Por: Amador Fernández Savater
“Anunciaron que preferían ser ilegales durante un año en el bosque de Sherwood que presidente de los Estados Unidos” (Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer).
“Quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie, eso es el Poder” (Gregory Corso)
¿Hay continuidades entre el fascismo clásico de los años veinte y treinta del siglo pasado y lo que hoy vemos emerger un poco por todas partes, aún sin un nombre preciso, sólo con algunos nombres propios: Trump, Bolsonaro, Le Pen, Salvini, Orban, etcétera? Nos parece que podemos sugerir al menos una: el odio hacia todo lo que vagabundea. Aunque lo que vagabundea sea el mismo vagabundo a lo largo del tiempo y cambie de forma. Proponemos nuestra intuición o conjetura —no llega a hipótesis— a partir de cinco escenas.
1. Racismo de Estado
En Los maestros pensadores (1977),1 André Glucksmann enuncia esta tesis: el antisemitismo de los siglos XIX y XX está vinculado estrechamente a la voluntad de Estado. Allí donde la prioridad es construir o fortalecer el Estado —homogeneizar los territorios, las lenguas y los hábitos, acabar con la fragmentación del poder (en órdenes, en principados), instaurar la ley única e indivisible, construir un poder centrado y visible, etcétera—, el judío aparece como lo que no encaja.
Cuanto más fuerte es la voluntad de Estado —entre los intelectuales, los dirigentes políticos y los pueblos— mayor es el antisemitismo. Y al revés. Glucksmann cita como ejemplo el caso del pueblo italiano, que rechaza el racismo y no se deja capturar por el odio a pesar de que la doctrina oficial del Estado fascista es antisemita durante veinte años.
Los italianos se dejan movilizar [en la guerra del 14] con gran dificultad. No son antisemitas y no tienen el culto del Estado. Esto explica aquello.
Pueblo errante, apego a la propia particularidad, animal sin patria… Desde la óptica del Estado, el judío es una zona de opacidad sospechosa, un resto inasimilable, una anomalía en el cuerpo orgánico de la sociedad, una alteridad a la que se acusa de privilegio, una forma de vida heterogénea a la que se le reprocha ser hostil a la vida del conjunto, un peligroso “Estado dentro del Estado”.
El antisemitismo no es religioso, ni puramente económico: lo que levanta todos los recelos es una forma de vida no estatal. No el anticristo, sino el antiestado. El judío acampa en la tierra de los faraones, pero no se integra en la vida política y tampoco abjura de su autonomía tribal.
Judía es toda forma de comunidad extraestatal, toda vida colectiva al margen del control de la administración central, toda posibilidad subversiva en la que el individuo escape a la alternativa entre vida privada y servicio público.
Cuando se apunta a los judíos, se apunta a todo lo que se fuga, lo que desafía las fronteras y las disciplinas, lo que obstaculiza la unificación abstracta de los territorios, las lenguas y las formas de vida. A los grupos sin vocación estatal. “Lo judío” no son sólo los judíos, sino todo lo que vagabundea, esos mundos que se acabarán encerrando finalmente en los campos de concentración: gitanos, homosexuales, locos…
Esta “forma de comunidad”, esta “vida colectiva”, esta “posibilidad de subversión” hay que segregarla del cuerpo sano de la sociedad para evitar el riesgo de contagio e infección: depurar, filtrar, separar cuidadosamente al judío del resto de la comunidad, separar al judío de lo humano mismo. Para ello se aplica sobre él la “imagen de enemigo”:2 se disparata sobre su voluntad y capacidad de hacer daño, su figura se vacía completamente de humanidad, hasta que no es más que el “piojo” que podemos borrar de un plumazo deportándolo a un campo.
Lo que escapa, lo que se desvía, lo que vagabundea, lo que resiste, lo que acampa sin permiso, recibe en el libro de Glucksmann el nombre de “plebe”. Lo judío es un nombre de la plebe.
2. Hay plebe en todas las clases
Al mismo tiempo que Glucksmann y en sintonía con él, Michel Foucault propone también la figura de “la plebe”3 para dar cuenta de “lo otro” del poder y la política, en discusión con el marxismo, la lógica dialéctica y la noción del proletariado como “sujeto histórico”.
Mientras que en la lógica formal dialéctica los elementos en juego aparecen totalizados en la unidad abstracta de la “contradicción”, que asigna a cada agente-sujeto posición e identidad en una conflictualidad determinada de antemano (clase-lucha de clases, proletariado-negatividad), la noción de plebe nos permite pensar de forma radicalmente distinta tanto la lucha como lo que lucha.4
En primer lugar, la plebe no es una realidad sociológica: ni un grupo, ni una colección de individuos determinada, ni un sector objetivable, sino más bien una falla que atraviesa las identidades dadas en zigzag.
Hay plebe en los cuerpos, en las almas, en los individuos, en el proletariado, también en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías y unas irreductibilidades diversas.
Si el proletariado es uno de los polos de la contradicción, la plebe perfora la propia contradicción y divide en dos al mismo proletario: está el que defiende el trabajo asalariado y el que se fuga de él, ¡a veces el mismo! Otro tanto ocurre con la burguesía, ella también está dividida por todos los comportamientos que la “traicionan” desde dentro: los jóvenes que escapan de su destino como burgueses, se desclasan y buscan otros modos de vida, etcétera.
El poder y la resistencia no se deducen simplemente desde el marcaje de un cuerpo por una posición social o una identidad, sino que pasan por un tipo de actitud, disposición o actividad. Es decir: no sólo existe “lo que uno es”, burgués o proletario, blanco o negro, hombre o mujer, sino “cómo se es lo que se es”. En ese cómo reside la posibilidad plebeya.
En segundo lugar, la plebe no existe como esencia o sustancia, como fondo o naturaleza humana, como sujeto o agente histórico a priori, sino sólo como acción, manifestación, acontecimiento. No existe “la” plebe, pero “hay plebe”, como cuando decimos “no hay amistad pero hay pruebas de amistad”. Hay pruebas de existencia de la plebe: ciertos actos, ciertas palabras, ciertos comportamientos. La plebe es algo que pasa, y si no pasa no existe. La subversión no es una identidad, sino una práctica.
¿Qué tipo de práctica? Un gesto de escapada, un movimiento de desobediencia, una energía centrífuga. La plebe es “segunda” con respecto al poder, una reacción o una respuesta, pero no un simple eco o un reflejo, sino una réplica creadora que distribuye nuevamente las cosas. La resistencia de la plebe no opone al poder una trinchera, una fuerza de contención, un peso inerte, sino una dinámica, una acción, un contra-movimiento.
Por último, la plebe es un “punto de vista”: una perspectiva a través de la cual mirar el mundo y analizar los dispositivos de poder. Mirar desde los agujeros, las fallas y las fisuras nos permite no ver las relaciones de poder como omnipotentes y eternas, y producir un conocimiento estratégico y no moral: la descripción, más que el juicio, del funcionamiento de los dispositivos que nos tienen atrapados.
3. El orgullo de una vida soberana
Si Jack Kerouac es un autor muy político, no lo es tanto por sus posiciones o declaraciones públicas como por la práctica misma de su escritura. Los mundos que convoca en ella y transcribe, la transfiguración de ellos que consigue. La crítica es en primer lugar un punto de vista. Kerouac es por eso justamente un escritor “plebeyo”: mira el mundo desde “lo otro” del poder.
En “La extinción del vagabundo americano”,5 un texto bellísimo montado a partir de esbozos, de pinturas, Kerouac toma partido —es decir, el punto de vista, el punto de vida— de la plebe vagabunda de Estados Unidos frente a los patrulleros policiales y la criminalización de los medios.
Kerouac no describe a los vagabundos desde la carencia o la falta, desde el crimen o la amenaza. No mira desde el Estado. Sin idealizarlos tampoco, pone su foco en la potencia y la belleza del vagabundeo: como pulsión, como forma de vida, como aventura, como fuerza que empuja las piernas a ponerse en marcha, a moverse y desplazarse.
El vagabundo, como hoy el migrante, no se define entonces por no tener algo, techo o dinero. Tiene experiencias, habla muchas lenguas, ha atravesado países o estados, conoce mil estrategias para adaptarse a lugares desconocidos, sabe mil historias, posee todo un potencial de plasticidad en su cuerpo.
Kerouac mira con nostalgia otras épocas donde la sociedad no era tan dura con los vagabundos. Hubo ciertos momentos en la historia donde el vagabundo tenía un cierto papel social desde el que hacía su propia aportación. En su pobreza se podía descubrir una gran riqueza.
En la época de Brueghel, los niños bailaban alrededor del vagabundo, que usaba ropas grandes y harapientas y miraba siempre hacia adelante, indiferente; a las familias no les importaba que los hijos jugaran con el vagabundo, era algo natural. – Pero hoy las madres agarran fuerte del brazo a sus hijos cuando el vagabundo anda cerca, porque los diarios convirtieron al vagabundo en el violador, el estrangulador, el devorador de niños. -No aceptes nunca caramelos de un extraño. El vagabundo de Brueghel y el vagabundo actual son iguales, pero los niños son diferentes.
A lo largo del texto, el concepto de vagabundo de Kerouac se amplía e incluye a algunos sin-hogar muy especiales: Beethoven, “un vagabundo que escuchaba la luz arrodillado”; Einstein, “el vagabundo con tricota de lana”; Li Po, “también un vagabundo poderoso”; Jesús, “un raro vagabundo que logró caminar sobre las aguas”; o Buda, “un vagabundo que no prestaba atención a los otros vagabundos”. Vagabundo es todo aquel que se fuga de los campos ya establecidos y abre nuevos caminos posibles, en la calle, en la música, en la ciencia, en la poesía, en la espiritualidad…
“El vagabundo nace del orgullo”. Ese orgullo es la afirmación de una vida soberana que no acepta el sacrificio del trabajo, que no intercambia el tiempo de existencia por dinero, que no es medio o herramienta de un fin ajeno, que no queda localizado estrictamente en un espacio y unos gestos determinados, que no depende de ninguna comunidad establecida, sino que en todo caso puede asociarse puntualmente con otros vagabundos amigos por el camino…
Pero la policía acecha. Persiguen todo lo que se mueve en sus grandes patrulleros. “No saben qué hacer consigo mismos en sus coches de policía de cinco mil dólares con radios de dos vías al estilo Dick Tracy, salvo perseguir cualquier cosa que se mueva de noche y de día”. Los policías que persiguen vagabundos no saben qué hacer con su tiempo, no aguantan el silencio ni tampoco a sí mismos. Son pobres en experiencia, el reverso completo del vagabundo.
La televisión diaboliza a los vagabundos, a todo aquel que escapa a las leyes del trabajo y la normalidad, como monstruos, como criminales, como el mal. La policía se encarga de vigilarlos y detenerlos. Hay que impedir el contagio con la gente “honesta”, “buena” y “trabajadora”, segregar al vagabundo del resto de la sociedad.
4. El deseo vagabundo
Economía libidinal (1974)6 es un libro de Jean-François Lyotard dedicado a pensar el deseo. Pero buscaremos en vano una definición de deseo a lo largo de sus páginas. Hay que buscarla de otra forma, por ejemplo observando los verbos que Lyotard asocia al deseo. No lo que es, sino lo que hace: carga y descarga, inviste y desaloja, se desplaza y nos desplaza.
El deseo pasa. Su modo de ser es el pase, el pasar, el pasaje. Pasa y nos pasa, nosotros pasamos con él, somos pasados por él, atravesados, arrastrados casi involuntariamente, hacia nuevos paisajes, sentidos, focos de actividad, etc. El deseo no simplemente se representa en un teatro íntimo o social, sino que da lugar, hace hacer, nos pone en movimiento.
Ese pasar no es exactamente un movimiento. Un deseo puede atravesarnos en la inmovilidad. Es una fuerza de metamorfosis y no sólo de circulación. Lo que circula puede moverse idéntico a sí mismo. Lo que pasa son intensidades que transforman y nos transforman. Beethoven, Buda, Li Po, Cristo, vagabundos del deseo…
El deseo “acampa”, como los judíos en la tierra de los faraones, pero no pertenece a ningún sitio. Se posa por un tiempo indefinido (¿un día? ¿una vida?), pero luego sigue su camino. Podríamos decir incluso: el deseo engendra, su propio pasar engendra la superficie por la que pasa. El calor del viaje de deseo crea nueva tierra. Y ese viaje tiene su propia ley, una ley interna, inmanente.
Desplazamiento de las energías, deriva de los continentes, el deseo se desvía de los límites que lo quieren fijar a tal objetivo, a tal institución, a tal registro. Fuga por tierras desconocidas, pero no como el conquistador que busca dominar los nuevos territorios, sino como el vagabundo que multiplica los recorridos posibles a través de un espacio a la vez descubierto e inventado.
5. Racismo de mercado
Alana Moraes, activista brasileña, recoge el siguiente dato significativo para entender la victoria de Bolsonaro en los comicios de 2018: la campaña electoral que le aupó el poder estuvo focalizada contra los vagabundos.7 Bolsonaro asumía la demanda de algunos sectores de la policía brasileña de poder disparar impunemente contra los sin-techo. La “seguridad” por encima del derecho a la vida.
Pero la definición de “vagabundo” pronto desbordó la identificación con los sin-hogar para incluir todo aquello que resulta una “amenaza” contra “el gran y productivo Brasil”: el Brasil del evangelismo, el agrobusiness, el orden policial, etc. Feministas, negros y negras de las periferias, indígenas, izquierdistas, gays… Los vagabundos son todos los que se desvían de las normas de orden y productividad. Todo lo que atenta contra la patria y la empresa, la patria-empresa, la patria como empresa.
Un cierto salto, un cierto desplazamiento. El fascismo clásico fue el ideal de plegar el mundo al poder del Estado. Había que eliminar para ello todo lo que “no encajaba” en la ley estatal: judíos, homosexuales, locos… El fascismo posmoderno es la tentativa de plegar el mundo a la lógica de mercado. Hay que eliminar para ello lo que no encaja en la norma de productividad total.
Glucksmann habla de un “racismo de Estado” en el caso de los judíos. Hoy podríamos hablar de un “racismo de mercado”, siempre que tengamos en cuenta que el Estado en el neoliberalismo sigue bien operativo pero subordinado a las lógicas de empresa. Si lo que se atacaba en “lo judío” era una cierta autonomía de la existencia con respecto al Estado, lo que se ataca hoy es la autonomía de la vida con respecto al mercado.
Como explica Alana Moraes, los “vagabundos” que Bolsonaro promete eliminar son personas y colectivos que disfrutan de tiempo libre, organizan fiestas y encuentros, mantienen una relación afirmativa con el cuerpo y el placer, hacen un uso no propietario de la riqueza. No sacrifican la vida a la lógica de beneficio. La figura por excelencia del “vagabundo” sería Marielle Franco, asesinada justamente por ser “una mujer feminista, negra e hija de la favela” como ella misma se definía con orgullo. El orgullo de la vida soberana.
El fascismo posmoderno, según Diego Sztulwark en su ensayo La ofensiva sensible8, sería una exasperación de lo neoliberal. ¿En qué sentido “exasperación”?
El neoliberalismo trabaja cotidianamente la “fijación” de la naturaleza vagabunda del deseo: su subordinación a la realización y el consumo de mercancías. Ese deseo vagabundo, que nos atraviesa y nos mueve, que nos desplaza y se desvía, debe ser “localizado” y “atado”. El deseo queda así en “arresto domiciliario”, pero no porque se lo encadene a un solo lugar (el capital circula), sino porque es canalizado a través de un único circuito. Sólo “vale” lo que encaja en la ley del Valor.
El neoliberalismo no es un vagabundo, sino un conquistador. Lo suyo no es la fuga, el viaje de deseo, sino el movimiento expansivo de apropiación de más y más pedazos de realidad. La conquista, el deseo-de-conquista, es deseo de imperio, deseo imperial. Anhelo y pasión de un cuerpo pleno y total, siempre frustrado en su afán, en permanente caza y captura de nuevas tierras y capas del ser que incorporar.
El fascismo neoliberal, según Sztulwark, sería la cara intolerante y militarizada de esta política sobre el deseo: el “odio” contra todo lo que se sustrae a los mandatos de valorización capitalista, la “agresividad” contra todo lo que no encaja en el modelo antropológico neoliberal. La plebe del mercado.
La línea del frente pasa por nuestro interior. En la tentativa neoliberal de identificar el mundo y la vida con los imperativos de máximo rendimiento y productividad, los cuerpos se agrietan: agobio, cansancio, depresión. Algo se rompe, algo se quiebra, algo grita “no puedo más”. El malestar atraviesa hoy todas las capas sociales, agujereando los modos de vida neoliberales.
Ese malestar puede 1) ser apagado y gobernado mediante terapias, pastillas, mindfulness, perdiendo así toda su capacidad de inquietarnos y hacernos preguntas sobre el sentido de la vida que llevamos; 2) ser redirigido por el Bolsonaro de turno contra los “culpables” de lo que pasa, los vagabundos demasiado orgullosos de sus formas de vida no-productivas, convirtiéndose en resentimiento y rabia reactiva; o 3) ser escuchado y acogido, transformándose así en la energía que necesitamos para la creación de nuevas formas de vida. La crítica pasa hoy por ponerse en el punto de vista del malestar.
- André Glucksmann, Los maestros pensadores, Anagrama, Barcelona, 1978.
- Juan Gutiérrez sobre “imagen de enemigo”
- Michel Foucault, entrevista con Jacques Rancière, “Poderes y estrategias”, en Microfísica del poder, Siglo XXI, Buenos Aires, 2020.
- Esta definición sintética de dialéctica la tomo de Jean-Franklin Narodetzki, “Mayo del 68 explicado a los niños”, publicado en los números 80 y 81 de la revista Archipiélago (2008).
- Jack Kerouac, “La extinción del vagabundo americano”, en Viajero solitario, Caja Negra, Buenos Aires, 2013.
- Jean-François Lyotard, Economía libidinal, FCE, Buenos Aires, 1990.
- Diego Sztulwark, La ofensiva sensible, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.
Fuente: http://lobosuelto.com/eliminar-todo-lo-que-vagabundea-amador-fernandez-savater/
Imagen de portada: Pedro F. Miret. 1958. Archivo Miret