Marc Casanovas
Los primeros años de este siglo se estrenó una película que transitó con bastante éxito por algunas salas de cine de arte y ensayo de nuestro país. Posteriormente me ha costado encontrarla en los inevitables catálogos que aparecen de forma recurrente sobre cine y educación en revistas especializadas o en redes sociales sobre el tema. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte, cada vez que me siento ante un teclado para escribir algo sobre el tema, no puedo evitar que este film se me aparezca como un punto de partida útil para la intelección de nuestro presente educativo y social.
La película en cuestión se ambienta, no puede ser de otro modo, en un suburbio de París. Rodeado por los característicos edificios de protección oficial que a base de montañas de cemento y estética carcelaria han devenido un testimonio arquitectónico global por derecho propio; no solo de su más que dudoso funcionalismo, sino de toda una concepción tecnocrática de lo que significó el derecho a la ciudad, la modernización y la integración social. Esto, combinado con las décadas de abandono y neoliberalismo posterior, confiere a este paisaje urbano un aire de ruina y catástrofe posbélica que, sin embargo, la frescura e ingenio de las y los jóvenes que protagonizan la película consiguen transfigurar hasta el punto de que al final adquieren el encanto de las ruinas de un viejo anfiteatro griego.
Un anfiteatro en las ruinas del viejo Estado social, escenario que las y los adolescentes de la película utilizan para ensayar una obra teatral que preparan para el instituto de su barrio: El juego del amor y del azar, de Marivaux. De tal modo que en las calles y parques del barrio se acaban superponiendo los dramas cotidianos de dichos jóvenes con los de la propia obra teatral. La escurridiza o cómo esquivar el amor (2003), de Abdellatif Kechiche, es una película extraña para su género: en ella no encontramos profesores abnegados luchando contra la exclusión social, alumnos díscolos que poco a poco comprenden el carácter salvífico de la educación para romper con su condición…; La escurridiza no es un relato edificante de integración social; como tampoco está en la senda de los manifiestos antisistema que irían de Cero en conducta a La Haine.
Esta película no impresiona por la fuerza icónica de sus símbolos, ya sean estos héroes arquetípicos de la educación inclusiva o de la rebelión redentora, sino por la sutileza didáctica de su alegoría. Como en el mejor teatro brechtiano, la inclusión de un marco ficticio dentro del otro no tiene por objeto principal transparentar los hilos sociales que mueven a los personajes que recorren la superficie de la pantalla, sino los hilos y las concepciones que mueven (como una marioneta) al espectador en su vida cotidiana una vez ha salido de la sala de cine y se enfrenta a la realidad (es decir, a las ilusiones y prácticas ideológicas que sustentan esta misma realidad).
Decíamos que la obra de teatro que ensayan los chicos y que deviene el subtexto de los dramas cotidianos de estos mismos jóvenes (pero también del propio espectador) es El juego del amor y del azar, de Marivaux. Una comedia del siglo XVIII donde el enredo amoroso se articula a través de un juego de disfraces y equívocos varios entre señores y criados. Pero a pesar de la gracia y ligereza rococó del dramaturgo francés, combinada con el carácter plebeyo y popular de los criados, al final de la obra el frío cálculo burgués y su ilusión de igualdad meritocrática se impone. Y cualquier atisbo de azar o trasgresión se desvanece; el determinismo social aflora en forma de verdadero amor, volviendo a poner las relaciones de clases y los afectos desbordados en su sitio: el señor con la señora y el criado con la criada.
Marina Garcés arranca con una propuesta provocadora: la figura del aprendiz como marco de referencia para pensar la educación
Y es este determinismo social el que denuncia la película. Un determinismo que se impone a través (y gracias) a una ilusión de igualdad y libertad que en realidad no es tal. Por ello, gracias a la alegoría y la trampa de la doble ficción, el espectador cae de lleno en esta ratonera. Y desde allí puede empezar a objetivar cómo opera esta ilusión de igualdad en su vida cotidiana una vez abandonada la sala. Una Ilusión que, parafraseando a Marx, no es un simple hecho de conciencia (una falsa representación o creencia subjetiva que se proyecta sobre la sociedad), sino una ilusión objetiva y social que estructura y organiza el juego de las relaciones sociales de tal modo que todo el entramado confirma a sus jugadores en cada fibra de su ser (ahora forzados a jugar este juego de amor y de azar en las ruinas del Estado social) la culpa y responsabilidad individual de su propio fracaso.
Precisamente de esta culpa, de esta responsabilidad y de este fracaso (y de cómo transformarlas radicalmente) nos habla Marina Garcés en Escuela de aprendices: de los dispositivos narrativos y científicos, de los mecanismos de reconocimiento, de las fronteras invisibles, de las prácticas políticas y sociales que las afianzan e institucionalizan como un tatuaje en los cuerpos y las almas de las y los oprimidos: “La servidumbre no consiste en ser un fracasado o un perdedor, sino en estar dominados por el código del éxito o del fracaso” (Garcés, 2020: 114).
Por eso, ya desde el mismo título, Marina Garcés arranca con una propuesta provocadora: la figura del aprendiz como marco de referencia para pensar la educación. No como figura sociológica, pero sí reivindicando las resonancias plebeyas de un término que choca ya de entrada con cualquier forma de elitismo (querido o no) a la hora de abordar todo proceso pedagógico. Un proceso pedagógico que toma los contornos híbridos de un anfiteatro griego y un ágora en medio de la vida cotidiana y la catástrofe ecosocial de nuestro tiempo. Pero no para sustraerse de esta vida cotidiana ni de esta catástrofe que la informa, sino para articular democráticamente en su seno miradas y voces, la acumulación de recuerdos, de relatos personales y colectivos (de clase, raza, género, etnicidad…) que las actuales formas de poder político y social sumen en el silencio adaptativo de una escuela formalmente neutra: “Aprender a leer no es aprender las letras, sino aprender a decir las propias opresiones para cambiar la posición en el mundo. Las texturas de la servidumbre cambian con el tiempo, modifican sus formas, sus artes y sus maneras de hacer, pero no su lógica, que es la construcción de un olvido compartido” (Garcés, 2020: 116).
Por ello, ya en el primer capítulo, Marina Garcés polemiza con fuego amigo (por decirlo así): con la distinción de Jaques Rancière entre escuela y aprendizaje. Pues el filósofo francés queriéndose sustraer, con toda la razón y a toda costa, de las formas de alienación inscritas en la división social del trabajo en pro de una educación emancipadora, acaba obviando, no obstante, las dificultades concretas a las que debería enfrentarse esta apuesta educativa. Y, por tanto, acaba hablando de una escuela emancipada que no es de este mundo (totalmente al margen del orden social y productivo) o que, si lo es, derivaría en la práctica en privilegio de unos pocos (perdiendo su carácter democrático y emancipador). Como dice la autora: “La igualdad del escolar, de principio universal, puede convertirse en un factor de distinción si el aprendiz queda excluido de ella” (Garcés, 2020: 22).
La estrategia de Garcés a la hora de pensar los elementos constitutivos de una pedagogía crítica y emancipadora es desde un buen principio muy diferente. La autora no parte de los momentos de excepción o desafiliación respecto al orden social por parte de los y las de abajo, sino de los cotidianos conflictos y contradicciones (de esa normalidad deshumanizante que otro momento de excepción muy distinto y que atraviesa el libro –la crisis de la covid-19– ha puesto más en evidencia que nunca). Una normalidad que determina los procesos educativos reales, sean estos formales o informales, y sus luchas: reproducción de las relaciones sociales dominantes, por un lado; potencial para la emancipación, la autonomía personal y la transformación social, por el otro. La filósofa se sumerge en ellos a partir de la figura del aprendiz como enclave epistemológico, pero también ético y político, para reflexionar sobre la pedagogía en su conjunto.
Así, desde la reelaboración filosófica (y fenomenológica) de esta figura del aprendiz, Garcés encuentra el terreno común sobre el cual podríamos levantar una práctica pedagógica emancipadora situada y plausible. Una posibilidad que recorrerá todos los capítulos siguientes. Pues es desde ahí donde podemos activar la imaginación para pensar una educación desde el lugar del otro, oír sus voces, su realidad y sus necesidades; una educación como un taller de aprendices desde donde se puedan ensayar formas de vida en común y futuros alternativos a los dominantes. Lo cual implica que todo proceso educativo es estructuralmente dialéctico: transforma al que aprende y al que enseña. Ambos deben aprender y enseñar marcos de experiencia distintos que ponen en juego formas de afectación y significación de un mundo que, no obstante, es compartido.
Una vez asentado este giro copernicano (que encuentra su fundamento político para una educación entre iguales en este compromiso con la mirada del otro), la autora puede pasar un cepillo a contrapelo a las formas de la pedagogía dominante. Empezando con aquellas tan en boga en la doxa del progresismo neoliberal actual que parecerían tener cierto aire de familia con el planteamiento de la propia autora cuando dicen poner el alumno en el centro del proceso educativo. Pero lo hacen desde un punto de vista individualista, donde las determinaciones sociales, políticas, laborales, culturales…, que configuran la experiencia del mundo de ese alumno son obviadas o, en su defecto, tratadas como problemas de adaptación del alumno a un orden de cosas ya dado y naturalizado.
Como decíamos, en el caso del aprendiz, y gracias al giro epistemológico operado por la autora, la figura del educando y su mundo adquieren un rol realmente activo en el proceso educativo. De manera que es desde ahí donde podemos pensar una educación entre iguales que permita reformular las preguntas fundamentales de la pedagogía. Pasando de la pregunta habitual de ¿cómo educar? a la de ¿cómo querríamos ser educados? y las que se desprenden de la misma: ¿hacia dónde?, ¿desde qué instituciones y relaciones?, etc. Con ello, la crítica radical a las formas de subjetivación y falsa participación que vehiculan las instituciones públicas a través de las nuevas formas de gubernamentalidad neoliberal y sus evidencias pedagógicas (“paradójicamente, la tendencia a integrar casi todas las ciencias sociales y humanas en la reflexión pedagógica ha ido ligada a un cientifismo creciente y peligrosamente dogmático”) devienen un lugar de tránsito obligado en el libro: “porque bajo formas amables en cada centro educativo de cada barrio, pueblo o ciudad. Matas miradas, deseos, rarezas, silencios, imaginaciones, formas de saber y de amar: cancelas posibilidades de vida” (Garcés, 2020: 32).
Marina Garcés aborda la pedagogía a la vez como una poética (cómo nos afectamos del mundo) o lo que Freire llamaría la palabra-mundo y que la autora ilustra a través de la poética materialista de Pasolini, y una política (cómo reelaboramos entre iguales esta experiencia del mundo para transformarla). La plausibilidad de este enfoque pone en juego el fundamento del propio proyecto filosófico y político de la autora en un sentido más amplio: su reivindicación de una Nueva ilustración radical. Pues si cualquier intento de poner la educación al servicio de un proyecto político, como señalaba Hanna Arendt, es esencialmente autoritario (ya que el principio de la práctica política democrática solo se puede dar entre iguales), entonces la plausibilidad del enfoque de Garcés depende precisamente de hasta qué punto el giro copernicano que plantea la figura del aprendiz puede romper esta separación fija entre el que enseña y el que aprende en el seno de todo proceso educativo: ahí se juega el fundamento de una educación emancipadora:
Decíamos que una educación emancipadora sería aquella que tiene como condición que cualquier aprendizaje implique aprender a pensar por uno mismo junto a otros. Este principio ilustrado se ha entendido a menudo de manera teórica, intelectualizada e individualista. Desde la continuidad entre los modos de hacer, en cambio, toma otro sentido: aprender a pensar por uno mismo significa desarrollar una capacidad de comprensión de la propia existencia en relación con las cosas del mundo y con aquellos que están, que han pasado o que llegarán a él (Garcés, 2020: 29).
A continuación, Garcés se pregunta: ¿cómo generar pues una gramática común para una educación entre iguales? A través de autores como Levinas, Primo Levi, Gunter Anders, Marx o Ágnes Heller, la autora recorre la desproporción entre una modernidad y un desarrollo tecnológico que ha desatado unas fuerzas descontroladas, depredadoras y de exterminio…, y la vergüenza impotente de una humanidad sometida a sus propias creaciones. La conciencia racional de esta vergüenza de lo que la humanidad ha hecho consigo misma y su destino común rompe soberbias (determinadas jerarquías del saber) y nos vincula en una experiencia compartida que, más allá del escándalo moral, puede ser punto de partida de un aprendizaje colectivo; fundamento de una educación comunitaria que comprende la necesidad de un cambio radical.
Y la conciencia de esta transformación radical debe actuar, en primer lugar, sobre las formas de “acoger la existencia” dominantes en los procesos educativos. Pues estas formas son las que perpetúan y reproducen las causas de esta “vergüenza de ser humanos”. Es el caso de lo que la filósofa llama la “pedagogía extractivista”. Esta, al evaluar a cada individuo según su “potencial”, genera su propio reverso: el residuo, que tantas veces ha llevado a esos campos de exterminio (físicos, epistemológicos, naturales, sociales…) antes mencionados.
En este sentido, y de la mano de maestros y pedagogos como Philippe Meirieu, Fernand Deligny, Abel Castelló, sociólogas como Saskia Sassen o filósofas que van desde Spivak, Foucault y Deleuze a Diderot (entre otros), la autora denuncia el actual sistema educativo y sus procesos de subjetivación. Un sistema educativo que, pese a su compromiso formal con la equidad, “jerarquiza las existencias y distribuye los futuros” en función de unas expectativas predeterminadas y a partir de dos ficciones fundamentales: “La ficción liberal de la igualdad de oportunidades que hace del individuo un sujeto formal de derechos dentro de un mercado de opciones de vida supuestamente neutro”, y la nueva ficción neoliberal antes mencionada: “Que concibe cada individuo como un recurso único y diferenciado que se mide según su potencial escondido” (Garcés, 2020: 51).
Un sistema educativo que, pese a su compromiso formal con la equidad, “jerarquiza las existencias y distribuye los futuros”
Pasando pues de un sistema liberal clásico (donde las oportunidades eran externas al individuo) a la interiorización biopolítica del mismo a través de un catálogo competencial funcional al mercado y su lógica segregadora, la filósofa denuncia este catálogo de capacidades (y su ilusión democrática) que estructuran la individualidad del aprendiz, dejando como residuo o material desechable todo aquello que no encaja con esa maquetación competencial y conformando con ello una nueva forma de dominación: “La autoridad no ha desaparecido. Ha sido transferida de la enseñanza a los procedimientos. En este tránsito, el descrédito social, moral y económico de los profesores de todos los niveles ha sido una operación deliberada y de efectos rápidos” (Garcés, 2020: 119).
A través de esta organización competencial, pues, el sistema educativo se convierte en un régimen de expulsión permanente. Pues los mundos comunes y su construcción colaborativa se diluyen de forma estructural. Extendiendo esta lógica a la educación para toda la vida y la industria tecnológica que la acompaña, se disuelve así todo marco institucional y frontera entre escuela y mercado (también llamado de forma más piadosa sociedad civil). Pero también entre maestra y coach o asistente social (según el contexto y la clase social), en pro de una visión atomizada de la educación. La “pedagogía extractivista” constituye en este sentido una pesadilla distópica, el reverso exacto de la sociedad sin escuela de Iván Illich.
De ahí (pese al pulso libertario y antiautoritario que atraviesa el libro) la reivindicación de la escuela y de la figura de la maestra ignorada (otra vez en diálogo polémico con Rancière) y en confrontación directa con la nueva revolución pedagógica que viene de la mano de la industria: “Hablar de una escuela de aprendices no es invocar una escuela sin maestros ni maestras, como sueñan hoy las plataformas de educación a la carta. La escuela de aprendices es una figura imaginaria que nos tiene que permitir pensar los conflictos y las alianzas educativas desde un determinado punto de vista” (Garcés, 2020: 63).
De manera que la frágil relación entre pedagogía y emancipación deviene una tarea en permanente reconstrucción. Y la diferencia de miradas y saberes que reivindica la autora en la construcción de una educación emancipada y entre iguales es una diferencia en el sentido auténtico de la palabra: una diferencia respecto a lo que nos es común. Y por tanto es este vínculo conflictivo (y su pluralidad epistemológica) a la hora de nombrar el mundo, el que debemos preservar en instituciones que puedan gestionarlo democráticamente. Y no la diferencia que articula la atomización individualista y la adaptación competencial en su asalto actual a la escuela y su disolución nihilista de fronteras entre mercado y educación.
Por eso, Garcés reivindica los marcos institucionales (debidamente transformados, debidamente democráticos) que lo hacen posible: “Cuando actualmente se radicaliza el cuestionamiento de la escuela desde tantos frentes, la principal razón para defenderla es precisamente esta: es el lugar en el que la sociedad, en su conjunto, puede hacerse cargo de la disputa en torno al saber, sus implicaciones sociales y sus consecuencias políticas” (Garcés, 2020: 62).
Alianza entre aprendices para activar la imaginación política, para pensar y experimentar otros futuros y otras poéticas del tiempo
Y por eso, la autora, frente a la nueva ingeniería social de la pedagogía neoliberal, pero también frente a las grandes pedagogías del hombre nuevo o las nostalgias de una autoridad perdida, postula una “pedagogía frágil” y respetuosa con la diferencia en la línea de Philippe Meirieu. “Una alianza de los aprendices” (que somos todos); ese proceso de subjetivación (su política y poética) que permite la educación entre iguales: “Su sentido es hacer iguales a los desiguales desde una alianza que convierte la educación en el arte de reunir existencias de diferentes edades, trayectorias y condiciones en una acción que las iguala sin equipararlas ni estandarizarlas: tomar juntos el riesgo de aprender” (Garcés, 2020: 134). Porque comprometerse con esta alianza es apostar por intentar levantar aquí y ahora esta escuela cada día y confrontar en su conjunto las actuales relaciones de dominación y la experiencia del mundo que conforman.
En el último capítulo, “Disputar los futuros”, Marina Garcés recapitula sobre el carácter estratégico que adquiere esta alianza entre aprendices para activar la imaginación política, para pensar y experimentar otros futuros y otras poéticas del tiempo donde quepamos todas; más allá de una escuela adaptada a las servidumbres de un presente que ha clausurado su relación con futuros alternativos al actual desastre civilizatorio.
Finalmente, el libro se cierra con un epílogo donde podemos ver el texto de una intervención de la autora. Ilustrado en colaboración con una artista plástica y para la escuela de arte y diseño de La Massana de Barcelona. En esas pocas páginas se puede apreciar que, no solo en el contenido del texto, también en la forma aforística que toma, se resume su visión de la educación como una poética y una política al mismo tiempo.
Marina Garcés es muy conocida en los medios activistas políticos y culturales, especialmente de la ciudad de Barcelona, donde colabora habitualmente con los movimientos sociales de la ciudad. Su propia obra combina esta doble faceta de reflexión filosófica con vocación de intervención política y cultural. Lo cual confiere a sus ensayos un estilo muy personal, fruto también de su propia concepción de la política como una forma de subjetivación colectiva anónima y de experimentación existencial más allá de las mediaciones representativas al uso.
Todo ello la podría situar (en un sentido amplio y no identitario) en la tradición activista de la autonomía. Sus referencias filosóficas y políticas son, sin embargo, mucho más amplias y heterogéneas. Desde Merleau-Ponty al pensamiento feminista y decolonial pasando, claro está, por Deleuze, Foucault, Bifo, Virno…, pero abriéndose a un gran abanico que comprende desde Nicolás de Cusa, Spinoza o la filosofía de la ilustración, la literatura, el arte, la sociología crítica… Por todo ello, sus ensayos tienen un marcado carácter narrativo, donde se combina la fenomenología existencial y la crónica personal, la prosa poética y el análisis político y social; la experiencia irreductible del yo con la apelación a un nosotros indeterminado y colectivo donde, pese al tono amable y acogedor de su prosa, reverberan los ecos insurreccionales de un Comité Invisible o Wu Ming.
Aunque toda su obra está dotada de una gran coherencia y de unos temas y preocupaciones constantes, por lo que respecta a Escuela de aprendices, se podría situar en conexión directa con su ensayo Nueva ilustración radical (2017). Un excelente alegato para la actualización del proyecto ilustrado de autonomía personal y emancipación colectiva, pero pasando sus puntos ciegos por la criba de la crítica radical a la modernidad capitalista y sus monstruos irracionales hasta el presente.
Escuela de aprendices es una obra de difícil clasificación. En la tradición de las pedagogías críticas, de Freinet a Paulo Freire pasando por las nuevas educaciones populares y las críticas libertarias, poscoloniales y feministas de la educación que han retomado esta tradición crítica. Sus reflexiones interpelan tanto a un público filosófico especializado como a docentes, movimientos por la educación pública y activistas en general. Resulta difícil situar el texto en un campo concreto dentro de la, a veces, contradictoria trinchera de la lucha por la educación pública (no lo pretende). Su campo de intereses y temáticas va más allá. Su dispositivo teórico busca politizar el conjunto de la vida cotidiana (también Fuera de clase (2016)); abarcar todas las voces posibles de ese nosotrosanónimo del que hablábamos. De hecho, si el libro nos conmueve es por su esfuerzo constante de movilizar recursos personales y herramientas de la academia para contribuir a la conformación de una política del oprimido. En definitiva, un texto de intervención política y cultural con vocación integral.
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