Estonia, Letonia y Lituania: de la URSS a la Unión Europea en trece años

Jesús Aller
Rebelión

Las tres repúblicas bálticas, Estonia, Letonia y Lituania, integradas en la URSS a comienzos de 1991, alcanzan la independencia ese mismo año y tras no pocas vicisitudes, en 2004 pasan a convertirse en miembros de pleno derecho de la Unión Europea y la OTAN. Esta pasmosa transformación no pudo dejar de producirse sin una conmoción social que tiene un interés extraordinario, aunque sus detalles apenas se han divulgado. El libro La Europa báltica de Ricardo Martín de la Guardia y Guillermo A. Pérez Sánchez, publicado por Síntesis en 2010, es una buena base para acercarse a estos procesos, que puede fácilmente perfilarse y completarse con la abundante información disponible en Internet sobre ellos.

Los territorios que ahora comprenden las tres naciones se gobernaron a sí mismos en algunas épocas, pero estuvieron sometidos más frecuentemente a sus poderosos vecinos: Polonia, Prusia, Suecia y Rusia. A lo largo del siglo XVIII toda la región es incorporada al imperio ruso, y hay que esperar a la paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918, para que la Rusia revolucionaria acuerde conceder la independencia a las repúblicas de Estonia, Letonia y Lituania. Esta se mantiene hasta 1940, cuando tras el pacto germano-soviético son integradas en la URSS, y en ella permanecerán hasta 1991, con el breve interregno de la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial. Tal parece que la independencia de estas naciones va íntimamente asociada a la debilidad de su gran vecino del este, y así logran alcanzarla en dos momentos clave de la historia de este, que coinciden con los estertores del nacimiento y la disolución de la URSS.

Los movimientos que culminarán en la secesión de 1991 empiezan a gestarse con la llegada de Gorbachov a la secretaría general del PCUS en 1985 y son liderados por los propios dirigentes locales del partido que se declaran partidarios acérrimos de la Perestroika. Es interesante constatar que en el caso de Estonia en ese momento, solamente un 61,5% de población era de origen estonio, pero copaba el 82,2 de los puestos de responsabilidad en la administración. La misma tendencia encontramos en Letonia: 52 contra 63,15, y en Lituania: 79,6 frente a 91,5. Sin embargo, estas elites locales apenas tenían influencia sobre las grandes directrices económicas y esto generaba malestar en ellas, asociado a la instalación de industrias contaminantes y la inmigración masiva de rusos para trabajar en ellas, así como al predominio del ruso en la enseñanza y la administración.

En 1988 se constituyen, aglutinando corrientes ecologistas, nacionalistas y comunistas pro-perestroika, los frentes populares que liderarán los cambios en el futuro, y ese mismo año notorios reformistas son elegidos secretarios generales del partido en las tres repúblicas. A partir de 1989, los frentes y los propios soviets derivan hacia un abierto separatismo, basado en la denuncia del pacto germano-soviético, que es respaldada desde la URSS. En 1990 los soviets proclaman la soberanía de los tres estados, y esta es refrendada en elecciones semilibres. Los partidarios de la perestroika quieren ahora abandonar la URSS, mostrando a Gorbachov lo mal que había calculado la fuerza del nacionalismo en la región. Las minorías rusas, atacadas en ocasiones con alegatos etnicistas, comienzan a organizarse, pero conscientes de cómo van las cosas en Rusia no se oponen abiertamente a la independencia. Tengamos en cuenta que en ese momento los rusos representaban en Estonia un 28% de la población, en Letonia el 32% y en Lituania sólo el 9%.

En 1991 se pone en marcha el sistema multipartidista y la secesión es aprobada en referendos con amplias mayorías. Las nuevas constituciones son ratificadas en 1992 y poco después se eligen los parlamentos nacionales. Los años siguientes están marcados por la liberalización de la economía, notorios casos de corrupción y el hecho vergonzoso de que la población de origen ruso no accede a la ciudadanía plena y no puede votar en las elecciones. En Estonia, por ejemplo, las 1.144.309 personas con derecho a voto en 1991 pasan a ser sólo 689.319 en 1992. En 1995 arrancan las conversaciones para la adhesión a la UE, lastradas por el espinoso asunto de las minorías, que poco a poco se va solventando. En 2001 se decide que se cumplen ya los compromisos requeridos, aunque en 2005 en el caso de Estonia aún un 15% de la población (180.000 personas) seguían sin pertenecer a ningún estado, y en 2003 en Letonia había más de medio millón de “no ciudadanos”. De hecho Estonia y Letonia son consideradas aún por muchos analistas “democracias étnicas”.

La integración de las tres repúblicas en la Unión Europea y la OTAN, aprobada en referendos en 2003, fue un duro golpe para los intereses estratégicos de Rusia, que sin embargo sigue conservando el enclave de Kaliningrado, entre Lituania y Polonia, con una gran base naval. La respuesta de Moscú ha sido sobre todo a través de la presión económica y la adquisición de empresas que operan con el suministro de petróleo y gas y refinerías del área báltica. Además, no ha dejado de insistir en el carácter étnico de los regímenes establecidos tras la independencia y la marginación de las minorías en ellos, lo que a su vez ha sido un acicate para la presión europea que pretendía corregir estas situaciones. Es importante señalar que Rusia no hizo reivindicación territorial alguna sobre las zonas con amplia mayoría rusa que existen en Estonia, ni auspició movimientos secesionistas en ellas, y que la retirada de su ejército de las tres repúblicas se realizó de forma ordenada sin dar lugar a incidentes reseñables.

La historia que se acaba de sintetizar aporta un ejemplo emblemático de realineamiento estratégico y corrimiento de fronteras entre áreas de influencia de grandes potencias. En este caso, tal vez lo más notable sea el esfuerzo propagandístico por publicitar el reclutamiento por parte de la OTAN y el vasallaje económico a las elites burocráticas de Bruselas como una genuina emancipación. Hay que indicar además que esta “liberación” se asocia con la implantación de un nacionalismo étnico excluyente capaz de negar derechos elementales a un amplio porcentaje de la población, considerados “no ciudadanos”. Tengamos en cuenta que, según datos de 2016, por lo que respecta a Letonia, país en el que esta situación es más grave, todavía existe más de un cuarto de millón de personas (11,75% de la población), con este estatus legal, sin derecho al voto ni a ocupar puestos en la administración, entre otras discriminaciones.

Fuente :http://www.rebelion.org/noticia.php?id=235481

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