III.l. Concepto de «reflexión» y sentido de sus «niveles» La reflexión, como vimos, es una intentio obliqua, un acto por el que el sujeto se convierte en objeto de sí mismo: como en un espejo, se refleja (y tal es el sentido etimológico del término). Es una autoobservación de la que tiene que surgir alguna forma de autoconocimiento. Puede entenderse entonces como una operación que la conciencia humana lleva a cabo en el marco de su propio carácter de «autoconciencia» o «apercepción». La posibilidad de esa «toma de distancia» con respecto a lo propio constituye de por sí un problema. Algunos pensadores han tratado de explicarla desde la antropología filosófica. Helmuth Plessner, particularmente, la vincula con lo que llama la «posicionalidad excéntrica» propia del hombre.1 Sostiene que, a diferencia del animal (que tiene una posición «frontal» respecto de la esfera en que vive, es decir, de su «mundo circundante»: Umwelt, y se constituye en «centro»), el hombre se halla siempre en una posición «excéntrica» con relación a su esfera, que es la del «mundo» (Welt). Pero, además, el animal no tiene «vivencia» del centro que constituye, o sea, carece de vivencia de sí mismo, mientras que en el hombre el centro se desplaza, toma distancia y provoca una especie de duplicación subjetiva: por ejemplo, el hombre siente que «es» cuerpo, pero también que «tiene» cuerpo. De ese modo puede saber sobre sí, contemplarse a sí mismo, escindiéndose en el contemplador y lo contemplado. Tal escisión representa a la vez una «ruptura», una hendidura entre el yo y sus vivencias, en virtud de la cual el hombre queda en dos lados a un mismo tiempo, pero también en ningún lado, fuera del tiempo y del espacio. Al encontrarse simultáneamente en sus «estados» y «frente a sí mismo», como objeto, su acción vuelve también constantemente sobre sí: el hombre 86 hace a sí mismo. Tiene que vivir «conduciendo su vida», ya que, de modo permanente e ineludible, se encuentra con esa vida.
Se puede poner en duda, sin embargo, que siempre, absolutamente siempre (o, al menos, en todos sus estados conscientes) el hombre esté en actitud «reflexiva». O quizá haya que distinguir también aquí un sentido estricto y un sentido lato. Este último abarcaría ese permanente «encontrarse» del hombre con su propia vida, así como la conciencia de conducir esa vida. Podría entenderse «reflexión», en sentido lato, no obstante, como toda forma de «meditación» (aunque el objeto de una meditacón determinada no fuera algo del propio sujeto meditante). En sentido estricto, en cambio, reservaríamos la palabra «reflexión» para los casos en que es «clara y distinta» la actitud en que el pensamiento, mediante un giro de ciento ochenta grados, por así decir, se vuelve sobre sí mismo. Una cosa es mostrar cómo la reflexión (en sentido estricto) es «posible». Otra, muy distinta, sostener que ella es «inevitable». Creo que hay que admitir también la existencia de estados prerreflexivos de la conciencia humana, estados en que la atención está totalmente volcada hacia «afuera», hacia lo otro de sí, y en que, sin que se haya perdido la «posicionalidad excéntrica», se adopta una —al menos provisoria— posición «frontal»
Pero lo que posibilita la reflexión no es sólo la «posicionalidad excéntrica». Esto constituye sin duda un factor fundamental y necesario, pero no suficiente. No basta comprender que uno no es el «centro» del mundo, sino una «perspectiva» sobre él, junto a otras innumerables perspectivas. Para que la reflexión en sentido estricto y, sobre todo, la reflexión deliberada, se haga posible, tiene que haberse producido la contraposición con otras perspectivas, el intercambio comunicativo con ellas. Es decir, tiene que haber diálogo, y especialmente tiene que haber diálogo argumentativo, tiene que haber «discurso»
La cuestión que nos interesa ahora es la de los «niveles» de reflexión. De nuevo nos valemos de una imagen metafórica, y podemos pensar entonces lo «prerreflexivo» como un plano, o estrato, o nivel, por «encima» del cual se establecen distintos planos, estratos o niveles «reflexivos». El primero de éstos corresponde a la reflexión espontánea, natural, cotidiana. De ese nivel resulta fácil distinguir el nivel propio de la reflexión voluntaria e intelectualmente deliberada, sistemática, ordenada, atenta incluso a pautas metodológicas. Ahí estamos ya en la razón reflexiva o, si se prefiere, en la reflexión raciocinante. En ambos niveles estamos, sin embargo, volviendo la atención sobre nosotros mismos, sobre algo que nos es propio, sea como individuos o como especie. Y eso lo expresamos lingüísticamente. Otro nivel de reflexión posible, entonces, es el de la atención vuelta precisamente hacia esa expresión lingüística, y que tiene que expresarse en un «metalenguaje». Y aun podemos imaginar un cuarto nivel, en el que la reflexión, paradójicamente, toma ya tanta distancia que parece «enderezar» la intentio, o sea, deja de ser, precisamente, una reflexión. Veamos cómo funciona esto en el caso del ethos.
Fuente :
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Fuente imagen:
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