Altísima tristeza: el suicidio contemporáneo

Por: Samuel González Contreras
De acuerdo con Albert Camus, “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. En el mundo moderno, la incidencia de este acto radical ha aumentado en gran proporción debido a muchos factores, algunos de los cuales este artículo revisa y acude a la sociología, la psicología y la literatura en busca de respuestas.

Ahora creo que todo va a cambiar./ Hace una semana compré un libro vital:/ Cómo conquistar amigos y disfrutar de la vida./ Cada mañana leo un capítulo:/ ayer me tocó repetirme, ante cada contratiempo:/ soy feliz, soy feliz, soy feliz/ hoy me toca abrirme vitalmente a todas las/ oportunidades o sea: decir a todo que sí/ mañana me tocará pensar un poco en los demás:/ tratar de adivinar qué quieren, para/ complacerlos de inmediato./ Yo creo que en una semana todo va a ser perfecto…/ salvo que aún no he decidido si seguir leyendo/o de una vez abrir la llave del gas.

Elena Jordana

Aquel día pretendía llegar a algún punto en la ciudad, no recuerdo cuál. Retengo la tarde y cierto brillo del sol posándose en el andén: esperar el Metro para abordarlo y dirigirme así a algún sitio. Es el propósito de poseer rumbo en medio de un mundo y de sí mismo. De pronto, la persona delante de mí desplegó algunos pasos erráticos y desconfiados; admiré a lo lejos el tránsito de esa bestia naranja que hasta entonces siempre me había parecido hermosa. Tras esos trazos, vi su cuerpo lanzarse contra las vías y sentí cómo su vida transitaba –de un momento a otro y a una velocidad infinita–, entre un inmenso estallido y el silencio absoluto.

Era alguien que se había suicidado frente a mis ojos. La fuerza de la máquina había fragmentado su cuerpo, el conductor frenó inhóspitamente y las personas al interior de los vagones se agitaron como cenizas desperdigadas, sin coherencia alguna entre sí. Luego, volvió a encenderse la máquina para dar marcha atrás y asomaron los restos desposeídos de una estrella embarrada contras las vías. La estación fue desalojada y trabajadores del lugar llegaron con bolsas negras para depositar sus restos. Casi no había nada que recoger…

Quería abrazar a mi madre, quería abrazar al mundo, quería saber su nombre. Busqué al siguiente día noticias sobre su muerte, no encontré ninguna, decidí llamarlo Joaquín para poder regresar algo de él a la realidad, yo tenía diecinueve años. Una altísima tristeza me colmó. Ver estallar a alguien hasta su propia extinción es una de las experiencias más violentas de la vida, pero también de las más naturales. Las personas colapsamos y desistimos de nuestra participación en el mundo, de forcejear con él a costa de convertir nuestro cuerpo en un arma, un mensaje, o sencillamente resguardarnos en el candor de una nada infinita.

Para la modernidad el suicidio agita explosivamente las coordenadas del individuo como pilar del Estado y de la sociedad: ¿Se trata del acto más egoísta y cobarde? ¿Del único acto que no resulta fallido? ¿Puede concebirse como el tránsito más libre y sublime? ¿O sencillamente se trata de una patología creciente o degenerada que transitaría tanto por la genética como por disposiciones fisiológicas al interior de esa compleja selva de enfermedades y padecimientos mentales alimentados y potenciados por nuestros tiempos?

Pobreza, desigualdad y suicidio

Los estragos de la pandemia global por Covid resultan evidentes: aumento radical de las desigualdades sociales. El Atlas de Salud Mental de la Organización Mundial de la Salud (OMS), muestra que los trastornos de ansiedad aumentaron en un 25.4 por ciento y los trastornos de depresión mayor en un 27.6 por ciento. Este panorama ostenta el precedente de una trayectoria en donde la estancia de adolescentes en centros psiquiátricos aumentó de manera estrepitosa. En las últimas tres décadas, el estado español vio cuadruplicar dicho fenómeno en personas de entre diez y veinticuatro años (José Juan Morales y Ana Torres Menárgues, El País).

El suicidio es definido por la Organización Mundial de la Salud como “el acto deliberado de quitarse la vida”. Aunque en términos fisiológicos pueda resultar certera dicha acepción, su orientación es una temible penumbra en términos sensibles. En diversas sociedades “primitivas” el suicidio constituía una práctica común, e incluso honorable, como en el caso de comunidades en Japón o China, mientras que en diversas tribus africanas era –y es– temiblemente condenado, hasta el punto en que se opta por no convivir con el cuerpo del suicidado e incluso por quemar su casa.

Infelizmente, el suicidio aumentará sustancialmente. Actualmente (y hasta donde los informes alcanzan) setenta y siete por ciento de los 700 mil suicidios anuales acontecidos globalmente trascurren en países periféricos y más de la mitad son realizados por hombres. De acuerdo con el Banco Mundial, cien millones de personas transitaron a la pobreza a causa de la pandemia, mientras que en el mismo período la franja de hambruna se engrosó en 40 millones de personas. Al mismo tiempo, el gasto público en salud mental sigue rondando la barrera pírrica del dos por ciento; dicha estimación puede ser completamente imprecisa en el caso de diversos países. Tal y como denuncia el minucioso informe de Oxfam: ¡Las desigualdades matan!

La pandemia por venir

En los términos de diversos organismos nacionales e internacionales se combaten los principales medios a través de los cuales la gente determina quitarse la vida, intentado que el acceso a ellos no resulte tan sencillo: plaguicidas (sobre todo, y no por nada, en el mundo rural), ahorcamiento y disparo con armas de fuego. Entre jóvenes de quince a veintinueve años ocupa la cuarta causa de muerte, por encima de los accidentes de tráfico, la tuberculosis y la violencia interpersonal. Existe un valioso discurso del rector de la Universidad de Atenas, Jristos Kitas, emitido durante los disturbios que se sucedieron tras el asesinato policial de Alexis Grigorópulos, un joven anarquista de 15 años, en 2008:

Hace al menos dos años dije a todo el que quisiera oírme que hay un divorcio absoluto entre la juventud y el sistema, pero nadie me hizo caso. Ahora todos reparan en los jóvenes. Su rabia ha tocado el corazón de la Universidad, y eso es lo grave, porque no sólo es un recinto donde se dan clases, sino un símbolo de la sociedad […] Claro que tienen razón para expresar su malestar, toda la razón del mundo.

Como señala la Organización Panamericana de la Salud: “Cada año mueren más personas a causa del suicido que por VIH o cáncer de mama, la malaria o que por la guerra y los homicidios.” En la actualidad, cada cuarenta segundos una persona se suicida a nivel mundial. A esa cifra debemos hacerla dialogar con las muertes acumuladas por el consumo de opioides sintéticos (principalmente fentanilo), que sólo en el último año acumularon 70 mil (de cien mil relacionadas a las drogas) en Estados Unidos, aunque estas defunciones no resulten sencillamente interpretables en el terreno del suicidio. Estudios recientes en ese país revelaron la profunda soledad y ruptura de lazos de confianza que experimentan actualmente las personas. En un de ellos se expone cómo, entre 1985 y 2004, el universo de vínculos sociales existentes en la población se redujo en un treinta por ciento, mientras que las personas que manifestaron no contar con nadie en quien confiar se triplicó (Maia Szalavitz, The New York Times). Es por ello precisamente que The Lancet ubica en la adicción a los opioides sintéticos una pandemia a la que nos aproximamos.

La (imposible) romantización literaria

En términos poéticos y discursivos no son significativas las campañas actuales. Quizás congratulen a nuestros funcionarios estatales y empresariales, pero en términos sensibles operan como un tratamiento superficial para una hemorragia que no pretende ser abordada de manera frontal. La Organización Panamericana para la Salud creó un lema que reza: “crear esperanza a través de la acción”. La frase es profundamente obtusa e incomprensible para quienes han extraviado las ganas de vivir. Goza de una poética famélica y no incita al diálogo ni a una sensibilidad para hablar de cómo la vida se ha devaluado. Quizás la poética gestada entre escritores suicidas pueda brindar un poco de ayuda, en principio, para intentar comprender o interpretar aquello que ocurre en el terreno del sentido y el valor de la vida. Lejos de la autodestructiva gala literaria que puede hacerse del dolor en torno al suceso, es posible encontrar una larga lista de escritores que han llevado sus vidas hasta sus extremos. En Wikipedia, por ejemplo, existe una lista compuesta por más de 180 nombres.

El suicidio es un tema instalado en la literatura de los últimos siglos, y no por casualidad. Existen obras enteras que lo tratan, como la Agencia General del Suicidio, de Jaques Rigaut, o más recientemente, El arte de volar, de Antonio Altarriba, donde el autor aborda audazmente el suicidio de su padre: volar, después de todo, era una práctica que antecedía al irreparable brinco al vacío para renunciar a la vida. Todo ello refleja que el suicidio es todo menos una práctica uniforme, cuyo sentido pueda ser universalmente equiparable u homologable. Sylvia Plath dejó pan con mantequilla en el cuarto de sus hijos antes de meter la cabeza en el horno, por si ellos despertaban con hambre. Por su parte, Ernst Weiss rasgó sus venas al contemplar la incursión triunfante del ejército fascista en París, mientras que Alejandra Pizarnik recurrió a una dosis letal de cincuenta pastillas de seconal sódico. Ella retrató la presencia de las sombras en nuestras vidas: “¿Cómo no me suicido frente a un espejo y desaparezco para reaparecer en el mar donde un gran barco me esperaría con las luces encendidas?”

Hace meses un amigo decidió quitarse la vida. Se trataba de un joven escritor y militante anarquista que participó en las protestas de Guadalajara (México) en 2004, en el marco de la III Cumbre América Latina, el Caribe y la Unión Europea, aquello que el estúpido presidente en turno de México denominó: “globalifóbicos”. No tenemos casi nada que reprochar a esa persona, cuya sensibilidad y ternura eran formidables y feroces, y que portaba en la piel la marca de una macana que le partió el cráneo. Nada que prevenir, todo por transformar radicalmente.

Samuel González Contreras es escritor, tallerista y promotor cultural.

Publicado en La jornada, 21/08/2022

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La triste niñez de la pandemia

Pnnr Carolina Vásquez Araya

Las actuales condiciones de vida ponen límites al desarrollo de la niñez.

Lo dijo mi amiga Susana: “Cuando vemos a diario a los niños no alcanzamos a percibir cuánto ha cambiado su comportamiento. Están tristes”. Esta observación puntual me ha hecho reflexionar sobre el impacto del entorno durante la etapa más importante del desarrollo de la niñez y cómo las condiciones restrictivas -en términos económicos y sociales- se han transformado en una especie de cepo, cuya imposición ha acabado con el juego, la interacción entre pares, la diversión y el estímulo físico y psicológico propios de la libertad de movimiento. A ello, añadir la tensión implícita de una situación a la cual no estamos acostumbrados e invade todos los espacios íntimos,  condicionando nuestro humor y, por ende, nuestras actitudes.

Muchas veces medimos los acontecimientos de acuerdo con la vara más conocida. Es decir, nos resulta mucho más fácil establecer rangos de comparación con nuestra percepción y un específico estilo de vida. Poca, o casi nula, es la capacidad de empatía necesaria para ponernos en el sitio de otros, menos afortunados, y tendemos a rebajar el impacto del nuevo escenario ignorando a propósito su poder en la vida de los demás.

Estamos ingresando al tercer año de una realidad de la cual lo desconocemos todo. Nos atacó una pandemia que ha puesto de cabeza todo lo conocido y de la cual no tenemos la medida exacta. Es decir, se ha desatado una infección viral desconocida hasta para el gremio de la salud, que se ha visto sobrepasado no solo por sus consecuencias, también por un cúmulo de informaciones contradictorias y opacas. Si eso sucede entre los expertos, es fácil colegir cómo ha complicado la vida de las familias.

Pero volvamos al tema más importante, el de una niñez triste y sin motivación. Una niñez a la cual le han cortado las alas, le han quitado la libertad de movimiento, la han encerrado entre cuatro paredes -una vivienda popular tiene un promedio de 60 metros cuadrados para una familia de 4 o 5 integrantes- y le han limitado la interacción con sus pares y con el espacio público. Si a eso se añade la tensión originada por la potencial pérdida del empleo o la carencia de recursos económicos para afrontar la crisis, el plato está servido.

Hay que pensar en cómo adecuar lo de hoy para no afectar el mañana.

En términos generales, estamos inmersos en una situación desconocida y, ante sus desafíos, lo menos importante termina siendo la salud mental de la infancia. Aun cuando esto suena extremadamente cruel, la mente del adulto promedio tiende a considerar a los más pequeños como un material flexible que aguanta con todo. Pocos se detienen a reflexionar sobre la trascendencia de una infancia feliz como plataforma esencial para el desarrollo de un ser pleno, tanto física como intelectual y psicológicamente, y esto es porque tampoco la tuvieron. Entonces, simplemente se aplican los criterios establecidos por las autoridades sanitarias y se deja para después el esfuerzo de compensar adecuadamente las carencias que ello implica en la vida de los más jóvenes.

La infancia triste será una de las peores caudas de esta situación incomprensible a la cual nos enfrentamos sin herramientas propias. Vamos hacia adelante a ciegas, avanzando y retrocediendo a medida que el estamento científico tantea, a ciegas, un esquema apropiado de conducta. En medio se deslizan los miedos, las desconfianzas y la sospecha de que ya nada volverá a ser como antes. Sin embargo, como adultos acostumbrados a las dificultades propias de un sistema cada vez más hostil, poseemos la capacidad de adaptación. Otra cosa es la perspectiva para las niñas, niños y adolescentes privados de los recursos esenciales para desarrollar todo su potencial. Vivir confinados, estudiar frente a una pantalla -eso, para los más privilegiados- o compartir a duras penas con sus hermanos un teléfono celular para comunicarse con su maestra mientras se les impide jugar con sus amistades y se les mantiene privados de los estímulos de una vida al aire libre, es una fuente constante de frustración y tristeza. Las consecuencias de este nuevo esquema son imprevisibles.

La triste niñez de la pandemia

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Cómo impacta el estrés infantil sobre el proceso de aprendizaje

Por: Educación 3.0

Óliver Jiménez, formador e investigador en mindfulness y gestión emocional, analiza por qué sufrir estrés durante el proceso de aprendizaje puede repercutir de manera muy negativa a la hora de afianzar conceptos y contenidos.

Pablo acaba de recibir la calificación de su primer examen de matemáticas. Es una nota de sobresaliente, así que su profesora lo felicita delante de todos sus nuevos compañeros mostrándolo como modelo a seguir en su asignatura. Cualquiera podría pensar que Pablo debe estar muy contento con su nota y, sobre todo, por empezar así su nueva etapa. Para Pablo, es todo lo contrario. Piensa que a partir de ahora tendrá que sacar siempre un sobresaliente en esa asignatura para cumplir con la expectativa de su nueva profesora, siendo cualquier otro resultado un tremendo fracaso. Sobre todo, desde que sus padres se han divorciado y está viviendo con su madre en un lugar diferente, lo que hace que la situación sea especialmente difícil. Desde el punto de vista de Pablo, sentirse estresado por ello es muy lógico, sobre todo teniendo en cuenta el cúmulo de circunstancias que se dan en su vida en ese momento, pero de mantenerse en el tiempo ese nivel de alerta y activación, Pablo podría desarrollar un estrés negativo. Esta es una manera de demostrar que el estrés infantil impacta sobre el proceso de aprendizaje.

estrés infantil

El concepto de estrés, debido a su extendido uso de forma coloquial o a su mal uso, suele ser confundido con otros conceptos (por ejemplo, con el de ansiedad), lo que conlleva en muchas ocasiones a patologizar situaciones puntuales de estrés, como pueden ser la vuelta al trabajo después de las vacaciones, o enfrentarse a un mal resultado. Ello implica que valoremos frecuentemente el estrés como algo negativo que hay que evitar en todo momento. Sin embargo, el estrés que podemos experimentar en estas situaciones es totalmente adaptativo y necesario, lo que nos ayuda a lidiar con las nuevas demandas del contexto que tenemos que afrontar.

El lado positivo del estrés

El estrés se puede definir como la respuesta (cognitiva, fisiológica y conductual) que da nuestro organismo cuando el entorno al que nos exponemos es evaluado como desbordante, ya sea por falta de recursos o por suponer una amenaza para nuestro bienestar (Lazarus y Folkman, 1984). La respuesta de activación fisiológica, cognitiva o conductual (dependiendo de la duración y la intensidad), puede provocar un estrés puntual que sea adaptativo y nos permita desarrollar nuevas herramientas para afrontar la situación (ej: aumentar nuestros momentos placenteros, priorizar tareas o pedir ayuda), o un estrés negativo (distrés) que puede incluso llegar a ocasionarnos algún trastorno psicofisiológico o psicosomático, como pueden taquicardia, asma bronquial, psoriasis, etc… (Labrador y Crespo, 1993).

Es por ello que el estrés negativo depende totalmente de la vivencia personal, lo que hace que una misma situación pueda ser evaluada de forma totalmente opuesta por personas diferentes. Por eso Pablo estaría experimentando su sobresaliente como algo estresante, aunque para cualquier otro sería una situación positiva y digna de celebración.

estrés infantil

Pablo podría tener una serie variada de conductas como respuestas al estrés: evitar la situación (poner excusas para no ir clase de matemáticas), sentir hostilidad, llorar, bloquearse ante problemas que antes solventaba, o la más frecuente, experimentar cansancio, agotamiento o ansiedad (Sapolsky, 2015). Todas estas respuestas tendrán consecuencias negativas en el entorno familiar y escolar, por lo que Pablo podría experimentar un deterioro en la relación con sus compañeros, ver la escuela como una amenaza o pensar que no puede afrontar o soportar las demandas del nuevo contexto. Jermott y Magloire (1985) relacionan altos niveles de estrés prolongados en el tiempo con una disminución del sistema inmunitario, haciendo a Pablo más susceptible de caer enfermo y reducir su asistencia a clase, lo que podría afectar a su rendimiento académico, su autoestima o sentirse fracasado o indefenso frente a las demandas del nuevo contexto, entrando en un círculo vicioso que incrementaría el estrés.

En el caso concreto del aprendizaje, cuando nuestro organismo se encuentra bajo una amenaza (real o subjetiva), la reacción funcional y adaptativa es la de abordar de forma inmediata dicho peligro e intentar solventarlo, por lo que nuestra atención y recursos van destinados a ello, afectando al modo en que pensamos, sentimos y actuamos. Pablo entraría en ‘modo supervivencia’, pasando a un segundo lugar (o dejando de lado) todo lo relacionado con el proceso de aprendizaje: memorización de contenidos a corto y largo plazo, la atención sostenida, la retención de conceptos novedosos, la resolución de problemas, entre otros. Un estudio reciente pone de manifiesto que los estudiantes de entre 6 y 8 años que experimentan altos niveles de ansiedad en matemáticas, sufren una reducción en el uso de la memoria de trabajo, impidiendo solucionar problemas complejos de forma eficaz, aunque posean una gran capacidad para solventarlos (Ramirez, Chang, Maloney, Levine y Beilock, 2016).

El aprendizaje de Pablo, por tanto, se ve afectado al estar puesta su atención en los pensamientos, emociones o sensaciones relacionadas con la fuente de su estrés, experimentando frecuentemente culpabilidad por la separación de sus padres o pensar habitualmente que tiene que sacar buenas notas para agradar a sus nuevos compañeros. Por ello es normal que Pablo se sienta agotado o fatigado a diario, duerma mal y experimente tristeza o ganas de llorar constantes.

” El aprendizaje se ve afectado al poner la atención en pensamientos, emociones o sensaciones relacionados con la fuente de estrés “

Es normal, por tanto, que Pablo se distraiga con facilidad, sienta frustración o desarrolle conductas hostiles que antes no mostraba, experimentando continuamente una gran inestabilidad emocional y viéndose perjudicado, una vez más, su proceso de aprendizaje y adaptación al nuevo entorno, desarrollando menor flexibilidad a los cambios y experimentando una peor relación con sus profesores, sus compañeros y el entorno educativo (Jensen, 2003).

Por ello es importante la realización de intervenciones preventivas en los entornos escolares que doten (tanto a docentes como a su alumnado) de herramientas que reduzcan la exposición de forma continua a experiencias estresantes, minimizando su impacto a fin de lograr una mayor salud psicológica a corto y largo plazo.

Fuente e Imagen: https://www.educaciontrespuntocero.com/opinion/como-impacta-el-estres-infantil-sobre-el-proceso-de-aprendizaje/115626.html

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