Un oasis contra la transfobia

Por: Pablo L. Orosa.

Una veintena de escuelas de Ciudad del Cabo apoyan la educación inclusiva en un país en el que más del 50% de estudiantes son discriminados por su identidad de género. Visitamos una de ellas, modélica, de la mano de una de sus alumnas

Antes incluso de tener que enfrentarse a la necesidad diaria de identificarse a través del género, Alex ya era consciente de que no sería lo que por su cuerpo decían que tenía ser. “Con apenas 4 años ya empezó a expresar que quería ser una niña”, cuentan sus padres. Aunque nunca vacilaron a la hora de apoyar a su hija, el primer psicólogo al que acudieron les recriminó su postura. “Nos insistió en que la estábamos malcriando y nos advirtió de que no podíamos permitir que nos manejara”, continúa Marie, tan alta y de tez tan clara coma sus dos pequeñas. Todavía hoy es ese uno de los peores días de su vida. La receta propuesta contra la sexualidad de Alex pasaba por reforzar su conducta masculina: había que cortarle el pelo, vestirla con pantalones de chico y llevarla a un centro escolar cuya solución inclusiva pasaba por hacer que se cambiase en un cuarto de baño solo para ella.

Subrayar la diferencia en lugar de normalizarla.

Durante su particular guerra de los pantalones, Alex encontró la fórmula de vencer la censura. Se ponía las camisetas y chaquetas que le mandaban, pero en talla grande, como si fuesen vestidos. Hasta que aquel silencio administrativo acabó por desbordarse a sí mismo: no tenía sentido seguir forzándola a ser lo que no quería ser.

Solo que ya no se trataba exclusivamente de ella, sino que al encontrarse en edad escolar había que lidiar con compañeros, padres, profesores y burocracia administrativa. En una urbe marcada por la desigualdad social como Ciudad del Cabo (Sudáfrica), donde los cielos de hojalata de Khayelitsha comparten lienzo con las cometas de colores de Bloubergstrand, no resultó sencillo encontrar una escuela primaria para una niña como Alex. Hasta que dieron con un centro en el que aprender a convivir es tan importante como saber sumar o leer.

Un ajedrez gigante y pausas para salir a correr

Es la hora del recreo para los más pequeños y el patio está abarrotado. Los hay que quieren seguir con los cuentos, otros que prefieren corretear a su antojo y otros que piden que los lleven con los animales de la granja.

Martin apenas es capaz de articular una palabra. Pero sonríe. Y Sasha, la joven recién licenciada que se encarga de supervisar sus avances, ríe todavía más. Ellia, la profesora titular de la clase, ríe con ellos. “Es gratificante ver lo que va logrando”, señala Sasha. “Al principio era incapaz de comunicarse. Hace unos meses, Ellia y yo nos miramos y no nos lo podíamos creer: Martin estaba hablando”. El pequeño, que sufre dificultades de desarrollo, no recibió la atención especializada que requiere hasta que llegó aquí: hasta los dos años lo tenían en un sofá sin que nadie hablase con él.

El ajedrez gigante ubicado en el patio con el que los niños juegan.
El ajedrez gigante ubicado en el patio con el que los niños juegan. PABLO L. OROSA

En la escuela primaria de North Pinelands, la roja, como la conocen todos en el barrio, una zona de clase media cercana al hospital Vincent Pallotti donde los jubilados pasan la tarde jugando al tenis, Martin no es alguien especial. “Buscamos crear una educación real para que los chicos se preparen para la vida tal y como es, diversa”, subraya Ann Morton, directora del centro.

Su colegio propone un enfoque educativo alternativo, en formas y en fondo. Aquí los alumnos, algunos con trastorno por déficit de atención con hiperactividad, tienen esterillas para estirarse y permisos controlados para salir al patio cuando están agobiados. Aquí los maestros no permanecen sentados tras un escritorio, sino que disponen de un atril desde el que dirigirse a la clase. Porque en realidad el objetivo es que los alumnos sean sus propios profesores: que busquen respuestas a las preguntas que ellos mismos se van formulando. Hoy, los de último curso no dejan de darle vueltas a los planetas solares.

Aquí los maestros no permanecen sentados tras un escritorio, sino que disponen de un atril desde el que dirigirse a la clase. Porque en realidad el objetivo es que los alumnos sean sus propios profesores

El éxito de North Pinelands radica en su capacidad de ser real: no se trata solo de que los niños participen de la vida en la comunidad con excursiones a empresas y museos, sino que sea esta la que participe del día a día del colegio. “La escuela está abierta a cualquiera que quiera ayudar”, insiste Morton. Hay un bedel que toca la guitarra, varios asistentes que ayudan a quien quiere chapurrear español y personas con diversidad funcional encargadas de tareas de mantenimiento. Con un total de 450 estudiantes de primero a séptimo curso, la escuela cuenta con un equipo de apoyo con terapeutas ocupacionales y un logopeda, además de profesores especializados en música, arte y lengua xhosa y otra docena más de asistentes. A ellos hay que sumar otros profesionales, cuyo coste es sufragado por los padres, que se encargan de asistir a los alumnos con necesidades específicas durante las clases. Es lo que Sasha hace con Martin. En total, hay hasta 90 personas con labores docentes trabajando en una escuela en la que 46 alumnos requieren una asistencia adicional.

“Hay un enfoque médico de la diversidad, todavía presente en muchos centros educativos, en el que estos alumnos son separados. Para los profesores esta forma de trabajar es más sencilla porque crea grupos homogéneos, pero no es enriquecedor. Lo que nosotros pretendemos es que los niños crezcan aprendiendo unos sobre otros. Lo que va a detener la III Guerra Mundial no son los sobresalientes en matemáticas sino las habilidades para crear comunidad”, insiste Morton. Es por esto que la escuela de North Pinelands no es una escuela ordinaria ni tampoco una escuela para personas con necesidades especiales. Es simplemente una escuela inclusiva.

Educación transgénero, el penúltimo reto

Antes de las vacaciones de 2016, Alex anunció a sus compañeros que a la vuelta del verano ya sería oficialmente un niña. Y no hubo ningún trauma. Sus compañeros lo asumieron con naturalidad y ni uno solo de ellos se volvió a referir a ella como él. “Todo el proceso resulta más complicado para los adultos que para los propios niños, ellos lo aceptan con facilidad”, explica Ronald Addinall, psicólogo especializado de la Universidad de Ciudad del Cabo.

La escuela, que ya había conseguido con éxito la integración de personas con discapacidades físicas e intelectuales y de niños procedentes de entornos religiosos y socio-económicos diversos, llevaba meses trabajando en el que se ha convertido en el último penúltimo reto de la educación inclusiva: la de los menores transgénero. “Lo que hicimos fue pensar al revés: no en como integrarlos, sino en como podíamos adaptarnos los demás a ellos”, subraya Ann Morton. Se instauraron el uniforme unisex y los baños y los equipos deportivos mixtos. Pero sobre todo, la escuela realizó un importante esfuerzo de concienciación y formación dirigido a toda la comunidad educativa: se realizaron charlas con todo el personal, docente y no docente, y después fue comunicado a las familias. “Hubo dos que decidieron quitar a los niños de nuestra escuela. Con el resto no ha habido nunca —y ya han tenido más casos de transiciones de menores transgénero— ningún problema”, recalca la directora.

Después del hogar, “el colegio es el lugar donde los niños pasan más tiempo y donde socializan, por eso es importante que se sientan seguros y valorados. Resulta fundamental que el entorno escolar sea el adecuado y no se convierta en un lugar de miedo que dispare los problemas”, comenta Addinall, quien ha asesorado a más de 400 chicos en su transición de género y ahora colabora con una veintena de escuelas que avaladas por el Departamento de Educación del Western Cape Education Department apuestan por estos programas de educación inclusiva.

Según un estudio realizado en 2016 por Out LGBT, el 56% de las personas transgénero en Sudáfrica sufrieron algún tipo de discriminación durante su escolarización. Aunque el país es uno de los más avanzados del mundo en el la protección de los derechos de la comunidad LGTBI y fue el primero del continente en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo, insultos, agresiones, violaciones y persecuciones forman todavía parte del día a día de quien tiene una orientación sexual diferente a la bendecida por la Iglesia. Lo más preocupante, subraya el informe, es que el 76% de las personas transgénero no denuncia los ataques sufridos.

Lo que va a detener la III guerra Mundial no son los sobresalientes en matemáticas sino las habilidades para crear comunidad

“Gran parte de estos problemas se podrían solucionar creando mecanismos que juzgasen las responsabilidades de universidades y entornos laborales que incumplen la legislación que protege al colectivo trans”, apunta Sandile Ndelu, una de las integrantes del grupo Transgenderforum, que promueve la transformación de la universidad sudafricana. Aunque se alinearon inicialmente con el movimiento #RhodesMustFall (RMF), que exige la descolonización de los programas educativos, el movimiento Transgenderforum ha acabado por desmarcarse al entender que esta lucha estudiantil no incorpora más que de forma retórica sus reivindicaciones y deja a un lado la incorporación de la perspectiva de las identidades de género a los currículos lectivos o en el propio trato al alumnado.

Se centran en cuestiones simbólicas, como la instalación de baños mixtos, que “no hacen más que aumentar las diferencias sociales y de raza que existen entre los estudiantes transgénero”, subraya Ndelu. Mientras universidades vinculadas a la élite económica, como Witwatersrand o Stellenbosch, han podido realizar estas reformas, otros centros de mayoría afrodescediente como Fore Hare, UniZulu o WSU carecen de recursos para llevarlas a cabo.

Un proceso reversible hasta la adolescencia

Demostrada la eficacia de los modelos inclusivos, el reto ahora es hacerlos accesibles a todos. “Escuelas como Pinelands pueden ser un modelo, pero todos los centros pueden hacer pequeños cambios para lograr ser inclusivos con los menores transgénero”, apunta Addinall. Lo primordial es trabajar desde la base, tanto con los colegios como con las familias. “No cualquier niño por ponerse los tacones de su madre o vestirse de hombre quiere decir que esté en desacuerdo con su cuerpo. Todos pasan por una fase de experimentación de su identidad sexual”. Cuando este rechazo es consistente, prosigue el psicólogo, es cuando conviene apoyar la transición social: y cuanto antes mejor. “A medida que se acercan a la pubertad aparecen los cambios físicos que son los que suelen desencadenar los problemas y depresiones”.

Aunque a Alex todavía le quedan unos cuantos años para que comiencen los cambios hormonales, su madre no puede dejar de preocuparse. Llegarán los novios, la universidad, el trabajo…la vida lejos del programa de talento de su escuela y de unos compañeros que han crecido entendiéndola. En el resto del mundo todavía hay demasiada gente que no ha empezado a hacerlo. “Lo que va a venir”, asegura Marie, “es lo más duro”.

Fuente del artículo: https://elpais.com/elpais/2019/07/10/planeta_futuro/1562754585_137545.html

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‘Reggae’ para los alumnos más especiales

Por: Pablo L. Orosa

El 90% de los estudiantes con discapacidad en Kenia no recibe una educación adaptada. Un cantante ha abierto una escuela inclusiva en la aldea de Kabondo para acabar con el estigma

A Baba Gurston le habría gustado tener un profesor como él. Uno que entendiese lo que es correr para quien no puede caminar. Uno que susurrase lecciones a los oídos a los que les cuesta escuchar. En realidad, a Baba Gurston le habría gustado tener un profesor. A él, hasta los diez años no le dejaron ir a la escuela. “Mis músculos eran demasiado débiles para moverme”. Una discapacidad genética quebraba sus pasos: sus brazos eran más largos que sus piernas. Eso, en una aldea de campesinos que cultivan maíz en los cerros que vigilan el lago Victoria, en la Kenia fértil que casi es Uganda, es peor que una plaga. Peor incluso que una maldición.

En buena parte de las comunidades rurales de Kenia, donde residen el 66% de los más de cuatro millones de personas con diversidad funcional que se estima existen en el país, la discapacidad es vista como una condena. Cada vez menos, matiza Gurston, pero “aquí la gente sigue creyendo en brujería y supersticiones”. Poco importa lo que diga la The Persons with Disabilities Act o los objetivos del plan gubernamental Kenia 2030, nacer con una discapacidad física o intelectual en Kenia es casi siempre sinónimo de marginalidad. Un círculo vicioso de vergüenza, rechazo y discriminación.

“Las personas con discapacidad son el grupo más desfavorecido y marginando, los que más discriminación sufren en todos los niveles de la sociedad: una compleja red de problemas económicos y sociales, incluida la desigualdad de género, crean barreras educativas, sociales y económicas. Por tanto, un número desproporcionado de niños y adultos con necesidades especiales no pueden acceder a una educación adecuada y son analfabetos”, resume un informe del propio Gobierno keniano…

La traducción, en cifras, es que de los más de 750.000 jóvenes con discapacidad en edad escolar, solo 45.000 (el 6%) están escolarizados y apenas el 2% inscritos en programas adaptados a sus necesidades. Esto supone que alrededor del 90% de los menores con discapacidad o bien permanecen fuera del sistema educativo o acuden a centros sin capacidad para atenderlos.

Apenas el 2% de los 750.000 jóvenes con discapacidad en edad escolar en Kenia reciben una formación adaptada a sus necesidades

Más allá de las cifras, son jóvenes como Byron que despiden cada mañana a sus hermanos antes de ir a la escuela. Para ellos no hay pizarras ni clases de inglés, solo paredes mudas con las que esconderlos del mundo. Tener ceguera, albinismo o trastorno del espectro autista es un salvoconducto a la marginalidad. “Las familias se sienten estigmatizadas y tienen miedo de mostrar al crío en público”, señalan los expertos gubernamentales. A Byron, el más tímido de los tres compañeros de pupitre, lo tuvieron durante meses en casa. “Hasta que convencimos a los padres de que él no era diferente, solo que no era tan fuerte como sus hermanos”, interviene Gurston. Ni siquiera están seguros de lo que debilita su cuerpo. Puede ser algo genético, pero también la malaria. O la polio.

Esta cadena de estigmatización se extiende a través del sistema educativo. Pese a los grandes esfuerzos por mejorar, con la puesta en marcha en 2003 de la educación primaria gratuita, los menores con diversidad funcional siguen siendo un colectivo olvidado. Hay poco más de un centenar de escuelas especializadas y algo más de 1.300 unidades adaptadas en los centros públicos. La mayoría carecen de instalaciones y equipamiento adecuados.

Entre el profesorado, solo el 1% ha recibido formación para atender a alumnos con necesidades especiales múltiples. “Hace falta más formación específica, ya que son muchos los prejuicios que rondan en torno a la discapacidad y ello ejerce una fuerte oposición hacia la inclusión. Es imprescindible que la formación que se dé al profesorado sea específica a las dificultades que se encuentran. Es un tópico real que desde la universidad se promueven aspectos teóricos, que pocas veces se asemejan al día a día que tienen los maestros en sus aulas. Necesitan herramientas útiles y apoyos continuos, no un amplio conocimiento sobre discapacidad y una ayuda puntual que pronto quedará en el olvido”, apunta Saínza Ramos, pedagoga experta en el trastorno del espectro del autismo.

Solo el 19% de los alumnos con diversidad funcional concluyen su formación secundaria en Kenia

El propio sistema educativo es demasiado rígido: a algunos alumnos con necesidades especiales no les da tiempo a completar los exámenes. El resultado es que apenas el 19% de los estudiantes con discapacidad concluyen su formación secundaria y apenas 645 cursaban estudios superiores en las 70 universidades públicas y privadas del país en 2016.

El ejecutivo de Uhuru Kenyatta, reelegido el pasado otoño, ha tratado de frenar esta deriva aumentando las ayudas a los padres que matriculen a sus hijos con discapacidad hasta los 2.040 chelines (23 dólares) mensuales. Este dinero, arguyen las familias, apenas alcanza para hacer frente a los gastos de transporte. “Las personas con discapacidad, especialmente los niños, viven en entornos hostiles donde su seguridad está comprometida y su futuro en peligro. Permanecen marginados y sin oportunidad de avanzar, sin voz a consecuencia de los prejuicios, la violencia y el abuso social”, concluye el informe gubernamental.

La escuela del ‘reggae’

Baba Gurston, quien impulsa la escuela inclusiva de Kabondo, en la entrada del recinto.
Baba Gurston, quien impulsa la escuela inclusiva de Kabondo, en la entrada del recinto. PABLO L. OROSA

En la entrada del aula hay un sinfín de zapatos. Tienen tantos colores como formas. Hay sandalias, mocasines y katiuskas. La mayoría negras, pero también verdes y rosas. Todas, sin excepción, cansadas de tanto barro y tanto caminar. En Kabondo la gente camina mucho: para preparar la tierra, para ir al mercado y al médico, para ir a la escuela los que pueden ir a la escuela. Es una comunidad humilde, bendecida con una tierra fértil en maíz, patatas dulces, tomates y hortalizas, pero en la que no sobra dinero para enviar a los chicos al colegio. Menos aún a los que tienen algún tipo de discapacidad.

Convertido en una estrella del reggae en Kenia, Baba Gurston creó una escuela en la que, de los 83 alumnos, 15 tienen algún tipo de discapacidad

A Byron, con el cuerpo enflaquecido y la boca parca, lo tenían escondido en casa. A Yael, seis años contados en episodios de epilepsia, también. De no ser por esta escuela, la escuela del reggae, los chicos de Kabondo no podrían ir al colegio. Los que tienen discapacidad, seguro; los que no, quizá tampoco. Aquí la pelea por la educación es diaria e individual. Hay que convencer a las familias, una por una. Día a día. «Futuro a futuro», parafraseando al propio Baba Gurston. Porque él lo tiene claro: “En esta escuela estamos abriendo un futuro para estos niños”. Para los 83, incluidos los 15 con discapacidad.

En las cuatro aulas levantadas donde hace dos años solo había pastos no hay distinción posible. Aquí todos los alumnos son iguales. El que tiene el cuerpo envilecido o el que tiene ceguera. En la escuela de Baba Gurston solo hay un lema: Disability is not inability (la discapacidad no es incapacidad). “Por raro que parezca la educación inclusiva favorece principalmente a los niños que no tienen ningún tipo de discapacidad, y ya no solo por todos los valores que promueve sino porque aprenden a sentirse parte de un grupo, reconociendo capacidades dentro de todas nuestras discapacidades, aspecto clave para crecer en el mundo laboral formando equipos”, apunta Ramos.

“La gente cree que la gente con discapacidad no tiene talentos, pero no es cierto, sí los tiene”, señala Gurston. Él, el chico que hasta los diez años no podía ni caminar, es hoy el mayor exponente de lo que se puede lograr derribando las barreras de los estereotipos. Tras nueve meses recorriendo los círculos del infierno, los tres primeros bañándose en el ungüento de hierbas preparado por una curandera y los otros seis encerrado tres horas al día en un agujero de barro bajo el sol, según cuenta, los músculos de Baba Gurston aprendieron a sostenerse. Lo suficiente para recuperar el tiempo perdido. Llegó a secundaria, donde entre los 1.200 alumnos era el único con discapacidad: “Me decían cosas, me intimidaban e incluso me robaban”. Pese al bullying, fue un alumno brillante: dominaba la gramática y la música como el mejor.

Con 17 años se marchó a Kibera, uno de los mayores slums del África, la ciudad sin nombre inmortalizada por Hollywood en El jardinero fiel. Allí conoció a otros como él. Artistas. De la mano del Kibera Creative Arts puso en marcha un grupo en el que los bailarines con algún tipo de discapacidad eran las estrellas. Fue su primer éxito. Suficiente para aliviar una vida dura: en Kibera no hay vidas que no lo sean. “Para mí lo peor era la distancia que tenía que caminar a diario: era casi una hora y media y eso es mucho para mí”, asegura Baba, hoy sentado a la sombra en el único despacho de la escuela. Es una habitación pequeña, de paredes claras y desnudas, con tres sillas y una mesa repleta de libros y carpetas impecablemente ordenadas. También hay dos grapadoras, varias libretas y un juego de bolígrafos. Y el teléfono de Baba.

—¿Por qué decidiste volver?

—Un amigo me convenció. A mí no me gustaba la idea de ser profesor, pero empezamos a hablar de educar a niños pequeños…

Por aquel entonces, hace algo más de dos años, Baba Gurston ya era un reconocido cantante en la escena alternativa keniana. Una de las estrellas de los Art Attack Festival. “La gente se vuelve loca cuando él sale al escenario”, afirma uno de los jóvenes de Kibera que creció viéndolo actuar. Sus ritmos reggaesuenan en Ruanda, Tanzania, Uganda o Etiopía. También en Suecia, donde un artista local, Peter Lundback, se ha convertido en su gran aliado. Su posición —y sus ingresos— le permitieron poner en marcha la escuela. Volver a Kabondo para darle a los pequeños un maestro que él nunca tuvo.

“No queremos que los niños con discapacidad crezcan aparte, que les digan que son especiales. ¡No hay nadie especial! Queremos que sean como los demás. La principal razón por la que existe la discriminación es porque nos separan, esconden a los niños y eso genera rechazo. Si los niños crecen entre iguales se reconocen en ellos, reconocen que ellos también pueden ser vistos como distintos: así es como pasan a ser uno más”, explica. “No hay nada mejor para potenciar el desarrollo de un niño que con el apoyo del grupo-clase, niños conscientes de que todos tenemos dificultades que con ayuda de los demás son menos dificultades”, concuerda Ramos.

Por eso, esta mañana en la clase de ciencia de la señorita Julie no hay miradas distintas para Byron ni para Yael. Tampoco para Jacob. Solo hay un profesor pendiente de ellos. Para ayudarlos. “Les hacemos un refuerzo después de la clase”, explica la maestra. El modelo funciona: “Yael, por ejemplo, iba con un poco de retraso, pero ya hace casi todas las actividades con sus compañeros”. Y Jacob, continúa Gurston, “cada vez se va abriendo más: cuando llegó tenía miedo a hablar”.

En apenas un año, la escuela en la que todo se aprende a través de la música ha conseguido mucho. Hay todavía retos: ampliar las clases, conseguir una furgoneta con la que recoger a los pequeños que viven más lejos y fondos para poder poner en marcha un comedor, pero el primer paso ya está dado. Después de aprender a caminar, ya solo se puede correr.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2018/07/09/planeta_futuro/1531151350_136446.html

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