimir a Hispanoamérica de los hábitos y costumbres sembrados por España para inscribirla en el movimiento de la historia universal, en el flujo de todas las naciones hacia el reino de la libertad. Se empezó a hablar de la nación, pero no como si se tratara de un retorno a las raíces culturales del pasado, sino, todo lo contrario, como una tarea orientada hacia el futuro. La construcción de la nación debería fundarse solamente en los ideales a realizar, sin amarres directos con el pasado realizado. Su unidad no reposaba en una cultura ya decantada, sino en una cultura que estaba toda por hacer. Era necesario crear, como de la nada, una gramática, una literatura y una filosofía nacionales (Zea, 1976: 70). Y el instrumento ideológico para lograr este objetivo era el positivismo. Así lo entendió la generación que asumió la jefatura espiritual de Hispanoamérica hacia el último tercio del siglo XIX. Quienes enarbolaron esta doctrina trataron de realizar el «proyecto civilizador» esbozado por Sarmiento, Alberdi, Echeverría y todos los demás pensadores de la generación anterior: establecer el «orden» mediante una reforma de los hábitos y costumbres heredados de la colonia (Zea, 1976: 77; 1987: 244).

Pero —continúa el relato de Zea— no pasaría mucho tiempo antes de que comenzaran a revelarse las limitaciones de este segundo momento dialéctico de la conciencia americana. Las promesas de cambio mental, político y social anunciadas por el positivismo no se cumplieron en absoluto y la gran mayoría de la población se encontraba en una situación que en poco o nada se diferenciaba de la establecida durante la colonia. De otro lado, la burguesía emergente comenzaba a ser consciente de estar sujeta a la subordinación económica con respecto a una nueva potencia imperialista, los Estados Unidos, que encarnaba justamente aquellos valores exaltados por el positivismo. El «proyecto civilizador» fracasó, en opinión de Zea, por las mismas razones que había fracasado el «proyecto libertario»: ambos se habían empeñado en salvar las circunstancias, pero sin atreverse a asumir dialécticamente la herencia del pasado. Buscando asimilar los logros de la modernidad, los latinoamericanos del siglo XIX quisieron ser semejantes a Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Quisieron, en otras palabras, ser otros para llegar a ser sí mismos. Pero de esta paradoja se hizo consciente la generación que empezaba a tomar el relevo de la anterior hacia finales de siglo. Al reparar que el ingreso en la modernidad pasaba necesariamente por una recuperación de la propia historia, aquella generación puso en marcha el tercer momento de la conciencia latinoamericana en su recorrido hacia sí misma.

Este tercer momento, denominado por Zea el «proyecto asuntivo» —y que corresponde a la última figura de la tríada definida por Hegel en la Fenomenología—, es obra conjunta de tres generaciones. La primera de ellas está representada por pensadores como Martí, Rodó, Ugarte, Torres, Vasconcelos y García Calderón, entre otros muchos, quienes combatieron el positivismo de las generaciones anteriores tomando como punto de partida el espíritu latino de «Nuestra América» (Zea, 1976: 424 ss). Para todos estos pensadores, Latinoamérica debía volver los ojos hacia sí misma y buscar en ella no sólo la solución a sus problemas, sino el elemento que le permitiera incorporarse, sin complejo de inferioridad alguno, a una tarea de alcance universal. Este es el programa de Aufhebung que hizo suyo la generación posterior, la de pensadores como Arciniegas, Ramos, Orrego, Paz, Francovich, Martínez Estrada, Reyes, Ardao, Romero y Buharque de Holanda, quienes hacia la década del cuarenta se dieron a la tarea de «salvar» los valores no solo de la cultura latinoamericana en particular, sino de la civilización occidental en su totalidad, amenazados por los embates del fascismo en Europa (para su repercusión en Zea véase Gómez-Martínez 1995). Es así como, de acuerdo a la interpretación de Zea, tomó cuerpo un «nuevo humanismo» en la conciencia filosófica latinoamericana. No se trataba ya del humanismo ilustrado, que había convertido una manifestación concreta de lo humano, la de la cultura europea, en arquetipo universal frente al cual tenían que justificarse todos los pueblos de la tierra. La verdad tan penosamente alcanzada por la conciencia latinoamericana es que se es hombre únicamente al interior de una determinada circunstancia histórica, y en la medida en que las posibilidades ofrecidas por ésta son libremente utilizadas. Y esta verdad es el aporte más genuino de Latinoamérica al concierto de la cultura universal. Así lo entendieron también los pensadores de la generación que empieza a irrumpir hacia mediados de los años sesenta (Zea, 1976). Gentes como Fanon, Cesaire, Ribeiro, Gutiérrez, Salazar Bondy, Cardoso, Freire, Dussel, Roig, Miró Quesada y tantos otros pensadores de esta época, fueron conscientes de que la verdadera libertad humana es no solamente la del colonizado, sino también la del colonizador. Con ellos, el pensamiento latinoamericano consiguió elevarse finalmente —y después de recorrer un largo camino— hasta la esfera de la universalidad.

Como puede observarse, la recepción del circunstancialismo orteguiano está mediada en Leopoldo Zea por la filosofía de la historia de Hegel, a partir de la cual busca descubrir el camino de América Latina hacia su verdadera humanización. También este será el propósito de Arturo Roig, si bien aquí ya no es primeramente Hegel sino Kant —concretamente el Kant de los opúsculos tardíos— quien le permite al argentino organizar los materiales de la «historia de las ideas» en una filosofía latinoamericana de la historia.(3) Como se sabe, la filosofía de la historia no fue objeto de estudio sistemático por parte de Kant, sino que apareció diseminada en breves opúsculos que tienen su centro de gravedad en el concepto de «Razón práctica» desarrollado en la segunda crítica. En esos opúsculos, y principalmente en Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, Kant define su tarea como el intento de concebir una historia según la idea de la marcha que el mundo tendría que seguir para adecuarse a ciertos fines racionales. Es decir que el sentido de la historia no es para Kant una realidad que brote de la observación empírica de los hechos, sino un ideal orientador a priori que debería guiar la marcha de los sucesos humanos. La meta ideal de la historia no debe ser otra que la realización plena y absoluta de todas las potencias racionales del hombre, la humanización plena de la humanidad. No se trata de saber si esta humanización completa es posible o no, sino de actuar como si este supuesto, que tal vez nunca se realice, debiera, no obstante, realizarse. Se trata, entonces, de un imperativo moral.

Precisamente esta idea kantiana de localizar un hilo conductor de la historia latinoamericana a partir de principios a priori, será el punto de partida del pensamiento de Roig. Sólo que, para el filósofo argentino, estos principios no se encuentran anclados en las estructuras cognoscitivas de un sujeto ubicado más allá del tiempo y del espacio, sino en el devenir histórico de un sujeto empírico. Las luchas concretas libradas por ese sujeto para convertirse en autor de su propia historia, libre de todas las coerciones exteriores, se organizan, según Roig, en una normatividad fundamental llamada el «a priori antropológico» (Roig, 1981: 9-23). Estamos frente a un acto originario de autoafirmación a partir del cual un sujeto empírico se «pone a sí mismo como valioso», es decir, se constituye como sujeto. Pero no se trata, como en Descartes, de un proceso que se opera a nivel de la conciencia solipsista, ni tampoco, como en Kant, de un despliegue anclado en las disposiciones racionales de la «especie humana», sino de una lucha por el reconocimiento a nivel de la praxis social. En este punto es donde Roig echa mano del pensamiento de Hegel, concretamente de la famosa figura del amo y el esclavo diseñada por el filósofo alemán en la Fenomenología (Roig, 1981: 79 ss). El hombre se autoconstituye como sujeto —y, por tanto, se «humaniza»—, sólo en la medida en que se enfrenta directamente contra los poderes heterónomos, los que le imponen un dominio desde afuera. Y estos poderes se expresan sobre todo a nivel de las relaciones sociales, específicamente en el ámbito de las relaciones económicas de trabajo. «Ponerse a sí mismo como valioso» es ejercer un acto originario de rebeldía, en el cual el esclavo se niega a contemplarse a sí mismo bajo la mirada del amo, es decir, deja de verse como un medio, para empezar a valorarse como un fin (Roig, 1981: 50, 73, 79). Este acto fundamentalmente axiológico requiere, en un segundo momento, avanzar hacia una «toma de conciencia» de la propia situación dependiente, esto es, hacia la articulación de un pensamiento que haga posible desenmascarar los mecanismos ideológicos de la opresión. La autoconstituición del sujeto conlleva, entonces, una batalla por la des-alienación, por la transformación de todas aquellas estructuras sociales que impiden al hombre humanizarse. Batalla en la cual la filosofía, en tanto pensamiento crítico, jugará un papel fundamental.

Con estos elementos teóricos, Roig emprende una reconstrucción de la historia de las ideas latinoamericanas que le conducirá finalmente a la formulación de una filosofía de la historia. El propósito de esta filosofía puede reducirse a tres elementos centrales: primero, indicar en qué momentos de la historia se han dado procesos de autoconstitución de un «sujeto latinoamericano»; segundo, examinar el papel jugado por el «pensamiento» en todos estos procesos; y tercero, investigar cuáles son aquellas utopías decantadas en la tradición filosófica latinoamericana que pudieran servir como «ideales regulativos» para orientar la historia del continente según fines racionales. Veamos brevemente cómo desarrolla Roig estos tres aspectos fundamentales.

Al igual que en Zea, Gaos y Ortega, el leitmotiv de la filosofía de Roig es la idea de la «salvación de las circunstancias» mediante la «toma de conciencia» que un sujeto hace de su propia historia (Roig, 1981: 310).(4) Ya vimos cómo en Zea el conocimiento de las circunstancias es también una forma de autoconciencia, que en el caso latinoamericano ha pasado por tres etapas diferentes comenzando por el proyecto libertario de los criollos ilustrados en el siglo XVIII. Roig reconoce que ya antes de esta época se habían configurado subjetividades que se afirmaron como un «nosotros», frente a imperativos de fuerza que pretendieron someterlos. Pero coincide con Zea en que fueron los criollos los primeros que se identificaron como un «nosotros los americanos», inaugurando de este modo la autoafirmación del «sujeto latinoamericano». Aquí se empezó a operar el proceso de «transmutación axiológica» que caracteriza, según Roig, al momento dialéctico de la autoconciencia: el esclavo asume como propio el lenguaje del amo y lo pone a su servicio, cambiándole de signo valorativo (Roig, 1981: 51). La cultura española, que durante todo el período colonial había servido para oprimir a los habitantes de América, fue asimilada por los criollos y utilizada como arma para luchar contra el dominio de los españoles. El habla de dominación, que había servido para reducir a los criollos a la condición de medios, es utilizada por éstos como habla de liberación para valorarse a sí mismos como fines. Lo mismo ocurrió a mediados del siglo XIX, cuando otros sujetos sociales empezaron a reivindicar la necesidad de un «discurso propio», anclado en la realidad americana. Fue la «generación argentina del 37», la del joven Alberdi, Sarmiento y Echeverría, quien pidió la elaboración de un discurso vinculado a una estructura axiológica que lo pudiera constituir como «palabra nuestra». No se trataba, según Roig, de crear una filosofía de la nada, sino de apropiarse del legado de la cultura europea, y especialmente del pensamiento francés, para construir un discurso de «nuestras cosas» (Roig, 1981: 284-312). Luego vino la «generación del 900» (Rodó, Ugarte), que reaccionó contra las agresiones del imperialismo estadounidense y reivindicó el «espíritu latino» propio de las naciones hispanoamericanas (Roig, 1981: 64, 69). En todos estos casos —afirma Roig— estamos frente a diferentes grupos sociales que, en un determinado momento de la historia, reconfiguraron axiológicamente el discurso del dominador para «ponerse a sí mismos como valiosos».

Claro que, por tratarse de un proceso dialéctico —nos dice Roig—, las afirmaciones de todos estos sujetos conllevaron un «ocultamiento» de otros sujetos. Así por ejemplo, los criollos ilustrados se pusieron a sí mismos como valiosos, pero a costa de los indios, los negros y los mestizos. Algo similar ocurrió con la generación argentina del 37 y con la generación arielista del 900. Tan sólo unos pocos pensadores, como Francisco Bilbao y José Martí, lograron formular un concepto más universal del «nosotros los latinoamericanos» (Roig, 1981: 32-37). No obstante, Roig piensa que esta universalidad se encontraba ya implícitamente contenida en todos los proyectos de autoafirmación, ya que el «a priori antropológico» demanda (como en el imperativo categórico de Kant) que ese «nosotros» incluya también a todos los demás sujetos latinoamericanos por el solo hecho de ser hombres. Por eso, aunque la enunciación del «nosotros» se dio, en los tres casos mencionados, desde diferentes horizontes de comprensión, había en ellos un elemento común: la postulación de América Latina como idea regulativa. La unidad política y moral de América Latina, aparece en todos ellos como un «deber-ser», como el interés conductor en función del cual transcurre nuestra historia (Roig, 1981: 19). Y fue Bolívar quien formuló con mayor precisión esta idea en la Carta de Jamaica, proyecto que sería recogido posteriormente por Alberdi, Bilbao, Martí, Rodó, Ugarte, Vasconcelos y otros tantos (Roig, 1981: 56-59, 70). América Latina convertida en fin en sí misma, y no en medio para lograr fines ajenos: esta es la idea regulativa que, de ser algún día realizada, deberá incorporar al continente en el «largo y doloroso proceso de humanización» por el que atraviesa toda la humanidad (Roig, 1981: 75, 50).

  1. Hacia una genealogía del «pensamiento latinoamericano»

Resulta fácil advertir que el historicismo filosófico de Zea y Roig expresa legítimamente el «malestar en la cultura» generado en Latinoamérica —y en todo el «tercer mundo» en general— por la experiencia periférica de la occidentalización. Ya en Ortega mismo, el pensamiento historicista es, ante todo, una señal de alarma frente a la crisis de la modernidad europea. Ortega era consciente de estar viviendo un momento histórico (comienzos del siglo XX, primera guerra mundial) en el que la sensibilidad europea daba un viraje radical con respecto a los ideales humanistas que habían sostenido a Occidente durante más de cuatro siglos. En esto, el filósofo español coincidía con pensadores como Nietzsche, Dilthey, Simmel, Weber y Heidegger, para quienes el racionalismo había dado a luz una maquinaria técnica, política y burocrática, que amenazaba con ahogar completamente la vida individual. Por su parte, Gaos entendió que este viraje histórico representaba la crisis definitiva de un discurso filosófico que, aunque asociado vitalmente a circunstancias específicas (la ilustración europea), insistía en presentarse a sí mismo como portador de un saber universal y necesario. Consecuentes con esta reacción, Leopoldo Zea y Arturo Roig se dan a la tarea de elaborar una crítica filosófica a la modernidad europea mediante una latinoamericanización de sus contenidos humanísticos. Al igual que en el drama de Shakespeare, donde el esclavo Calibán utiliza el lenguaje de su amo Próspero para maldecirle, los dos filósofos articulan su crítica en el mismo lenguaje filosófico de la modernidad —y concretamente, a través del registro «filosofía de la historia»—, para criticar a la modernidad misma y superar sus manifestaciones patológicas. Pero, —nos preguntamos— ¿qué pasaría si las «patologías» de la modernidad se encontrasen vinculadas justamente a ese tipo de lenguaje? ¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos «deshumanizantes» de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas? ¿En dónde quedarían las críticas de Roig y de Zea si lo que se considera el remedio para la enfermedad, fuese en realidad la causa de la enfermedad misma?

Tanto Ortega y Gaos como Roig y Zea organizan su filosofía sobre la base que sustenta todo el pensamiento de la modernidad europea: la idea del hombre como un ser dotado de capacidades susceptibles de ser racionalmente dirigidas, ora en el plano de la organización social y política, ora en el plano de la cultura. El hombre como «centro» de la realidad y como dueño absoluto de su propia historia. El hombre como «sujeto», es decir, como realidad fundamental que está «debajo» y garantiza la unidad de todos los procesos de cambio. El sujeto concebido humanísticamente como «autoconciencia», esto es, como sede y origen del lenguaje y el sentido. Así, por ejemplo, Ortega estaba convencido de que los cambios políticos y económicos son fenómenos de superficie, que dependen en realidad de las ideas y de las preferencias estéticas y morales predominantes. Esto le llevó a plantear la tesis —aceptada en su totalidad por Zea y Roig— de que la historia es un proceso anclado en la intencionalidad de sujetos agrupados generacionalmente. Ya no es el Espíritu absoluto de Hegel, ni el héroe solitario de Carlyle quienes funcionan como sujetos de la historia, sino el «nosotros» que se sabe perteneciente a una tradición y que adquiere conciencia de sí mismo a través de las élites intelectuales. La generación de los letrados se convierte así, como diría Ortega mismo, en el «gozne sobre el cual la historia ejecuta sus movimientos». Ellos, los letrados, tienen la misión —y la responsabilidad moral— de salvar la circunstancia mediante el pensamiento; de elaborar «proyectos» tendientes a humanizar su propio mundo.

No obstante, a finales del siglo XX han comenzado a elaborarse otro tipo de lecturas sobre la historia latinoamericana. Lecturas que en lugar de ver los discursos como reacciones vitales de un sujeto autónomo, los entienden más bien como fenómenos históricos sin relación alguna con la «naturaleza humana». Teóricos como Angel Rama y Walter Mignolo, para colocar sólo dos ejemplos, han creado narrativas en las que los discursos aparecen como reverberaciones que ya no se configuran al interior de las «conciencias», sino de marcos epistemológicos y relaciones de fuerzas que generan sus propias normas de verdad. Se crea, de este modo, un escenario en el que la letraha sido despojada de su misión salvífica, y en donde ya no queda lugar alguno para una «filosofía de la historia» en el estilo de Leopoldo Zea y Arturo Roig.

Concentrémonos, por el momento, en el soberbio enfoque genealógico del pensamiento latinoamericano que nos ofrece Angel Rama. La tesis central de Rama es que la letra ha funcionado tradicionalmente en las sociedades latinoamericanas como un instrumento de control. Ya desde la época colonial, pero especialmente a raíz de los procesos de urbanización iniciados en Latinoamérica desde finales del siglo XIX, se puso en marcha una dinámica social en la que los lenguajes simbólicos, y concretamente la escritura, empezaron a adquirir una existencia autónoma (Rama 32 ss). Se configuró una élite urbana de letrados, estrechamente vinculados con el poder político, cuya función era controlar la producción y circulación de las ideas en medio de una sociedad analfabeta. Abogados, escribanos, burócratas de la administración e intelectuales tomaron en sus manos el manejo de aquellos lenguajes simbólicos que legitimaban la institucionalidad del poder (ideales políticos, documentos, leyes, edictos, constituciones, etc.) (Rama 57). Se fue instaurando de este modo un profundo divorcio entre la «ciudad real», donde predomina la comunicación oral, y la «ciudad letrada» en donde lo único que vale es la palabra escrita (Rama 41). Los letrados —y en el caso que más nos interesa, los pensadores—, convertidos ahora en directores espirituales de la sociedad, asumieron la «misión» de producir ideologías y políticas culturales destinadas a reglamentar la vida pública. Modelos que, al absorber el mundo pluriforme de las identidades empíricas en los esquemas monolíticos de la escritura ilustrada, conllevaban de por sí una fuerte tendencia a la homogeneización de la vida colectiva.(5)

Como ya puede adivinarse, la lectura que hace Rama de la «conciencia latinoamericana» choca frontalmente con los metarrelatos creados por Arturo Roig y Leopoldo Zea. Tomemos, por ejemplo, el caso del siglo XIX, y concretamente el período de la llamada «emancipación mental», cuando, en opinión de ambos filósofos, pensadores como Alberdi, Bello, Echeverría, Bilbao y Lastarria habrían inaugurado el «para-sí» de la conciencia americana. Si seguimos la interpretación de Rama, lo que estos letrados hicieron no fue otra cosa que consolidar un tipo de legalidad tendiente a unificar racionalmente el tejido entero de la sociedad. Había que «construir la nación» y dotarla de una «identidad» perfectamente definida. Para ello se hacía imprescindible crear una «idiosincrasia» que debería ser reflejada fielmente por la lengua, la historia y la literatura. Nacieron así los proyectos de una reforma de la gramática española (Bello) y de una «historiografía nacional» —con su culto a los héroes y a las acciones patrióticas— que deberían ser institucionalizados a nivel de la escuela. Y, por supuesto, nació también el proyecto de una «filosofía americana» expresado en el famoso manifiesto de Alberdi. Estos proyectos no obedecieron a la necesidad de «salvar la circunstancia» (Gaos / Zea) ni de elevar al «sujeto americano» como «valioso en sí mismo» (Roig), sino de crear una sociedad que pudiera ser administrada desde instancias políticas claramente definidas, y en las que los letrados mismos tendrían participación activa. Una sociedad organizada sobre la idea moderna de la «nación», en donde no había lugar alguno para las «pequeñas historias», aquellas articuladas desde la oralidad y la diferencia. La pluralidad heterogénea de sujetos sociales debería quedar integrada en las «grandes Historias» creadas por los letrados y enseñadas en las escuelas. Desde la interpretación de Rama queda, entonces, mal parada la idea de una «conciencia latinoamericana» libre de las rapiñas, los disfraces y las astucias del poder. Pues lo que el pensador uruguayo muestra es, justamente, que el conocimiento de «lo propio» ha estado ligado siempre a la pasión de los letrados, a sus odios recíprocos, sus discusiones fanáticas y sus ambiciones políticas.

En Rama encontramos ciertamente una ruptura frente al paradigma moderno que atribuye a la «conciencia» la creación de nobles ideales humanísticos tendientes a «salvar las circunstancias». Detrás de los discursos latinoamericanistas ya no se ubica un «sujeto», entendido como origen de los mismos, sino un conjunto de relaciones de fuerzas, intereses de clase y luchas de poder, que «generan» tanto a los sujetos como a los discursos. Por eso, al mostrar las discontinuidades inherentes a la conciencia latinoamericanista, Rama dio un paso importante hacia una genealogía del pensamiento latinoamericano. Pues como bien lo afirma Foucault, «la genealogía no pretende remontar el tiempo para reestablecer una gran continuidad más allá de la dispersión del olvido… Nada que se asemeje a la evolución de una especie, al destino de un pueblo. [Su tarea] es, al contrario,… localizar los accidentes, las mínimas desviaciones, los errores, las faltas de apreciación, los malos cálculos que han dado nacimiento a lo que existe y es válido para nosotros» (Foucault 1992: 27). Es decir que, en lugar de crear narrativamente una serie de continuidades que harían posible reconstruir la evolución del pensamiento latinoamericano, tal como nos propone Zea, la genealogía se ocupa de mostrar las rupturas, los vacíos, las fisuras y las líneas de fuga presentes en la historia. Y esto no lo hace impulsada por algún malvado placer destructivo, sino porque sospecha que es justamente ahí, en el espacio de las discontinuidades, donde se articulan las voces (que no los textos) de aquellos que habitan la «ciudad real» de la que nos habla Rama.(6)Detrás de las máscaras totalizantes del «sujeto latinoamericano» (Roig) y del «proyecto asuntivo» (Zea), elaboradas por la filosofía de la historia, se encuentran preocupaciones muchísimo menos heroicas y profanas: las de una multiplicidad de sujetos híbridos que elaboranestrategias orales de resistencia para transitar las contingencias del presente. Mostrar esos espacios de heterogeneidad es, por tanto, la tarea de la genealogía, en contraposición a los grandes metarrelatos elaborados por la filosofía latinoamericana de la historia.(7)

Pero este primer paso hacia la genealogía debe ser complementado con una reflexión que nos muestre en qué tipo de orden del saber se inscriben los discursos historicistas de la filosofía latinoamericana.(8) Si miramos la descripción que hace Foucault de la episteme moderna en su libro Las palabras y las cosas, nos daremos cuenta de que el registro «filosofía de la historia» pertenece al sistema de discursos científicos que logró imponerse en los medios académicos europeos a mediados del siglo XIX (Foucault 1984: 217 ss). En ese sistema de signos, el saber ya no podía desplegarse sobre el fondo unificado y unificador de la mathesis universalis, tal como había sucedido en laepisteme clásica, sino que requería necesariamente de un fundamento infundamentado que diese coherencia y unidad a los contenidos. Este fundamento será buscado, desde Kant, en las condiciones a priori del conocimiento establecidas por un sujeto capaz de darse representaciones objetivas de sí mismo. Aparece de este modo la figura de la reflexión, que en Hegel se convierte ya en el retorno histórico de la conciencia a sí misma para buscar allí los fundamentos últimos de su propia esencia. Retorno que atribuye al pensamiento una función liberadora, a la manera de una promesa que se va revelando lentamente a los hombres, y cuya concreción histórica tiene lugar en el ámbito de la política. El registro «filosofía de la historia» se comporta, entonces, como la representación que un sujeto preexistente hace de su devenir en la historia, y en la que ésta aparece como el lugar en donde se va cumpliendo poco a poco, a través de revoluciones y contrarrevoluciones, la promesa de su propia liberación. De este modo, la historia es narrada como un proceso dialéctico de autoconstitución de la «conciencia» mediante la reflexión crítica. A través de la crítica, el «sujeto de la historia» avanza hacia la configuración de nuevas formas de autoconciencia que recogen los contenidos de la época anterior y los asume en un movimiento de síntesis.

Foucault mismo ha señalado cuáles son los problemas del ordenamiento moderno del saber en general, y de la filosofía de la historia en particular. En un marco epistemológico en el que la verdad del conocimiento es sostenida por las representaciones de un sujeto único, resulta evidente que las «pequeñas historias» carecen de significación. Las reivindicaciones de sexo, raza, edad y condición social, o bien los simples avatares afectivos de los sujetos empíricos, son integrados en un espacio omnicomprensivo de carácter trascendental, en donde deberá buscarse el «sentido mayor» de nuestras vidas. La mirada se aparta de lo más próximo y se dirige hacia donde siempre quisieron mirar los letrados: hacia las formas más puras y abstractas, hacia los ideales más nobles, hacia los pensamientos más elevados. Allá, en esa lejanía, deberá buscarse el secreto del encadenamiento entre las palabras y las cosas. Conocerlo será la clave para saber quiénes somos, para descubrir nuestra «identidad», para romper las cadenas que nos atan a la «minoría de edad». Las diferencias son subsumidas de este modo en un orden discursivo que señala a cada uno su papel en el escenario de la historia y le prescribe metas a realizar.

Pues bien, precisamente a este orden discursivo pertenecen las narrativas historicistas de Leopoldo Zea y Arturo Roig. Su «filosofía de la historia» funciona utilizando todos los motivos y figuras definidos por aquella red arqueológica del saber que Foucault llama la episteme moderna. Existe una «lógica» de la historia, un sujeto trascendental, unos ideales a priori, unas «objetivaciones» de la conciencia, y unos intelectuales críticos que descubren el secreto de «lo nuestro». Para Zea, la lógica de la historia es la yuxtaposición de proyectos a través de los cuales la «conciencia americana» ha logrado elevarse penosamente hasta el reconocimiento de sí misma. Las guerras de independencia en el siglo XIX, la revolución mexicana, los nacionalismos y populismos del siglo XX, las revoluciones en Cuba y Nicaragua, son vistos por él como «momentos» de lo que llama la «Dialéctica de la conciencia americana» (Zea 1976b). Todo ha sido un proceso histórico de aprendizaje, de «toma de conciencia» y de afirmación de lo «propio» frente a las injerencias del colonialismo; la lenta pero efectiva emergencia de un concepto más amplio y universal de humanidad. Pero de las víctimas humanas y del sufrimiento causado por este «aprendizaje», así como de las estructuras homogeneizantes que de él han resultado, nada nos dice el pensador mexicano. Tampoco nos explica por qué ciertos pensadores o corrientes ideológicas son seleccionados en su reconstrucción de la «historia de las ideas» latinoamericanas, mientras que otros son misteriosamente excluidos.(9) No es extraño: para la «filosofía de la historia», las palabras guardan siempre su sentido, los deseos su dirección y las ideas su lógica. En ella no queda lugar alguno para la disonancia, la hibridez y la discontinuidad.

Por su parte, Arturo Roig presenta la historia latinoamericana como un proyecto asentado en ideales regulativos de carácter antropológico y que tiene, por ello, unas metas específicas: la realización de una «América para nosotros», tal como la pensó Bolívar. El deber serkantiano se mezcla con la dialéctica histórica de Hegel para construir un metarrelato en el que la utopía bolivariana juega como eje central sobre el que se ordena toda la historia del pensamiento latinoamericano. Nada se dice de los mecanismos de exclusión que acompañaron el surgimiento de esa utopía, como tampoco de la existencia de otro tipo de representaciones utópicas, quizás menos fáusticas y diferenciadas, pero que también cumplen una función autovalorativa. La «unidad moral y política» de América Latina es el gran imperativo humanístico al que deberán someterse todas las fuerzas sociales del continente. Y el ámbito burocratizado, corrupto y autorreferencial de la gran política —¿cuál otro podría realizar semejantes metas?— es presentado como el lugar donde se cumplirá la promesa de liberación. Al igual que Kant, y en concordancia con los ideales de la modernidad, Roig parece estar convencido de que el problema político es el problema crucial de la especie humana, ya que de su resolución dependen la felicidad y la «paz perpetua». La aproximación lenta pero segura hacia una «liga de naciones» kantiana —en donde la unidad latinoamericana sería tan sólo un momento previo y necesario—, adquiere las características de un imperativo moral.

Al activar el registro moderno de la «filosofía de la historia», los dos pensadores latinoamericanos reproducen un tipo de discurso que le señala un curso normativo a la vida y a la historia. Un discurso que, además, otorga a los letrados el papel de legisladores e intérpretes de esa vida y de esa historia. La oralidad de la «ciudad real», en donde priman los accidentes, las rupturas y las desviaciones, es «fijada» en los discursos de la «ciudad letrada», que acentúan las unidades, las continuidades y las totalizaciones. Quizás podríamos hablar, con Foucault, de una «historia efectiva» que se contrapone al mito de la «filosofía de la historia». Mientras que ésta aparece como una totalidad en la que la economía, la sociedad y la cultura se encuentran engarzadas «dialécticamente», como si entre ellas existiese una especie de «armonía preestablecida», aquella se presenta como el ámbito propio de la diferencia. O, como bien lo dice Foucault:

«La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia: nada en el hombre es lo suficientemente fijo como para comprender a los demás hombres y reconocerse en ellos… Saber, incluso en el orden histórico, no significa «reconocer» y mucho menos «reconocernos». La historia será «efectiva» en la medida en que introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser» (Foucault 1992: 46-47).

Notas

  1. José Luis Gómez-Martínez describe esta idea como el «proyecto fundamental» de la filosofía latinoamericana. cf. Pensamiento de la liberación., pp. 107-201.
  2. La lectura que haré de Zea se basa fundamentalmente en su libro El pensamiento latinoamericano, Barcelona, Ariel, 1976.
  3. El estudio de la presencia de Kant en pensadores como Roig, Hinkelammert y el último Dussel, es un capítulo que, por desgracia, permanece todavía inédito en la historiografía filosófica latinoamericana.
  4. Roig se apartará, sin embargo, del circunstancialismo de Ortega por considerarle una posición «no dialéctica». cf. id., «La Historia de las ideas cinco lustros después», en: id., Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá, USTA, 1993, pp. 63-64.
  5. Por supuesto no todos los «letrados» del siglo XIX y hasta mediados del XX pueden ser leídos desde este esquema. El mismo Rama menciona el caso de Simón Rodríguez como un intelectual alejado de la tentación del poder y cercano, por ello, a los afanes más profanos de la «ciudad real». cf. Ibid., pp. 62-67.
  6. La genealogía no pretende en ningún momento «representar» esas voces. Todo lo contrario, ella busca excavar bajo el suelo de aquellos discursos que sí han pretendido hablar en nombre del «pueblo» y mostrar cuales son las capas heterogéneas sobre las que se construyen.
  7. Sobre este problema, véase: R. Salazar Ramos, «Los grandes meta-relatos en la interpretación de la historia latinoamericana», enReflexión histórica en América Latina. Ponencias VII Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana, Santafé de Bogota, Universidad Santo Tomás, 1993, pp. 63-108.
  8. Este tema lo he desarrollado ampliamente en mi tesis de maestría Die Philosophie der Kalibane. Das Projekt zur «Überwindung Hegels» in der lateinamerikanischen Geschichts-philosophie, Universidad de Tubinga (Alemania), Facultad de Filosofía, 1996. Aquí presento un resumen muy esquemático de algunos argumentos allí trabajados.

No han pensado acaso las mujeres —para quedarnos sólo con el ejemplo más evidente— durante los últimos quinientos años en América Latina? Pero atrapada en los cánones panópticos de la episteme moderna, la filosofía de Zea es incapaz de ver otro pensamiento distinto al de los «letrados»

Bibliografía de obras citadas

  • Foucault, M. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-textos, 1992.
  • Foucault, M. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Barcelona: Planeta-Agostini, 1984.
  • Gaos, José. Pensamiento de lengua española. En Obras Completas. Tomo VI, pp. 31-328. México: UNAM, 1990.
  • Gómez-Martínez, José Luis. Pensamiento de la liberación. Proyección de Ortega y Gasset en Iberoamérica. Madrid: Ediciones EGE, 1995.
  • Gómez-Martínez, José Luis. «Una influencia decisiva: El legado de José Gaos al pensamiento iberoamericano.» Cuadernos Americanos 25 (1991): 49-86.
  • Medin, Tzvi. Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana. México: F.C.E., 1994.
  • Ortega y Gasset, José. «La historia como sistema». En Historia como sistema y otros ensayos filosóficos. Madrid: Sarpe, 1984, pp. 29-95.
  • Rama, Angel. La ciudad letrada: Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
  • Roig, Arturo Andrés. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: F.C.E., 1981.
  • Roig, Arturo Andrés. Historia de las ideas, Teoría del discurso y Pensamiento latinoamericano, Santafé de Bogotá: USTA, 1993.
  • Villegas, Abelardo. El pensamiento mexicano en el siglo XX. México: F.C.E., 1993.
  • Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano. Barcelona: Ariel, 1976.
  • Zea, Leopoldo. Dialéctica de la conciencia americana. México: Alianza Editorial, 1976b.

Zea, Leopoldo. Filosofía de la historia americana. México: F.C.E., 1987

Fuente:

http://www.ensayistas.org/critica/generales/castro4.htm

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/0SN6Was0qf-1zajqh0-KDBAzpny3pwedMIWYTCkkPBmIg4Gl3dLWha5uZKC-lsq62rdO7qI=s85

 

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