Por: Iria Bouzas
Tengo la imagen en mi mente de mí misma mirándome al espejo del armario mientras me intentaba abrochar un vaquero sobre aquella barriga incipiente mientras pensaba “¿Y si me dicen que no le late el corazón?”.
Descarté ese pensamiento inmediatamente. No tenía sentido pensar en aquello.
Horas después, tumbada en aquella camilla supe que no había sido un pensamiento cualquiera. Había tenido una premonición.
La ginecóloga dijo exactamente la frase que se me había venido a la cabeza aquella misma mañana: “No le late el corazón”.
Aquel segundo corazón que había nacido dentro de mí y que se había empezado a convertir en más importante que el primero se había parado y no había nada que hacer.
El resto del día se convirtió en una sucesión de términos médicos qué yo no llegaba a escuchar del todo: “legrado”; “septicemia” o “urgencias”.
Me daban igual. Ya todo me daba igual.
A mi alrededor hablaban y hablaban de lo que había que hacer para salvarme la vida, pero nadie se daba cuenta de que yo filtraba lo que decían como un ruido blanco.
¿Para qué iba a ocuparme en que me salvasen la vida si lo único en lo que era capaz de concentrarme en ese momento era en mi deseo de morir?
Se me había parado el corazón y aquellos idiotas querían mantenerme con vida. Ellos pensaban que era lo lógico porque mi primer corazón, el que está albergado en mi pecho, seguía latiendo.
Pero ese corazón se había roto en trocitos microscópicos y a mí el único corazón que me importaba ya era el que había dejado de latir dentro de mi vientre.
No alcanzo a recordar cuántas veces recé para no despertarme después del legrado. Ni cuanto lloré sola y muerta de dolor en aquella sala de recuperación al darme cuenta de que seguía con vida.
Lo que sí recuerdo es cómo me levanté de la cama cada día durante los siguientes meses pensando que me habían dejado vacía y muerta en vida.
Han pasado cinco años desde aquello y sé que lo que pasó es algo que simplemente puede ocurrir y nos toca pasarlo a muchas mujeres.
Lo que no termino de entender es cómo durante aquel aborto y durante las semanas posteriores, nadie me ofreció ayuda psicológica en ningún momento.
Fui solo un coche averiado al que había que reparar para que siguiese funcionando. Me llevaron al taller, quitaron la parte que molestaba y me devolvieron a la circulación.
Frío, aséptico y sin alma.
Mi embarazo y la idea de la maternidad habían sido poesía para mí y su final se había transformado en tan solo un metal brillante y una luz blanca de quirófano.
Lo que me supuso el dolor emocional más insoportable que he conocido nunca se convirtió en un proceso médico de rutina. En unas horas me mandaron a mi casa y siga usted con su vida como si nada.
A día de hoy sigo con secuelas psicológicas por aquello. Hasta aquel momento siempre había sido una persona optimista. Siempre dejaba espacio para la alegría y para la esperanza. Ese día dejé de ser así.
Probablemente no supe hacer un duelo como debería haberlo hecho. Quizás ni llegué a hacerlo porque ni se me ocurrió que era lo que había qué vivir. Según todos, aquello que me había sucedido no era nada demasiado importante y tenía que aceptarlo y seguir con mi vida como quien asume que ha estado unos días enfermo con una gastroenteritis.
A veces me pregunto qué pasaría si fuesen los hombres los que tienen que pasar por este tipo de experiencias y no me gusta la respuesta que me doy a esa cuestión.
Estoy convencida de que si estos dolores del alma tuviesen sexo masculino ya se habría armado una estructura de apoyo a su alrededor para mitigarlos en lo posible.
Pero a las mujeres nos hacen pasar por casi todas las experiencias de nuestra vida sin ofrecernos ni el más mínimo apoyo. Es más, hay comunidades autónomas en las que a las mujeres no solo no les apoyan cuando pasan por esto, es que si quieren seguir vivas tienen que viajar a otra para que les puedan practicar la intervención.
Varios familiares han tenido cáncer. Tras el diagnóstico y como debe de ser, inmediatamente les han ofrecido ayuda psicológica.
Pero es que el cáncer también afecta a los hombres.
Conozco a mujeres que tienen menstruaciones tan dolorosas que cada mes sufren desmayos y tienen que quedarse en la cama hasta que pasan. El tratamiento médico que reciben es el consejo de “aguantar” y tomarse un calmante que hace años que no les calma nada.
La fibromialgia afecta en su mayoría a mujeres. Suerte tiene la que no recibe un diagnóstico qué con palabras más o menos técnicas le esté llamando “loca” o “histérica”.
Perdemos un embarazo, con lo que eso supone, nos hacen cuatro curas y nos mandan a seguir con nuestras vidas que si las cabezas sufren ya nos podremos tomar una tila o dos para superarlo.
Todo mi yo me grita que, digan lo que digan, aún somos ciudadanas de segunda.
Después de que se parase mi segundo corazón yo seguí viva y eso me permitió volver a vivir la experiencia de sentir otro corazón que nacía dentro de mi vientre. Esta vez este corazón se hizo cada vez más y más fuerte y hoy en día está dentro de una niña maravillosa. Una niña qué me hace pensar cada día en todas las cosas que hay que luchar por cambiar porque su corazón se ha vuelto infinitamente más importante que el mío.
Yo seguí viva. Pero podía no haber sido así. Por esto no me voy a cansar nunca de denunciar lo que sufrimos las mujeres solo por el hecho de serlo.
¡Por ti hija mía!
¡Y por todas!
Fuente e imagen: https://nuevarevolucion.es/el-dia-que-se-paro-mi-segundo-corazon/