La norma del género

Alba Carosio / La Araña Feminista

albacarosio@gmail.com

Imagen: Fabiola-Andreu

 

A la diferencia biológica innegable entre hombres y mujeres se superponen las categorías metafísicas de masculinidad y feminidad, como principios distintos, contrapuestos y antagónicos. En torno a estas categorías se agrupan características psicológicas, conductuales y sociales que conforman el código genético de hombres y mujeres, y se presentan como “naturalmente” adscriptas al macho o a la hembra humanos y por lo tanto, inevitables e inmodificables.

La norma social establece una femineidad y una masculinidad con rasgos determinados, dos principios diferenciados y jerárquicos que conforman un dualismo constitutivo de lo humano. Este dualismo propone una explicación valorativa de las diferencias sexuales conectada con el dualismo ontológico, que ofrece una reflexión sobre el origen del mal: hay dos órdenes de ser y, por tanto, hay dos principios de ser, irreductibles y mutuamente incompatibles, el bien y el mal. El dualismo en todas sus formas, representa una división polar antagónica y excluyente, en uno de los polos está el bien y en el otro todo lo negativo y malo. Hay antagonismo y exclusión.

El dualismo plantea la existencia de la identidad como fundamento o principio: existe un principio masculino y un principio femenino, dicotómicos y opuestos, en uno se produce el bien y en el otro el mal. Y por ello, los principios no son iguales ni complementarios, uno de ellos es superior al otro y debe predominar, sometiendo y dominando al otro. Los principios masculino y femenino son fundamento de lo humano y se proponen como deber ser para los individuos de cada sexo.

La masculinidad normativa, incluye asertividad, competitividad y fortaleza, está definida por el poder dentro del espacio público y privado. La masculinidad es el lugar de la autoridad simbólica, y para actualizarse necesita contraste con la femineidad, caracterizada por la pasividad. La diferencia sexual es vivida y transmitida socialmente como jerarquía, que determina situación de poder privilegiado para los hombres y situación de opresión y sujeción para las mujeres.

El dualismo femenino/masculino implica valoración. La masculinidad posee una connotación tan positiva dentro de la escala humana que, cuando una mujer tiene un comportamiento valiente -comportamiento que es valioso en una situación dada- suele decirse que ha actuado de manera viril. Resulta un elogio para una mujer calificarla de viril en ciertos casos, mientras que siempre resulta agraviante para un hombre decir de él que es femenino. Es más, lo viril no sólo se ha cargado de valoración positiva, sino que es asumido como “lo humano”, distinto de lo animal natural. Decía Simone de Beauvoir que “el hombre representa a la vez lo positivo y lo neutro”, mientras la mujer es la alteridad total. El patriarcado se mantiene negando, excluyendo o infravalorando la alteridad femenina, considerándola no como alteridad complementaria o como diferencia en la diversidad humana,  sino cómo desigual, cómo jerárquicamente inferior, cómo “lo otro”. Y lo “otro” siempre es aquello que no es de los nuestros, por lo tanto, es inferior y puede ser peligroso.

Sólo la mujer parece tener ‘género’, la propia categoría se define como aquel aspecto de las relaciones sociales basadas en la diferencia entre sexos, en la cual la norma siempre ha sido el hombre, lo que implica la idea de que “la mujer es una categoría vacía”. Y como las normas, las leyes, la filosofía y en general, la cultura que conforma lo social fueron elaboradas por hombres, la mujer es tomada como un otro sexual, un opuesto radical, un otro misterioso, diferente e inferior.

El mito de la femineidad es una construcción metafísica, que bajo diferentes formas y modalidades, ha venido postulando históricamente la idea esencial de que hay una naturaleza femenina radicalmente diferente de la masculina. Unos han defendido la inferioridad de esa naturaleza femenina, otros la igualdad dentro de la complementariedad y otros incluso han defendido la superioridad de la mujer en determinados ámbitos (los menos valorizados) claro está sobre la base de la división del mundo en dos esferas, una reservada a los hombres y otra a las mujeres. Pero, se afirme la inferioridad, la complementariedad o la superioridad, el común denominador del mito de la femineidad es siempre el mismo: hombres y mujeres tienen “naturalezas”, identidades diferentes, y de ahí se derivan distintas misiones de unos y otros en la vida, papeles masculinos y papeles femeninos, cualidades propias de hombres y cualidades propias de mujeres, que se plantean como intemporales y ahistóricas.

Ocurre que para lograr ajustarse a la “naturaleza masculina” y a la “naturaleza femenina”, los hombres y las mujeres deben aprender comportamientos normados que los ubican en lugares sociales y personales de diferente jerarquía y diferente acceso a bienes sociales, y a decisiones autónomas. En orden ontológico, decía Aristóteles:

      “El libre manda al esclavo, el macho a la hembra y el varón al niño, aunque de diferente manera; y todos ellos poseen las mismas partes del alma, aunque su posesión sea de diferente manera. El esclavo no tiene en absoluto la facultad deliberativa; la hembra la tiene, pero ineficaz; y el niño la tiene, pero imperfecta. De aquí que quien mande debe poseer en grado de perfección la virtud intelectual… y cada uno de los demás en el grado que le corresponde” (Aristóteles: Política, 170)

Resulta del todo imposible probar la existencia de una naturaleza femenina o una naturaleza masculina. Como resulta del todo imposible para el género humano probar qué es lo natural y que es lo cultural: ¿Dónde se encuentra el buscado ser humano natural? Incluso la biología está determinada por la cultura.

Si bien no es posible hablar de naturaleza femenina o naturaleza masculina, como conjunto de rasgos determinados biológica y naturalmente, y por lo tanto ahistóricos; en cambio, es posible e incluso innegable ver la existencia de diferencias de comportamiento entre mujeres y hombres. “No se nace mujer se llega serlo” dijo Simone de Beauvoir. Y es evidente que desde que existe memoria, la sociedad y la familia, han socializado de muy diferente manera a varones y mujeres. El género está así constituido por las determinaciones psicológicas, sociales, de comportamiento, de roles, todas ellas culturales, es decir históricas, es decir modificables. A este conjunto de diferencias psicológicas, sociales, actitudes, cualidades, aludimos cuando nos referimos a femineidad y masculinidad.

El patriarcado es el sistema histórico que teniendo como base ideológica legitimadora el dualismo jerárquico masculino/femenino mantiene el poder de los hombres como grupo sobre las mujeres como grupo.  El patriarcado ha pasado por diferentes etapas históricas desde la sustitución de la valoración y de las deidades femeninas hasta la conjunción de patriarcado y capitalismo que mantiene la dominación sobre las mujeres y la reproducción de la vida como garantía de la acumulación, y el peligro del socialismo patriarcal que promueve la emancipación pública y mantiene la dominación en lo privado personal.

Es evidente que la femineidad ha sido detentada históricamente por las mujeres, mientras que la masculinidad lo ha sido por los hombres. El dualismo femineidad/masculinidad es jerárquico y encierra una valoración que mantiene y apoya la opresión de las mujeres. A la femineidad se han asignado todas las características de lo que desea someterse o reprimirse en la humanidad, y también las cualidades que permiten la manipulación de las mujeres como grupo oprimido.

La “diferencia” entre masculinidad y femineidad vivida como jerarquía constituye la primera y más importante experiencia de poder y subordinación humana. La distinción ideológica entre masculinidad-femineidad y su consiguiente elaboración sofisticada, se da a partir de la experiencia concreta de la diferencia natural que es retomada por la cultura como desigualdad esencial. Esta experiencia ha actuado en contra de las mujeres, manteniéndolas en su estado de opresión, pero también en contra de los hombres puesto que ha negado a su propia humanidad el desarrollo de la mitad de sus posibilidades. El primer deber de los hombres es cuidar su masculinidad de manera tal que les permita mantener su posición de dominio, y el primer deber de las mujeres es vivir la sumisión de manera natural.

En la jerarquía sexual se encuentra el origen más profundo y sutilmente oculto de la opresión social. Este desequilibrio y desigualdad primitiva entre los sexos apoya todo otro sistema de desigualdad y dominio. La primera experiencia de la diferencia, y con ella dentro de nuestra civilización, la primera experiencia de la desigualdad y del dominio, es la experiencia de la diferencia sexual. El sistema patriarcal es el sistema de dominación más antiguo, más superviviente y más extendido. No existen grupos humanos que hayan escapado de él.

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Alba Carosio

Licenciada y Magíster en Filosofía (1982, 1985, Luz). Doctora en Ciencias Sociales, Universidad Central de Venezuela (2007). Directora del Cem (Centro de Estudios de la Mujer), Universidad Central de Venezuela.​Alba Carosio – Militante del Feminismo desde 1970. Integrante de la Red de Colectivos Socialistas Feministas La Araña Feminista – Directora de la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer – Coordinadora de Investigación del CELARG (Centro de Estudios Latioamericanos Rómulo Gallegos)