Por: Marc Saint-Upéry
En noviembre pasado, Colombia vivió una ola de movilizaciones que muchos compararon con las de Chile. En un país donde la protesta siempre fue criminalizada, y asociada a la guerrilla, miles de personas, sobre todo jóvenes, salieron a las calles con nuevas y viejas demandas. En esta entrevista, Álvaro Jiménez Millán analiza las dinámicas del movimiento, sus actores y sus perspectivas, en un contexto marcado por los obstáculos al proceso de paz y los cotidianos asesinatos de líderes sociales. Al mismo tiempo, dibuja una cartografía de los liderazgos que, en el espacio de centroizquierda e izquierda, buscan desplazar al uribismo en el poder. Jiménez Millán es analista político, columnista de la revista Semana, dirige la Campaña Colombiana contra Minas Antipersonal y es cofundador de Colombia Risk Analysis, una iniciativa de estudio sobre el riesgo político en Colombia, y de Crudo Transparente, centro de pensamiento e incidencia sobre el impacto socioeconómico y político de la industria del petróleo en el mismo país.
La opinión pública latinoamericana e internacional ha quedado muy sorprendida por el carácter novedoso y por la potencia de las movilizaciones de noviembre de 2019 en Colombia. Pero la continua y frenética espiral de acontecimientos mundiales ha dejado un poco en la sombra las secuelas de este movimiento. ¿Qué se puede decir al respecto?
La sorpresa fue también para Colombia. El 21 de noviembre de 2019 (conocido como el 21-n) significó un despertar colectivo, con liderazgos parciales y difusos, que puso en evidencia múltiples aspiraciones, especialmente en las ciudadanías jóvenes del país. Hubo novedad, diversidad, fuerza y mucha alegría. El 21-n fue también un Basta ya de la ciudadanía frente al hecho de que el uribismo continúe siendo el modelador de la coyuntura política y del futuro del debate nacional. Se trata también de una escenificación de rupturas y de la búsqueda de nuevos liderazgos, de nuevas formas de expresión, de desobediencia frente al establishment, pero también frente a la oposición clásica de la izquierda más «organizada». El 21-n se lo tomó la ciudadanía.
Luego hubo réplicas como aquellas que se dan luego de los terremotos, pero se fue perdiendo la fuerza y el entusiasmo inicial se redujo, con lo que no se puede negar que el proceso se debilitó. Adicionalmente, no hubo liderazgo ni capacidad orientadora del proceso. Las centrales obreras y el Comité del Paro han quedado rezagados, divididos e incluso se ven rechazados por sectores que acompañaron las marchas del 21-n en las diferentes ciudades. De allí que el fenómeno del 21-n se pueda considerar superado por la estrategia gubernamental, que logró enfriar el momento.
La estrategia del gobierno tuvo tres elementos que le permitieron ser exitosa: por un lado, la política informativa del «miedo al vandalismo» (estimulada por las informaciones sobre los acontecimientos en Chile), que permitió justificar la salida del ejército a la calle, la mano libre al Escuadrón Móvil Antidisturbios (esmad) de la Policía Nacional y la descalificación a los voceros del paro por irresponsables y peligrosos. Por otro lado, se satanizó como oportunistas a quienes desde el liderazgo político pudiesen incidir en la dirección del proceso. Finalmente, hubo lo que el gobierno llama la «Conversación Nacional», que permitió crear una interlocución paralela, con el apoyo de los medios, del sector empresarial y de la Iglesia católica, que defienden este espacio como manera de institucionalizar la protesta para que el país «no se salga de madre». El efecto real es que hasta hoy se desconoce al Comité del Paro y la negociación planteada por este.
Por último, la cercanía con las celebraciones de fin de año, que distrajeron la atención de la ciudadanía, contribuyó a apagar el entusiasmo del 21-n.
En el 21-n y las movilizaciones sucesivas se ha expresado una mezcla compleja de reivindicaciones de índole socioeconómico (pensiones, impuestos, educación, etc.), de rechazo vigoroso a la figura de Iván Duque –y, aparentemente, también al uribismo en general y a la casta política tradicional–, pero asimismo un clamor contra la violencia estatal y paramilitar. ¿Cómo se articulan estas demandas tan heterogéneas?
Creo que lo que hubo fue un grito colectivo y, si se quiere, desesperado. En la masividad de la protesta, incidió el agotamiento de la opinión ciudadana frente al descaro institucional que expresaba el gobierno a través del Ministerio de la Defensa, que minimizaba el asesinato de líderes sociales e intentó ocultar el asesinato del ex-combatiente de las farc [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia], Dimar Torres, por parte de un suboficial del ejército, acompañado por acusaciones mentirosas que trajeron a la memoria la práctica de las ejecuciones extrajudiciales conocidas como «falsos positivos» en Colombia.
El desarrollo de estos episodios devino en la salida del ministro de la Defensa, Guillermo Botero, luego de un debate parlamentario en el que se comprobó además que el ministro y el propio gobierno escondieron la muerte de niños durante un bombardeo a un campamento de las disidencias de las antiguas farc en el departamento del Caquetá. Ese hecho potenció la indignación contra el gobierno, que en buena parte se refleja en la masividad del 21-n.
Las otras reivindicaciones que articuló el Comité del Paro suman 104 y son reclamos de índole económica, regulatoria, social, además del rechazo al asesinato de líderes sociales e indígenas, etc. Sin embargo, este comité que convocó el 21-n se ha quedado sin aire suficiente al desinflarse la movilización de la calle y al enfrentar la estrategia de Conversación Nacional del gobierno.
Eso dicho, en el espacio creado por el gobierno, la cantidad de peticiones es mucho mayor, son miles, en muchos casos coinciden con las de las marchas y son contrarias al interés del gobierno. Por ejemplo, se ha pedido que se instale la mesa de negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (eln), que se suspenda la técnica del fracking para la explotación de petróleo o que se cambie el modelo económico basado en el uso de combustibles fósiles. No van a esa conversación solo los amigos del gobierno. Van también sectores que no tienen organización, individuos que sienten la posibilidad de decir cosas, de «quejarse» a ver si los escuchan, organizaciones que no se sienten representadas por el Comité del Paro o gente común y silvestre que va a ver si el gobierno les pone atención.
Pero la Conversación Nacional rompe el esquema de la convocatoria al 21-n, que tenía un comité responsable, unas peticiones y una exigencia de negociarlas. Ahora hay unas mesas coordinadas por personas a las que el gobierno convocó con apoyo de la Iglesia y de los empresarios para que escuchen a organizaciones e individuos en cada línea temática, sin un propósito claro, con una extensión en el tiempo indefinida, y a ver qué va pasando.
Así que no hay verdadero camino de negociación frente a las exigencias del 21-n. No hay reconocimiento real al Comité del Paro y se produce una suerte de paralelismo gubernativo frente a un movimiento social reivindicativo de múltiples orígenes. De allí la eficiencia de la estrategia del gobierno. No hay negociación, hay «conversación», y en el entretanto, los medios de comunicación con más audiencias ayudan en su mayoría al gobierno, poniendo en duda si la continuidad del paro vale o no la pena para la ciudadanía, estimulando la narrativa de que los vándalos se fortalecen, etc., etc. Y amplificando versiones de que el 21-n habría sido un plan de los «rusos», de Nicolás Maduro, de las disidencias de las farc, del eln, etc. Esto sin duda contribuyó a deslegitimar el proceso post-21-n, está cada vez más deslegitimado, por cierto no en los grupos organizados o militantes de izquierda, sino entre las clases medias de centro y de centroderecha, cuya participación fue la novedad que les dio fuerza a las protestas. Nunca antes estos sectores de la sociedad –de los que una parte se había expresado positivamente frente a la paz durante el plebiscito– habían acompañado reivindicaciones económicas o de normatividad laboral.
¿Qué se puede decir hoy del movimiento sindical colombiano? ¿Cuál es su nivel de presencia y de efectividad en la sociedad? ¿Está en una fase de redinamización, o lo del 21-n fue solo un efecto de oportunidad coyuntural?
El movimiento sindical por sí solo tiene poca convocatoria en la sociedad colombiana. En general, los sindicatos y su dirigencia no son una referencia para la mayoría de la población. Tenemos un movimiento sindical anacrónico, cuyas formas organizativas y de comunicación están ancladas en los años 60 del siglo xx. Sus liderazgos siguen excluyendo a las mujeres en los niveles de dirección fundamental y sus discursos hablan de temas que son marginales para la mayor parte de la población económicamente activa del país. No se puede hablar de redinamización en el mundo sindical. Ellos fueron parte de los convocantes a la fiesta (no fueron los únicos), y sin embargo no pusieron la música, no definieron lo que ocurrió el 21-n. Y luego del 21-n, la gente en la calle claramente no quiere que ellos sean sus voceros. Los estudiantes, las nuevas ciudadanías, los animalistas, la población lgtbi+, los artistas, entre otros que se movilizaron, tienen agendas diferentes de la de las reivindicaciones laborales, no le entregan ni le entregarán su voz a la dirigencia de la Central Unitaria de Trabajadores (cut) o del movimiento sindical en general.
Las pensiones no son la preocupación de los jóvenes, los suyos son temas como la calidad del aire, la sostenibilidad del planeta, y esos discursos no son los de los sindicatos ni los de las dirigencias sindicales. Si algo han demostrado el 21-n y sus desarrollos, es el anacronismo y la desconexión del liderazgo sindical con las ambiciones y las agendas del movimiento urbano, joven, estudiantil, desempleado, excluido, indígena, que se expresó con fuerza en esta fecha.
Parecería que, de un modo muy parecido a lo que pasó en Chile, hubo una especie de bifurcación o de paralelismo no sinérgico entre modos de protesta y de movilización muy novedosos y creativos, incluso lúdicos –y relativamente ajenos al repertorio de la izquierda tradicional–, y brotes de furia caótica y de vandalismo cuyas fuentes y modalidades no son fáciles de identificar y que, por supuesto, fueron instrumentalizados y exagerados por el poder. ¿Cómo lo ve?
La instrumentalización de la violencia real o imaginada fue exitosa para el gobierno en los días previos a la marcha del 21-n. Por eso fue fácil y conveniente para la derecha y sectores radicales de la derecha que llegáramos al toque de queda en Bogotá y Cali. Generar miedo sobre lo que ocurriría, llamar a proteger las ciudades de los vándalos, fue la estrategia semanas antes del 21-n, y al finalizar la jornada se vería la efectividad de esa estrategia. Es cierto que la ciudadanía, después del 21-n, respondió lúdicamente, como se vio por ejemplo en la jornada de cacerolazos. Pero este espíritu creativo y pacífico quedó desbordado por el miedo al «vandalismo», la imagen de los tanques en las calles de Bogotá, de las pedreas violentas, etc. La cuestión de las pedreas, que fue marginal en la realidad, a través de su manipulación mediática se ha convertido en un tema sensible. Eso no solo porque hay acusaciones de todo tipo frente a este y otros hechos posteriores, sino adicionalmente porque los sectores de centroderecha, para diferenciarse de la izquierda y fortalecer posiciones en el debate político, sostienen que las marchas no pueden afectar el diario y normal discurrir de las ciudades. Los sectores que defienden la parálisis de actividades son señalados como vándalos que perturban el orden y quieren destruir la sociedad.
Sin embargo, muchos observadores dicen que, pese a sus límites, el proceso de paz y el retorno de las farc a la vida civil han generado cierta «desestigmatización» de la protesta social, que permitió a nuevos sectores unirse a ella sin miedo y sin recelo. ¿Concuerda con esta caracterización?
Hay más deseo que realidad en esa afirmación. De hecho, los días previos al 21-n fueron de estigmatización de la protesta y promoción del miedo por parte del gobierno. «Impediremos que pase lo de Chile», «Maduro y Cuba no van a vencer en Colombia», «No van a obtener en la calle lo que perdieron en las urnas»: desde la Presidencia hasta medios importantes de radio y televisión promovieron este discurso, pasando por los voceros de las Fuerzas Armadas. Protestar en Colombia sigue siendo visto como algo negativo, sospechoso y manipulado por intereses foráneos.
Además, los liderazgos de centroderecha, alternativos a la derecha paramilitar pero cuidadosos frente a los intereses del statu quo histórico, repiten junto al gobierno de Duque que la protesta es válida «pero sin violencia», pese a que ninguno de los dirigentes del paro o del 21-n llama a la violencia (hay que insistir en esto). Esta expresión repetida refuerza la idea promovida por el gobierno de que la protesta amenaza la tranquilidad ciudadana, que no puede bloquear vías, no puede suspender servicios. Es decir que solo es aceptable la protesta «aconductada». Todo esto crea desconfianza sobre la salida a la calle, aunque hay que reconocer que los nuevos gobiernos locales, especialmente los de Bogotá, Medellín y Cali, promueven por su lado la validez de la protesta y luchan contra la estigmatización de las marchas y sus liderazgos. Pero lo hacen insistiendo en que no debe haber bloqueos y suspensiones de servicios, e incluso desarrollando iniciativas de protocolos locales para controlar la violencia en las marchas. Esto genera discrepancias en el movimiento social, porque la línea de separación entre estas iniciativas y los mensajes del gobierno nacional es muy delgada y se confunde en la opinión pública.
Si uno observa la historia de Colombia, afirmaciones de este tipo vigorizan lógicas de pensamiento vigentes durante el conflicto armado según las cuales toda protesta era infiltrada por la guerrilla y sus promotores eran señalados como «guerrilleros de civil». En la situación actual posterior al Acuerdo de Paz, el discurso y las iniciativas de los nuevos gobiernos locales aún no alcanzan para que la sociedad en su conjunto asuma o refuerce lógicas de transición que legitimen la protesta social y la comprendan como una búsqueda de escenarios de solución a diferencias subyacentes en el ámbito de la vida social y económica del país que requieren de mecanismos extraordinarios de negociación.
Además, este debate sobre estigmatización de la protesta y la violencia en ella está afectado por la disputa sobre las elecciones presidenciales en 2022 –que es un factor relevante en los desarrollos post-21-n–. Los llamados del senador y ex-candidato presidencial Gustavo Petro a que se mantenga el paro hasta que el gobierno se siente a negociar son rechazados por la mayoría de los líderes y partidos políticos que se expresan en el Congreso y que se postulan como alternativa al gobierno de Duque. Los dirigentes del Partido Verde y los del Polo Democrático Alternativo, así como los partidarios de Sergio Fajardo, señalan a Petro como incendiario e irresponsable y como promotor de la violencia.
En los últimos años, hubo varios paros universitarios nacionales, tres paros agrarios, varias «mingas» indígenas, paros cívicos en Choco y Buenaventura, movilizaciones estudiantiles gigantescas en Bogotá, Medellín, Cali, Manizales, Barranquilla y Bucaramanga y varias movilizaciones e iniciativas ciudadanas en varios lugares del país. ¿Se puede ver ahí una anticipación de lo que pasó en noviembre, o se trata de algo diferente?
No creo que se observe una lógica de crescendo continuo. Lo que hay es un gran descontento y, al mismo tiempo, una enorme dispersión del movimiento social. Parecía que el 21-n sería el factor de condensación, pero lo que vemos meses después es que la dispersión y división son mayores, lo que no significa que no vayan a darse nuevas movilizaciones. Los esfuerzos de coordinación entre las expresiones rurales y urbanas de las protestas son aún débiles e involucran fundamentalmente a los sectores organizados o militantes que, a pesar de ser los más activos, no fueron el eje del fenómeno 21-n.
¿Cuál fue el papel de las redes sociales en la movilización? ¿Prevalecieron sus funciones positivas de coordinación espontánea y descentralizada o se manifestó más bien el riesgo de olas de fake news y manipulación?
Al inicio de la jornada, el rol principal de las redes sociales fue el de transmitir información que sirvió para extender el movimiento y las marchas. Ese proceso fue cambiando con el paso de las horas y, al término del 21-n, se convirtió en un alimentador del miedo, con fake news sobre vandalismo, anuncios sobre oleadas de personas que llegaban a robar y vecinos que se armaban, con lo que la protesta fue perdiendo simpatías minuto a minuto.
Sin embargo, las redes sociales fueron y siguen siendo un poderoso instrumento de comunicación, especialmente entre los jóvenes. Son un dinamizador de emociones en favor y en contra de la protesta, instrumento de denuncia y socialización de situaciones, pero no parece que alguna estrategia particular en las redes sociales haya jugado algún rol significativo el 21-n. Fue una herramienta permanente tanto de quienes promovieron la movilización diversa como de quienes al caer la tarde de ese día impulsaron el miedo como fórmula. Los días posteriores, las redes han sido útiles para impulsar las nuevas jornadas, hacer visibles nuevas vocerías, especialmente de artistas, y tuvieron un rol muy relevante en difundir y buscar apoyo en la comunidad de colombianos en el exterior.
El «No» al proceso de paz levemente mayoritario en el plebiscito de 2016 parecía expresar, entre otras cosas, una cierta indiferencia de sectores urbanos más o menos «protegidos» frente a los sufrimientos y dilemas de territorios periféricos víctimas de los embates más crueles de la violencia política y criminal. Pero ahora se ha visto una participación importante de sectores medios urbanos en estas movilizaciones y en su reclamo de cumplimiento sincero e integral del proceso de paz. ¿Cómo lo explica? ¿De veras la mayoría de la sociedad colombiana ha decidido dejar de «mirar para el otro lado» frente a la violencia contra líderes sociales y poblaciones marginadas? ¿No hay riesgo de que, con el posible deterioro creciente de las condiciones de seguridad en varios territorios, caiga de nuevo una capa de indiferencia y de fatalismo sobre estos hechos?
Los sectores urbanos que vimos movilizados el 21-n en su mayoría fueron los mismos que marcharon por el «Sí» durante el plebiscito. Ese empate político negativo de la sociedad colombiana no se ha resuelto y el país político continúa profundamente dividido sobre el proceso de paz y sobre la coyuntura. A esa división contribuyen factores como la postura del gobierno de Duque, que buscó desde sus inicios destruir la Jurisdicción Especial para la Paz (jep) y el sistema de justicia transicional que es la almendra del acuerdo con las farc. No es poca cosa, pues expresa la voluntad del gobierno de debilitar el acuerdo. A ello deben sumarse otros elementos: el crecimiento de las disidencias de las antiguas farc y la profunda división de su liderazgo (Iván Márquez versus Timochenko), con las consecuencias que ello implica para la estabilidad de la reincorporación colectiva a la vida civil; la convocatoria a rearmarse a los antiguos combatientes; y, no menos importante, la nueva y múltiple división de la expresión partidista legal de la ex-guerrilla –que también se llama farc, pero ahora significa Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común– y sus flojísimos resultados electorales. Hay que mencionar también el crecimiento del eln y su dominancia en vastas e importantes regiones como el Chocó y el Catatumbo, la ruptura de relaciones con Venezuela, la tensión permanente derivada del apoyo del liderazgo colombiano a la estrategia de Estados Unidos contra Maduro, el apoyo a Juan Guaidó y la dinamización de los carteles locales e internacionales de la coca.
Todos estos factores, así como los caminos de solución a estos desafíos, dividen las opiniones y son temas relevantes para las regiones. Por ejemplo: uso o no de aspersión aérea o erradicación forzada de cultivos de coca en contra de decisiones constitucionales; incumplimiento de los compromisos del anterior gobierno con miles de campesinos sobre sustitución voluntaria de los cultivos; parálisis de los procesos de inversión en las áreas de presencia de las antiguas farc. Todos estos temas siguen polarizando el debate nacional y dan a muchos colombianos la idea de que el proceso de paz no avanza, idea respaldada por discursos oficiales como el de la ex-ministra del Interior Nancy Patricia Gutiérrez, quien recientemente, antes de salir de su cargo, calificó dicho proceso como «semifallido».
Los asesinatos de líderes sociales fueron un factor que detonó la participación de muchos en el 21-n. Sin embargo, la negativa del gobierno a negociar con el Comité del Paro y la ausencia de un liderazgo más allá de ese comité que, interpretando banderas como el asesinato de líderes sociales, hubiese logrado generar una interlocución con el gobierno para tratar ese tema específico, han reducido la capacidad de asombro, y los asesinatos se han «normalizado». Eso hasta el punto de que en el mes de enero de 2020 se denunció un promedio de uno por día y el país no salió a marchar, con la excepción de unos pocos activistas, mientras solo algunos líderes políticos estuvieron haciendo la denuncia en redes sociales. El seguimiento social que hoy se hace frente al asesinato y riesgo permanente del liderazgo social, especialmente en pequeños municipios y áreas rurales del país, no es suficiente. Dados los últimos desarrollos post-21-n y la profundización de la división actual en el país, los llamados de alerta han disminuido y efectivamente el fatalismo viene tomándose buena parte de la opinión pública. Con este antecedente, es imposible afirmar hoy que la movilización social hará cambiar de rumbo al gobierno o que lo obligará a relanzar una política de construcción de paz, abocar el fin del conflicto armado por un camino diferente al de manu militari o evitar el deterioro del proceso de paz.
Cierto es que subsisten dinámicas de mejoramiento de la vida de los campesinos en materia de paz, seguridad y potencialidades de desarrollo en algunas regiones de Putumayo, Huila, Meta o Caquetá y otros territorios. Pero en las regiones de frontera con Venezuela, en el corredor del Pacífico y otras importantes áreas del país, continúa mandando el que tiene la pistola más grande. La existencia de los pobladores de esas zonas discurre en medio de desplazamientos, minas antipersonal, confinamientos y riesgos permanentes para su vida y su economía producto del control territorial transitorio o semipermanente que ejercen diversos actores armados no estatales.
Uribe fue un presidente bastante popular en su tiempo, y su política de «seguridad democrática» contó con la aprobación explícita o tácita de muchos sectores de la sociedad –y no solo de las elites ultraconservadoras–. Pese a la división en la opinión que usted menciona, ¿cómo se explica el cambio de humor relativo de la sociedad frente a los enormes «daños colaterales» de las políticas de seguridad?
Buena parte de esa explicación radica en que la seguridad dejó de ser la preocupación de los núcleos urbanos –que representan la mayoría de la población–, al contrario de lo que era en los inicios del siglo xxi. Las farc no son hoy una amenaza para los colombianos, no existen. Uribe se ha quedado en el aire con un discurso anticuado cuya obsesión presente es «evitar que nos convirtamos en Venezuela» (un tema más agitacional que real para los colombianos); eso, sin desconocer que esta afirmación le facilita reeditar su viejo discurso antiterrorista. Lo que preocupa a los jóvenes son temas como la lucha contra la corrupción, la sostenibilidad ambiental, el animalismo, la migración, la defensa del agua, la educación, la calidad del aire, el modelo económico. Uribe y su partido están fuera de sintonía con estos temas, y eso vale también de hecho para la mayoría de los liderazgos políticos nacionales. Pero más allá del cambio generacional, sí hay también una evolución de opinión en los antiguos votantes por Uribe, que no hay que confundir con el núcleo duro de los uribistas. Esos ex-electores no uribistas de Uribe de inicios del siglo xxi comprenden mejor los retos actuales, andan buscando proyectar sus negocios internacionalmente, no comparten la visión de Donald Trump para la región ni tampoco su proteccionismo a ultranza, y perciben los riesgos que se derivan de la política estadounidense actual para la modernización de la economía y la política del país.
En buena parte de los jóvenes existe la certeza de que Uribe, al igual que los partidos históricos y sus liderazgos, son el «viejo país», que identifican como criminal y asociado al paramilitarismo. No expresa ni representa sus preocupaciones, no conecta con sus sueños, sino que quiere conducirlos por el camino ya recorrido, con su perpetuación de la violencia, la inequidad y la corrupción. Dicho esto, es interesante observar que la pirámide generacional está cambiando y Colombia está envejeciendo, de allí que el país de Uribe siga teniendo fuerza. Por ello, la apuesta de poner a Duque como presidente permitió un juego de espejos en el que Uribe se ponía en sintonía con la ambición de relevo generacional y, a la vez, conservaba la política anticuada y tramposa que Duque expresa.
Al mismo tiempo que se produce esta expresión del malestar ciudadano, las fuerzas político-parlamentarias alternativas a la vieja partidocracia, y en particular las fuerzas de centro renovadoras, de centroizquierda y de izquierda –pese a sus relativamente buenos resultados electorales en los últimos escrutinios– parecen bloqueadas en conflictos personales o recelos tal vez más clánicos que ideológicos…
Las candidaturas que se presentan como alternativas son proyectos personales fuertes que obedecen exclusivamente al liderazgo de cada una de sus figuras. Los de Sergio Fajardo, Gustavo Petro, Jorge Robledo son liderazgos cuajados en el tiempo y son ellos quienes deciden sus candidaturas o no. Incluso alguien como Fajardo había dicho públicamente –luego de la elección de Duque– que nunca más sería candidato. Hoy, a dos años y meses del fin del gobierno de Duque, anda en gira presidencial. Robledo decidió también, él solito, ser candidato. No obedecen a procesos colectivos. Petro se reclamó candidato el día en que Duque ganó la elección como presidente. El Partido Verde tiene hoy su figura más reconocida en la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, que parece obedecer más a procesos de partido. Sin embargo, bajo el ala de su institucionalidad, existe una protocolización de divisiones que giran alrededor de las candidaturas mencionadas, sin lograr un equipo sólido en su pensamiento y acción.
Derivado del Acuerdo de Paz con las farc y ante los ataques del gobierno contra él, se creó el colectivo Defendamos La Paz (dlp), un grupo de opinión en el que se expresan diversas corrientes alternativas: la nueva farc; la ruptura del viejo Partido Liberal liderada por el ex-ministro Juan Fernando Cristo; sectores de centro renovador que impulsaron la candidatura de Humberto de la Calle, cabeza de la delegación de paz del gobierno de Juan Manuel Santos; y distintos sectores de izquierda. Estas fuerzas apuntan a la promoción de un frente o de un escenario de encuentro para 2022. Si bien esto aún no se define con claridad, intentan ser un jugador en la próxima coyuntura electoral.
Pero tienen también en común su rechazo a la lógica política que expresa Petro y la animadversión a incluirlo en un esfuerzo de confluencia de izquierdas, centros o cualquier nombre con el que quieran denominarse. Porque efectivamente, en Colombia, la política alternativa es principalmente clánica. Así se tengan similitudes o diferencias ideológicas, lo que predomina son las animadversiones personales de cada líder.
Resulta por tanto correcto afirmar que hoy, el consenso entre los sectores de centroderecha y centroizquierda (Fajardo, Robledo, Juan Manuel Galán, Angélica Lozano y otros senadores verdes) es no juntarse con Petro, definir su cercanía como tóxica y preservar con él o con sus seguidores enconadas peleas por redes sociales. Esas mismas disputas, en ocasiones grotescas, las reproducen los formadores de opinión de centroizquierda, izquierda, voceros de la derecha y centroderecha frente a lo que llaman el «petrismo», a menudo acusado de ser el «comodín» colombiano del «chavismo-madurismo».
En el Senado y la Cámara de Diputados, las «bancadas alternativas» han buscado ser eficientes en lo relacionado con la defensa de proyectos sobre el cumplimiento del Acuerdo de Paz. Los esfuerzos colaborativos se presentan de manera coyuntural y en temas específicos: aspersión aérea, negociaciones de paz, respeto a los protocolos firmados con los países garantes (Noruega y Cuba) para el proceso de paz con el eln, entre otros. Hay diferencias en especial sobre temas económicos y ambientales (por ejemplo, frente al tema de combustibles fósiles o del fracking) entre los congresistas del Partido Verde, los del Polo y los de la coalición Colombia Humana-Unión Patriótica, liderada por Petro. Los integrantes de las «bancadas alternativas» han hecho uso conjunto del «derecho de réplica» a las alocuciones presidenciales, pero no son una fuerza unificada. Debe anotarse que Petro y sus posiciones políticas son motivo de polémica por la representación que tienen o no frente a los demás sectores.
Dentro de estas bancadas podrían generarse más iniciativas comunes de cara a 2022. Se mueven discusiones en ese sentido y lo que se observa es que las sinergias especialmente ocurren entre el Partido Verde, sectores del Polo y algunos congresistas de los viejos partidos que se declararon en independencia o en oposición frente al gobierno. Pero esa búsqueda de sinergias y esfuerzos comunes frente a 2022 excluye a Petro.
¿Cómo se explica este rechazo a Petro?
Personalmente, pienso que Petro ha demostrado ser el candidato con mayor solidez conceptual y raigambre popular, y también con mayores agallas para llamar las cosas por su nombre. Su postura sobre temas como la agenda de las nuevas ciudadanías –desde su campaña a la Alcaldía–, el cambio climático, la defensa del agua, la calidad del aire, la educación, el reconocimiento de las drogas como un tema de salud pública, la lucha implacable contra la corrupción y el paramilitarismo, deberían ser credenciales suficientes para gozar de un amplio apoyo. Me parece el líder más moderno frente al debate global en materia de modelo de desarrollo y retos de la democracia. Sin embargo, la posibilidad de que Petro, que obtuvo la segunda votación presidencial con ocho millones de votos, tenga el respaldo de los demás sectores para encabezar una candidatura es nula. Es el líder más polémico y controversial hoy en el país, y es declarado como el enemigo del Partido Verde, del Polo, de la corriente de Fajardo, además de los partidos tradicionales y en especial del uribismo. Es el diablo temido al que no se le puede aceptar ningún tipo de desarrollo.
Por un lado, sus afirmaciones conceptuales críticas, sin concesiones al statu quo, lo distancian de los sectores de centro, que lo ven como una amenaza para la estabilidad de la economía y de la estructura institucional. Pero hubo también episodios como el video donde se lo ve recibiendo dinero en bolsas de un amigo y contratista1, y aspectos negativos como su enconada actitud en redes contra diversos actores que podrían ser potenciales aliados, su individualismo para tomar decisiones y la actitud de «endiosamiento» que generan sus seguidores más radicales. Todo esto debilita su potencial entre las capas medias.
Aunque hoy no parece que tenga posibilidades de ser un candidato de coalición, estoy convencido de que jugará un papel relevante en el debate y todavía puede ser una sorpresa si consigue nuclear a sectores importantes de la población. Por eso su estrategia es construir masa crítica para presentarse solo y obtener una votación que lo ponga en segunda vuelta.
¿Qué otros escenarios de candidaturas «alternativas» se presentan?
La otra posibilidad para superar electoralmente el uribismo y la dominancia de la vieja partidocracia expresada por Duque sería que, en 2022, sectores del establishment político y empresarial, así como muchos de los votantes que respaldaron a Duque, apoyen a Fajardo. Los factores relevantes que pueden potenciar aún más esa candidatura serían: un impacto positivo de la gestión de Claudia López –quien repetidamente ha expresado su apoyo a la candidatura de Fajardo– en Bogotá (no puede negarse el peso y significado de la capital como factor de la política de relevo al uribismo); un crecimiento nacional del liderazgo de Fajardo semejante al que logró localmente López sobre sectores medios de la población; un éxito de la estrategia de los sectores de centro y de derecha de identificar a Petro con el «chavismo-madurismo».
La próxima campaña presidencial tendrá como coordenadas esenciales el despliegue de los liderazgos unipersonales, la situación con Venezuela (migración, desarrollo de la estrategia de eeuu, con sus aspectos de guerra encubierta), las dinámicas territoriales de violencia que siguen creciendo en los bordes de la frontera agrícola del país y las zonas limítrofes con los países vecinos, la capacidad de perturbación institucional del eln y de las disidencias conducidas por antiguos líderes de las farc y las dinámicas de la economía del narcotráfico (fumigaciones, incidencia en las comunidades, etc.).
¿Qué es de Álvaro Uribe y de las derechas?
El partido de Uribe, el Centro Democrático, es el partido de gobierno, y Duque es fiel a la lógica política de su jefe. Uribe es la fuerza de Duque y el uribismo de Duque es su elemento de estabilidad. Además de un ganador, Uribe sigue siendo un factor determinante de las decisiones de Estado en el país. Si bien es cierto que el mundo empresarial, político y los medios no lo aplauden como antes, muchos siguen respaldando su gobierno, el gobierno de Duque, aun considerándolo un aprendiz de baja calificación.
Eso dicho, el silencio que mantiene Uribe estos últimos meses se debe a los desarrollos judiciales. El juicio contra Santiago Uribe, su hermano, sospechado de actividades paramilitares, está a punto de resolverse. Este hecho le toma mucho de su tiempo y, adicionalmente, lo preocupan las decisiones que pueda tomar la Corte Suprema de Justicia sobre las acusaciones graves que existen en su contra2.
En el liderazgo de los partidos y movimientos que ayudaron a elegir a Duque asumen que Uribe no podrá definir la nueva figura presidencial. Sin embargo, saben que todavía es y será un actor relevante en las elecciones de 2022. Por su parte, la derecha más dura sigue siendo uribista fiel. Sus representantes no quieren pelearse con Duque, pero a menudo expresan públicamente inconformidades que los ayudan a mostrar su vigencia e importancia dentro del Centro Democrático. Sus éxitos son evidentes: logran mantener su agenda beligerante con Venezuela, tienen los cargos más relevantes del ejecutivo (Defensa, Relaciones Exteriores), preservan el mando fundamental de las Fuerzas Armadas y sus voceros son la voz fuerte dentro de la junta directiva de la empresa colombiana de petróleos, Ecopetrol.
El interrogante es ¿cómo actuarán en 2022? ¿A quién impulsarán como candidato? Mientras llega esta definición, hacen debates e impulsan medidas de control a los ímpetus de algunos aliados moderados que quieren romper el Centro Democrático y fragilizar a Uribe de cara a 2022. Con Duque, la derecha más reaccionaria se reacomoda y tiene garantizada su supervivencia en el poder por lo que resta del gobierno. Lo que podemos afirmar es que, así como es claro que habrá alternativas al uribismo en 2022, también es cierto que ni al cajón del uribismo ni al de la vieja partidocracia colombiana se les ha puesto el último clavo.
Fuente e imagen: https://nuso.org./articulo/colombia-despertar-ciudadano-y-dilemas-politicos-despues-del-21-n/