La España vaciada: nostalgia tramposa y rebeldías por venir
Manuel Cañada
“Va a pasar un destello bravo, bravío, y todo va a cambiar”. Es Isa, una de las protagonistas de la película Destello bravío, quién murmura estas palabras y refleja de ese modo sus temores ante el tiempo que viene. Una ráfaga indomable nos hará perder la memoria y nos borrará del mapa. El mundo rural y la cultura campesina agonizan, arrasados por la globalización, por el capitalismo salvaje de nuestros días. La película nos habla de ello, de las ascuas comunitarias que aún sobreviven, de la trastienda cotidiana en los pueblos pequeños, de los deseos reprimidos. Y lo hace con sutileza y poesía, sin el paternalismo y la nostalgia impostora que caracterizan el relato dominante sobre la España vaciada.
Hace cinco o seis años, cuando comenzó a popularizarse la idea de la España vacía, parecía que retornaba una conocida asignatura pendiente, la vieja herida de la desigualdad territorial, la deuda histórica con las comunidades desangradas por la emigración. En el ensayo que acuñó la expresión, Sergio del Molino se refería al “Gran Trauma, el éxodo de mediados del siglo XX, cuyas consecuencias directas aún están vivas”. Pero el discurso hegemónico que se ha ido asentando desde entonces se ha encargado de recortarle las alas perturbadoras a aquella expectativa. En su lugar se ha impuesto una mezcla de ruralismo mitificador e inofensiva jerga burocrática, un retrato de la España abandonada más revelador por lo que oculta que por lo que manifiesta.
En ese relato canónico destacan, sobre todo, tres llamativas elipsis. La primera es precisamente la ausencia de referencia a los “vaciadores”, a los inductores y beneficiarios del vaciado. Por lo que se ve, nadie es responsable ni se ha favorecido del desmantelamiento del ferrocarril convencional, de la reconversión agraria o de la fuga del ahorro. Como si se tratara de una maldición bíblica, de un proceso ineludible. Los partidos políticos que han gobernado en exclusiva durante más de cuarenta años; los bancos que siguen cerrando oficinas en los pueblos, a destajo; las grandes empresas del complejo agroindustrial que controlan la cadena de valor y exprimen las plusvalías campesinas; o las élites locales sin cuya complicidad habría sido imposible el saqueo y su reproducción: todos ellos, sin excepción, nos aleccionan con solemnidad a combatir el despoblamiento rural y abogan por un gran Pacto de Estado que le ponga solución. Manuel Campo Vidal, un periodista que simboliza como pocos los tiempos del bipartidismo y “el monopolio del sentido común” que representaba la Cultura de la Transición, es el encargado de oficiar la unánime ceremonia.
La segunda asombrosa omisión es la de la agricultura. “Aunque es campo de cultivo, en ocasiones me gustaría que sólo fuera paisaje”, escribía Julián Rodríguez en la novela Cultivos. A los fabricantes del discurso oficial e incluso a los dirigentes de la “revuelta” de la España Vaciada parece ocurrirles algo similar. La propuesta estrella de estos últimos se resume en el Plan 100-30-30: Internet a una velocidad mínima de 100MB simétricos, un máximo de 30 minutos de viaje para el acceso a servicios básicos y una distancia no superior a los 30 kilómetros para conectar con una vía de alta capacidad. Resulta sorprendente la marginalidad de la agricultura -y de la industria- en una tabla reivindicativa que persigue combatir la despoblación rural. Máxime si tenemos en cuenta las consecuencias devastadoras que ha tenido la política agraria en los últimos 30 años, que ha comportado subvenciones al abandono de cultivos, restricciones de producciones esenciales como la leche, especulación y acumulación de tierras, o la desaparición de centenares de miles de agricultores con el consiguiente éxodo a las ciudades. No es un descuido, claro está, sino la sencilla y escandalosa constatación de la subalternidad ideológica y política a los dictados del gran capital europeo, la demostración de hasta qué extremo se considera incuestionable o inmodificable la política agraria comunitaria, a pesar de su evidente carácter irracional y antisocial.
Por último, es reveladora la ausencia de análisis que aborden las causas estructurales del abandono y el rigor a la hora de reconocer sus consecuencias. Ni que decir tiene que palabras como extractivismo o capitalismo no forman parte del relato habitual. E incluso son expurgados de él términos descriptivos imprescindibles como emigración, desempleo o clientelismo. La gramática del poder, a caballo entre la romantización rural y la vulgata neoliberal de autoayuda, se compone de conceptos como reto demográfico, plena conectividad, nuevas ruralidades o identificación del talento local. Y en la cima de la neolengua, por supuesto, relumbra la palabra fetiche que ya nos es tan familiar: emprendimiento. “El Gobierno destinará 10.000 millones de euros para luchar contra la España Vaciada potenciando el emprendimiento”, nos dice el titular de una noticia reciente. Ese es el quid, según parece, la pasividad de los aldeanos, su querencia a la vida regalada y su apego a las inercias ancestrales. No es nuevo el diagnóstico ni la retahila de los emprendedores. En octubre de 2011 el diputado Josep Antoni Duran i Lleida, uno de los principales dirigentes de Convergencia i Unió por entonces, se dolía de que “en otros sitios de España, con lo que hacemos nosotros, reciben el PER para pasar toda la jornada en el bar de su pueblo”. Y hace apenas unas semanas, un coaching de cercanía, con amabilidad, lo recordaba también, en el Congreso Europeo por el Reto Demográfico celebrado en Valencia de Alcántara: “Nuestro problema es que no tenemos entrenado el músculo de ver posibilidades”.
La besana de la España abandonada
“Mi padre y yo no vivimos en el mismo mundo. El mundo de mi padre acaba en las lindes del caserío. Aquí está su cielo y su tierra. Aquí, él es libre. Nosotros, sus hijos, no vemos el mundo del mismo modo. La cadena que remonta al Neolítico se ha roto”.
Amaia, uno de los personajes protagonistas de la película Amama
A Julio Anguita le gustaba mucho utilizar la metáfora de la besana para referirse a la política como un arte estratégico. “Los comunistas, en cada momento, en cada lucha específica, por pequeña que sea, deben tener en mente el objetivo final, el punto de referencia. Lo traduzco a la cultura agraria de mi tierra: el labrador que está haciendo surcos tiene que mirar a dónde va con el arado porque si no el surco se le va. Tiene que trazar con cuidado la besana, es decir la línea matriz de la cual surgen otras”. El debate social abierto alrededor de la despoblación rural, más allá de oportunismos y promociones editoriales, es uno de esos asuntos de calado estratégico en los que es preciso trazar besanas. La pugna sobre la España abandonada es un punto nodal en el que se condensan algunas de las contradicciones fundamentales de nuestro tiempo, tales como la reestructuración de un capitalismo en crisis y azogado, la inapelable reorientación ecológica de la economía, la brecha identitaria y la cohesión territorial del país o la articulación de las clases y geografías perdedoras del neoliberalismo.
“La acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología”, escribe Marx, con su estilo vibrante, en El Capital. La expropiación de la población rural y de su tierra, la usurpación violenta de los terrenos y derechos comunales, la “liberación” del campesinado como proletariado para la industria, su sometimiento mediante “leyes grotescas y terroristas” a la disciplina del trabajo asalariado. Marx nos describe la genealogía del crimen, de la barbarie en construcción. “El capital nace chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza”. Y esa sangre fundacional del capitalismo es, en primer lugar, la de los campesinos despojados de la tierra.
Es ahí, en Marx, en la tradición socialista y en el manantial de los nuevos movimientos sociales, donde podremos encontrar las herramientas fundamentales para entender la cuestión que nos ocupa, para trazar la besana. En Engels, que reflexiona muy tempranamente sobre la irracionalidad de las grandes ciudades; en Polanyi, que fundamenta el origen del capitalismo en la mercantilización del trabajo, el dinero y la tierra; en Pasolini, que nos advertía allá por los años setenta sobre la “mutación antropológica” de las culturas populares y su absorción por el nuevo totalitarismo, la civilización del consumo; en John Berger, que alertaba a finales de los setenta sobre los planes del capital europeo para culminar “la eliminación histórica del campesinado”; en Silvia Federici, que nos enseña a “reconocer la esfera de la reproducción como fuente de creación de valor, de explotación” y de acumulación de capital; o en Manuel Sacristán, que nos reveló el ecologismo “como autocrítica de la ciencia moderna”. Pero, sobre todo, en vetas analíticas como la que representa David Harvey, imprescindible para comprender la renovación constante de las condiciones de acumulación y las simbiosis de capital y territorio. “La acumulación de capital siempre ha sido una cuestión profundamente geográfica. Sin las posibilidades inherentes a la expansión geográfica, la reorganización espacial y el desarrollo geográfico desigual, hace tiempo el capitalismo habría dejado de funcionar como sistema político y económico”.
En España la pieza fundamental de la acumulación originaria fueron las desamortizaciones del siglo XIX. El desarrollo del capitalismo, la trama de la nueva oligarquía y la conformación del Estado hunden sus raíces en aquel gigantesco proceso de privatización de la tierra. También allí podemos encontrar las huellas significativas de la desigualdad territorial en nuestro país. Pero será sobre todo en el siglo XX cuando esta adquiera proporciones dramáticas. La aldea maldita, una película rodada en 1930, comienza con este rótulo: “Sobre las ruinas de Castilla, voló una vez más la tragedia del éxodo”. Entre las décadas de los 50 y los 70 se produce la gran estampida. Las Castillas, Aragón, Galicia, Murcia, Andalucía o Extremadura se desangran. En esta última comunidad emigra hasta el 40% de la población. En solo treinta años, Madrid o Cataluña pasan de apenas duplicar la población de Castilla León, Castilla La Mancha o Extremadura a multiplicarla por seis o siete veces. Víctor Chamorro describe así el cataclismo. “Se trata de un genocidio programado desde despachos burócratas. Porque es genocidio ir acabando con todo un pueblo utilizando el arma de la emigración, el arma del expolio”. El gran instrumento concebido en los despachos, la palanca que arrancará a millones de campesinos pobres de sus pueblos es el Plan de Estabilización de 1959, una iniciativa del gobierno franquista que cuenta con el apoyo de los Estados Unidos, que pretende facilitar la entrada de divisas y capitales extranjeros. “Las periferias de Madrid, Barcelona y Bilbao se llenaron de gente que sólo poseía su fuerza de trabajo y una maleta de cartón. Familias desarraigadas, barrios donde faltaba de todo, pero también la esperanza de una vida mejor”, escribe Enric Juliana en Aquí no hemos venido a estudiar. El gran ideólogo del Plan será Joan Sardá Dexeus, “el economista más importante del siglo XX en España”, señala el habitualmente sagaz Juliana. Quizás el poderoso economista se merecía otro tipo de calificativos, alejados de la admiración y condescendencia con el desarrollismo.
En el tardofranquismo y durante la transición emergerán con fuerza la cuestión de la tierra y la desigualdad territorial. Las banderas de la Reforma Agraria y de la Deuda Histórica que se alzan, sobre todo en Andalucía -pero también, aunque en menor medida, en otros territorios como Extremadura- remiten al proceso histórico que ha saqueado a las comunidades pobres y alerta sobre el peligro de “confederalizar el norte y provincializar el sur”, como dirá gráficamente Felipe Alcaraz. La victoria popular en el referéndum de Andalucía el 28 de febrero de 1980 o la creación de instrumentos como el Fondo de Compensación Interterritorial nos hablan también de esa misma pugna. Pero los vientos del neoliberalismo son muy fuertes y, especialmente a partir de la década de los años noventa, profundizarán aún más el desequilibrio y la divergencia entre el mundo rural y urbano. La crisis de 2008 desvelará la inconsistencia de la fábula institucional de la transición. El saqueo de la España vaciada se ahonda.
El medio rural le sobra al capital
“La belleza se esconde y hay que encontrarla”
Oliver Laxe, director de la película O que arde
“El medio rural le sobra al capital”: es uno de los lemas que se escucha en las convocatorias de los movimientos sociales en los últimos años. Si el mundo rural no se organiza y moviliza estará condenado a convertirse a corto plazo en tierra de sacrificio. El filósofo y activista José Sarrión señalaba recientemente que Castilla y León cumple sobre todo tres funciones: absorber los residuos de las grandes urbes, entregar los recursos naturales a las multinacionales para proyectos de macrominería y albergar macrogranjas. Con las singularidades propias de cada comunidad puede afirmarse que, si no se remedia, ese futuro es el que espera a la mayor parte de la España vaciada.
Durante décadas ha habido comunidades como Extremadura que reunían todas las características de una “colonia interior” (extracción de mano de obra barata, materias primas sin transformar, expolio energético, fuga del ahorro), pero además esa subalternidad se está acelerando. La nueva emigración, (44.000 personas en Extremadura en los últimos ocho años), la intensificación del extractivismo (230 proyectos mineros) o la utilización de miles de hectáreas de tierra fértiles para instalar grandes plantas solares, por ejemplo, apuntan en esa dirección.
Vivimos un tiempo de honda crisis y reestructuración del capitalismo. Como subrayaba recientemente Manolo Monereo “se están rompiendo las cadenas de valor en la economía mundial”. Todo indica que estamos al inicio de un cambio de fase, de crisis o mutación de la globalización. Quizás, como expone Eddy Sánchez, al comienzo de un proceso de desglobalización y de regionalización, de “competencia y rivalidad entre los diversos núcleos centrales del capitalismo”. Como nos enseña Harvey, el capital intentará construir una geografía, una “solución espacial” a la medida de sus necesidades, aplazando o desplazando sus contradicciones.
La España vaciada no debería ser un episódico “retorno de lo reprimido”, un rapto de nostalgia o de mala conciencia, que entonan los nietos o bisnietos del Plan de Estabilización, a modo de penitencia de desclasamiento. Y mucho menos la tediosa promoción de una nueva hornada de representantes políticos. Leamos el síntoma hasta sus últimas consecuencias. Necesitamos construir un movimiento popular que sea capaz de integrar lo social, lo ecológico y la defensa del territorio. Que una a la clase trabajadora de las ciudades y a las geografías perdedoras -mundo rural y ciudades intermedias- condenadas a ser territorios sobrantes, plazas de emigración, vertederos, campamentos mineros, tierra de sacrificio en definitiva. Que combata la lógica de las multinacionales y del capital financiero, el auténtico sujeto decisorio en la Unión Europea, pero también a las élites locales imbricadas en el bloque de poder, que garantizan el consentimiento ciudadano a través del clientelismo social y político.
Un movimiento que arraigue en lo más cercano pero que no pierda de vista el objetivo global de transformación ni el tiempo de bifurcación histórica que se adivina. Que trabaje por poner en pie un programa de transición valiente, que se atreva a cuestionar “el orden inmutable” de los poderosos, con medidas como la reducción drástica de la jornada de trabajo, la socialización de sectores estratégicos como la banca o la energía, la renta básica universal o la reforma agraria integral. Pero que construya ese programa desde abajo, desde la movilización más elemental, desde la construcción de auténticas comunidades de lucha y resistencia.
Los chalecos amarillos, el estallido social chileno, las marchas de la dignidad, el 15M, los movimientos campesinos -como las Uniones y la COAG de la transición-, la PAH o el ecologismo social, son sólo algunas de las aguas donde mirarse.
A Julio Anguita le gustaba insistir en la importancia de las alianzas, en la necesidad de organizar con otros los programas y el conflicto. “Construir implica, no proclamar lo que uno es, sino juntarse con otros distintos para ponerse a ello”. Como la belleza, también la justicia y la rebeldía se esconden y hay que encontrarlas. Y sólo se pueden encontrar buscándolas, hombro con otro, con otros.
Ponencia presentada en el seminario de la Fundación de Investigaciones Marxistas sobre Militancia y lucha de clases en la España abandonada, realizado en Talavera de la Reina el 6 de noviembre de 2021.
Fuente de la Información: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-espana-vaciada/