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La educación que queremos | Robots que escriben como humanos y humanos que escriben como robots

Por: Andrés García Barrios

En esta nueva entrega de “La Educación que queremos”, Andrés García Barrios responde a la pregunta sobre cómo enfrentar el riesgo de que los estudiantes usen un chatbot para escribir los que deberían ser sus propios textos.

Hace unos días se publicó aquí, en este Observatorio, mi artículo La educación que queremos: leer o no leer libros. Lo escribí sin saber que el tema estaba estrechamente relacionado con un asunto del que se empieza a hablar mucho en este espacio: al menos cinco textos publicados o citados aquí tratan de él (y no dudo que pronto se les sumen todo tipo reacciones y comentarios, dada su radical importancia).

El primero es la nota editorial firmada por Karina Fuerte, en la que explica el uso creciente de chatbots para la redacción de textos que parecen escritos por humanos. Karina concluye su nota abriendo una encuesta en la que nos pregunta si creemos que ese texto fue escrito por ella o en realidad es obra de un chatbot. Una semana después, en su siguiente editorial, nos da la respuesta: la nota había sido escrita por el programa de inteligencia artificial ChatGPT, y sin embargo más de la mitad de los encuestados la atribuyeron a la pluma de Karina. Anonadada, además de confesarnos que tendrá que tratar el duro shock con su terapeuta, la fingida autora se propone y nos propone hacer una seria autocrítica y preguntarnos si en nuestros textos en general no estamos recurriendo demasiado a un tipo de escritura claramente impersonal, al grado de que no se le puede distinguir de una redacción robotizada. Para dar un ejemplo, cita un artículo del Chronicle of Higher Education en el que se señala la larga tradición de impersonalidad que es ya parte de los textos académicos.

¿En qué se caracteriza un procesador de textos robótico? Trabaja de forma completamente estadística: empieza por seleccionar todas las ideas sobre el tema presentes en su base de datos; después las compara y las jerarquiza de acuerdo a nuestra solicitud, y vuelve a redactarlas, efectuando una síntesis gramaticalmente correcta (obviamente su base de datos puede llegar a ser tan vasta como todo el contenido de internet). Su segunda característica es que el texto resultante carece por completo de personalidad, es decir de una expresión propia.

Menciono arriba mi artículo sobre Leer no leer libros porque en él hablo justamente del valor de un tipo de escritura en la que el autor aprende a utilizar las reglas no para imitar modelos prestablecidos sino, por el contrario, para que sus escritos reflejen su personalidad, su individualidad humana. El estilo personal es algo vivo que no puede ni debe ser evitado. Aprendamos a llenar los textos de todo lo que somos nosotros mismos, digo ahí.

En su primera editorial, Karina alude también al peligro de que los estudiantes generen textos escolares con estas herramientas y los hagan pasar por propios. Es ahí donde Sofía García-Bullé toma la estafeta en otro texto y hace un acercamiento a este punto, poniendo énfasis en la opinión de algunos expertos en el sentido de que la solución a tales actos fraudulentos no es el castigo sino la aplicación de un código de honor que infunda en los estudiantes valores de dignidad y respeto a sí mismos (y a su trabajo, sus pares y maestros).

Uno de los ideales de toda sociedad es lograr este equilibrio entre tradición ética y avance tecnológico. Conseguirlo no es fácil: por lo general, el velocísimo desarrollo técnico no se sienta a esperar a que la tradición lo alcance. Más bien, suele alejarse de ella, insistiendo ─un poco a la ligera─ en que no dejará de tomarla en cuenta. Por eso, la tradición debe dejar de verse a sí misma como cosa del pasado para dar un raudo salto hacia el futuro y sorprender a la tecnología cuando sea ésta la que se la encuentre adelante.

Trataré de explicarme.

Empiezo por recordar cómo en mi adolescencia (ya lejana, como estoy a punto de evidenciar) las calculadoras electrónicas empezaron a inundar el mercado. Mi padre, un verdadero fan del razonamiento matemático, nos restringía su uso. Pensaba que ejercitar ese tipo de razonamiento era fundamental para alcanzar la autonomía como seres humanos. A la par, algunos de nuestros amigos argumentaban que a las calculadoras se les debía usar libremente y no desaprovechar ese otro tipo de desarrollo que permiten los avances tecnológicos. Creían que las calculadoras eran parte de una nueva cultura que llegaba para liberarnos de cargas como la de las operaciones matemáticas básicas y permitirnos concentrarnos en nuevos retos.

Algo de razón tenían ambas posiciones. La solución quizás era lograr un equilibrio entre ellas, y sin embargo la experiencia pronto nos dijo que la sociedad iría poco a poco abandonando la admiración por el razonamiento matemático y privilegiaría la del dedo índice que pulsa teclas y pantallas (mi tío Pepe, octogenario, dice que para recordar que no es tonto por no poder usar la computadora como lo hacen sus nietos, ha colocado a un lado de ésta una vieja regla de cálculo, herramienta de papel y cartón muchísimo más complicada de usar y que él dominaba con creces en su juventud).

El equilibrio entre pasado y presente, insisto, se logrará mirando ampliamente hacia el futuro. Pero el reto ─que no se nos oculte─ es inmenso, creo que mucho más que el que representa nuestra ya de por si enorme y legítima preocupación por el plagio robótico. Para comprender el tamaño de este desafío es preciso mencionar sus rasgos positivos y pensar en los beneficios que pueden traernos estos programas de redacción de textos (que sólo son, por cierto, una pequeña muestra de los avances de la inteligencia artificial). Uno muy claro para la investigación científica y social es que hoy por hoy podemos obtener en cuestión de segundos un informe tan breve o extenso como queramos, acerca de cualquiera de los temas que la humanidad tiene ya registrados de manera electrónica (la nota editorial de Karina es un ejemplo de 600 palabras). Esa información puede llegarnos jerarquizada en subtemas según el orden que escojamos, pero tiene un beneficio adicional: la capacidad de la herramienta de agrupar ideas según la cantidad de veces que se alude a ellas en la base de datos, nos puede añadir con una precisión sin precedentes aspectos subjetivos relativos a esa información, por ejemplo cuál era la idea más generalizada sobre cierto asunto en determinada época, información fundamental para el estudio de la historia (podemos hacer la pregunta ¿qué piensa la gente hoy acerca de los bots? o cambiarla para saber que se opinaba en el siglo XV sobre la invención de la imprenta).

Ahora imaginemos que los seres humanos encontramos la forma de programar un procesador para que imite todos los estilos de escritura que ha habido y sea capaz de producir textos que parezcan de verdad ejecutados por personas. Esto quiere decir textos no tan impersonales como los que hoy conseguimos sino unos de verdad «humanizados». ¿A qué me refiero con humanizados? En mi artículo Leer o no leer libros afirmo que todo texto «humano» se escribe en estados emocionales de incertidumbre y en diferentes contextos (algunos incluso tienen que ser escritos sobre las rodillas, en el camión, de prisa para entregarlo al editor); el resultado reflejará, aunque sea sutilmente, ese estado y ese contexto en el que fue escrito. El teórico Wolfgang Iser nos explica además que un autor nunca lo dice todo; consciente o inconscientemente deja abiertos algunos «espacios de indeterminación» que el lector debe llenar (la pericia del lector para llenarlos depende en parte de su familiaridad con el tema así como de su experiencia como lector). Esta personalísima forma de escribir de cada autor es lo que crea su estilo. Así pues, el chatbot que imagino es capaz de analizar, comparar y hacer quién sabe que otras operaciones sobre los textos, hasta delimitar todas estas sutilezas y reproducir el «estilo» de cualquier autor, incluso el de los modelos más sofisticados, como Homero o Shakespeare (con esas herramientas mi fantástico chatbot puede incluso ir más allá y descubrir en cuestión de segundos la influencia de esos dos autores en los escritores del romanticismo alemán, por ejemplo).

Está claro que mi chatbot no tiene por qué desarrollar lo que llamamos «un alma» ni adquirir la capacidad de un día engañarnos intencionalmente y hacerse pasar por nuestra abuelita, enviándonos un texto firmado por ella. Ciertamente, si lo programamos para que en determinadas circunstancias se haga pasar por nuestra abuelita, llegadas esas circunstancias obedecerá nuestra orden. Un bot así seguirá simplemente respondiendo a nuestra programación, por sofisticada que esta sea, de tal forma que aún en este caso el problema ético seguirá siendo el que señalan Karina Fuerte y Sofía García-Bullé de incurrir o no incurrir en fraude. Sin embargo ─y entro ya a la médula de este artículo─ me interesa sobremanera señalar cómo la complejidad ética del asunto crece hasta volverse inconmensurable si comparamos las habilidades de nuestro bot (insisto, imaginario) con lo que uno de los neurocientíficos más influyentes del momento piensa acerca de lo que somos los seres humanos. En su libro Neurociencia, los cimientos cerebrales de nuestra libertad, Joaquín M. Fuster plantea una de las más actuales teorías sobre la conciencia. En ella afirma (uso mis propias palabras) que nuestro cerebro ─que funciona como una unidad─ es capaz de recibir una cantidad inmensa de información y asociarla de formas prácticamente infinitas, para después ─en la corteza prefrontal─ revisar esas asociaciones, discriminar entre ellas y canalizar la más viable (la más pertinente, digamos) para ejecutar una acción.  Es lo que Fuster describe como «tomar una decisión». Si la cantidad de información ─y por lo tanto de asociaciones─ fuera muy reducido, la «decisión» tendría muchas limitaciones; sin embargo, como es «infinita», las posibilidades se extienden con tan magnificente amplitud que podemos decir que la corteza cerebral está dotada de libertad.

¿Cómo participamos nosotros en todo este asunto? Según Fuster, nosotros, nuestro «yo», nuestra conciencia, esa parte nuestra que tiene la experiencia de estar «viva», de ser «alguien», resulta sólo una especie de testigo sin mayor injerencia en el proceso. Somos meros observadores de lo que está pasando, como si miráramos desde atrás de un vidrio y no pudiéramos intervenir en lo que ocurre del otro lado. El término que emplea Fuster en algún momento es que somos un epifenómeno (una especie de efecto secundario) de esos procesos cerebrales. El término epifenómeno es difícil de explicar, pero podemos dar un ejemplo que nos lo aclare: se dice que nuestra sombra es un epifenómeno del hecho de que los rayos de luz alcancen nuestro cuerpo; es decir, un fenómeno secundario que no tiene incidencia sobre el fenómeno principal (el de la luz tocando nuestra piel, estimulando sus receptores, produciendo calor, etc). ¿Yo? Yo soy solo una especie de sombra de la actividad de un cerebro que interactúa con determinadas circunstancias. Como fenómeno secundario no tengo ninguna injerencia determinante en esa actividad mental ni en esta interacción (incluso mi lenguaje, mi propia manera de hablar, no es sino un recurso de la corteza prefrontal para procesar información y transmitirla a otros cerebros). En pocas palabras, como dice Fuster en alguna parte: «La corteza prefrontal es libre, nosotros no».

(Permítaseme abrir un paréntesis para remitir al lector a un texto del eminente filósofo español Juan Arana, donde revisa la edición española del libro de Fuster con todo cuidado y una severa aproximación crítica).

Según la estremecedora perspectiva filosófica de Fuster (cabe aclarar que, aunque él es un connotado investigador, las conclusiones aquí descritas no son una teoría científica), según esa filosofía, digo, Karina Fuerte no sólo no sería la autora real de su primera nota editorial sino tampoco de la segunda, pues al escribirla sólo habría tenido la impresión de serlo cuando en realidad sólo habría permanecido como observadora de la ejecución «libre» de su corteza prefrontal, verdadera autora del texto.

Como podemos ver, la dimensión más radical del problema ético no es la ya de por si difícil disyuntiva entre programar o no a un chatbot para que se haga pasar por nosotros, con la consecuente falta de respeto hacia nosotros mismos y nuestros pares; el dilema más trascendente en estos momentos es suscribir o no la propuesta de que nosotros mismos somos semejantes a un super bot cuya conciencia no es más que un epifenómeno relativamente inútil de los procesos cerebrales. En otras palabras, antes que el riesgo de la pérdida de nuestra dignidad esta la pérdida de nuestra identidad, justificada por una filosofía de la ciencia que parece rendirse a la impersonalización.

Ante ésta que para mí es una oscura fantasía, prefiero mirar al futuro y proponer y luchar por llevar hasta él la tradición ética de considerarnos seres capaces de interactuar con la realidad y modificarla (en una palabra, luchar por crear un futuro en el que los seres humanos también quepamos). Por eso, retomando el tema desde el principio, quisiera señalar con la mayor profundidad posible la oportunidad ética que se abre ante la pregunta sobre cómo enfrentar el riesgo de que los estudiantes usen el chatbot para escribir los que deberían ser sus propios textos.

Primero, es posible que ─lo mismo que aquellos amigos de mi juventud─ muchos estudiantes se nieguen a desaprovechar los avances por considerar éstos como elementos propios de la cultura y no sólo como recursos personales para el fraude. Si es así, sin duda podemos apostar a infundirles una ética que abogue por su dignidad y el respeto a sí mismos de tal manera que todos juntos descubramos un equilibrio entre los valores tradicionales y el desarrollo. En la búsqueda de este equilibrio tendremos que decidir si seguir pidiendo a nuestros alumnos ensayos académicos donde reproduzcan uno a uno lo aprendido (como enchufados a un procesador electrónico) o pedirles textos «personales» donde como autores doten a ese conocimiento de una perspectiva propia y viertan en él, de ser necesario, su intimidad. Si la escuela privilegia esto que nos identifica de fondo como seres humanos, estará apostando también, e inevitablemente, por una sociedad en la que la información y las decisiones que se desprendan de ella estarán siempre impregnadas de algo que podemos llamar personalidad o identidad humana, es decir, de esa parte de nosotros mismos en donde en última instancia se resguardan los valores éticos.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/la-educacion-que-queremos-robots-que-escriben-como-humanos/

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Saquemos la Filosofía a la calle para pensar la pandemia

Por: Héctor Rodríguez Cruz

Promover una  amplia reflexión filosófica sobre la COVID-19 constituye un elemento esencial para fortalecer las estrategias de prevención, contención y mitigación de la pandemia.

El monstruo de la COVID-19 no se ha ido. No ha muerto. Ante esto, no sólo es necesario aprender a vivir en medio de él, sino aprovecharlo como una oportunidad de humanizarnos. La invitación nos incluye a todos. No hay categorías de excluidos ni exonerados.

La pandemia nos igualó y nos amenazó a todos por igual. No respetó clases sociales, burbujas ni escondites. Nos convirtió a todos en candidatos a una muerte con epitafios improvisados y en herederos de una vida con esperanzas, sueños e ilusiones arrebatados.

Como “sobrevivientes” estamos  obligados  a aprender y enseñar las lecciones que deja la pandemia. Hay que realizar una obligada reflexión filosófica acerca qué somos, dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos en este nuevo escenario de la vida.

En los momentos difíciles surgen esas preguntas que se constituyen en el punto de partida de la filosofía para explicar el sentido de la vida del hombre. De esa manera, la “reflexión filosófica” puede aportar mucho en las actuales circunstancias pandémicas.

En primera instancia el ejercicio reflexivo pudiera motivarse con el texto siguiente:“Ojalá que con esta pandemia hayamos aprendido que somos seres que sentimos el dolor propio y el de los otros. Que sufrimos, lloramos, reímos, nos indignamos, temblamos de placer y de miedo. Quizás en este (re)descubrimiento hallemos el primer paso para una nueva humanidad, porque ese proceso de vernos igualados, nos permitirá, a su vez, entablar relaciones sin jerarquías y basadas en la común dignidad que compartimos”. (Octavio Salazar. 2021. “La Vida en Común: Los hombres que deberíamos ser después del Coronavirus”).

Afrontar debidamente la pandemia impone rescatar la idea de “conversión”, resumida en dos palabras griegas: metánoia (cambiar de opinión, arrepentirse, cambiar de modo de ser) y epistrophé (volver la mirada atrás para darnos cuenta de lo que hemos venido haciendo), para que se pueda vivir mejor y construir un mundo más humano y solidario.

De acuerdo con Paulette Dieterlen Struck, investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, “los humanos sí hemos hecho muchas cosas mal que han contribuido de manera definitiva para que ahora nos encontremos amenazados como especie por la COVID-19”. ¡Cargamos con la deuda moral de enmendarlas!

Por tanto, no se trata de cátedras, conferencias, lluvias de ideas de filósofos e intelectuales.  Ni de sermones,  peñas y cafés filosóficos sobre la pandemia. Se trata de un “filosofar-pensar-decir-actuar”  ligado a la vida, sentimientos y necesidades de cada persona y de cada comunidad amenazada o abatida directamente o indirectamente por la COVID-19.

La importancia de la reflexión filosófica se expresa en la disposición para hacer frente a los múltiples desafíos que se plantean al mundo en cada momento. Invitando, en particular, a reflexionar sobre el significado, efectos e impactos de la pandemia de la COVID-19.

Viene al caso lo expresado por Audrey Azoulay, Directora General de la UNESCO: “Si la crisis sanitaria pone en tela de juicio varios fundamentos de nuestras sociedades, la filosofía nos ayuda a avanzar mejor, estimulando la reflexión crítica sobre los problemas que ya están presentes pero que la pandemia está llevando a su punto culminante. En un momento en que el extremismo y la rapidez de las grandes turbulencias del mundo a veces nos confunden, la filosofía nos permite al tiempo cambiar de perspectiva y ver más allá, mirar el horizonte sin perder de vista el presente”.

Durante y después de la pandemia asumamos el deber y el derecho de filosofar con lucidez sobre la pandemia procurando ir más allá del simple hábito  de describir, comentar y repetir el pensamiento pensado. Es necesario “pensar-filosofar” desde nuestra realidad.

Promover una  amplia reflexión filosófica sobre la COVID-19 constituye un elemento esencial para fortalecer las estrategias de prevención, contención y mitigación de la pandemia. ¡Saquemos la filosofía a la calle para pensar la pandemia!

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Opinión | El ritual escolar: Comunicación – Lo invisible (3ª parte)

Por:

En esta tercera entrega del ‘Ritual Escolar: Comunicación’, Andrés García Barrios relata cómo la comunicación es la misión humana por excelencia que nos ha unido y separado desde tiempos inmemoriales.

En las primeras dos partes de este artículo, me he complacido presentando al lector primero la visión más optimista y luego la más pesimista de los procesos de comunicación que comenzaron a mediados del siglo pasado y llegaron hasta nuestros días. Quise mostrar que es posible tener las dos versiones.

La existencia de una comunicación que nos une y de otra que nos separa, son una constante humana, me parece. Creo que han estado siempre: desde tiempos inmemoriales los seres humanos hemos confiado en que podemos comprendernos unos a otros, y a la vez mantenemos una duda constante al respecto. El sabio griego Gorgias, que afirmaba que el movimiento de las cosas era una ilusión, también negaba que la comunicación fuera posible. Su argumento era contundente: las palabras son herramientas de la conciencia (es decir, subjetivas) por lo que no pueden describir los hechos que ocurren objetivamente; ni siquiera alcanzan a describir nuestras emociones, las cuales también son ajenas a la razón, al menos parcialmente. Finalmente añadía que, para colmo, si acaso pudiéramos expresar nuestros pensamientos, jamás estaríamos del todo seguros de que nuestro interlocutor los entendiera; y es que, no estando nosotros dentro de su conciencia, no podríamos confirmarlo.

Recientemente, Byung Chul-Han, filósofo coreano, ha hecho una crítica feroz contra el tipo de comunicación que se da a través de redes sociales y el supuesto intercambio humano que éstas permiten: dice que se trata de una comunicación vacía, sin comunión, flujo de mensajes sin receptor, sin un verdadero receptor. En oposición a ésta, menciona la existencia de culturas donde la gente no necesita comunicarse para constituir comunidades sólidas; por ejemplo, los japoneses frecuentan rituales que son pura forma, es decir, gestos y actitudes que no dicen nada a nadie y que sin embargo los unen de forma indefectible. Comunidades sin comunicación, les llama (versus comunicación sin comunidad, como hemos dicho).

Francoise Doltó habla de que la comunicación es la misión humana por excelencia. Según ella, el milagro unificador surge desde el vientre de la madre, y menciona que, por ejemplo, en el tam tam del corazón materno tiene su origen nuestra atracción y encanto por el ruido de los tambores, en el que percibimos un llamado ancestral a la acción, a despertar a la vida (como todos sabemos, las percusiones son el primer instrumento musical de la historia).

Y así pasamos a hablar sobre el poder de comunicación del arte. Conozco poetas que afirman que sus textos “comunican”, con lo cual (si no quieren decir simplemente “expresan”) se nos plantea la pregunta de si es posible hacer intercambios a través del tiempo, es decir, con lectores futuros (“escribo hoy para ti que me lees mañana”) y escritores del pasado (“te agradezco tus textos, a ti, que ya no estás”), poniendo en duda la certidumbre científica de que la flecha del tiempo siempre viaja hacia adelante (¡será lo que los filósofos de la ciencia quieran, pero cuando leo Animal de fondo de Juan Ramón Jiménez, tengo la certidumbre de que el autor está escribiendo sus poemas en ese mismo instante y percibiendo mi conmoción!).

Así pues, el concepto de comunicación tiene muchos vértices. Yo, para precisar su importancia dentro de lo que he venido llamando el ritual escolar, elijo empezar por el más sencillo: las primeras formas de comunicación de las que da cuenta la ciencia de la Historia.

Chismosos y crédulos

En su libro Sapiens: de animales a dioses, Yuval Noah Harari menciona tres fases de comunicación que fueron cruciales para que nuestros antepasados no humanos se convirtieran en lo que somos: la primera ―que compartimos con nuestros ancestros monos― es el desarrollo de un lenguaje meramente informativo que sirve para comunicar circunstancias inmediatas y favorecer la subsistencia del grupo: “El león está cerca”, “Hay un montón de fruta a un lado del arroyo”. Algunos individuos humanos y no humanos saben usar estos signos de forma engañosa para sacar ventaja, y por ejemplo, avisan a un semejante de la presencia de un peligro con la sola intención de distraerlo y robarle algo (por ejemplo, su alimento). Tales formas de lenguaje sólo pueden congregar hasta un ciento de individuos, cifra después de la cual se produce el caos y la convivencia se viene abajo. Rebasados los cien, tendrá que formarse otra manada, con la cual la primera no se identificará de ninguna manera y muy probablemente entrará en conflicto.

Para reunir grupos más grandes es necesario que aparezca algo más propiamente humano. La segunda fase, dice Harari, es el tipo de comunicación a la que llamamos “chismorreo”. A través de éste, los seres humanos se enteran (o son engañados) no sólo sobre cosas que pasan más allá de su grupo sino sobre otras muy importantes que ocurren al interior de éste. Ahora se entrecruzan mensajes que hablan de los propios compañeros: “Aquél es un mentiroso”, “Ella me compartió su comida”. Así la manada afina y aumenta su control sobre las situaciones favorables y desfavorables, tanto internas como externas, y puede congregar a más individuos. Estos se identifican entre sí (son semejantes), y comparten recomendaciones y advertencias, se enteran de quiénes del grupo son confiables y quiénes no, y gradúan sus acciones para favorecer la convivencia y mantenerse a salvo.

Sin embargo, explica Harari, el chismorreo permite crear grupos humanos de hasta 150 miembros pero no es suficiente para reunir esas grandes masas donde miles y hasta millones de seres humanos responden al mandato de un solo líder. Para que esto ocurra, es necesario que las personas creamos en entidades invisibles a las cuales adherirnos como si fueran tan confiables como las que sí vemos, y aún más. Esas entidades se despliegan sobre grandes multitudes permitiendo que una persona se identifique con otras a las que nunca ha visto ni verá, y a las cuales considera sus semejantes solo por el hecho de creer en algo común, es decir, en ficciones creadas por el pensamiento y convenidas colectivamente gracias al lenguaje. Así, un dios puede hacer que todos sus fieles se consideren parte de una misma familia multitudinaria, y un país puede agrupar a millones a pesar de que sus límites sean por completo artificiales, fundados en ideas, palabras, deseos… es decir, en actos de comunicación a los cuales puede llevarse el viento.

Los sapiens devenimos semejantes sólo por estar al abrigo de la misma religión, familia, escuela, nacionalidad, sociedad anónima u otras entidades invisibles a las que cuidamos y preservamos como si fueran nuestras, o más bien, como si fuéramos suyos.

La realidad de lo invisible

Las versiones cientificistas como la de Harari, no son las únicas. Según otras, lo invisible no es una ficción sino un hecho contundente. A favor de éstas, me aventuro ahora en una de esas disertaciones a las que en alguna ocasión llamé fantasías filosóficas.

Puedo imaginar que, conforme iba adquiriendo conciencia, cada uno de aquellos primeros seres humanos se daba cuenta de que él mismo era una unidad, un ser en sí, un todo; sin embargo, simultáneamente iba advirtiendo otra verdad: los que lo rodeaban también lo eran. Si lo pensamos bien, la experiencia de ser un todo no combina con la de tener semejantes: un todo, por definición, abarca todo lo existente, por lo que dos todos son un disparate; y un montón de todos, un delirio. El que hubiera muchos todos como yo, era desquiciante.

Por fortuna, aquellos primeros humanos habrán vivido también la experiencia opuesta, es decir, la de reconocerse a sí mismos como parte de un todo superior, del que los demás humanos eran también una parte (convirtiéndose, ahora sí, en sus semejantes). Al desprenderse al menos un poco de su todeidad y participar junto con la comunidad en un Ser más grande, se habrán sentido como restaurados de aquel primer delirio. Pero también en el desprendimiento hallarían grandes riesgos: la sensación de perderse en el todo no habrá sido reconfortante sino fuente de mucha angustia. La única alternativa sería entonces intentar desprenderse de sí mismos sin perder el yo, y desde ahí regresar, un poco más repuestos.

Por desgracia, en el viaje de vuelta inevitablemente se habrán reencontrado con aquella tentación de completud que los embargaba desde el principio. Conscientes ahora ya de la existencia de los otros, habrán hallado una estratagema para lidiar con el peligro: “No soy todo, sólo soy el centro”. Por fortuna, también esta certidumbre egocéntrica (fuente de conflicto con los demás egos) tarde o temprano los volvería a arrojar a una paradoja: “Cada uno de nosotros es un centro, cada uno quiere que se le reconozca como tal”. Y sólo les habrá quedado la humildad para reconocer que en este extraño mundo sí hay un lugar para muchos centros.

Final metafórico

El juego del yo-yo es (desde su nombre) una buena metáfora de todo esto que digo. Ovillado en mi centro―desde el que vislumbro con terror el convertirme en un yo completo y aislado―, intento desprenderme de mi propia inmensa carga y me arrojo en un vuelo que deseo libre y eterno; pero una vez alcanzado cierto límite (en el que mi yo empieza a desvanecerse), regreso empavorecido a aquel centro que dejé atrás. Mi vida entera se desenvuelve, entonces, entre un extremo y otro, sin querer quedarme para siempre en ninguno de ellos. Ciertamente, regresar al centro me sirve para cobrar impulso; y quedarme un rato patinando en el otro extremo me permite realizar numerosas “suertes” (como les llaman los expertos), siempre y cuando no intente permanecer ahí demasiado tiempo.

En esencia soy un ser humano y, como los yo-yos, me realizo en un juego constante, en una promesa y un desafío permanentes.

(Continuará)

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-comunicacion-parte3

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Dignidad y derechos humanos

Por: Leonardo Díaz

La justificación oficial de un reciente acribillamiento policial de ciudadanos, basado en una “confusión de identidades”.

El respeto a los derechos humanos se fundamenta en un supuesto básico: los seres humanos poseen una dignidad intrínseca por el mero hecho de ser personas.

El reconocimiento de este supuesto no está condicionado por el contexto social o cultural. Este es el motivo por el que prácticas que generan agravio, como la ablación o la violación, son condenables desde el punto ético, aunque dichas prácticas hayan estado arraigadas en tradiciones históricas o culturales.

El reconocimiento de la dignidad intrínseca de los seres humanos tampoco depende de la honorabilidad de los mismos. Si en una sociedad democrática moderna un ciudadano es declarado culpable de infringir una ley, recibe una pena que no implica la degradación de su condición humana, conservando las implicaciones legales y morales de su reconocimiento como persona.

Estos supuestos evidentes, verdades obvias en todo Estado de derecho moderno, no siempre lo son en una sociedad donde algunas veces se piensa que los derechos humanos están condicionados por la honorabilidad social, el estatus jurídico o las prácticas morales de la ciudadanía.

Es la razón por lo que en el imaginario popular dominicano resulta frecuente escuchar afirmaciones donde se estimulan prácticas arraigadas en nuestra historia política como: el maltrato físico, el abuso psicológico y la privación de las libertades civiles si se considera que la persona que sufre los daños “se lo merece” por haber violado la ley o por ser estigmatizado como un paria social.

El problema emerge de nuevo al ser testigos recientes de la incredulidad generada por la justificación oficial de un reciente acribillamiento policial de ciudadanos, basado en una “confusión de identidades”, sin que el supuesto mismo de la justificación haya sido cuestionado: la violación de los derechos humanos queda validada si quienes sufren la misma son sujetos de persecusión penal.

Tampoco se cuestiona muchas veces el “agravante” a una violación de los derechos humanos como supuestamente son: las creencias religiosas de las víctimas, o sus bondades personales. Como si la gravedad del desconocimiento a la dignidad de las personas dependiera de si la víctima es una persona religiosa o antirreligiosa; filántropa o misántropa.

Fuente: https://acento.com.do/opinion/dignidad-y-derechos-humanos-8931637.html
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Información e infodemia

Por: Elisabeth de Puig

Resulta más difícil fomentar la actitud crítica ante la manipulación de los hechos y los análisis intencionados cuando existe una clara tendencia a adiestrar el pensamiento de la audiencia para que no tenga juicio propio sobre la información que consume.

Vaya paradoja: es en la era de la mayor interconexión entre los seres humanos que la desinformación ha aumentando en el mundo hasta tomar proporciones dramáticas por su propagación viral por las redes sociales.

A raíz de la pandemia de Covid 19 se ha forjado un nuevo concepto: el de infodemia, que deriva de las palabras información y epidemia, y que ha sido oficializado por la OMS en febrero 2020

Nunca antes la humanidad había tenido acceso a tanto volumen de información, lo que no significa que estemos mejor informados. Más bien, es mucho más complicado ahora saber si lo que leemos es verdad o no.

La función de los medios de comunicación tradicionales era y sigue siendo la de presentar un amplio abanico de perspectivas, para que a partir de ahí los ciudadanos puedan construir su propia percepción de la realidad.

Sin embargo, en el momento que se estimula una participación activa de todos y todas en las redes sociales con el desarrollo de una velocidad de propagación impensable hace solo algunos años, nuestra época se caracteriza también por la falta de una actitud crítica y la poca calidad de los análisis sobre las informaciones

En 2020, para más de la mitad de la población del mundo desarrollado la primera fuente de acceso a las noticias y opiniones son el internet y las redes sociales. Se han quedado atrás los libros, la televisión, la radio y la prensa escrita.

Como las noticias falsas provienen, sobre todo, de las redes, es función del periodista alejarse de ellas y ofrecer cada vez más conocimientos, análisis y filtro.

De manera general es bueno entender que la desinformación busca encajar de manera directa con nuestros gustos, creencias, miedos o deseos, mientras que la información se dirige a nuestro ser racional y a nuestro conocimiento.

Se debe considerar que muchas de las noticias falsas no son inocentes y utilizan el conocimiento de la psique humana para impactar en un sentido o en el otro.

Resulta más difícil fomentar la actitud crítica ante la manipulación de los hechos y los análisis intencionados cuando existe una clara tendencia a adiestrar el pensamiento de la audiencia para que no tenga juicio propio sobre la información que consume.

La situación presente da pie cada vez más a que el usuario asuma como verdad cualquier noticia presentada de una manera que coincida con su ideología, sus valores y sus principios.

Por todas estas razones, cuando se difunden mentiras para favorecer a determinadas organizaciones o a partidos políticos, la desinformación electoral pone en riesgo la democracia; cuando se trata de noticias falsas y alarmistas sobre migrantes, minorías, casos de corrupción, como sobre el Covid 19, estas falsas noticias pueden ser letales. 

¿Cómo tratar de mitigar estos peligros que las mismas plataformas en línea no están en capacidad de controlar? Han surgido “fact-checkers”, o verificadores de hechos y de datos. El Fact-Checking Network (IFCN), perteneciente al Poynter Institute, reúne a más de 100 profesionales de 45 países dedicados a analizar la información.

Cada uno de nosotros tiene su grado de responsabilidad como consumidor y reproductor de noticias; lo menos que podemos hacer en caso de dudas es comprobar la fuente de la que proviene la noticia, su autor, el día y, si es necesario, hacer una breve búsqueda por internet y controlar el click automático y compulsivo que nos hace compartir tal o tal noticia.

Fuente: https://acento.com.do/opinion/informacion-e-infodemia-8890810.html

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Año escolar 2020-2021, encanto y esperanza

Por:  Dinorah García Romero

La República Dominicana tiene experiencia sobrada de enfrentar dificultades de diversa índole; tiene conocimiento de lo que supone luchar contra naciones colonizadoras. Recuerda con dolor todo lo que le ha supuesto combatir la tiranía trujillista y los 12 años letales de Joaquín Balaguer. Asimismo, sabe muy bien lo que supone lidiar contra la fuerza devastadora de la colonización interna; así como la potencia destructiva de la impunidad, de la corrupción y de la sindemia que nos afectan actualmente. Es una nación formada, sin querer, para vivir y actuar creativamente en tiempos difíciles. Nuestro país puede darle lecciones a otros de lo que implica intervenir las dificultades y cómo sobrevivir, por encima de precariedades fundamentales y sistémicas. Por ello, hoy, que inicia el año escolar 2020-2021, nos encontramos frente a un acontecimiento más que requiere esfuerzos nuevos, corresponsabilidad nacional y puesta en acción del mayor potencial creativo que pueda existir en los dominicanos. Es así una ocasión nueva para aterrizar en el contexto educativo toda la capacidad emprendedora y de transformación que exige este momento.

La acogida del nuevo año escolar ha de alejarse del pánico, aunque tengamos presente que nos movemos en un terreno poco consistente y vertebrado por la incertidumbre. Ha de distanciarse del pesimismo, sin dejar de tener presente que nuestras emociones y sentimientos están afectados, por lo cual somos pasibles de angustia creciente y miedo exponencial. Pero es ocasión singular, la que nos ofrece la COVID-19: asumir y acoger el año escolar con encanto y esperanza. De todas las acepciones del concepto encanto, la que más encaja es la de gracia. Sí, el año escolar necesita que lo recibamos con elegancia, con una apostura que le abra espacio a la capacidad personal y colectiva de reaprender y desaprender.

Todos iniciamos el año escolar. Desde donde estemos, hemos de prepararnos para aprender lecciones diferentes y nuevas. Pero, también, hemos de estar dispuestos a prestar servicio, ideas y propuestas que contribuyan con una educación que, cada vez más, se acerque a la inclusión y a la calidad, dos dimensiones con anemia estructural en el país. Es necesario mirar y vivir este año escolar con la gracia natural y espontánea que brota del encanto. Sin duda, esta postura no puede obviar la dura realidad en la que se va a desarrollar el curso escolar, pero es lo más saludable para la joven generación que está convocada. El desarrollo del curso puede disminuir el atraso en la República Dominicana. Puede contribuir para que algún día podamos sacudirnos de tanta pobreza; y hasta de la indigencia intelectual, cultural y social que palpamos. Apelamos a vivir un encanto situado y comprometido. Se nos brinda una nueva oportunidad para convertir la sociedad dominicana en una escuela viviente, en un tejido abierto al trabajo conjunto para que el curso fluya.

El encanto ha de estar unido a la esperanza; y esta, a su vez, ha de estar mediada por la confianza y por una actitud de alerta. La confianza que necesitamos se ha de alejar de una actuación acrítica. No. El Ministerio de Educación, el gobierno y las familias requieren que nos mantengamos en estado de alerta. La capacidad crítica para interpretar discursos, para identificar eslogan y para desmontar prácticas institucionales y educativas obsoletas, no se puede esconder. Es tiempo de activarla. Al mismo tiempo se ha de poner en acción una actitud proactiva. La esperanza no es un producto de ciencia ficción, es una dimensión del ser humano. Ser esperanzado no es una fórmula coyuntural, es un elemento constitutivo de los humanos. Hoy más que nunca necesitamos robustecer la esperanza y comunicarles esa energía transformadora a las madres, a los estudiantes; y a los docentes que hoy enfrentan desafíos importantes y comprometedores. Este curso escolar se ha de inscribir en la cultura de lo posible. No se hará magia, pero se han de desplegar todos los esfuerzos necesarios para que los niños dominicanos continúen desarrollándose; y, sobre todo, para que puedan ejercer, con el cuidado requerido, el derecho a la educación. Es su derecho; y ningún poder ni ningún sector puede limitarles este derecho. El Ministerio de Educación de la República Dominicana ha de clarificar y consensuar más sus políticas educativas en este año escolar. De igual manera, la sociedad no puede dormir siesta. Se requiere de ella una posición de colaboración y de seguimiento crítico y sistemático a las disposiciones y acciones del MINERD. Esta criticidad ha de estar vinculada estrechamente a propuestas innovadoras, útiles y articuladas a la realidad educativa y social del país. La Asociación Dominicana de Profesores ha de presentarle a la sociedad su programa para fortalecer el ser y el hacer de los docentes en este curso escolar que se inicia. No caben ya las reacciones coyunturales. Es necesaria la planificación racional, actualizada y comprometida. No olvidemos, a partir de hoy, que el hilo dinamizador de la sociedad y de la educación ha de ser el encanto y la esperanza que despierta este curso escolar, 2020-2021.

Fuente: https://acento.com.do/opinion/ano-escolar-2020-2021-encanto-y-esperanza-8878283.html

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Mi filosofía de la educación

Por: Víctor A. Henry

Estoy convencido, que el papel de los docentes como actores principales en las instituciones educativas, es el de enseñar a los estudiantes más allá de lo que necesitarán dentro del aula; es dar respuesta a los dos propósitos principales de la educación que mencioné antes, creando pensadores críticos y entidades sociales que permitan el desarrollo del individuo, y la mejora de la sociedad misma.

La educación es un proceso donde un individuo adquiere conocimientos de forma consciente o inconsciente. El concepto educación ha sido discutido y consensuado; así como las diversas formas de clasificar los procesos de adquisición de conocimiento en la educación formal y no formal. En el caso de la educación formal, igualmente existen diferentes enfoques sobre cuál debería ser su propósito, que desde mi punto de vista tiene dos objetivos principales.

En primer lugar, la educación debe proporcionar a los individuos los métodos y herramientas para construir su propio conocimiento y encontrar su verdad. Creo que los actores que gestionan los sistemas educativos en la sociedad deben brindar los instrumentos necesarios que siembren en los individuos la capacidad de pensar críticamente, preguntar y desear encontrar sus propias respuestas. Por ejemplo, Eugenio María de Hostos, educador, filósofo e intelectual, con una enorme incidencia en la educación en América Latina defendió el derecho del niño a buscar la verdad por sí mismo.(1)

En segundo lugar, aunque los individuos necesitan ser capaces de encontrar su verdad, hacer conciencia interna y sensibilizar el aprendizaje, también necesitan saber que son una unidad en el conjunto y que son los motores que impulsan los cambios en la sociedad. En mi opinión, aquí radica el segundo propósito de la educación. Por tanto, la educación debe preparar a los individuos haciéndolos conscientes de que son el pilar de la sociedad. De hecho, pensadores como Martin Luther King, Eugenio María de Hostos, John Dewey y Paulo Freire se refieren en su filosofía sobre la educación a la importancia de educar y desarrollar al ser humano como entidad social. Estos dos propósitos de la educación son definitivamente los más importantes y ambos deben estar presentes al mismo tiempo, ninguno puede superar al otro.(2)

Así pues, la educación debe proporcionar y facilitar la transferencia del conocimiento científico y social que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo. Este conocimiento, que se ha desarrollado, servirá de base a la sociedad actual donde se encuentra el individuo y ayudará a crear nuevos conocimientos que serán de utilidad para las generaciones futuras.

Por tanto, considerando los propósitos de la educación para el desarrollo del individuo y la sociedad; considero a las instituciones educativas como uno de los principales soportes para cumplir con los propósitos educativos. Los otros pilares están formados por la familia, la comunidad y el propio individuo. Sin embargo, con el estilo de vida de nuestras sociedades hoy en día, las escuelas, colegios, institutos y universidades han tomado un papel preponderante en el proceso educativo; principalmente, por el tiempo que desde temprana edad pasamos en ellas. De ahí que, las instituciones educativas deben ser el vínculo que una la comunidad, los estudiantes y el conocimiento. Por ello, las instituciones educativas deben ser un agente activo y receptivo, maleable a las realidades y contexto de cada individuo y de cada sociedad, que ha dado a las casas de estudios la responsabilidad de formar a sus ciudadanos.

Por esta responsabilidad es que Martin Luther King (3) advierte de los peligros si las instituciones educativas y los actores que trabajan en ella no cumplen con su rol, produciendo un grupo de propagandistas ilógicos, acientíficos y de mente cerrada, consumidos por actos inmorales. Por lo que, todo centro educativo y sus docentes deben brindar al alumno todas las herramientas, métodos y antecedentes básicos, que le permitan concientizar sobre su entorno y así fortalecer los conocimientos adquiridos y crear nuevos conocimientos a partir de su propia experiencia como ser humano.

Estoy convencido, que el papel de los docentes como actores principales en las instituciones educativas, es el de enseñar a los estudiantes más allá de lo que necesitarán dentro del aula; es dar respuesta a los dos propósitos principales de la educación que mencioné antes, creando pensadores críticos y entidades sociales que permitan el desarrollo del individuo, y la mejora de la sociedad misma.

En suma, la educación es un proceso inherente a nuestro carácter como seres humanos. Opino que en cada uno de nosotros reside el deseo de adquirir conocimientos, mediante la búsqueda de la verdad. Es en cada uno de los que formamos parte de una sociedad donde radica la responsabilidad de educar para la vida. Pero no para la vida como individuo, sino para la vida en todo el sentido de la palabra, como un ser humano integral, consciente de nuestras fortalezas y debilidades, respetuoso con nuestro entorno, la diversidad y nuestro mundo.

Notas

  1. Villarini, A. R. (2010). El pensamiento vivo de Eugenio María de Hostos en torno a la educación ética, cívica e intelectual. (J. R. Villalon, Ed.) Santo Domingo, Republica Dominicana: Biblioteca del Pensamiento Crítico
  2. Dewey, J. (1897) ‘My pedagogic creed’, The School Journal, Volume LIV, Number 3 (January 16, 1897), pages 77-80. [Also available in the informal education archives, http://infed.org/mobi/john-dewey-my-pedagogical-creed/. Retrieved: insert date].
  3. The purpose of education. (n.d.). Dr. Martin Luther King Jr Retrieved from http://www.drmartinlutherkingjr.com/thepurposeofeducation.htm

Fuente: https://acento.com.do/opinion/mi-filosofia-de-la-educacion-8878460.html

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