Opinión | Reacciones humanas ante el dolor colectivo

Por: Andrés García Barrios

¿Por qué el dolor comunitario tiene una estrecha relación con lo educativo? Descúbrelo en esta reflexión que Andrés García Barrios hace sobre nuestras reacciones ante el dolor colectivo.

Desde hace unos años, mi tema como ensayista es la educación. Atento a ésta, he estudiado y reflexionado sobre la mejor forma de describir su esencia y sobre la multiplicidad de asuntos y públicos que le atañen; confieso que en cuanto a la primera, la esencia, en vez de que el estudio me la haya dejado más clara, ha hecho que por el contrario me parezca más y más volátil e incluso múltiple, como una perfumería donde todo tipo de esencias se confunden. Por ejemplo, recientemente me he venido a enterar de que ciertas definiciones de «educación» consideran a ésta como la institucionalización del aprendizaje, cuando para mi es casi exactamente lo contrario, es decir, que la educación es el menos institucional de los intercambios, que es algo así como el medio que tiene todo tipo de seres vivos de encaminar a sus descendientes y semejantes hacia su preservación brindándoles recursos que puedan aprender a emplear para su florecimiento. Hoy mismo buscaba en internet si existían bacterias que educaran a otras bacterias.

En el fondo, no es que yo esté tan perdido. La verdad ―y de esto también he venido a enterarme― las palabras que frecuentamos en nuestra disciplina (educar, educación, aprender, aprendizaje…) pueden significar muchas cosas diferentes en los distintos idiomas y países. Y en un mundo como el nuestro, donde todos los temas cruciales son mundiales y la semántica tiene más trabajo que nunca, no es extraño que uno se encuentre mil alternativas de significado en los objetos, conceptos y términos (mucho menos si se trata de un tema como la educación, de por sí tan amplio).

Podría extenderme en este asunto (y hablar por ejemplo de cómo, para colmo, desde hace unas décadas la academia revisa el hecho de que los seres humanos no dejamos nunca de aprender, y ha implicado en ello otros mil términos ―aprendizaje permanente, recurrente, continuo, para toda la vida―, introduciendo en la discusión si este tipo de aprendizaje debe quedar o no en manos de las instituciones educativas)… Podría extenderme, digo, pero en realidad mi intención es concentrarme en otro asunto.

Como escritor/ensayista interesado siempre en compartir lo que me viene a la cabeza, he ido por la vida con mi acepción de «educación» en las manos, como si se tratara de la bolsa de un coleccionista, atento a todo lo que pueda caber en ella y viendo cómo tiene la cualidad de crecer conforme se nutre. Pero no sólo eso; para mi desgracia, me voy dando cuenta también de que, mientras más crece, más cosas de las que pasan a mi alrededor tienen que ver con ella, y me hace temer que pronto el mundo entero cabrá dentro. Seguramente es mi mente la que asocia todo con el concepto educación, que cada día parece más un saco de vagabundo… y sin embargo, créanme que es difícil evitarlo.

Y así llego a lo que quería. Hace sólo unos días escribí un artículo para este Observatorio, seguro de que cada una de sus líneas tenían que ver con el tema educativo. Su tema era el dolor que vive un colectivo ante una catástrofe común, y mientras escribía me imaginaba aportando información importante al mundo de la educación al describir las reacciones que podemos tener los seres humanos frente a ese tipo de sufrimiento. El dolor comunitario me parecía un tema tan contundente que su relación con lo educativo se me figuraba inmediata y trasparente.

Lo envié a mi editora, y pasados unos días ella me respondió que la reflexión le gustaba pero que no encontraba (al menos no clara) la relación con nuestro tema. Le prometí revisarlo e intentar acentuar esa asociación, seguro de que sólo sería cosa de hacer explícito algo que estaba ahí y que yo había mantenido tras bambalinas. Pero lo leí y en efecto ―como si se hubiera tratado de un espejismo― no encontré nada que pudiera asociarse directamente con el hecho educativo, a menos que todos (incluidos mis lectores) hubiéramos ya asumido que éste guarda relación con todo, todo, todo lo que pasa en el mundo. Parecía que lo único que me quedaba era aceptar que no soy un Midas pedagógico capaz de convertir en educación todo lo que toca.

Sin embargo, antes de desechar lo escrito, pensé que una tercera opción era explicar lo anterior a mi público y poner a su consideración el texto, con la esperanza de que gracias a esta aclaración algunos pudieran entrever en él la significación oculta que asocia la educación con nuestras reacciones ante el dolor colectivo.

Si la mayoría de los lectores tiene la amabilidad de descubrir ese significado, prometo que mi próxima entrega tratará sobre la relación que guarda la educación con el giro de las perillas en las puertas de los consultorios médicos (esto es un chiste).

El texto en cuestión es el siguiente:

Reacciones humanas ante el dolor colectivo

Expresión

En 1985, cuando ocurrió el terremoto de septiembre, yo vivía en la Ciudad de México y coordinaba un taller de actuación teatral para jóvenes de mi edad. Las cinco o seis personas que lo integrábamos estuvimos de inmediato de acuerdo en crear una obra de teatro acerca de la tragedia. Nos dijimos que nuestra labor como artistas era ayudar a levantar no sólo los escombros urbanos sino también los que habían quedado dentro de nosotros, dejando salir los fantasmas ahí atrapados. Unos pocos días después nuestro proyecto había atraído a una decena de personas más, y finamente éramos dieciocho integrantes dispuestos a ensayar noche y día para compartir con otros nuestra forma de ver, sentir y expresar el dolor presente. La obra, que llamamos 7:22 (hora en que el sismo había terminado ya y sólo quedaba la realidad derrumbada en nuestras manos), resulta hoy una memoria de lo ocurrido.

En aquella obra de teatro había un personaje que me representaba, una especie de alter ego que aparecía vistiéndose para ir a dirigir su taller de teatro, cuando empezaba el temblor. Con terror veía moverse las paredes y las lámparas, pero finalmente volvía la quietud y el personaje salía a la calle.  El barrio, de casas elegantes y resistentes, estaba intacto; sin embargo, pronto se enteraba de que no muy lejos de ahí había habido derrumbes mortales. Su conclusión era terrible (una especie de autocrítica que me alertaba ante mi propia indiferencia): “Por mi colonia no pasó el terremoto. Solamente el temblor… ¡y fue muy corto!”

Clasificaciones científicas inoportunas

Parece fácil olvidarse o desentenderse de las tragedias cuando no nos han tocado personalmente (en apariencia); sin embargo, el miedo que despierta en nosotros la posibilidad de ser víctimas suele quedarse debajo de la piel como un animal escondido entre las piedras, listo para saltar al primer rayo de sol. A esta recuperación del recuerdo, a esta intensa reacción emocional, algunos la han llamado, en el caso de los sismos, tremofobia (fobia a los temblores), pero expertos de la UNAM invalidan este término argumentando que el miedo a morir en un terremoto no puede considerarse una fobia, es decir un trastorno mental.  “En nuestros días ―añaden― tendemos a patologizar todo en nuestra vida cotidiana y a catalogar fenómenos normales como enfermedades”. Como tantas otras veces, las clasificaciones científicas nos permiten una cierta higiene mental que tiende a neutralizar nuestras experiencias. Asepsia emocional, podríamos llamarle. ¿Será que de esa manera ―al clasificarlo― podemos contemplar nuestro terror como algo objetivo, algo más o menos externo y manejable? La ilusión, quizás, es que la naturaleza humana sea algo que se puede tratar y hasta curar, y que incluso sea posible neutralizar nuestros recuerdos y anestesiar el temor a morir, así como el dolor que nos despierta la muerte atroz de nuestros semejantes.

Sana distancia, no negación

En el teatro ―y en el arte en general― se reúne nuestra vivencia con la de otros. Al asumir un personaje, el actor encarna a alguien que es su semejante sin ser él mismo. Al actor no le está ocurriendo “realmente” lo que durante un par de horas representa con todo su cuerpo. Es esa pequeña distancia la que les permite tanto a él como al espectador, identificarse y “vivir” la representación de manera profunda, y una vez terminada ésta retomar con sensibilidad la vida que les ha tocado vivir en la realidad y ser empáticos con quienes están cerca. Toda unión exige una distancia; la humanidad entera no es sino una red de pequeñas distancias que nos separan y que nos unen.

Sin embargo, esa distancia, esa tensión entre ser semejantes y distintos, no debe sobrepasar ciertos límites. En la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, el protagonista es un viejo cónsul inglés, alcohólico, perdido en la Cuernavaca de los años treinta del siglo pasado. A traspiés, flota bajo el rayo del sol candente, sudando entre los integrantes de una procesión de Día de muertos. A su paso encuentra a un hombre tirado, muerto o inconsciente, ni él ni nosotros sabemos. Entre la multitud que lo arrastra, no hay nadie a quien le importe aquel cuerpo, y nadie hace nada; él, que al verlo siente que debe detenerse, se deja llevar por la turbamulta y no actúa tampoco. Eso acaba por perderlo (sí, lo malo de la conciencia es que nos exige actuar). Al final, cuando su propio cadáver yace al fondo de una barranca junto al de unos perros, sólo los árboles se inclinan sobre él, compadecidos.

Amnesia total

En su cuento Todo pasa, la autora estadunidense Sarah K. Viatt imagina una escena espeluznante: dos meses después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, un avión con más de doscientos pasajeros se viene abajo sobre las casas de uno de los barrios de esa misma ciudad. Hay gente que corre prendida en fuego por las calles también incendiadas. La noticia se da a conocer de inmediato por todos los medios. Es la segunda peor tragedia aérea de los Estados Unidos, y sin embargo, con el paso de las semanas, de los meses, la gente va olvidándola. Finalmente, al cabo de un año todos recuerdan “como si fuera ayer” los atentados de septiembre pero han borrado de su mente ese avionazo, que dejó un saldo de 260 pasajeros, niños, hombres y mujeres muertos, y otros cinco cadáveres en tierra. El protagonista, narrador de los hechos, llega a creer que aquello fue sólo un sueño suyo y tiene que consultar en la web si de verdad ocurrió. Al final…

Estimado lector, perdón si le he hecho caer en una trampa. El cuento Todo pasa no existe, ni tampoco su autora. El acontecimiento que narro arriba es un hecho real que la mayoría de la gente ha olvidado. El 12 de noviembre de 2001, en efecto, el vuelo 587 de American Airlines cayó sobre el barrio neoyorquino de Queens un minuto después de haber despegado rumbo a Santo Domingo. Ahora ya no importa si el acontecimiento estuvo o no ligado con los atentados a las Torres. El inmediato olvido, la total negación y amnesia se encargó de quitarle toda importancia. Yo pasé mucho tiempo azorado al ver que nadie a mi alrededor lo recordaba. Y sí, tuve que consultarlo en Wikipedia para seguir pensando que no había sido un sueño. Aquí se le encuentra.

Que otros lo resuelvan

Una reacción muy frecuente ante el dolor ajeno es dejar a otros la solución, por ejemplo a las autoridades. Sin duda, esta actitud puede ser correcta cuando apuesta a la eficiencia, pero no está bien llegar al extremo de delegar a la autoridad toda responsabilidad, a veces evadiendo nuestra sensibilidad y hasta nuestro recuerdo. Ello equivale a olvidarse de uno mismo. Aunque parezca una ridícula obviedad, hay que repetirlo: ninguna forma sana de organización social puede prescindir de las personas. Hoy todavía imperan formas de organización perfectamente verticales donde las decisiones son tomadas siempre por la misma instancia o el mismo individuo, y tienden por lo tanto a estandarizarse y a dejar de lado por completo el papel de la gente. Sabiéndose prescindible, ésta opta por olvidar. Sin embargo, todo aquello que olvidemos sin seguir un proceso sanador, tarde o temprano volverá a surgir y se cobrará la cuenta. La autoridad debe ser vista como un representante, al que, en aras de la eficiencia, dejamos actuar, sin que eso signifique que olvidemos que el dolor ajeno nos compete. Volviendo al temblor de 1985, recuerdo que muchas personas criticaban a las multitudes que se arremolinaban en torno a las zonas de desastre. “Que dejen a las autoridades hacer su trabajo ―decían―. ¡Que no estorben!” Seguramente la preocupación de los que así hablaban era legítima, y sin embargo la experiencia nos ha dicho que la reacción espontánea de la sociedad civil ―que algunos califican de morbosa― puede resultar mucho más útil que la indiferencia de quienes dejan que los demás resuelvan todo.

Es muy probable que las redes sociales, con todo su parloteo improvisado y desechable, sean mucho mejores que todas las formas de pseudohigiénica indiferencia.

Persona y multitud

No se trata, tampoco, de hacer la apología indiscriminada de las multitudes. Los pueblos son bárbaros a veces. Todos recordamos algún ejemplo, de antaño o de hace poco. Con frecuencia, ayudar a otros supone atreverse a salir de la inercia del grupo y a separarse de él para poder actuar. Eso supone romper valientemente con la normatividad que exige que uno delegue en otros la responsabilidad personal. Atreverse a ser la excepción tiene sus riesgos (uno, sin duda, es darse cuenta de que se está equivocado). Pero siempre estamos valorando la posibilidad de correrlos, y sin duda hay que hacerlo si la conciencia nos lo dicta con la claridad suficiente.

Si actuar estando equivocado es confrontador, dejar que el olvido cave profundo debajo de la piel, puede ser catastrófico. La típica turbamulta que actúa de manera irracional, como por influjo, no es sino una aglomeración de individuos que súbitamente recuperan la memoria de un gran dolor que yace bajo su piel, y responden de manera desbordada, como un río dispuesto a saciar toda la sed.

Sin embargo, la disyuntiva no necesariamente está entre ser la excepción individual (el héroe único) o unirse a una multitud desbocada o dirigida por un caudillo que se apodera de toda la racionalidad del grupo.

Las multitudes muchas veces han demostrado lograr una organización espontánea casi perfecta; por lo general surgen en ella líderes naturales, a los que todos atienden con una inteligencia que podemos llamar “social” incuestionable. Este tipo de grupo no pocas veces se forma con el objetivo de ayudar a quienes están en problemas (iba a decir “de ayudar a otras personas” pero también hemos visto gente que se organiza de esa forma inmediata y espontánea para salvar animales en peligro).

Horizontalidad

Acudir en ayuda de otros no siempre es una acción espontánea. Se puede estar preparado para hacerlo. El hecho de que en nuestras sociedades no exista una cultura de intervención solidaria, no significa que no podemos impulsarla y prepararnos mejor para el momento en que se requiera de nosotros. Si el lector tiene tiempo puede revisar un artículo anterior en el que describo algunas de las formas en que podemos organizarnos para ayudar a otros cuándo es imperativo actuar. Sin embargo, en este momento creo que la mejor recomendación que puedo hacer es insistir en que siempre hay una manera de sortear la tendencia a olvidar y a delegar nuestra responsabilidad en otros: una forma es seguir luchando por preservar la expresión artística, nuestra y de los demás; otra es dejar de reducir la condición humana a categorías científicas que, útiles en un contexto profesional, en la vida diaria neutralizan la empatía, incluso hacia nosotros mismos; otra es romper los cánones que nos impiden actuar de forma individual cuando es necesario, y una más, favorecer la creación de multitudes solidarias que actúan por el bien comunitario.

Finalmente, acerca de la tendencia a delegar nuestra responsabilidad personal en la autoridad, quiero mostrar un ejemplo de organización horizontal que me deslumbra por su originalidad y eficacia. Una vez más remite a 1985. En su libro Terremoto en la iglesia católica, el historiador y maestro Andrea Mutolo nos describe la acción de un grupo de jesuitas que brindaba ayuda a los damnificados de la colonia Guerrero, una de las más afectadas de la Ciudad de México. El procedimiento que seguían en caso de emergencia era tan simple como innovador (aplicado ahora, lo seguiría siendo). Uno de sus miembros lo describe así: “Teníamos una consigna que era muy disciplinada: el primero (de nosotros) que llegaba (al lugar de la emergencia) asumía la conducción del proceso (de ayuda) y tomaba decisiones que no se discutían; en todo caso, en tiempo posterior se evaluaban”. La idea de confiar en quienes integran un grupo, al grado de dejar a cualquiera de ellos la conducción total de un proceso, me parece una idea revolucionaria. No sé qué tanto se aplica actualmente al interior de empresas e instituciones, pero lo que sí sé es que por lo general se hace algo muy diferente, aún en casos de emergencia: quien primero arriba al lugar de los hechos trata de resolver lo más que se pueda de forma provisional, siempre en espera de que llegue su jefe y tome las decisiones definitivas, que muchas veces implican echar atrás lo avanzado. En el ejemplo que pongo no ocurre así: todos los miembros del grupo de acción están capacitados y empoderados para tomar decisiones y éstas se respetan, dejando la evaluación para el final. Se apela a un aprendizaje colectivo que es la suma (o más bien la multiplicación) de las responsabilidades individuales.

Una fantasía final

El 19 de septiembre pasado ―tercera ocasión en que un sismo intenso sacude la zona centro del país en esa fecha―, todo tipo de reacciones supersticiosas y pseudocientificas intentaron explicar la repetición. Ya veremos, cuando se acerque el próximo septiembre, qué tanto se tendrá que atender a esas posturas, pero por lo pronto no creo que hay que darles mucha importancia. Me parece que afirmar, por ejemplo, que una actitud de temor y alerta multitudinaria es capaz de estremecer las plataformas continentales, es sólo una muestra más de nuestra confusión en torno a la responsabilidad humana.

Sin embargo, para terminar este artículo, quiero traer a colación justamente una de esas versiones. En realidad, parece un relato creado con intención estética. Es el de que, ante la recurrente amnesia humana, la Tierra se ha empeñado en repetir la fecha del temblor para que no lo echemos al olvido. Me parece una idea conmovedora, una imagen poética. Sirva para mostrar cómo una vez más el arte hace acto de presencia para recuperar, aunque sea momentáneamente, lo que hemos perdido, en este caso la sensibilidad ante el dolor vivido, el nuestro y el de nuestros semejantes.


Andrés García Barrios es escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura.

Aviso legal: Este es un artículo de opinión. Los puntos de vista expresados en este artículo son propios del autor y no reflejan necesariamente las opiniones, puntos de vista y políticas oficiales del Tecnológico de Monterrey.

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Opinión | El ritual escolar: Comunicación – Todo comunica (parte 1)

Por: Andrés García Barrios

El lenguaje está siendo sometido a revisión (y a una revolución) para que devenga más inclusivo, más universal, y que contenga elementos de identificación para todas las personas.

Hacia mediados del siglo pasado, millones de personas de todo el mundo (sociólogos, antropólogos, psicólogos, intelectuales, comunicadores, artistas…) se unieron entusiasmados a una nueva corriente de pensamiento que ponía a la Comunicación en la cúspide de nuestras prácticas y conocimientos. Todo comunica era la nueva consigna que regía al mundo. Según ésta, todo lo que los seres humanos hacemos, sentimos o pensamos se traduce en comportamientos que comunican algo a alguien.

Aquella nueva corriente era parte de un momento histórico. Como nos recuerda el periodista y ensayista John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX, desde finales del XIX se habían venido poniendo en duda, una a una, todas las creencias, prácticas, conocimientos, tradiciones, en fin, todos los ejes culturales que con gran paciencia ―y para su tranquilidad― la humanidad había levantado durante siglos. Así habían ido cayendo Dios, la certidumbre científica, la honra militar, el orden moral, el valor del arte, la esperanza de la educación, lo sagrado de la familia, la dorada materialidad del dinero… En sólo unas décadas se había perdido todo centro, todo “eje del mundo”, y hasta la conciencia individual se sumergía en los abismos del subconsciente y corría el riesgo de perderse.

Por eso, cuando los científicos sociales de Palo Alto, California, anunciaron que todo en este mundo es comunicación, millones de personas se asieron a esa rotunda verdad, encontrando la solución a su creciente angustia. ¡La comunicación! Algo tan cotidiano como ella, tan universal y antiguo, seguía funcionando. El milagro se debía justamente a que la comunicación era una actividad que prescindía de todo centro, que era el reflejo mismo de lo “descentrado”, de lo que va y viene, de lo que pasa de uno a otro, de una mente a otra, en un constante fluir. En 1934, la famosa escritora danesa Isak Dinesen ponía en la mente de uno de sus personajes las siguientes palabras: “¡Qué difícil es conocer la verdad! Me gustaría saber si es posible decir absolutamente la verdad cuando se está solo. A mi entender, la verdad es una idea que nace y depende de la conversación y la comunicación humanas”. La literatura se hacía partidaria de la nueva conciencia.

Los años sesenta dieron el rotundo a esa liberación que ponía como eje del mundo al contacto humano. Con el hippiesmo, hombres y mujeres se soltaron el pelo como primer símbolo de lo que pierde el centro y vuela. Decían que cada uno de nosotros es capaz de desprenderse de su cuerpo individual y “viajar” hacia los demás seres humanos y el cosmos, y sentirse uno con ellos. “Para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros. Los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia”, publicaba en 1960 el poeta mexicano Octavio Paz.

Esta nueva forma de pensar no era propia sólo de aquel movimiento juvenil, popular y espontáneo (quizás el más espontáneo de la historia, según el insigne Arnold J. Toynbee). También en los estrechos círculos de la academia empezaba a imponerse una nueva manera de pensar: desde el punto de vista de la filosofía tampoco existía el centro, ni en la realidad ni en el conocimiento: todo estaba descentrado y lo único que existía era el pensamiento, el habla, la escritura (el discurso, en suma), que no podía fijarse en ningún punto pero que sí podía hilvanarse y deshilvanarse como una madeja, y además permitía extraños “saltos” de encuentro con “el otro”.

Así, los procesos de comunicación (¡y los medios de comunicación!) iban restableciendo la confianza. Se proclamaba que todo mundo tenía derecho a hablar. Pensadores de la altura de Karl Jaspers, Erich Fromm y Ludwig Habermas, veían en ello el medio para resarcir el tejido social, tan convaleciente, tan desgreñado aquí y allá, roto en todos los sitios donde antes había un “centro”. Finalmente, en 1986, la gran psicoanalista y educadora francesa Francoise Doltó aseguraba que la misión humana en este mundo es comunicarnos y presagiaba la inminente llegada de una herramienta mundial de comunicación que pondría a todo el mundo en contacto.

En este contexto, la institución escolar se volcó a experimentar con las nuevas prácticas y a modificar la vieja visión de la educación como una disciplina supeditada al “progreso” (según esta visión, cada generación tenía el derecho y la obligación de transmitir sus logros y conocimientos a la siguiente). Con la nueva perspectiva, todo era intercambio, mutuo entendimiento; las escuelas eran tanto más innovadoras cuanto más fomentaban el trabajo en equipo y renunciaban al control que el maestro tenía sobre el alumno. Éste se convirtió en un interlocutor activo y finalmente en un verdadero constructor de su personalidad y su conocimiento, y eso no en soledad sino mediante herramientas compartidas con una comunidad de aprendizaje.

Finalmente, con la llegada de internet y de las redes sociales, el boom de la comunicación alcanzó al planeta entero. De pronto, todos teníamos a mano una cámara para registrar lo que nos ocurría (a nosotros y a nuestro alrededor). Se le juzgaba una obsesión voyeurista o un mantenerse alejado del entorno, pero en realidad era como si quisiéramos confirmar en todo momento la vieja máxima del filósofo: “Yo soy yo y mi circunstancia”. En efecto, yo no sólo era yo sino también lo que ocurría en torno a mí, lo que veía y me veía, lo que escuchaba y me escuchaba.

No sólo estábamos más interconectados que nunca y teníamos acceso a más información, sino que entrar en contacto con otras personas también adquiría un nuevo valor. Francoise Doltó ―que como vimos predijo la llegada de internet― murió antes de que un alud de selfies inundara el mundo, pero es muy probable que su mente ―tan aguda como generosa― habría visto en ellas no una manifestación narcisista (como tanto se ha dicho) sino una nueva forma de comunicación basada en atreverse, por fin, a compartirse a uno mismo. La idea es atrevida, pero tiene sentido. Como dice John Higgs en su libro arriba citado, esos autorretratos no son pura autocontemplación y autocomplacencia: “… no son meros intentos de reforzar un concepto personal del yo individual, sino que existen para ser observados (por otros) y, de este modo, fortalecer las relaciones que se dan a través de la red. Esas fotos sólo adquieren sentido cuando se comparten”.

Si quisiéramos seguir con la apología de las redes sociales, podríamos hablar de cómo han servido para evidenciar la cantidad de talento artístico que existe en el mundo, y cómo han democratizado la expresión pública de las artes, antes tan elitista. Como nunca, la gente lee y escribe poesía, expresa ideas, canta, baila, hace magia, seduce, cuenta chistes, expresa dolores y temores…

Esta forma tan contundente de experimentar y proclamar que yo soy yo y mi mundo, ha llegado acompañada de movimientos sociales que exigen el inmediato reconocimiento de la diversidad humana y el respeto a las diferencias. Este inédito avance sigue siendo un logro de la comunicación entendida como práctica de identidad. El lenguaje (que es quizás lo más personal y a la vez lo más común que tenemos los seres humanos) está siendo sometido a revisión (podríamos decir a una verdadera revolución, por momentos violenta) para que devenga más inclusivo, más universal, y que contenga más elementos de identificación para todos. En la mayoría de los países la exigencia es incipiente, pero ya hay muchos lugares donde yo puedo al menos reclamar que los demás se dirijan a mi como yo deseo, sin reducirme a una generalidad sino al contrario, abriéndose a mis singularidades (creo que los casos extremos no son sino elocuentes detonaciones de esta tendencia: he escuchado de una persona que pide que se le considere no un él, ella o ello, sino un ellos, así, en plural: “Call me they”, pide).

(Continuará)

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Opinión: ¿Funciona multar a los padres que llegan tarde?

Por: Sofía García-Bullé

Para las instituciones educativas, este no solo es un problema de seguridad, también es uno de recursos.

En México, la conversación nacional relacionada con eventos recientes de indescriptible tragedia, ha entrado a temas que muchos padres de familia considerarían extremos, como tomar medidas de sanción y reporte formal contra todos aquellos padres que fallen en cumplir los horarios de salida escolar y lleguen tarde a recoger a sus hijos.

Esto es, sin duda, un intento para mejorar las condiciones de seguridad para los niños y estudiantes jóvenes en las escuelas pero, ¿son efectivas estas medidas? o ¿es una medida reaccionaria que ataca un síntoma pero falla en considerar el problema completo? Es cierto que mucho del revuelo consecuente de estas propuestas proviene de que, en México, nunca se han implementado medidas similares a nivel nacional, sin embargo, en países como Estados Unidos, Inglaterra y Australia ya se han puesto en marcha protocolos punitivos para tratar de reducir la impuntualidad en el horario de salida de los colegios.

Antes de considerar este tipo de opciones para el sistema educativo mexicano, sería importante revisar cómo han funcionado en los países que ya las han aplicado.

Australia: Si llegas tarde hay multa (o reporte)

Una de las “soluciones” más populares para reducir los tiempos de llegada de los padres que recogen a sus hijos en la escuela es la de establecer un sistema de multas o reportes a la organización de servicios familiares correspondientes.

Una escuela independiente en Australia llamada Colegio Al Siraat, comenzó a multar con 10 dólares por niño por cada 15 minutos extra que este se quedara en la escuela una vez terminada la jornada escolar. La directora de operaciones de la escuela, Leah Hamel, reporta que la medida ha reducido significativamente la impuntualidad de los padres.

La medida fue puesta en práctica para lidiar con los casos en los que la impuntualidad se había convertido en un patrón, representando un potencial riesgo de seguridad para los niños cuyos padres consistentemente llegaban tarde por un margen más amplio de los 15 minutos.

Este protocolo de seguridad considera también eventualidades, en estos casos, los padres pueden llamar previamente para comunicar una razón legítima por la que llegarían tarde y la escuela no cobrará la cuota por impuntualidad. Esta flexibilidad entre hacer cumplir la responsabilidad de llegar a tiempo y dar espacio para las necesidades de los padres con circunstancias especiales, podría ser en parte el motivo por el cual esta medida ha tenido éxito.

Inglaterra: Cuestión de presupuesto

Es cierto que la primera misión de una escuela es educar, pero esto es imposible si no se cumple primero el objetivo de salvaguardar la integridad física, emocional y psicológica de los alumnos, para que estos puedan tener el desarrollo cognitivo y personal que se supone que sucede en los espacios educativos pero, ¿qué sucede cuando no hay recursos para seguir cumpliendo este propósito cuando suena la campana de salida?

Este problema se presenta en todo el mundo. Denise Gibbs-Naguar, directora de la Escuela Primaria de la Santa Trinidad de la Iglesia en Gravesend, Kent (Inglaterra), puntualizó más certeramente cómo funciona la dinámica desde las escuelas. El factor principal a atender cuando un niño tiene que quedarse tarde porque sus padres no se han presentado, son los recursos, que deberán destinarse a pagar las horas extras de la persona que se quedará a cuidarlo y los que se invertirían en mantener abiertas las instalaciones para el uso de estos estudiantes y sus cuidadores.

“Cuando esto ocurre, a un miembro del personal se le tiene que pagar tiempo extra para supervisar a los niños, la escuela no puede sostener este costo constante sin impactar otras áreas del presupuesto escolar, y por lo tanto, la educación de los niños”, comenta la directora, agregando que además de los costos de mantener un horario extendido también hay consecuencias para los niños, que muestran signos de ansiedad y estrés al no saber dónde están sus padres o por qué se retrasaron.

Tanto la multa como el reporte y la participación de los organismos de servicios familiares, son protocolos que se ponen en práctica después de que el problema, la llegada tarde de los padres a la escuela, ya se presentó. Para entonces solo queda el juego de “repartir” o “deslindar” responsabilidades. Pero también existen medidas preventivas y programas para realizar actividades dentro de la escuela después del horario escolar, el problema: muchos de estos programas son costosos.

México y Estados Unidos: Las escuelas de tiempo completo

Una opción creada para reducir la brecha de la calidad del aprendizaje entre las clases económicas podría ser ahora una de las soluciones de seguridad más óptimas para evitar periodos largos de tiempo entre el horario de salida y la llegada de los padres para encontrar a sus hijos.

Las escuelas de tiempo completo mexicanas surgieron en el 2007; 441 instituciones fueron las primeras participantes del Programa de Escuelas de Tiempo Completo (PETC), que ofrecía turnos de 8 horas expandiendo las actividades escolares de tronco común, incluyendo actividades extracurriculares y alimentación dentro del plantel. Para el 2012, el programa ya contaba con 6 mil escuelas participantes, en 2016 sumaba más de 25 mil, cifra que mantiene hasta el ciclo 2010-2020.

Rigoberto Guevara Vázquez, Secretario General de la Sección 30 del Sindicato Nacional de Trabajadores de Tamaulipas, México, encabeza el esfuerzo por expandir las escuelas de tiempo completo en su región. Guevara considera que la implementación de escuelas de tiempo completo sería una buena solución para diversos frentes. Extender el horario escolar ayudaría a mejorar la calidad del aprendizaje en los alumnos, reduciría los riesgos de seguridad para los padres cuyos horarios no coinciden con los de la escuela tradicional, y promovería una jornada completa de 8 horas para los maestros, facilitando que tuvieran mejores beneficios laborales.

Sin embargo, las escuelas de tiempo completo también están faltas de recursos. A partir del ciclo 2020, en México, estas escuelas tendrán 56% menos de presupuesto para equipamiento.

En Estados Unidos los programas después de clase también están bajo ataque. La administración de Trump ha intentado numerosas veces proponer recortes de presupuesto que afectarían seriamente la capacidad de operación de estos programas. Este año, solo dos meses después de que el congreso aprobara la distribución de 1.2 billones de dólares a los programas educativos fuera del horario escolar, el equipo de Trump volvió a proponer reducirles los fondos.

México toma medidas extremas: Llamar a servicios familiares

Otro de los recursos más populares en las escuelas para evitar las llegadas tarde al término del horario escolar, es visto por muchos padres como una medida algo extrema. Esta medida es llamar a servicios familiares cuando los padres se retrasan.

En México, las políticas de las escuelas son claras, el personal educativo no está legalmente obligado a permanecer en las escuelas después de la hora de salida. Desde el punto de vista de las instituciones educativas y el aparato gubernamental, no estamos hablando de una responsabilidad compartida.

Funcionarios locales y nacionales ya comienzan a tomar fuertes medidas para evitar que los niños cuyos padres se retrasen se queden en la vía pública. Luis Arturo Cornejo Alatorre, Secretario de Educación del Estado de Morelos, informó que en todos los planteles de nivel básico se cumplirán acciones dirigidas a proteger a los estudiantes ante situaciones de inseguridad y violencia. Los hijos cuyos padres lleguen de 20 a 30 minutos tarde serán entregados al DIF (Desarrollo Integral para la Familia del Estado).

El protocolo propuesto por estos funcionarios puede parecer severo y simplista, pero existe una razón por la cual las escuelas no son capaces de extender su horario para empatar con llegadas tarde cuando estas son frecuentes. Las instituciones y autoridades educativas tienen los recursos para implementar medidas con la intención de proteger la seguridad de los niños si los padres llegan tarde a la hora de salida, pero no para la prevención y la elaboración de estrategias que ataquen el problema antes de que se presente.

Si lo que se busca es un esfuerzo conjunto que forme los hilos de una comunidad que asegure la protección y educación continua de los estudiantes, es necesario destinar recursos no solo a las medidas de respuesta sino a las preventivas, a programas que se enfoquen en la seguridad y actividades beneficiosas para los niños, en cerrar un poco más esa brecha de tiempo entre la finalización de la jornada escolar y la hora en que los padres puedan llegar por sus hijos.

Fuente: https://observatorio.tec.mx/edu-news/padres-multas-impuntualidad-escuelas

Imagen: digital designer en Pixabay

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Educación, tecnología y sociedad del conocimiento

06 de diciembre de 2017 / Fuente: https://compartirpalabramaestra.org

Por: Rafael Orduz

La educación es un pilar esencial hacia el camino que toda nación debe recorrer para convertirse en una sociedad del conocimiento.

La educación es un pilar esencial hacia el camino que toda nación debe recorrer para convertirse en una sociedad del conocimiento.

Ya es lugar común que las naciones contemporáneas busquen convertirse en sociedades del conocimiento.  El concepto, de forma simple, apunta hacia organizaciones sociales en las que la creación de riqueza se basa principalmente, en el conocimiento, principal factor de producción en el mundo actual. Convertirse en sociedad del conocimiento implica, para países como Colombia,  serios compromisos de cara a la calidad de la educación y al acceso de todos a la misma.

Para UNESCO, las sociedades del conocimiento están sustentadas en cuatro bases:

  1. Libertad de expresión
  2. Acceso universal a la información y el conocimiento
  3. Respeto a la diversidad étnica y cultural
  4. Educación de alta calidad para todos

Cada uno de dichos pilares es condición necesaria para constituir las sociedades del conocimiento.  Sin libertad de expresión no tiene sentido, por ejemplo, que haya acceso universal a la información. Si, por otra parte, la alta calidad de la educación es accesible sólo a los estudiantes de mayor ingreso per cápita, no se podrá hablar de sociedades del conocimiento. Y ni que decir del respeto por la diversidad étnica y cultural.

A pesar de que el concepto de las sociedades y economías del conocimiento está legitimado plenamente en naciones como las que integran la OECD, en naciones como Colombia no existe aún el reconocimiento social mínimo a su significado. No forma parte del léxico de los formuladores de política, los legisladores y menos aún, de los ejecutores de la misma.

Por otra parte, el uso de las  tecnologías de la información, incluyendo los contenidos digitales de diverso orden y la conectividad a internet, se asocia a nuevos modelos de aprendizaje. La colaboración, el trabajo a distancia, el acceso a fuentes de información de las más variadas procedencias, permiten multiplicar las posibilidades  de acceder al intercambio de información.  En tal sentido, las tecnologías de la información se convierten en factor crítico para la construcción de los cuatro pilares de UNESCO mencionados.

El portal www.compartirpalabramaestra.org tiene el propósito de servir a la causa de una educación de alta calidad para todos por la vía de servir, fundamentalmente, a los maestros. Aunque son múltiples los factores que determinan la calidad de la educación, algunos de los cuales se remiten a las características de convivencia en los mismos hogares, el énfasis de la Fundación Compartir se centra en el apoyo al docente. Allí será posible encontrar recursos de inmensa utilidad para el mejoramiento de la calidad de la educación.

Matemáticas, ciencias, lenguaje, y el aprendizaje de otros idiomas como el inglés, son las áreas en las que nuestro portal hará énfasis;. Metodologías, experiencias exitosas, intercambios permanentes, foros, columnas de opinión, hacen parte del repertorio que impulsaremos.

Adicionalmente, la Fundación Compartir promoverá el debate sobre políticas públicas y procurará comprometer antiguos y nuevos actores en el procesos de fortalecer la calidad de la educación.  Más que un “tanque de pensamiento”, www.compartirpalabramaestra.orges una red de pensamiento orientada la alta calidad de la educación para los niños y jóvenes colombianos por la vía más importante: el apoyo al docente.

Fuente noticia: https://compartirpalabramaestra.org/editorial/educacion-tecnologia-y-sociedad-del-conocimiento

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Rasgos de la crisis educativa

México / 22 de octubre de 2017 / Autor: Gilberto Guevara Niebla / Fuente: Campus Milenio

Los tres rasgos que identifican la crisis de la educación mexicana son: 1) los bajos apren-dizajes, 2) la inequidad en la prestación de servicios educativos y en la operación del sistema educativo y 3) la invasión recurrente de la esfera educativa por intereses políticos y político-sindicales.
Desde hace casi dos décadas se viene documentando la caída en los aprendizajes. La reciente información sobre los resultados de Planea en educación media superior confirma esta tendencia negativa. En Lengua un 33.9  por ciento de los estudiantes obtuvo calificaciones insuficientes y un 62.2  por ciento quedó en la misma categoría en la prueba de matemáticas. Estas calificaciones muestran gran coherencia con las obtenidas en años anteriores por alumnos de sexto de primaria y de tercero de secundaria.

Es bien conocido el hecho de que los servicios educativos no son homogéneos y que los se ofrecen a poblaciones en desventaja (indígenas, zonas rurales pobres, población migrante) son de más baja calidad que los que se ofrecen en zonas urbanas medias. El caso más dramático lo representan las escuelas que operan en comunidades indígenas, que son atendidas en un 50 por ciento por docentes que no hablan la lengua propia de la comunidad en que enseñan y en donde existen escuelas con carencias de todo tipo (es ofensivo que a esas escuelas con frecuencia incomprensible llegan materiales educativos que están impresos en lengua indígena, pero no en la correspondiente al lugar).
En el nivel de primaria, casi un 40 por ciento de las escuelas son multigrado, es decir, son escuelas que no llegan a tener un docente por cada grado y, como consecuencia, un profesor se ve obligado a atender dos o más grados. Estas escuelas, desde luego, se localizan en su mayoría en las áreas rurales pobres y en los estados que sufren más abandono, como Oaxaca y Chiapas (en este último estado el porcentaje de multigrado es mayor de 60 por ciento).
Otro ejemplo de servicios para atención a poblaciones desfavorecidas cuya calidad ha sido cuestionada son las escuelas comunitarias de CONAFE que en un 95 por ciento se encuentran en comunidades rurales de menos de 500 habitantes. El problema de la inequidad, sin embargo, no se localiza solo en la oferta educativa, sino que se descubre en los mismos mecanismos de operación del sistema educativo: en las brechas de acceso a la educación, en las relaciones de discriminación y segregación dentro del aula, en la diversa calidad de las escuelas, etc.
En conclusión: el sistema educativo, con su misma forma de operar, contribuye a reproducir las inequidades sociales. El tercer gran problema es la intromisión de la política en el campo educativo. Cuando hablo de política quiero decir política dura, es decir, política partidaria porque, lamentablemente, en México, el sistema escolar ha sido visto por los políticos como un aparato capaz de movilizar votantes y de ganar votos en elecciones.
Un gobernador que quiere promover a su amigo Juanito para la gubernatura, lo que hace es nombrarlo secretario de educación y cuando Juanito llega a la secretaría lo primero que hace es negociar con el sindicato y prometerle la viña y la vendimia y todo lo que los líderes le piden. Después, el secretario se dedica a promoverse en las escuelas por todo el estado y, desde luego, jamás se preocupa por desarrollar un proyecto propios dirigido a mejorar la educación.
El sindicato, por su parte, está constantemente yendo más allá de lo laboral. Los delegados sindicales en las escuelas frecuentemente confrontan y disminuyen la autoridad de los directores y el problema se complica porque, por razones oscuras, los directores son miembros “de base” del sindicato y no, trabajadores de confianza, como se debería. En fin, estas son las fallas en el hardware del sistema educativo que, si no se resuelven, jamás se podrá avanzar.

Fuente del Artículo:

http://campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=8827:rasgos-de-la-crisis-educativa&Itemid=140

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Venezuela: Universidad: ¡última trinchera!

Venezuela / www.elnacional.com / 27 de Septiembre de 2017

Por: Pablo Aure

La grave crisis de la educación en Venezuela es una de las grandes preocupaciones que nos aquejan. No abarcaré toda el problema ni mucho menos todos los niveles del sistema educativo, solo me referiré a algunos aspectos de la educación superior en la cual me he desempeñado como gerente en la Universidad de Carabobo desde hace más de tres lustros. En efecto, desde director de la Escuela de Derecho, pasando por el decanato de su facultad primogénita (la de Ciencias Jurídicas y Políticas) y ahora ocupando el cargo de secretario. La Secretaría de las universidades de acuerdo con la ley son las encargadas de certificar los documentos que de ellas emanan. Pudiéramos decir que casi todos los documentos que emite la universidad pasan por las manos del secretario.

Hago esta introducción para que se entienda que no escribiré sobre especulaciones, sino con pleno conocimiento de causa. Es decir, relataré lo que he vivido, no solo como gerente sino también como docente, pues estoy activo en mis horas de clases desde hace casi treinta años. La universidad de ayer no se parece en nada a la que tenemos hoy. Sus carencias y dificultades cada día se multiplican. Gerenciar la universidad del pasado –cuando en Venezuela se invertía en la educación– no es ni la sombra de esta universidad de guerra. Hoy, literalmente: sobrevivimos. Son muchas las causas para decir esto. Desde lo económico hasta cualquier otro motivo que ustedes se puedan imaginar. A pesar de la gravedad existente, nuestros trabajadores están allí, llenos de preocupaciones al igual que los estudiantes. Todos sabemos que estamos muy mal, pero lamentablemente nos quedamos solo en la preocupación y no logramos avanzar, por lo que hemos retrocedido. Las constantes luchas son para exigir salarios o becas dignas, que sinceramente están muy lejos de la dignidad en el trato que merecen trabajadores y estudiantes.

Hoy es imposible pensar que un profesor haga sus estudios de cuarto o quinto nivel en una institución de Europa. Es impensable porque el euro y el dólar al cambio son inaccesibles. Antes, que los profesores viajaran era lo común durante los años sabáticos o planes conjuntos. Mis profesores, casi todos, hicieron sus maestrías o doctorados en Italia, Inglaterra, Francia o España. Estudié Derecho. Daba gusto escuchar una exposición de mis maestros recién llegados de cursar estudios en el exterior, nos traían exquisitas enseñanzas. Criterios con experiencias vividas en el primer mundo. Con dolor lo digo: esa universidad desapareció. Hoy nuestros colegas profesores estudian en la misma universidad y aunque son de buena calidad esos estudios, no es lo recomendable, porque se produce lo que los colombianos llaman “la promiscuidad académica”. Lo interesante del posgrado es realizarlo en otras universidades y si es posible en otros países.

Universidad, herida de muerte

La universidad venezolana, si se mantiene bajo el mismo esquema, está condenada a morir. Lo escribo con angustia. El desvelo de sus autoridades no puede ser mendigar que le asignen presupuesto para poder mantenerlas abiertas. Eso es lo que a diario hacemos. Suena feo, pero debo decirlo. La mayoría de los salones tienen los aires acondicionados dañados, las oficinas prácticamente igual, a oscuras o con poca iluminación, las becas de los estudiantes son miserables: 15.000 o 18.000 bolívares, dependiendo del tipo de beca. ¿Sabrá el régimen cuánto cuesta alquilar un cuarto, o el pasaje en autobús, sin pensar en un cachito, una empanada, un sándwich, un jugo o cualquier otra chuchería? La respuesta es: sí lo sabe, pero ellos, el régimen, insiste en su propósito de destruir la moral burguesa. Para ellos –el régimen–, quienes estudian y se superan son burgueses y en consecuencia su moral deben destruir.

Hablar del sueldo de los trabajadores, solo por mencionar el de los profesores, es vergonzoso. Claro que da pena si lo comparamos con lo que gana un docente en los países donde valoran la educación. Al cambio amigos míos, un profesor universitario en Venezuela no gana ni siquiera un dólar diario.

Todos los días hablo con mis alumnos, con los empleados, obreros y profesores, también lo discutimos en las reuniones de autoridades. Concluimos que hay que asumir la verdadera lucha, no solo para defender la UC, mantenerla abierta y reimpulsarla, sino para rescatar la democracia en Venezuela.

He hablado muchísimo con mi rectora y amiga Jessy Divo de Romero, a quien la historia reconocerá como una ciudadana ejemplar, honesta, universitaria que dedica el tiempo que sea necesario para mantenernos unidos (a las autoridades). Solo así ha sido posible que la UC continúe activa. Nuestra UC se mantiene funcionando por ella, por su dedicación y por su permanente acercamiento con los distintos gremios. Su regio, decente y convincente discurso ha hecho posible lo que para otros quizá era irrealizable. A ella, nuestra rectora, mi respeto y admiración. Pues bien, en esas conversaciones siempre el tema que sale al tapete es la falta de recursos, la renuncia de trabajadores y la deserción estudiantil. Esos aspectos, al igual que los constantes hurtos, falta de transporte, deficiencia proteica para el comedor, reparación de la infraestructura, falla de los servicios públicos como el agua o la luz eléctrica; ya parecen una letanía, pero son problemas que debemos atender constantemente. Desde luego, una universidad en esas condiciones difícilmente puede ser productiva; y eso para no tardar en explicar los mecanismos para la reposición de material que cada vez son más engorrosos. Lo son, porque la UC, por ser una institución pública, debe regirse por procesos de contratación que están regulados en la Ley de Contrataciones y, tal como está el costo de la vida, con una inflación exorbitante, hasta para comprar una caja de papel bond hay que hacer un llamado a licitación. En definitiva amigos, la gerencia de esta universidad es una tarea cuesta arriba. A eso también hay que sumarle las rendiciones periódicas de cuentas a la auditoría interna y luego a la Contraloría General de la República. De cada bolívar que ingresa a las arcas universitarias debe explicarse cuál será su destino final. Eso está muy bien, si los recursos fueran suficientes y no viviéramos agobiados por la inflación. El presupuesto que hoy nos dan para adquirir un producto tiene una vigencia a lo sumo de tres días, lo que quiere decir que, cuando se abre el proceso de contratación, el precio ha variado y bastante.

Universidad, cuna de libertades

Hemos venido diciendo que la universidad hay que reinventarla, pero es menester decir también que ninguna modificación que le hagamos podrá subsistir bajo este sistema político que padece el país. Mientras estemos en dictadura, quizá seguiremos administrando nuestra alma máter con los parámetros que nos impone una especie de economía de guerra, pero sin embargo urge cambiar nuestro comportamiento personal. Me explico. Si queremos salvar la universidad y transmitir nuestro reflejo hacia el país, cada miembro de la comunidad universitaria debe convertirse en un líder para los cambios. Ustedes se preguntarán ¿cómo es eso? Muy sencillo: cumplir con nuestros deberes laborales y estudiantiles hasta convertir la universidad en nuestra trinchera de lucha para vencer la indiferencia ciudadana, para alertar el peligro que acecha no solo al alma máter sino también al país de continuar este régimen de oprobio que ha empobrecido al pueblo venezolano.

La universidad no se rinde

Sin miedo tenemos que defender las ideas, sin miedo hay que alzar nuestra voz libertaria: en los salones, en los laboratorios, en el transporte, en los pasillos y en las comunidades donde residamos. No nos detengamos en pensar que no hay condiciones mínimas para el trabajo o para el estudio, lo que tenemos que tener es agallas y talento para esgrimir nuestras ideas, que trasciendan más allá de los espacios universitarios. Tenemos que estar muy claros que el principal enemigo de los regímenes de talante dictatorial son los universitarios. Somos los llamados a recuperar el país.

No perdamos más tiempo. ¡Es ahora o nunca! Que nadie falte a clases, que nadie falte a sus puestos de trabajo, solo así recuperaremos y transformaremos nuestra UC y desde allí conquistaremos la libertad venezolana. Todavía podemos decir que el único espacio con indicio republicano lo tenemos en nuestras universidades. ¡A estudiar y a luchar!

Fuente: http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/universidad-ultima-trinchera_205160

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