Por: Francisco Macías Medina
En una de tantas comunidades una niña de 8 años acude a casa de una amiga a jugar, lo ha hecho en varias ocasiones porque existe cierta relación entre sus mamás, acude porque se siente cuidada.
De un momento a otro, todo cambia y se transforma en un escenario donde la vida de una niña y su cuidado, se convierten en una mercancía de intercambio. Los adultos se desdibujan, se convierten en intermediarios, verdugos, feminicidas.
La comunidad al percatarse se transforma en masa, en decisión masiva, en administradora de violencia como recurso ante una letra de la ley e inoperancia de las autoridades. Demuele todo a su paso, daña vehículos, toma a una de las ofensoras y la priva de la vida a golpes, como una forma impotente de buscar una mínima sensación de reparación.
Los policías son colocados en un lugar desde el que hace tiempo se encuentran: distantes, sin capacidad de reacción y siendo testigos inmóviles, no hay espacio para protocolos o coordinación o lo mínimamente reactivo.
Todas las definiciones pierden el sentido: que si la seguridad ciudadana, la justicia o el tejido social. La violencia permea en el discurso, en la vida y desde hace tiempo toma la calle para practicarse.
El lugar importa, porque Guerrero es el significado de la penetración de la violencia estructural generada por las omisiones de las autoridades en las condiciones de vida de la población o suministrada como guerra sucia al disipar todo movimiento que buscara un cambio en la situación de las comunidades. Lo ocurrido en Taxco no es un simple linchamiento, es la comprobación del resultado.
La inacción del Estado y la falta de intervención oportuna de los riesgos que impiden el desarrollo humano de personas y comunidades, consolidan cimientos, lenguajes, vivencias en contra de las mismas personas.
Las comunidades se construyen desde los hilos de la violencia, muy probablemente porque hay un daño generalizado, no hablado, no reparado, lesionado y sin camino para ser reintegrado de otras maneras. El silencio también mata.
Los sistemas sociales, familiares y hasta religiosos, se ven reducidos y pulverizados, por lo evidente.
En la casa de la ofensora, ahora también muerta por los golpes de la masa de personas y la ausencia de intervención policial, se exhibía un moño negro que había sido colocado en 2019, porque su esposo había sido asesinado en 2019, ¿coincidencia o tejido social desde la violencia? (Mural, El Feminicidio de Camila ¿Qué fue lo que pasó?)
El feminicidio de Camila no es un llamado más o un incremento en la graduación de la emergencia humanitaria que vivimos, es la prueba de que cuando la impunidad no se combate y se dejan en el silencio los daños a miles de víctimas, se abona a la creación de un sistema real que habla y se refleja por sí mismo.
Es sólo un paso para abrir la puerta a medidas punitivas oportunistas de actores políticos o con poder, que levantan la mano con fuerza para convertirse en los nuevos administradores de la violencia, sin reglas, sin límites pero que no solucionan el fondo, porque con el tiempo, todas las personas seremos susceptibles de ser violentadas por ellos.
En momentos de mercancía electoral esto será una gran tentación de la que tenemos que estar pendientes.
El camino será doloroso y largo, las autoridades tendrán que hacer lo propio, pero como comunidad comencemos a hablar más de responsabilidades, encontremos espacios para hablar de los daños y buscar fortalezas para atender los riesgos y constituirnos en una verdadera comunidad de cuidados.
Ensanchemos las veredas en donde todavía fluye la vida y la esperanza porque sólo así saldremos del horror.
A Camila le fallamos todos.
Fuente de la información e imagen: https://www.zonadocs.mx