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El nuevo mundo tendrá que asumir un paradigma de transformación incluyente sobre la base de la esencialidad humana compartida.
El 9 de noviembre de 1989 el mundo sufría una sacudida. Caía, con el Muro de Berlín, el telón de la experiencia soviética y se desgranaba el bloque de naciones que en el Este europeo habían cultivado, con luces y sombras, un socialismo centralista.
Del lado occidental, el triunfalismo dominaba la escena y se difundía, en un gigantesco intento de manipulación, un supuesto fin de la historia y de las ideologías, dando por sentada la victoria definitiva del capitalismo, bajo la égida de su país insignia, los Estados Unidos de América.
Ya en el estertor de aquel breve espejismo neoliberal, el pensador humanista Silo se preguntaba: “¿Cómo ocurrirá la caída en la otra mitad del mundo?”[1]
Esa caída está ocurriendo ahora.
La rivalidad de los contrincantes
Con signo distinto, pero con herramientas similares, China disputa hoy en todas las esferas la preeminencia que tuvo Estados Unidos durante el siglo pasado. El gigante oriental aprovecha su potencia demográfica -virtud y a la vez preocupación principal- para ascender al podio de los indicadores socioeconómicos a nivel mundial.
Si bien su producto bruto interno sitúa a la potencia norteamericana todavía en lo más alto de la escala, con más de 19 billones de dólares frente a los 14.7 billones de China, el nivel de las exportaciones de la potencia oriental ya duplica en 2021 el de los primeros.[2] De este modo, mientras la balanza comercial del país asiático muestra un superávit de 572 mil millones, la de su adversario occidental exhibe un aplastante déficit de casi 1 billón (en la notación en español, millón de millones).
Otro tanto sucede con la deuda, que en el caso estadounidense asciende a un 134% del PIB (2020), mientras que la de China comporta un 68%, a pesar de su inversión sostenida.
Significativo es también el avance chino en la producción energética. A pesar de la elevación en su consumo general (un 50% más que el de EEUU), China exporta en este rubro el doble e importa más de 10 veces menos.[3]
Más allá de las cifras económicas, es imponente el avance chino en el aspecto de la mejora socioeconómica de su población. Según los datos del sitio consultado, el riesgo de ser pobre en aquel país ha descendido desde el año 2000 de un 50 a un 0%. Mientras tanto, en EEUU ese porcentaje ha oscilado en los últimos veinte años entre un 11 y un 15% de la población. Es decir que, con una población cuatro veces menor, más de un estadounidense de cada diez se encuentra con severas dificultades en su supervivencia, lo que es una muestra evidente de decadencia sistémica.
Otro indicador del declive del modelo otrora dominante, es la violencia física extendida y el temor que sufren los habitantes de los Estados Unidos, donde a diario suceden un promedio de 45 asesinatos. Por otra parte, constituyendo menos del 5 por ciento de la población mundial, tiene casi la cuarta parte de los presos del mundo, exhibiendo así una mezcla explosiva de criminalidad y represión legalizada. China supera ligeramente a EEUU en términos absolutos en la cantidad de reclusos (unos 2 millones y medio de presos), pero en razón de su volumen de población la proporción de personas encarceladas es de 170 frente a los 670 por cada cien mil del país del Norte.
El espacio avasallado
Más allá de estas breves comparaciones casi escolares, la sombra del declive de la otrora potencia hegemónica, se extiende sobre los espacios que logró o pretendió convertir en vasallos. El llamado “hemisferio occidental” en la jerga de la política exterior estadounidense, se encuentra sumido en una severa crisis, que tiene a la inflación, el endeudamiento, las desigualdades y la miseria como principales componentes.
Así, en estos territorios situados en Europa, Latinoamérica y el Caribe, blanco del proyecto neocolonial, abundan las revueltas populares contra el alineamiento impuesto por la política imperial y las legiones de la OTAN.
Mientras los pueblos de Europa, con mayor o menor conciencia de sus causas, se alzan contra la situación producida por el status de ocupación de la posguerra – que en su momento supuso cierto bienestar y estabilidad, cuestiones centrales para el mandato cultural de sus componentes nórdicos –, sus débiles gobernantes continúan siendo portavoces de rendir tributo a un mundo que ya no existe.
Huelgas en el Reino Unido, Francia, Alemania y Bélgica, la paralización de vuelos a comienzos de la temporada estival, las protestas de agricultores en Holanda o de los trabajadores de la sanidad en Grecia, masivas manifestaciones en Bulgaria, Macedonia del Norte e Italia, se enhebran en un collar de malestar antigubernamental creciente, cobrándose renuncias como las de Mario Draghi, Boris Johnson o la primera ministra de Estonia Kaja Kallas. Asimismo el impetuoso avance de la France Insoumise liderada por Melenchon, pero también el crecimiento de la extrema derecha de Marine Le Pen en las últimas elecciones parlamentarias de Francia, signadas además por un alto abstencionismo, muestran el humor político anti-establecimiento que campea en tierras europeas.
El conflicto bélico en Ucrania, producido por la insistencia militarista estadounidense de expandir las fronteras bajo su dominio y evitar que Europa se incline cada vez más hacia el Oriente, no ha hecho sino agudizar la situación, cuyos factores estructurales habían sido ya empeorados por la pandemia del Covid-19.
Por otra parte, los bancos y los fondos de inversiones de todo el mundo se preparan para un recrudecimiento sin precedentes de los disturbios civiles en Estados Unidos, Reino Unido y Europa, ya que la subida de los precios de la energía y los alimentos eleva el coste de la vida a niveles astronómicos, dice Nafeez Ahmed, citando en condición de anonimidad a un alto ejecutivo de Wall Street.
Las mismas señales de rebelión surcan el frente latinoamericano y caribeño. La movilización social en Panamá, Ecuador, Colombia o Chile, países atravesados por la insensibilidad social del neoliberalismo como política de Estado, dan clara muestra de ello. De este modo, la breve revancha del capital luego de la ola de gobiernos progresistas en la primera década del siglo XXII, trajo nuevamente consigo el hastío popular.
Sin embargo, el marco de crisis sistémica cobra muy caro los errores a los nuevos gobiernos emergentes, que de no abrirse a nuevos rumbos, sufren el azote de anclarse, voluntaria o involuntariamente, al poder establecido generando finalmente la desazón popular en lugares que generaron esperanza como Argentina o Perú.
En esta región, el desalineamiento del derrumbe estadounidense es primordial y parece ser solo posible a través de la aceleración de la integración supranacional con fuerte participación de los pueblos.
La implosión imperial
Tal como sucede con diversas enfermedades derivadas de un crecimiento desproporcionado, los imperios, pretendidos o consolidados, suelen caer por su propio peso. La dificultad de mantener el orden en territorios cada vez más distantes, el desmedido costo de aprovisionar y sostener su poder militar, las reyertas de poder en su interior y la falta de adaptación al advenimiento de ideas y prácticas superadoras, son algunas de las causas frecuentes del desmembramiento de imperios que en su momento parecían invencibles.
Pero previo a ser superados por potencias adversarias, sus centros se derrumban por implosión.
Tal es el caso de los EEUU, país que sostuvo una política expansionista en términos militares, económicos, diplomáticos y culturales desde su misma creación. Hoy la entropía hace estragos en su propio territorio y a pesar de la persistencia en exportar sus esquemas violentos a través de la cinematografía y la tecnología digital, hace ya tiempo que dejó de ser un modelo a imitar. La muerte que sus legiones llevaron a todo el planeta, se ensaña hoy en sus calles y escuelas con su propia población.
La glorificación supremacista continúa, hoy como ayer, segregando a negros y latinos, cuya proporción poblacional es cada vez mayor, sobre todo en el segmento joven y más vapuleado por la desocupación y la precarización. Según el Censo 2020, 53% de los menores de 18 años residentes en el país, manifestaron ser de un origen diferente al blanco-anglosajón. En estados como California, Nuevo México, Nevada, Texas, Maryland y Hawái y, por supuesto, en el territorio colonizado de Puerto Rico, los blancos no hispanos ya están en minoría.
A su vez, los guarismos del mismo censo revelan que, a pesar del crecimiento poblacional de un 7.35% entre 2010 y 2020 (de 308,7 millones a 331,4 millones), hubo una disminución poblacional en los condados del interior y un aumento en las grandes ciudades.
En este transcurso a una nación multirracial, más diversa, menos rural y más metropolitana, es comprensible la aparición de rémoras como el trumpismo, encontrando seguidores entre los nostálgicos de un pasado cada vez más inexistente.
Esta resistencia a las nuevas realidades, junto a las carencias en la contención sanitaria y educacional, falta de horizonte laboral, vacío existencial, adicciones, criminalidad extendida y armamentismo interno, configuran una explosiva mezcla, que podría desbordar hacia una nueva guerra civil.
Las contradicciones se exacerban. Al mismo tiempo que un importante sector de la población hace resonar alto y claro que “las vidas negras importan” o proclamas con contenido feminista, proliferan las milicias armadas ultranacionalistas y la infiltración de la ideología de extrema derecha en la policía. Mientras tanto, la Corte Suprema elimina el derecho constitucional al aborto y uno de sus jueces, Clarence Thomas, pide revisar el fallo que consagró el derecho al matrimonio homosexual y a obtener métodos anticonceptivos, en una clara cruzada conservadora que alienta a quienes promueven el discurso del retroceso.
El sistema político estadounidense, cooptado hasta la médula por la corrupción empresarial, ya no cuenta con el respaldo mayoritario de la población. El asalto al Capitolio y el desconocimiento de Trump de su derrota electoral no hacen sino enardecer a un amplio sector que ya reniega del barco hundido de una democracia inexistente.
La superación de lo viejo por lo nuevo
Hay quienes, con fe bienintencionada pero finalmente ingenua, son impulsados a creer en la inexorabilidad de futuribles producidos por fuerzas mecánicas. Con ello, no hacen sino debilitar, al menos en lo conceptual, la potencia agente de la intencionalidad de los conjuntos humanos en el desarrollo de la historia y muchos de ellos, a restarse de toda acción que contribuya a la conformación de nuevos modelos de relación y organización social, dando por supuesto que ello se producirá de cualquier modo.
Aplicando un enfoque humanista, debe afirmarse que no existen tales determinismos sino condiciones de posibilidad y oportunidad. Desde esta mirada, señala Silo, es preciso distinguir entre proceso revolucionario como “un conjunto de condiciones mecánicas generadas en el desarrollo del sistema”, y dirección revolucionaria, cuya “orientación en cuestión depende de la intención humana y escapa a la determinación de las condiciones que origina el sistema”.[4]
Así fue como los movimientos emancipadores de las Américas, portadores de los fuegos de libertad que los vientos de la ilustración habían derramado en sus conciencias más destacadas, aprovecharon los conflictos entre las potencias europeas para abrirse camino hacia su independencia.
Así ocurrió también unos años después de finalizada la guerra en 1945, cuando muchos pueblos del África y del Asia, luego de difíciles e inacabados procesos de unidad, vieron llegada la posibilidad de recuperar cierto grado de autonomía, alumbrando identidades nacionales.
La caída de “la otra mitad del mundo” y la esperanza viva de otro mundo posible en el que quepan muchos mundos, representan hoy una fuerte ventana de oportunidad para la superación de lo viejo por algo sustancialmente nuevo.
En este interregno, los “monstruos”[5] son indicadores de las resistencias a la transformación, no solo externas sino también de los pueblos, que se debaten entre la necesidad de cambio y viejos errores, entre la incertidumbre vital que atrae como un imán a antiguos dogmas y la necesidad de nuevos horizontes.
El nuevo mundo tendrá entonces que asumir un paradigma de transformación incluyente sobre la base de la esencialidad humana compartida. Una transformación radical que requiere de compromiso individual y colectivo en la construcción de la nueva realidad, tanto en la organización social, como en el paisaje interno y en los modos de relación interpersonal.
(*) Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en la agencia internacional de noticias Pressenza.
[1]En ocasión de la Inauguración del Parque Latinoamericano, La Reja, Buenos Aires, 7/5/2005.
[2] Datos de https://datosmacro.expansion.com/paises/comparar/usa/china
[3] Según el sitio DatosMundial.com https://www.datosmundial.com/comparacion-pais.php?country1=CHN&country2=USA
[4] Silo. Cartas a mis amigos. Séptima Carta. El proceso revolucionario y su dirección. Obras Completas vol. I. Editorial Plaza y Janés.
[5] Al decir de Gramsci