Por: Mariana Castiñeira
En un mismo salón dentro de la Facultad de Humanidades se encuentra el mundo. Estudiantes de la institución trabajan con inmigrantes de diferentes países que buscan aprender.
Por el salón de informática en el tercer piso de la Facultad de Humanidades pasaron personas de prácticamente todos los continentes. Sierra Leona, Gambia, Brasil, Irán, Siria, Rusia, Camerún; es viernes por la mañana y el blanco del pizarrón empieza a llenarse de nombres y nacionalidades con la finalidad de encontrar algo en común.
«Ahora el idioma» propone uno de los alumnos de la facultad que oficia de coordinador, y en seguida los cinco inmigrantes que asistieron al taller se ríen. Yaya, de Sierra Leona, habla inglés, mandinga, wolóf y «un poquito de español». Donald, de Camerún, maneja el francés, se defiende bien en español y además habla makaa, mientras que Joana, de Brasil, solo sabe portugués, pero como buena brasileña domina el español con poco esfuerzo. La única opción que les queda es el idioma local, «y bien lento». Ahora toca el turno a los deportes y todos acuerdan en lo mismo, el fútbol es el denominador común.
Este viernes son cinco los inmigrantes que llegaron al aula. Cerca del mediodía se suman dos más. La mayoría son africanos, pero todos los días llegan personas de diversas nacionalidades para aprender un poco más sobre el país en el que viven. Desde 2014 en la Facultad de Humanidades el departamento de Antropología Social y el Centro de Lenguas Extranjeras (Celex), organizan talleres y cursos para inmigrantes. Lo que empezó solamente con español y computación se diversificó y ahora, con el trabajo de alumnos de diferentes universidades y áreas, hay talleres de fotografía, relaciones laborales, música y deporte.
De aquí y de allá.
Umaru Bangura está organizando su próximo cumpleaños. Este sierraleonés de 23 años quiere celebrar sus 24 con un partido de fútbol entre uruguayos y africanos, y los estudiantes de la facultad que trabajan con él están invitados. El joven llegó al país hace dos años, en un barco que primero fue de su país a China y finalmente a Uruguay. Según cuenta, las oportunidades laborales en Sierra Leona no eran buenas. A pesar de tener enormes reservas de minerales, se trata de uno de los países más pobres del mundo.
«La gente me llevó a organizaciones que intentaron ayudarme, entonces pensé que este era un buen país para quedarme», recuerda. Primero solicitó la calidad de refugiado, pero como no se la dieron ahora está esperando para obtener la residencia. Cuando la consiga, espera poder traer a sus hermanos, que lo esperan en Sierra Leona. Si bien su hermana mayor tiene 25 años, en su país es el hombre más grande el que tiene la responsabilidad por el resto de los hermanos.
Cuando empezaron los talleres, en 2014, la mayoría de los migrantes venían de África subsahariana. La crisis que desató el ébola y los conflictos locales empujaron a muchas personas a emigrar, y así llegaron de Nigeria, Sierra Leona, Ghana y Camerún, entre otros. «Muchas veces han perdido a sus familias y el mayor es el que sale a buscar. Para eso se atraviesan un océano», cuenta Laura Masello, directora del Celex. «La noción del hermano mayor es muy importante».
Por ahora, los cursos formales de español, que coordina Masello, no están funcionando, pero la docente espera que comiencen a fines de agosto. Lo que sí está en marcha son los talleres, que tienen una dinámica más flexible, donde se aprende de todo un poco. Desde cómo hacer un currículum hasta la organización de un equipo de fútbol.
Para este semestre los cursos de español van a estar divididos en dos grupos. Uno tendrá dos niveles para quienes vienen de países arabófonos, principalmente porque han llegado muchas personas desde Siria. El otro será para los que manejan lenguas «vehiculares», que en este caso pueden ser inglés o francés. Este tipo de cursos se arman en coordinación con el Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (Inefop) y el Servicio ecuménico para la dignidad Humana (Sedhu). A algunos de los que ya cursaron español se les consiguió el estatuto de estudiantes universitarios, lo que les facilitó el acceso al comedor universitario, a boletos de ómnibus y la biblioteca.
«¿En tu país comen? ¿Tienen casas para vivir?» Esas son algunas de las preguntas que le han hecho a Bangura. Si bien históricamente Uruguay parece un país abierto a la migración, en los hechos, para los africanos no ha sido fácil. Bangura está trabajando en una carta que se va a compartir en el encuentro sobre Migración y Ciudadanía que el Ministerio de Relaciones Exteriores organizó para el jueves que viene. En ella agradece la apertura del país, pero deja ver los problemas que ha tenido que sortear.
«Nadie nunca nos motiva a permanecer mucho tiempo en el mismo empleo», dice. Él, por ejemplo, tuvo varios trabajos hasta que llegó a la empresa Fripur, como otros inmigrantes africanos, y tuvo que arreglárselas de nuevo cuando la empresa cerró. Eso dio lugar a los primeros talleres de relaciones laborales, ya que había varios extranjeros en su misma situación. Además de la inestabilidad laboral, muchas veces tienen que lidiar con el racismo local. «Los que nos critican la mayoría de las veces no son los empleadores, sino los que trabajan con nosotros. Eso es muy doloroso porque aunque trabajemos muy duro lo que recibimos son palabras de desaliento», prosigue la carta. «Quien se dispone a migrar ya tiene una predisposición de apertura al idioma», explica Pilar Uriarte, antropóloga que coordina los talleres. «Puede que ellos tengan algunas dificultades para comunicarse, pero muchas veces es más la poca voluntad por escucharlos que las dificultades en sí».
De todas formas, Bangura ya se siente como en casa. «Uruguay es tranqui, no tenés problemas», dice con una sonrisa en el rostro.
Canal de salida.
Anait Karapetian habla y concentra la atención de todos. Necesita trabajo y un lugar donde vivir con su madre, que tiene 91 años y está enferma. Mientras cuenta su historia, la desborda la angustia. Nació en Azerbaiyán pero vivió como refugiada en Moscú entre 1990 y 2014 tras la guerra que enfrentó al país con Armenia a comienzos de la década de 1990. En 2014 tuvo que huir de Rusia, porque según cuenta, vivía en medio de una situación de violencia.
Si bien está en Uruguay desde hace dos años, no ha logrado establecerse. Es enfermera, pero cuenta que no ha podido conseguir quien la emplee como tal. Ha ido a la embajada rusa, consultado con la comunidad armenia y con el gobierno uruguayo, pero no sabe a quién más pedirle ayuda, porque teme tener que vivir en la calle con su madre. «Es muy mala mi historia, tengo miedo», dice. Por ahora vive en una casa de salud, pero tiene un mes para conseguir un nuevo hogar.
Los estudiantes la contienen, le dicen que no está sola, que hay muchos en su situación, le recomiendan con quién hablar y a dónde recurrir, pero le advierten que no espere que con una sola llamada se le solucionen todos sus problemas. Es que los talleres a veces sirven como forma de canalizar angustias y de compartir historias.
La situación de Joana Chaim es otra. La brasileña llegó al país en enero de este año junto con su esposo y su hijo, y en las últimas semanas estuvo trabajando en su currículum. En Brasil era maestra y quiere seguir ejerciendo mientras esté en Uruguay. Esta semana terminó de armar el documento y, con sus conocimientos revalidados, está en busca de trabajo. Espera conseguir un puesto en alguna escuela, enseñando portugués y además está preparándose para inscribirse en una especialización en educación en la Facultad de Humanidades.
Así como el fútbol o las relaciones laborales, cualquier tema se puede imponer, según quiénes sean los alumnos. «No tenemos una tabla de contenidos, nosotros vamos adaptando la propuesta en la medida que se va modificando la población que viene», explica Uriarte. Es que los talleres canalizan varias necesidades y se van formando a partir de ellas. «Algunos siguen y otros no. Cuando no siguen nos ponemos contentos, porque quiere decir que no nos precisan tanto».
DE CAMERÚN A URUGUAY, TRAÍDOS POR UN CONFLICTO
Donald Susthince Nkound es camerunés, tiene 26 años y llegó a Uruguay con el objetivo de convertirse en futbolista. Cuenta que estudió economía durante tres años en una universidad de su país pero que dejó de hacerlo cuando decidió que quería entrenar. En el medio, un conflicto al norte de su país lo obligó a emigrar y con la recomendación de un amigo aterrizó en Uruguay en febrero. Mientras busca un club que lo pruebe, trabaja en una empresa en el Cerro, pero lo que quiere es obtener contactos en clubes que lo acepten y después, tampoco descarta seguir con sus estudios. Otro camerunés que llegó hace algún tiempo es Maxime Sylar que, gracias al contacto de un amigo, obtuvo un trabajo en un restaurante que vende sushi. El principal problema que varios encuentran es conseguir documentos. Estos cursos están diseñados para personas que no hablan español y tienen más dificultades para insertarse en el país por razones idiomáticas.
Fuente: http://www.elpais.com.uy/que-pasa/aula-torre-babel-que-pasa.html